Dejad mi cuerpo aquí;
luché mi batalla,
la batalla me ganó.
Mi corazón se rompió
con un ronco aleluya,
mis miembros fueron cayendo
en una sinfonía crepuscular,
réquiem callado, un coro dulce
y helado
sobre la peligrosa belleza
de este silencio asesino.
Hoy perdimos a otra
(lo siento tanto, mi niña,
lo siento tanto)
y yo ya venía triste.
Puedo ver al Monstruo Oscuro reptar
por los confines de mi visión,
puedo sentir sus manos indiferentes
y su aliento sordo en mi espalda.
Viene a por mí;
dejad mi cuerpo aquí.
Cariño, diles que te quise.
Que en el vidrio de mis ojos
alguna vez se miró el universo.
Y que ninguna otra jamás
tenga que dibujar con tiza
su último lecho;
que ninguna vuelva a pintar rosas
en el suelo
con su último aliento.
Dios, qué frío.
Dejad mi cuerpo aquí.
30/12/14
DEP Leelah Alcorn
martes, 30 de diciembre de 2014
lunes, 24 de noviembre de 2014
La muerta viva
nadie se ha molestado en notificármelo,
pero yo lo sé.
Una sabe esas cosas.
Lo noto en el aliento estancado en la boca,
lo noto en la putrefacción de los dientes.
Lo noto en las manos heladas,
en el silencio del pecho,
en el rumor de gusanos en el estómago y los miembros.
Estoy muerta.
Los demás fingen que no se han dado cuenta
y siguen hablando
(siempre hablan)
pero yo lo sé.
No pueden mentirme.
Todo este tiempo ha sido un gran error.
Y lo cierto es que los vivos
-maleducados ellos-
no dejan a los muertos
ni estar muertos en paz.
Yo morí hace un par de meses
y quisiera irme de aquí.
Hoy he tenido un día horrible.
miércoles, 12 de noviembre de 2014
Carta de una veinteañera desconsolada
¡¿Joven?!
¿Joven para qué, puede saberse?
¿Por qué somos jóvenes? ¿Porque nuestros hombres aún no se han quedado calvos? ¿Porque aún no hemos parido? ¿Porque seguimos estudiando y estudiando, estudiando con una compulsión desesperanzada? ¿Eh? ¿Es porque no tenemos casa, ni trabajo, ni pagamos facturas? ¿Eh? ¿EH?
¿Jóvenes? ¿Jóvenes para qué? ¿Crees acaso que no estamos desesperados por una casa, un trabajo, unas putas facturas que por lo menos justifiquen, muestren, registren que tenemos algo propio, que nuestra vida existe, que somos un poco más que nada? (porque este puto mundo no reconoce más evidencia que el dinero, y nosotros ya estábamos atrapados en la partida antes de saber si queríamos jugar). ¿De qué, de qué nos sirve ser jóvenes? ¿Crees que nos llena de gozo no poder salir de las aulas (porque la alternativa es peor), estudiar año tras año para nada? ¿Crees que somos frívolos y despreocupados? Por dios, ¿en el culo de quién has tenido metida la cabeza todos estos años? No sabes nada. No sabes nada.
¿Jóvenes? ¿Jóvenes de qué, si estamos más amargados y más solos de lo que jamás lo estuvieron aquellos que nos criaron prometiéndonos la luna? ¿Jóvenes para qué, que vamos dando tumbos de secretaría en secretaría arrastrando un cabreo el doble de grande que nosotros? Jóvenes de qué, que estamos atragantados de papeles y desmotivados y agotados y ya no suplicamos ni "una oportunidad, por favor" porque ya no creemos que tal cosa exista. Jóvenes. Ja. Trata de ser joven cuando tienes úlceras en los dedos y arrugas en el corazón. ¿Jóvenes? ¡¿Jóvenes?! ¿Qué sabes tú de ser joven, en primer lugar? ¿Es sólo lo que recuerdas de tu tiempo, una Arcadia feliz tan lavada por los años que ya no ves el sufrimiento, tan rellena de laureles y de suerte que no te cabe en la cabeza el profundo vacío de nuestro futuro? Siento robar tu corona de papel albal (porque no, no es de plata, no es de platino, es de puto film de aluminio, cállate), pero no sabes una mierda.
Deja de hablar de nosotros. Deja de hablar, de opinar, de lloriquear sobre lo que leemos, lo que decimos, lo que usamos, lo que deseamos y lo que amamos, deja de criticar desde tu polvoriento sillón nuestra ira y nuestros asideros en este hoy sin nada. Deja de codiciar nuestra edad como si se tratara de una panacea para tu amargura, porque es un insulto a nuestra desesperanza y a los sueños que no serán; deja de hablar porque no entiendes que ansiamos tu estable aburrimiento con una sed humillada, aunque sea un poco, porque al menos viene sin miedo, sin miedo. Deja de hablar de nosotros, porque no tienes permiso. Cállate.
¿Jóvenes, jóvenes de qué, si puede saberse? ¿Crees que nos emborrachamos todos los fines de semana? ¿Con qué puto dinero, en primer lugar? ¿Crees que nos creemos invencibles? ¿Cómo, si nos repiten todos los días que nos derrotaron antes de avisarnos de que íbamos a la guerra? ¿Jóvenes cómo, si nos han chupado la sangre, la savia, la esencia, la esperanza? Jóvenes cómo, si nos han abandonado al tedio y al asco y a la nada. De qué sirve esta juventud, me pregunto, cuando es tan humillada, tan seca, tan burlada, tan sola.
Jóvenes.
Jóvenes para qué.
***
La próxima primavera (y la primavera ha pasado a no ser más que una oscura metáfora) cumplo veinticinco años. A esa edad, mi madre ya tenía una casa propia, un trabajo relacionado con unos estudios que había disfrutado mucho, un marido del brazo y a mí en el útero: todo lo que siempre había querido. Yo tengo más títulos académicos de los que ella tuvo entonces, y eso es todo. Bachillerato, licenciatura, máster, idiomas: papel mojado, y una mochila vacía. Sin triunfo. Sin cambio.
¿Acaso puedes detectar el fracaso
si es todo lo que siempre has conocido?
martes, 28 de octubre de 2014
El fantasma del mar
Viejo cementerio
cerca del mar;
tumbas costradas de sal.
Bajo el sol blanco,
cruz de metal:
en las arenas vengo a descansar.
Sombras azules,
calor glacial,
a mediodía salen a penar.
Al mar lejano
se oye llorar;
la muerte anda por el palmeral.
Pasos de pulpo,
andar sepulcral,
cementerio, ¿a quién te vas a llevar?
Llanto marinero,
copla de salar:
en la arena los muertos, muertos están.
En los nichos viejos
se pela la cal
y los ahogados no saben cantar.
Ladran los perros
en el arenal,
a mediodía nos vienen a llevar.
Larga y horrible
la mano del mar,
la tumba aguarda a quienes morirán.
Hueso mondo,
agonía solar,
los pasos de los muertos por el terral.
Viejo cementerio
cerca del mar,
sol de plomo y la muerte
vendrá.
cerca del mar;
tumbas costradas de sal.
Bajo el sol blanco,
cruz de metal:
en las arenas vengo a descansar.
Sombras azules,
calor glacial,
a mediodía salen a penar.
Al mar lejano
se oye llorar;
la muerte anda por el palmeral.
Pasos de pulpo,
andar sepulcral,
cementerio, ¿a quién te vas a llevar?
Llanto marinero,
copla de salar:
en la arena los muertos, muertos están.
En los nichos viejos
se pela la cal
y los ahogados no saben cantar.
Ladran los perros
en el arenal,
a mediodía nos vienen a llevar.
Larga y horrible
la mano del mar,
la tumba aguarda a quienes morirán.
Hueso mondo,
agonía solar,
los pasos de los muertos por el terral.
Viejo cementerio
cerca del mar,
sol de plomo y la muerte
vendrá.
miércoles, 15 de octubre de 2014
Irat i tendre, bel·ligerant
Tot canviarà.
Ho canviarem nosaltres:
tot canviarà.
I canviarem amb ell,
siga com siga,
però canviarà
i canviarem:
si callem
haurem perdut.
Sigam fortes,
sigam ingovernables,
correm fins als arrels
del dolor, de la ferida,
d'aquesta sang que han fet rajar
els inics
del nostre futur.
No ens deixarem caure.
Mai, mai caure,
mai callar;
tractaran fins i tot d'arrencar-nos
la llengua de la boca,
la flor del pit;
però tot canviarà.
Nosaltres canviarem.
El crit de les nostres venes
no por ésser silenciat,
l'esclafit de les nostres goles
no el podran robar;
les nostres mans lluiten.
les nostres mans treballen,
les nostres mans brutes
de fang, de suor, de sang
mai s'aturaran,
i nosaltres tampoc.
Els nostres ossos en flames
fonamentaran els passos d'aquells
que encara no han nascut;
quan els nostres noms s'hagen oblidat
encara bategarà la muntanya
que acarona el cel,
el crit dels nostres llavis
serà una torre, una foguera, una abraçada,
un poema en la llibreta d'una xica
que un dia potellarà corones
i estimbarà imperis.
Tot canviarà.
Nosaltres canviarem.
I serà com un ball
(ja ho deia Vicent)
serà com un ball
ardent de preguntes,
bullent de fúria,
fotut i bell,
l'esperit.
No podran amb nosaltres.
I serem paraules en el temps
i alarit de tabals,
serem tot el que hem de ser
i molt més,
molt més que serem.
Res no pot aturar-nos;
la transformació bombeja
als nostres cors.
Tot canviarà.
Ho canviarem.
En los últimos meses han pasado muchas cosas. He empezado a estudiar de nuevo (y el máster da tanto o más asco que la universidad, qué demonios). He llegado a términos con mi sexualidad. Y además, he afianzado mi amor por los idiomas y he acabado comprendiendo que incluso el hecho de hablar comporta un posicionamiento político y cultural, y de que yo soy parte de ello, me guste o no. Las lenguas son la médula de las civilizaciones, y aunque nunca dejaré de ser extranjera a cierto nivel, extiendo un compromiso (es lo mínimo que puedo hacer) hacia el lugar que ha sido, mal que mal, mi hogar durante tantos años. Valencia se merece que se le hable en su propio idioma.
Ho canviarem nosaltres:
tot canviarà.
I canviarem amb ell,
siga com siga,
però canviarà
i canviarem:
si callem
haurem perdut.
Sigam fortes,
sigam ingovernables,
correm fins als arrels
del dolor, de la ferida,
d'aquesta sang que han fet rajar
els inics
del nostre futur.
No ens deixarem caure.
Mai, mai caure,
mai callar;
tractaran fins i tot d'arrencar-nos
la llengua de la boca,
la flor del pit;
però tot canviarà.
Nosaltres canviarem.
El crit de les nostres venes
no por ésser silenciat,
l'esclafit de les nostres goles
no el podran robar;
les nostres mans lluiten.
les nostres mans treballen,
les nostres mans brutes
de fang, de suor, de sang
mai s'aturaran,
i nosaltres tampoc.
Els nostres ossos en flames
fonamentaran els passos d'aquells
que encara no han nascut;
quan els nostres noms s'hagen oblidat
encara bategarà la muntanya
que acarona el cel,
el crit dels nostres llavis
serà una torre, una foguera, una abraçada,
un poema en la llibreta d'una xica
que un dia potellarà corones
i estimbarà imperis.
Tot canviarà.
Nosaltres canviarem.
I serà com un ball
(ja ho deia Vicent)
serà com un ball
ardent de preguntes,
bullent de fúria,
fotut i bell,
l'esperit.
No podran amb nosaltres.
I serem paraules en el temps
i alarit de tabals,
serem tot el que hem de ser
i molt més,
molt més que serem.
Res no pot aturar-nos;
la transformació bombeja
als nostres cors.
Tot canviarà.
Ho canviarem.
En los últimos meses han pasado muchas cosas. He empezado a estudiar de nuevo (y el máster da tanto o más asco que la universidad, qué demonios). He llegado a términos con mi sexualidad. Y además, he afianzado mi amor por los idiomas y he acabado comprendiendo que incluso el hecho de hablar comporta un posicionamiento político y cultural, y de que yo soy parte de ello, me guste o no. Las lenguas son la médula de las civilizaciones, y aunque nunca dejaré de ser extranjera a cierto nivel, extiendo un compromiso (es lo mínimo que puedo hacer) hacia el lugar que ha sido, mal que mal, mi hogar durante tantos años. Valencia se merece que se le hable en su propio idioma.
viernes, 3 de octubre de 2014
Una tetera, dos tazas
Crédito de la fotografía: someotherwhere en deviantArt |
-He estado pensando en pasarme al té, ¿sabes? El café no me gusta.
Mireia se volvió desde el aparador con ademán confuso y miró a su amiga, sentada a la mesa de la cocina. El verano de 2008 estaba a punto de comenzar, y el sol entraba a raudales por el tragaluz que daba a la azotea, encendiendo un nimbo blanco sobre el lustroso pelo de Romina. Mireia levantó una mano, como pidiendo tiempo muerto.
-Espera, espera. ¿Desde cuándo tomas tú café, para empezar?
Romina se revolvió incómoda en su asiento.
-Bueno, se acerca el Selectivo y tal… pensé que como había que estudiar tanto, me vendría bien. Como todo el mundo lo hace…
-¿Y qué pasa, tú también querías ser popular? -se burló Mireia.
-¡Tenía curiosidad! -se explicó Romina, ofendida-. Pero creo que va a ser que no. Me he tomado un par de expresos esta semana, pero me dan… bueno, no me sientan bien -balbució.
-Vamos, que te has ido de la pata abajo, ¿no?
-¡Déjame en paz! -exclamó Romina, visiblemente avergonzada. Mireia volvió a su trabajo de buscar vasos en el aparador, aún riéndose.
-Creo que mi madre tenía una cajita de té por alguna parte, si quieres.
Cuando la madre de Mireia entró en la cocina, encontró a las dos adolescentes sentadas a la mesa, bebiendo de dos vasos de duralex en los que infusionaban sendas bolsitas de té barato, aromatizado con vainilla y caramelo. Al contemplar la estampa, se le dibujó en la cara una sonrisa irónica que a Romina le recordó terriblemente a la de Mireia.
-Anda, mira a las dos señoritas de alta alcurnia, bebiendo té.
-¡Está bueno! -exclamó Mireia, encantada. Romina asintió con la cabeza, sonriendo.
-A ver si vuestras notas son igual de buenas.
Mireia le sacó la lengua a la espalda de su madre mientras salía de la cocina, y Romina se atragantó con el té.
Al otoño siguiente, Mireia se dejó caer en la cantina de la facultad donde estudiaba Romina para tomar un té juntas. Romina le había contado que, en el país donde había nacido, había costumbre de tomar té todas las tardes, lo que conllevaba una oferta mucho más amplia y asequible. Mireia tomó un sorbo de su té negro de bolsita y gruñó algo acerca de lo difícil que era tomarse una taza en condiciones en aquel país de cafeinómanos.
-¿Cómo está yendo la carrera?
-Bien. Pero la gente es un poco rancia -bromeó Romina en voz baja-. ¿Y el módulo?
-Bah -dijo Mireia, sin mostrar ninguna emoción fuerte al respecto-. Pero la gente es simpática. Y hay varias chicas guapísimas.
-Vamos, que estás estudiando mucho.
Ambas sorbieron su té en silencio, perdidas en sus recuerdos.
-¿Me la vas a presentar algún día? -preguntó Romina desde la cama de Mireia unos meses más tarde. Mireia, examinando frente a su espejo de pie su aspecto con el conjunto que había elegido, frunció los labios, dudosa. Se arregló los volantes de la falda y los botones de la blusa floreada antes de contestar.
-¿A Sandra? Supongo. Aún es pronto. No me ha dicho nada de conocer a la familia ni nada. No quiero asustarla -se pasó las manos por la magnífica trenza negra que le colgaba sobre un hombro, alisando mechones rebeldes imaginarios. Romina se mordió el labio con envidia-. Bueno, ¿qué pinta tengo?
-De miembro de la Sección Femenina.
-Vete a la mierda -Mireia aderezó el insulto lanzándole una diadema acolchada, aunque sin intención de darle. Romina se agachó y sacó de su mochila un termo de aluminio. Le dio un sorbo melancólico, peleando con toda su alma por no comparar por enésima vez la gracia innata de su amiga con su natural robusto y desgarbado.
-Pero bueno, ¿qué es eso? -inquirió Mireia mientras se calzaba.
-Un termo de té.
-¿Te has comprado un termo? Pero ¿para qué?
-Pues para poder tomar té fuera de casa, ¿para qué si no? -explicó Romina.
-Estás enganchada al dichoso té.
-Qué va.
-Claro que sí -dijo Mireia, sonriendo con malicia-. Siempre has sido un poco compulsiva.
-No es verdad.
-¿Ah, no? ¿Quién se comió seis huevos Kinder cuando estaba en quinto de primaria sólo porque quería tener todos los muñequitos de Pokémon?
-¡¿Y quién se comió los otros seis?! -saltó Romina.
-Mireia -contestó tranquilamente la madre de la susodicha, que pasaba frente a la puerta de la habitación con una cesta de ropa lavada. Las risas de las dos muchachas la acompañaron pasillo arriba hasta el cuarto de la plancha.
En el invierno de 2011, poco después de navidad, Romina recibió una llamada de móvil a las dos de la mañana. A la tarde siguiente salió de la cocina con una tetera en la mano para encontrarse con un bulto lloroso invadiendo su sofá. Sirvió dos tazas de Tie Kuan Yin y se sentó junto al bulto, preparada para escuchar. No era la primera vez.
-Lo siento mucho -susurró Romina.
-Soy una imbécil, tía -se oyó la voz de Mireia desde el fondo del bulto-. Me merezco lo que me pasa.
-Sabes que no -dijo Romina, armándose de paciencia-. Anda, abre la manita.
Con algo de reluctancia, Mireia se enderezó en el sofá y recibió la taza. Bebió con timidez.
-Oh -boqueó, con la voz aún áspera por el llanto-. Qué rico.
Una sonrisa de alivio cruzó la cara morena de Romina.
A las cuatro y media de la madrugada siguiente, Romina se encontró andando por una de las principales calles de ocio de Valencia, con una borrachera importante y una Mireia semiinconsciente agarrada a su espalda como un koala. Daba gracias en silencio por ser de espinazo fuerte, pero estaba empezando a sudar. Respirar, todo estaba en respirar. Mientras tanto, Mireia balbuceaba.
-La muy cerda nunca movió un dedo por mí. ¡Nunca! En la vida me preguntó cómo estaba ni qué quería. Y no te creas que cogió alguna vez un solo metro para venir a conocer a mis padres. Ni uno. Sólo pensaba en ella. Es una egocéntrica, eso es lo que es -hubo una pausa que duró varios metros. Respirar. Hay que respirar-. Oye, ¿pasa algo si te vomito encima?
-Si me vomitas encima te rajo en canal, ¿me has oído? -gruñó.
-Vale.
Pausa.
-Pfff, ¿no matarías ahora por un vaso de bubble tea?
Romina puso los ojos en blanco, pero tuvo que sonreír a su pesar.
-Sí.
-¿De qué?
-De chai con leche y perlas de tapioca.
-No me gusta la tapioca.
-Pues te jodes. Más para mí -en aquel momento se cruzaron con un animado grupo de universitarios, que observaron con curiosidad a la muchacha de los tacones de aguja que se balanceaba sobre la espalda de una heavy con gafas.
-¡¿Y VOSOTROS QUÉ COÑO MIRÁIS?! -berreó Mireia.
-No le hagáis caso a mi amiga. Está un poco sensible.
En la primavera de 2014, el día de su cumpleaños, Romina recibió un paquete en su habitación del Lucy Cavendish College. Entusiasmada, apartó el portátil y los libros del escritorio donde esbozaba su tesis, y arrancó el papel, revelando un paquete de té ("Esencia de Valencia" rezaba la etiqueta) y una foto enmarcada de Mireia abrazándola el día de su graduación. Sonrió al ver las ridículas sonrisas de ambas, y cómo Mireia se había puesto la beca azul celeste de Romina a modo de peluca. Sobre el cristal había pegado un post-it con una escueta nota manuscrita. "A ver si vuelves pronto. PERRA".
Romina se preparó una taza con la tetera eléctrica de su habitación (glorioso invento aquel) y se tomó un respiro para bebérsela en el alféizar de la ventana, mirando la lluvia caer sobre los oscuros tejados de Cambridge. Allá en casa, en Valencia, los naranjos estarían floreciendo, perfumando la ciudad, y el sol calentaría las calles. Pensó en las mañanas de domingo pasadas en la azotea de Mireia, echadas sobre una toalla, hablando de todo y de nada y recordando trastadas de tiempos pasados, buscándole formas a las nubes que viajaban por el cielo azul. Romina saboreó un sorbo de aquel té Sencha, perfumado a naranjas y flores y sol, y lloró quedamente, acompañando al cielo gris de Inglaterra.
Una noche de 2019, una mujer llamada Cristina entró en la consulta de urgencias de un hospital valenciano con dos vasos de corcho llenos de un té malísimo. Mireia estaba sentada en la camilla, con un brazo entablillado en alto, mientras Romina, sentada a su lado, negaba con la cabeza.
-¿Por qué te has metido en la pelea, Mire? Ya era bastante malo que vinieran a por mí, pero que encima te llevaras tú la peor parte...
-Me importa un pito. No voy a dejar que te traten así, y menos que te levanten la mano. Punto y final. Se van a acordar el resto de su vida de esta noche.
-¿Valía la pena que te dejaras la mano así?
-PIENSO REVENTARME LA OTRA MANO EN LA CARA DEL PRÓXIMO ANORMAL QUE TE LLAME "SUDACA", ¿ME HAS OÍDO?
La médica encargada del caso dio un saltito de susto. Las dos amigas guardaron silencio, cada una absorta en su propio mundo interior, sin reparar en Cristina, que miraba la escena aún sujetando los vasos. Al cabo, Romina carraspeó y habló con voz extraña.
-Oye, ¿sabes que te quiero mucho?
Cristina vio a Mireia sonreír para sí, un ligero rubor coloreándole las mejillas. Luego le dio un golpecito en el brazo a Romina con la mano buena.
-No me seas cursi, tía.
Cristina dio un paso adelante para hacerse notar.
-Les he traído té a las dos heroínas de la noche -anunció, haciéndolas reír.
-Anda que -le comentó Romina, mientras recibía agradecida su vaso-. Menuda pieza te has buscado.
Ambas se miraron y sonrieron, unidas por un sentimiento común.
-Estoy segura de que la mayoría de bebedores de té del mundo pensaría que esto es una aberración -dijo Mireia dudosa, una tarde cálida de abril de 2021.
-¡Qué va, los rusos lo hacen! -replicó Romina con entusiasmo, vertiendo un generoso chorro de ron en las tazas donde humeaba su última reserva de té de navidad.
-¿Los rusos? ¿En serio?
-…bueno, creo.
-Esto va a acabar mal. Lo presiento.
-¡Bebe y calla!
Mireia maldijo en silencio a los rusos, o a quienes carajo fueran, varias horas más tarde, cuando se encontró a sí misma en un bar de drag queens, ataviada con un sombrero ridículo, y Romina gritó a pleno pulmón "¡Eh, que esta es la novia! ¡Se casa el sábado!", atrayendo sobre ellas la atención de todo el enfiestado personal, que pronto las cubría de bromas y purpurina. "Te voy a matar" le dijo Mireia moviendo los labios mientras la arrastraban al escenario. Romina sólo sonrió con malicia y alzó su copa en su dirección en un brindis silencioso.
Varios años más tarde, uno de los mellizos de Mireia y Cristina rompió sin querer la tetera favorita de Mireia, una delicada creación de porcelana floreada que Romina le había traído de Cambridge. Mireia se mordió el puño, Cristina corrió a llevarse al niño antes de que las cosas se pusieran feas, y Romina estuvo riéndose de su amiga el resto de la semana. Una noche, meses después, la pareja salió y dejó a los niños en casa de Romina.
-Mirad -les dijo, mostrándoles la alacena donde guardaba su juego de té-. Estos son los juguetes de la tía Romina. Son muy bonitos y se pueden mirar todo lo que queráis, pero si os pillo tocándolos, os mato, ¿vale? -y les sonrió de oreja a oreja.
Los mellizos, que tenían cuatro años en aquel entonces, se miraron asustados.
Una tarde de otoño de 2038, Luis, uno de los mellizos, apareció en la puerta de Romina con semblante desolado. Ésta lo recibió con una taza bien dulce de Lapsang Souchong en la que deslizó un chorrito de ron, haciéndole prometer al adolescente que no le diría nada a Mireia y a Cris. Se tomaron el té mientras Luis hablaba sin parar, mirando insistentemente el fondo de su taza, como buscando respuestas para su angustia.
-¿Por qué no le has dicho nada a tus madres? -le preguntó Romina al cabo, pasándose la mano por la nuca.
-Porque se reirían de mí.
Romina sonrió con dulzura.
-Ya verás cómo no.
Un domingo de primavera, Romina estaba sentada en una silla de mimbre en la azotea de la casa de Mireia y Cristina, disfrutando del tibio viento de Poniente que jugaba con su pelo gris. Mireia entró con una bandeja de té bien surtida y se sentó a su lado, dejando los bártulos en una mesita.
-¿Cómo fue todo en aquella… ponencia tuya, o lo que fuera?
-¿Las jornadas? Bien. Sólo que un doctorando pomposo que hasta hace dos días tenía que pedir permiso para ir a mear se cachondeó de mí en la cena. Dijo que era extraño que los fósiles fueran estudiados por otros fósiles. Se creía que no lo oiría. El muy cretino.
-¿Le dijiste algo?
-No. Pero no te creas que esto se va a quedar así. Ese mocoso no sabe con quién se ha metido -y Romina frunció el ceño en ademán vengativo.
-Es un niñato estúpido. Olvídate de él.
-¡De eso nada! No he llegado hasta aquí para aguantarle groserías a ese currutaco. Se va a enterar.
-Ay, Romina, siempre fuiste un poco obsesiva -bromeó Mireia con malicia.
-Ya está otra vez la vieja esta -gruñó Romina, con una media sonrisa.
-Eh, ¿quién se bebió un litro de oolong la primera vez que le refutaron una teoría?
-¡¿Y quién se bebió el otro?!
-Mireia -replicó Cristina, que pasaba junto a la puerta de la terraza rumbo al lavabo.
Las risas de las dos mujeres se elevaron hacia el cielo despejado de Valencia.
lunes, 29 de septiembre de 2014
Regreso a Avalón
Al final, todos volveremos a Avalón.
No importa qué tan lejos nos haya llevado nuestro camino, tarde o temprano surcaremos las aguas del lago de vuelta a nuestro hogar, entre cortinas de niebla y más allá. Nuestro corazón aún recuerda las palabras de poder para abrir el cofre de las brumas. Avalón, Avalón, isla sagrada, hogar.
Todos somos huérfanos de Avalón, y añoramos con la voz rasgada de nuestra médula el hogar perdido. Algún día esa nostalgia, inscrita en el lugar donde nace la sangre, nos guiará de vuelta a casa. A Avalón.
Al final, todos volveremos a Avalón.
El amor es una rueda, dice la voz de la Madre; el amor es eterno. El amor fecunda y transforma y recarga y renueva: así es como se mueve el mundo, así es como giran las estaciones y se levantan las hogueras. Paso a paso los dolientes hacemos el camino de regreso, los pies descalzos lastimados y el corazón cargado de lágrimas, siguiendo el sendero de candiles que sube el promontorio de la isla, cantando lamentos de añoranza y deseo. Sobre la cumbre del Tor la Madre finalmente nos acogerá en sus brazos. Para siempre.
Al final, todos volveremos a Avalón.
En nuestros suspiros ha quedado atrapado para siempre el aliento de los manzanos. En el brillo de nuestras lágrimas la plata del lago. Avalón nos dejó en este mundo. A Avalón hemos de regresar algún día. Incluso en los momentos de más agrio quebranto, el eco de nuestra alma trae el dulce resonar de los cánticos y las campanas; y cerramos por un momento los ojos hinchados de llanto y sonreímos a través de la pena, pues a pesar de este sufrimiento el hogar aguarda, algún día. Avalón siempre aguarda.
Al final, todos volveremos a Avalón.
Y será el peregrinaje final al santuario bajo la montaña un viaje a las entrañas de nuestro propio corazón. La sangre y la leche; la Madre cuida de nosotros, la Madre vela por nosotros, la Madre está en nosotros. Madre, Madre, no nos olvides, pues sin ti no somos más que gritos en el viento.
Al final, todos volveremos a Avalón.
Y ese día la bruma se cerrará a nuestras espaldas, y seremos salvos para siempre del dolor y la amargura de la tierra, caminando bajo las estrellas, desnudos de cuidado, en el Mundo entre los Mundos. En el abrazo de la Madre. Para siempre. En la gloria de la Madre. Por siempre. Pues la Madre es el amor, y el amor es el señor de todo.
Algún día, todos volveremos a Avalón.
Y Avalón nos estará esperando.
Música: The English ladye and the knight (Loreena McKennitt)
martes, 9 de septiembre de 2014
Camino a casa
pero me patea el corazón:
parece que fuera a reventar
como un bolígrafo en un cambio de presión.
Algún día me volará el pecho
y dejará una mancha de tinta
como un lirio.
Qué dicotomía tan histérica;
ya no sé si podría entenderme sin ella.
Qué pena de mí.
Qué gracia.
Cuantísima energía,
cuánto agotamiento,
no sé qué hacer con ellos.
A las cuatro de la mañana soy invencible,
a las cuatro de la tarde me estoy muriendo.
Qué le voy a hacer.
Es el único vicio que tengo.
Tengo que parar.
Majo, tienes que parar.
Porque el mundo sigue
y a ti la ansiedad te tira de los pies
y no sabes qué vas a hacer
contigo.
[Aquí es donde canto:
"¡Quita esos ojos húmedos
de los míos sonrientes!;
te creía más
hace un segundo"].
Oh, por dios.
Tienes veinticuatro años,
coño.
En vez de tuntuntún
mi corazón hace lalalá.
Quién iba a decir que al final
acabaría peleándome conmigo misma
(de nuevo),
sólo que esta vez es en serio
porque ya no hay años para pensárselo,
sólo un vasto
y profundo desconcierto.
¿Qué va a ser de mí?
A saber.
Habrá que intentarlo.
viernes, 5 de septiembre de 2014
Cosa de adultos
-Era una discusión muy seria, así que hice lo que cualquier mujer adulta haría.
-¿Sí? ¿El qué?
-Bajarle los pantalones y salir corriendo.
Que nadie haga preguntas porque no hay respuestas para esto.
sábado, 30 de agosto de 2014
Acerca de la educación y sus vicios
Pero la mandaste callar, y ella aprendió que sus palabras no valen. La castigaste por hablar, te reíste con la comisura de la boca, y ella aprendió que la humillación es todo cuanto espera a quien trata de hablar por sí misma. La deslegitimaste por su aspecto (pues ¿quién no lo haría?) y ella aprendió que su ropa y su maquillaje cuentan mucho más que sus ideas.
¿Crees que no lo recordará cuando crezca? ¿Crees que tu desprecio no ha dejado una muesca profunda en su autoestima, crees que la vergüenza no ha metido un alfiler amargo en una flor que aún no se había abierto? Nunca más volverá a estar intacta. No has sido el único, ni lo serás. Algo era importante para ella, una voluntad y un cambio estaban a punto de nacer, y tú reventaste ese vaso contra el suelo. Y como a ti no te duele, no te arde, no te hunde, no te pesa, nunca lo sabrás. Pero algún día ella no sabrá decir que no, y tú querrás echarle la culpa.
Pero fuiste tú.
No, no es fácil.
Pero fuiste tú.
viernes, 22 de agosto de 2014
Parálisis del sueño
Una lee tantas y tantas veces escenas de este tipo en los libros, que acaba haciéndose una idea equivocada de cómo funcionan estas cosas. En los libros, el protagonista siempre se despierta en una explosión de horror, incorporándose en la cama de golpe, oyendo un grito terrible que sólo a mitad de camino se da cuenta de que es suyo. Respiración acelerada, pulso disparado, sudor frío perlando la cara. Todo muy cinematográfico.
Las cosas no son así. Las cosas casi nunca son así.
Y ya no es sólo porque raramente una se incorpora en la cama, o en el sofá, o donde sea que haya tenido la mala idea de dormirse; no es sólo porque el cuerpo traidor apenas y se mueve en momentos así, atrapando a una mente que patalea desesperada en un cepo pesado como el hueso. No es sólo por el calor, ese calor insidioso, sordo, resbaladizo, que incendia la cabeza y derrite la piel; no es sólo por esa sed criminal que abrasa una garganta absolutamente incapaz de pedir ayuda. Ya ni siquiera, demonios, es por ese despertar viscoso y convulso que te arroja desde una pesadilla callada como la muerte a una boca de par en par que sin embargo no grita. Que no puede gritar. Y te atragantas con tu propio pánico y el dolor de cuerpo y un alivio temeroso que nunca llega demasiado pronto, y que nunca dura para siempre.
No.
Si todo esto es tan distinto a cómo nos lo cuentan los libros y las películas; si está una tan poco preparada para esto; si es esto tan aterrador y tan desesperante, es por la quietud.
Las manos que en el sueño arañan histéricas y en la realidad se niegan a mover los dedos. El grito desgarrador que al otro lado no es más que un suspiro que ni siquiera hace ruido. Los chillidos de socorro que hacen eco en la mente y afuera se encuentran con una boca cerrada. El cuerpo que se niega a despertar mientras poco a poco se va quedando sin aire…
Eso, eso es lo peor de todo.
El silencio.
La parálisis.
No es un dramático salto entre el sueño y la vigilia; eso sería movimiento, actividad; sería vida. Despertar de una de estas pesadillas no es despertar. Es escapar arrastrándose con el borde de las uñas de un horror gelatinoso, reptante, cada vez más grande; y sé que la muerte aguarda el día en que ya no pueda arrastrarme más. Es sólo cuestión de tiempo. Hace mucho tiempo que sé que esa es la manera que ha elegido la muerte para llevarme.
Pero no me encontrará.
Ya lo he decidido.
He sufrido episodios más o menos frecuentes de parálisis del sueño desde la infancia tardía. Es uno de los horrores más grandes a los que me he enfrentado; es inocua, pero no vale de nada saberlo cuando estás teniendo una crisis y sientes que te asfixias contra tu propia almohada porque tu cuerpo se niega a hacerte caso y levantarte. Así que sí, es material de relato de terror. Algún día ampliaré este concepto y escribiré un cuento más largo. Hasta entonces, sólo queda rezar porque esta noche no toque.
miércoles, 30 de julio de 2014
La quinceañera que llevaba un cutter en el bolsillo
En nuestra cultura hay un odio encarnizado hacia las chicas adolescentes, y no lo soporto.
En el imaginario colectivo, una chica adolescente es una criatura ridícula. Gritona, histérica, poser, que se pone a llorar a la primera de cambio y hace cualquier cosa única y exclusivamente para llamar la atención: tener sexo, desnudarse en las redes sociales, autolesionarse. Pareciera que las chicas adolescentes son estúpidas y superficiales e ignorantes, criaturas privadas por completo de creatividad y de buenas ideas, que repiten las cosas que se les enseñan sin cuestionárselas (a menos que hacerlo las haga verse bien), vanidosas y vacuas, gobernadas por una emotividad exacerbada que las hace inútiles para cualquier cosa que no sea gritar por su celebridad favorita o lloriquear por un fracaso amoroso. Pareciera que las chicas adolescentes son el crisol de todo lo patético e inútil. Haced memoria. ¿Cuántas veces habéis visto, en la vida real, en una película, en internet, a alguien deslegitimar la opinión de otro alguien comparándolo con una niñita tonta? ¿O esgrimir que la fanbase de un grupo de música consta de un montón de crías de quince años como el peor insulto que un músico puede recibir? ¿Burlarse de un producto cultural, sea el que sea, porque es para chicas adolescentes y por ende indigno de interés?
Muy bien. Ahora, ¿cuántas veces habéis visto que se haga lo mismo con los chicos de la misma edad?
Exacto.
Los chicos adolescentes aparecen en nuestra cultura como seres de pleno derecho, con pensamientos complejos y deseos dignos de tener en consideración. Se escriben libros y libros, guiones y guiones desde su punto de vista. Pobre quinceañero solitario a quien nadie comprende, con un alma tan pura y tan profundamente desengañado, exponiendo su compleja visión del mundo, sus más profundos anhelos cruelmente ignorados por un mundo demasiado ignorante y estúpido para él. Y tal vez al final de la historia sea premiado por su originalidad con una chica, un personaje que resulta fascinante y atractivo en la medida en que cumple las fantasías del muchacho en cuestión (una manic pixie dream girl), pero que no tiene iniciativa, ni independencia, ni ambiciones aparte de ser su interés romántico. Alguien escribe un libro sobre este adolescente (y dios, la de libros así que me habré pasado por la cara) y los críticos se asombran ante el crudo retrato de la adolescencia y su sufrimiento. Un libro igual con una protagonista femenina, y sólo lo leerán otras chicas de quince años (chicas desesperadas y sedientas por un mínimo de comprensión) porque el resto del mundo se lo sacudirá de encima con un "huevadas de crías". ¿Cuántos libros para chicas has leído tú, lector? Cosa graciosa, a lo largo de mi formación yo he leído decenas y decenas de libros "de chicos". Los académicos los llaman "clásicos de la literatura".
Otra cosa graciosa: durante la redacción de este artículo, el corrector de Chrome ha sustituido una y otra vez "quinceañero" por "quinceañera". Una quinceañera existe y todos lo saben, como hemos visto más arriba. Un quinceañero, por su parte, sólo es un hombre hecho y derecho, pero un poco más bajito. Obviamente Chrome no ha oído hablar de las puestas de largo latinoamericanas.
Podría pasarme toda la noche dando ejemplos, pero ya es suficiente. Sé muy bien que a las chicas adolescentes se las trata como a mierda, porque yo he sido una. Y he crecido rodeada de ellas. Mis amigas fueron adolescentes conmigo. Tengo una hermana que lo fue hace poco y una prima que aún está peleándose con ello. Si eso no es experiencia suficiente, nada lo será. Culturalmente, a las chicas adolescentes se las considera el detrito de la sociedad occidental.
Y yo me cago en eso de una manera bestial.
Realmente, el motivo principal por el que estoy haciendo esto es por la adolescente que fui. Y por todas las chicas que ahora están en la situación en la que estuve yo. Angustiadas y solas, sintiéndose atrapadas en un cuerpo que actúa solo y que sin embargo parece demasiado pequeño para contener todos sus deseos, sus ideas, sus profundas ansias de vivir; y rodeadas de imbéciles que se ríen de ellas a mandíbula batiente, que les ponen la zancadilla y luego se descojonan cuando se caen, que esgrimen su edad y su género como motivo suficiente para no tomar en serio nada de lo que piensan, de lo que dicen, de lo que puto sienten. Imbéciles que se burlan de las cosas que ellas disfrutan, aman y crean, de todas esas cosas que en un chico serían creatividad desbordante y en ellas son porquería. Imbéciles que se masturban mirándolas con una mano mientras las señalan como putas con la otra. Imbéciles que ni siquiera les conceden el derecho a sentir o a ser vulnerables: si quieres jugar en nuestro juego, tendrás que dejar que te escupamos y te pateemos todo lo que nos dé la gana; a la mínima que digas "ay" te vas a rincón a llorar. ¿No querías jugar? Pues come mierda. La adolescente que fui yo se merecía alguien que la defendiera, y no la tuvo. Le debo por lo menos esto.
Amo a la adolescente que fui, y a todas las chicas adolescentes del mundo. Amo su risa y sus lágrimas. Su ansiedad vital, sus crisis existenciales, y sí, su vulnerabilidad emocional. Pero también su infinita curiosidad, sus ideas brillantes, su inmensa, ignorada creatividad. Amo a las adolescentes que escriben poesía mala en una libreta que no enseñarán ni bajo tortura y caminan por la calle con los cascos puestos, escuchando música y sintiendo que se elevan sobre las cabezas de los demás, andando por el aire. A las que se miran al espejo y se sienten partidas por la mitad, entre el odio acérrimo a sus propios cuerpos que la sociedad les ha inculcado y la fascinación ante la belleza que intuyen en ellas, su unicidad, su potencial, sus sueños: un reflejo dividido entre el monstruo que les han dicho que son y la criatura magnífica que sospechan que pueden ser. A las que corren cada día un kilómetro más, las que se miden con el saco de arena, las que regresan a casa oliendo a óleo y aguarrás, las que corren a la casa de sus amigas con la única intención de poner el hombro, las que se rompen el lomo delante de sus deberes, las que se pelan las clases para mirar las nubes, las que sienten que les pican los ojos ante la perfección matemática del universo, y no por eso dejan de tener quince putos años.
Amo su llanto. Sus decepciones. Esa furia que su entorno desestima como rabietas de niñita engreída y que realmente es un monstruo incendiario, magnífico, terrible, inflamado por todos los dioses, capaz de convertirlas en una fuerza transformadora y un motor de cambio, llevándoselo todo por delante. Amo sus cuerpos palpitantes, en flor y un poco locos, esos cuerpos que todos (los chicos de su edad, los viejos verdes que las rondan, los políticos y las multinacionales) reclaman y quieren poseer, pero que son de ellas, de ellas, de ellas y de nadie más; y rezo a la mañana todos los días porque ellas lo sepan, porque no se dejen engañar, porque siempre sepan que son suyas, suyas para siempre, y que nadie se los puede robar.
Amo su pasión. Su risa. Amo su inabarcable entusiasmo, sus saltos de alegría ante un concierto de su grupo favorito, sus ojos húmedos al final de una película, sus manos dando palmas y su mirada brillante ante esos pequeños instantes de felicidad que se merecen más que cualquier otra cosa. Sus abrazos y sus besos. Amo a las quinceañeras obsesionadas, que coleccionan recortes y revistas y juguetes y lo que sea, y se ahogan en el mar de lo que aman con la fe de un creyente. Amo a las quinceañeras frikis que chillan con un capítulo nuevo, con un cómic nuevo, amo el fanart que dibujan, el fanfiction que escriben, amo el slash que tiran a la cara de los pesos pesados de la comunidad geek, que las acusan de fangirls histéricas que lo estropean todo (porque no quieran los dioses que las mujeres tengan deseos que no los satisfagan). Me pondré delante de ellas lo que haga falta, con una espada llameante y un rugido de leona, me dejaré la piel para que sigan creando, inventando, desafiando, cambiando.
Y amo (ay, cómo amo) las cicatrices de sus antebrazos y sus muslos, los lugares donde han sido besadas por el cutter o la navaja o los alfileres, donde un timbrazo de dolor agudo se ha llevado por unos minutos la ansiedad salvaje que les come el estómago. Sí, esas autolesiones que han tenido que oír al imbécil de turno decir "qué estupidez, ¿por qué haces eso? Da un puñetazo en la pared o algo, no hagas eso". Porque él es un HOMBRE y dar puñetazos a la pared hasta reventarse los nudillos es de HOMBRES, pero hundirse un cutter en la piel es de mujeres y de maricones. Amo esos cortes sangrantes de su alma dolida y de su ego estrangulado, y hostiaré a cualquiera que intente hacerlo pasar por un intento de llamar la atención que no se merece dos miradas. Por supuesto que intentan llamar la atención, idiota; tú también lo harías si todo el mundo te ignorara y se burlara de ti. Amo a estas chicas, y besaré con reverencia cada una de sus cicatrices. Porque nadie lo hizo con las mías. Y tal vez, en ese momento, ese respeto que nadie me dio habría bastado para detener la mano que sostenía la navaja.
Las amo, amo tantas cosas. La manera en la que se tragan los rechazos amorosos (porque no tienen friendzone que reclamar, ellas les deben sexo a los chicos, al revés no funciona). Sus desórdenes alimenticios, su ansiedad, sus ataques de pánico, sus depresiones; todas esas enfermedades a las que nadie presta la atención debida porque se consideran de "niñas consentidas que no valoran lo que tienen", qué casualidad. La forma en que han normalizado de tal manera los mensajes acerca de su debilidad, su falta de valor, su estatus secundario, que ya no oyen esos gritos furiosos, y avanzan de cara al huracán sin parar, porque no saben que están heridas, porque confunden el dolor con la vida real. Su fragilidad y su arrolladora, titánica fortaleza.
Las amo. Las amo desesperadamente porque se lo merecen, porque han sido vejadas y humilladas y ridiculizadas a diario y yo sé mejor que nadie que se merecen amor. Las amo porque yo pasé mis quince años rodeada de compañeros de clase, de profesores y de treintañeros que querían follarme, y de todos recibí el mismo mensaje: nadie va a escucharte, lo que tú quieras no importa, sólo eres material de pajas. Y era MENTIRA.
MENTIRA.
MENTIRA.
Y hago esto por todas las adolescentes ninguneadas del mundo. Y hago esto por la quinceañera que fui, gritona, llorona, histérica a veces, pero que encerraba a una puta diosa dentro. A la adolescente rechoncha a la que los chicos escupían e ignoraban, cachonda y gruñona e inmadura pero merecedora de todo el respeto y el amor del mundo. No puedo regresar a quitarle el cutter de la mano. Pero puedo convertirme en la persona que la hubiera salvado.
María José, si puedes oírme a través de los pliegues de un tiempo que ya ha pasado,
eres una persona maravillosa.
Y te quiero.
Más que a nada.
Te quiero.
En el imaginario colectivo, una chica adolescente es una criatura ridícula. Gritona, histérica, poser, que se pone a llorar a la primera de cambio y hace cualquier cosa única y exclusivamente para llamar la atención: tener sexo, desnudarse en las redes sociales, autolesionarse. Pareciera que las chicas adolescentes son estúpidas y superficiales e ignorantes, criaturas privadas por completo de creatividad y de buenas ideas, que repiten las cosas que se les enseñan sin cuestionárselas (a menos que hacerlo las haga verse bien), vanidosas y vacuas, gobernadas por una emotividad exacerbada que las hace inútiles para cualquier cosa que no sea gritar por su celebridad favorita o lloriquear por un fracaso amoroso. Pareciera que las chicas adolescentes son el crisol de todo lo patético e inútil. Haced memoria. ¿Cuántas veces habéis visto, en la vida real, en una película, en internet, a alguien deslegitimar la opinión de otro alguien comparándolo con una niñita tonta? ¿O esgrimir que la fanbase de un grupo de música consta de un montón de crías de quince años como el peor insulto que un músico puede recibir? ¿Burlarse de un producto cultural, sea el que sea, porque es para chicas adolescentes y por ende indigno de interés?
Muy bien. Ahora, ¿cuántas veces habéis visto que se haga lo mismo con los chicos de la misma edad?
Exacto.
Los chicos adolescentes aparecen en nuestra cultura como seres de pleno derecho, con pensamientos complejos y deseos dignos de tener en consideración. Se escriben libros y libros, guiones y guiones desde su punto de vista. Pobre quinceañero solitario a quien nadie comprende, con un alma tan pura y tan profundamente desengañado, exponiendo su compleja visión del mundo, sus más profundos anhelos cruelmente ignorados por un mundo demasiado ignorante y estúpido para él. Y tal vez al final de la historia sea premiado por su originalidad con una chica, un personaje que resulta fascinante y atractivo en la medida en que cumple las fantasías del muchacho en cuestión (una manic pixie dream girl), pero que no tiene iniciativa, ni independencia, ni ambiciones aparte de ser su interés romántico. Alguien escribe un libro sobre este adolescente (y dios, la de libros así que me habré pasado por la cara) y los críticos se asombran ante el crudo retrato de la adolescencia y su sufrimiento. Un libro igual con una protagonista femenina, y sólo lo leerán otras chicas de quince años (chicas desesperadas y sedientas por un mínimo de comprensión) porque el resto del mundo se lo sacudirá de encima con un "huevadas de crías". ¿Cuántos libros para chicas has leído tú, lector? Cosa graciosa, a lo largo de mi formación yo he leído decenas y decenas de libros "de chicos". Los académicos los llaman "clásicos de la literatura".
Otra cosa graciosa: durante la redacción de este artículo, el corrector de Chrome ha sustituido una y otra vez "quinceañero" por "quinceañera". Una quinceañera existe y todos lo saben, como hemos visto más arriba. Un quinceañero, por su parte, sólo es un hombre hecho y derecho, pero un poco más bajito. Obviamente Chrome no ha oído hablar de las puestas de largo latinoamericanas.
Podría pasarme toda la noche dando ejemplos, pero ya es suficiente. Sé muy bien que a las chicas adolescentes se las trata como a mierda, porque yo he sido una. Y he crecido rodeada de ellas. Mis amigas fueron adolescentes conmigo. Tengo una hermana que lo fue hace poco y una prima que aún está peleándose con ello. Si eso no es experiencia suficiente, nada lo será. Culturalmente, a las chicas adolescentes se las considera el detrito de la sociedad occidental.
Y yo me cago en eso de una manera bestial.
Realmente, el motivo principal por el que estoy haciendo esto es por la adolescente que fui. Y por todas las chicas que ahora están en la situación en la que estuve yo. Angustiadas y solas, sintiéndose atrapadas en un cuerpo que actúa solo y que sin embargo parece demasiado pequeño para contener todos sus deseos, sus ideas, sus profundas ansias de vivir; y rodeadas de imbéciles que se ríen de ellas a mandíbula batiente, que les ponen la zancadilla y luego se descojonan cuando se caen, que esgrimen su edad y su género como motivo suficiente para no tomar en serio nada de lo que piensan, de lo que dicen, de lo que puto sienten. Imbéciles que se burlan de las cosas que ellas disfrutan, aman y crean, de todas esas cosas que en un chico serían creatividad desbordante y en ellas son porquería. Imbéciles que se masturban mirándolas con una mano mientras las señalan como putas con la otra. Imbéciles que ni siquiera les conceden el derecho a sentir o a ser vulnerables: si quieres jugar en nuestro juego, tendrás que dejar que te escupamos y te pateemos todo lo que nos dé la gana; a la mínima que digas "ay" te vas a rincón a llorar. ¿No querías jugar? Pues come mierda. La adolescente que fui yo se merecía alguien que la defendiera, y no la tuvo. Le debo por lo menos esto.
Amo a la adolescente que fui, y a todas las chicas adolescentes del mundo. Amo su risa y sus lágrimas. Su ansiedad vital, sus crisis existenciales, y sí, su vulnerabilidad emocional. Pero también su infinita curiosidad, sus ideas brillantes, su inmensa, ignorada creatividad. Amo a las adolescentes que escriben poesía mala en una libreta que no enseñarán ni bajo tortura y caminan por la calle con los cascos puestos, escuchando música y sintiendo que se elevan sobre las cabezas de los demás, andando por el aire. A las que se miran al espejo y se sienten partidas por la mitad, entre el odio acérrimo a sus propios cuerpos que la sociedad les ha inculcado y la fascinación ante la belleza que intuyen en ellas, su unicidad, su potencial, sus sueños: un reflejo dividido entre el monstruo que les han dicho que son y la criatura magnífica que sospechan que pueden ser. A las que corren cada día un kilómetro más, las que se miden con el saco de arena, las que regresan a casa oliendo a óleo y aguarrás, las que corren a la casa de sus amigas con la única intención de poner el hombro, las que se rompen el lomo delante de sus deberes, las que se pelan las clases para mirar las nubes, las que sienten que les pican los ojos ante la perfección matemática del universo, y no por eso dejan de tener quince putos años.
Amo su llanto. Sus decepciones. Esa furia que su entorno desestima como rabietas de niñita engreída y que realmente es un monstruo incendiario, magnífico, terrible, inflamado por todos los dioses, capaz de convertirlas en una fuerza transformadora y un motor de cambio, llevándoselo todo por delante. Amo sus cuerpos palpitantes, en flor y un poco locos, esos cuerpos que todos (los chicos de su edad, los viejos verdes que las rondan, los políticos y las multinacionales) reclaman y quieren poseer, pero que son de ellas, de ellas, de ellas y de nadie más; y rezo a la mañana todos los días porque ellas lo sepan, porque no se dejen engañar, porque siempre sepan que son suyas, suyas para siempre, y que nadie se los puede robar.
Amo su pasión. Su risa. Amo su inabarcable entusiasmo, sus saltos de alegría ante un concierto de su grupo favorito, sus ojos húmedos al final de una película, sus manos dando palmas y su mirada brillante ante esos pequeños instantes de felicidad que se merecen más que cualquier otra cosa. Sus abrazos y sus besos. Amo a las quinceañeras obsesionadas, que coleccionan recortes y revistas y juguetes y lo que sea, y se ahogan en el mar de lo que aman con la fe de un creyente. Amo a las quinceañeras frikis que chillan con un capítulo nuevo, con un cómic nuevo, amo el fanart que dibujan, el fanfiction que escriben, amo el slash que tiran a la cara de los pesos pesados de la comunidad geek, que las acusan de fangirls histéricas que lo estropean todo (porque no quieran los dioses que las mujeres tengan deseos que no los satisfagan). Me pondré delante de ellas lo que haga falta, con una espada llameante y un rugido de leona, me dejaré la piel para que sigan creando, inventando, desafiando, cambiando.
Y amo (ay, cómo amo) las cicatrices de sus antebrazos y sus muslos, los lugares donde han sido besadas por el cutter o la navaja o los alfileres, donde un timbrazo de dolor agudo se ha llevado por unos minutos la ansiedad salvaje que les come el estómago. Sí, esas autolesiones que han tenido que oír al imbécil de turno decir "qué estupidez, ¿por qué haces eso? Da un puñetazo en la pared o algo, no hagas eso". Porque él es un HOMBRE y dar puñetazos a la pared hasta reventarse los nudillos es de HOMBRES, pero hundirse un cutter en la piel es de mujeres y de maricones. Amo esos cortes sangrantes de su alma dolida y de su ego estrangulado, y hostiaré a cualquiera que intente hacerlo pasar por un intento de llamar la atención que no se merece dos miradas. Por supuesto que intentan llamar la atención, idiota; tú también lo harías si todo el mundo te ignorara y se burlara de ti. Amo a estas chicas, y besaré con reverencia cada una de sus cicatrices. Porque nadie lo hizo con las mías. Y tal vez, en ese momento, ese respeto que nadie me dio habría bastado para detener la mano que sostenía la navaja.
Las amo, amo tantas cosas. La manera en la que se tragan los rechazos amorosos (porque no tienen friendzone que reclamar, ellas les deben sexo a los chicos, al revés no funciona). Sus desórdenes alimenticios, su ansiedad, sus ataques de pánico, sus depresiones; todas esas enfermedades a las que nadie presta la atención debida porque se consideran de "niñas consentidas que no valoran lo que tienen", qué casualidad. La forma en que han normalizado de tal manera los mensajes acerca de su debilidad, su falta de valor, su estatus secundario, que ya no oyen esos gritos furiosos, y avanzan de cara al huracán sin parar, porque no saben que están heridas, porque confunden el dolor con la vida real. Su fragilidad y su arrolladora, titánica fortaleza.
Las amo. Las amo desesperadamente porque se lo merecen, porque han sido vejadas y humilladas y ridiculizadas a diario y yo sé mejor que nadie que se merecen amor. Las amo porque yo pasé mis quince años rodeada de compañeros de clase, de profesores y de treintañeros que querían follarme, y de todos recibí el mismo mensaje: nadie va a escucharte, lo que tú quieras no importa, sólo eres material de pajas. Y era MENTIRA.
MENTIRA.
MENTIRA.
Y hago esto por todas las adolescentes ninguneadas del mundo. Y hago esto por la quinceañera que fui, gritona, llorona, histérica a veces, pero que encerraba a una puta diosa dentro. A la adolescente rechoncha a la que los chicos escupían e ignoraban, cachonda y gruñona e inmadura pero merecedora de todo el respeto y el amor del mundo. No puedo regresar a quitarle el cutter de la mano. Pero puedo convertirme en la persona que la hubiera salvado.
María José, si puedes oírme a través de los pliegues de un tiempo que ya ha pasado,
eres una persona maravillosa.
Y te quiero.
Más que a nada.
Te quiero.
domingo, 20 de julio de 2014
Celos
Ni siquiera los golpes te van a quitar esa ira. Tu propio bolígrafo sangra como sangran las palmas de tus manos al clavarles las uñas y como sangran tus dientes al apretar la mandíbula y como sangra tu estómago cuando se aprieta la cólera. Ningún golpe, ningún grito va a curar el ácido en tus venas ni los cuchillos en el fondo de tu garganta. Nada puede salvarte del puño que te estruja la tráquea hasta hacerla llorar. ¿De dónde sale esta energía negra que no se transmite ni se transforma, sólo crece y crece alimentándose a sí misma hasta ulcerarte por entero? Nada puede contener este pútrido vómito de terror. Nada. Y la ira ni siquiera te concederá la gracia de matarte.
Estoy pasando a máquina los poemas de mis antiguas agendas de la universidad (he dejado las del instituto para después porque requieren una criba más meticulosa), y he encontrado esto.
No os preocupéis, todo acabó bien.
Estoy pasando a máquina los poemas de mis antiguas agendas de la universidad (he dejado las del instituto para después porque requieren una criba más meticulosa), y he encontrado esto.
No os preocupéis, todo acabó bien.
jueves, 26 de junio de 2014
En el silencio de una madrugada
Monstruo,
monstruo,
sólo funcionas así,
monstruo, monstruo,
cadenas,
silencio,
drogas,
un rajado
grito interior.
¿De quién son esas voces?
Oh, ¿de quién?
Vienen a por ti.
Monstruo.
Monstruo.
Que Dios tenga piedad de ti.
Te caerías
si te dieran la oportunidad,
te caerías tan profundo,
un puñetazo en el corazón
y hasta el fondo que irías.
Nadie preguntaría por ti.
Monstruo,
monstruo,
monstruo eres.
Buenas noches, señora,
y hasta la eternidad.
Escribí esto anoche a las tres de la mañana y hasta el culo de diazepam. Empiezo a preocuparme. Creo que necesito un fin en la vida.
jueves, 19 de junio de 2014
Pantano
Padre, padre,
¿me perdonarás algún día
por haber abandonado
tus salones vítreos?
Padre, padre,
mi lugar es el pantano
pero deserté hace tiempo
por este mundo tan seco,
inexplorado;
y me pregunto, padre,
si hay perdón para mí.
Bajo el sol llevo este cuerpo,
esta envoltura de carne,
este traje de piel
como llevan los mortales sus disfraces y artificios,
y es demasiado seca,
salvo por las lágrimas.
Mi piel verdadera es verde y viscosa,
padre,
como el limo de tus estanques.
En la tierra soy un monstruo.
Nadie debe verme
así.
¿Ha valido la pena este viento
que corta como cristal roto?
Padre, padre,
¿podrás perdonarme?
¿Volverán algún día a abrazarme
las aguas glaucas
de tu pantano?
Música: Father father (Susanne Sundfør)
martes, 27 de mayo de 2014
El silencio entre dos balas
Pero ellos no quieren oírlo.
No quieren oírlo.
No quieren oírlo.
Gastarán saliva,
tiempo, espacio
y sangrarán el sufrimiento ajeno,
harán cualquier cosa,
cualquier cosa
con tal de no saber.
Lo negarán todo.
Y esa noche dormirán tranquilos,
muy tranquilos,
porque no han hecho nada,
porque sólo han dicho su opinión,
y eso es bueno,
oh, tan bueno,
ser ellos es maravilloso.
Qué buena debe de ser la vida
cuando la sangre de tus víctimas
sabe a azúcar y a ego
y puedes untarla en tus tostadas
y rellenar con ella esa almohada
sobre la que esta noche duermen
tranquilos, tan tranquilos.
Porque no quieren saber.
"¡Oh, yo no hice nada!"
con los dientes rojos de sangre,
"¡Oh, yo soy un buen hombre!"
sentados en un trono de miembros humanos.
No, no hiciste nada,
y por eso están muertas.
No quieren saber.
No quieren saber.
No quieren saber.
En memoria de las víctimas de la matanza de Santa Bárbara.
Cuando alguien me dice "friendzone", dejo de sentirme segura con esa persona.
sábado, 24 de mayo de 2014
Verano, invierno
-¿Cómo puedo tener los muslos tan calientes y las rodillas tan frías?
-Los muslos son para hacer el amor. Las rodillas son para hincarlas en el estómago de tus enemigos.
-Los muslos son para hacer el amor. Las rodillas son para hincarlas en el estómago de tus enemigos.
martes, 6 de mayo de 2014
Nana
Duerme, duerme, mi niña, que la sombra viene ya, que ya es de noche.
Duerme. Cierra los ojos. Yo estaré aquí. No puede pasarte nada.
Duerme y nunca mires debajo de la cama. No pasa nada. No pasa nada.
Nunca sabrás que mamá también tiene miedo. Sólo duerme. Duerme, que estás a salvo. Duerme, que la noche viene.
No abras los ojos. Sólo duerme.
Duerme. No mires debajo de la cama.
No mires debajo de la cama, mi niña,
no mires,
no mires,
que ya viene.
viernes, 25 de abril de 2014
Clarimonde
"Te amaba mucho tiempo antes de haberte visto, mi querido Romuald, y te buscaba por todas partes. Eras mi sueño; te vi en la iglesia, en el fatal momento, y exclamé: "¡Es él!". Te dirigí una mirada que concentraba todo el amor que te había tenido, que te tenía y que debía tenerte en el porvenir; una mirada que hubiese bastado para condenar a un cardenal o hacer arrodillarse a un rey a mis pies en presencia de toda su corte. Tú permaneciste impasible y preferiste a tu Dios… ¡Ah, qué celosa estoy de tu Dios, a quien has amado y amas más que a mí! ¡Qué desgraciada soy! ¡Jamás tendré tu corazón para mí sola, para mí, que he resucitado con un beso tuyo, para Clarimonde, la muerta, que fuerza por ti las puertas de la tumba y viene a consagrarte una vida que ha recogido de las frías cenizas sólo para hacerte dichoso!"
La muerta enamorada, Téophile Gautier
lunes, 21 de abril de 2014
De personas y de monstruos
Una de las cosas más duras que nos toca aprender es que en el mundo real, allá afuera, no hay monstruos.
Los monstruos viven dentro de nosotros; susurran sus horrores a nuestros oídos cuando callamos, y esperan a que nos durmamos para meternos el brazo por el culo y conseguir sacar lo peor de nosotros. No hay más monstruo que la maldad y la desidia infinitas de que son capaces los seres humanos, y eso es algo que la mayor parte de la gente, por activa o por pasiva, tiene asumido: prueba de ello es el gran éxito que tienen hoy en día las historias (libros, películas, series) en que el lado del bien y el del mal ya no están perfectamente delimitados, historias donde se abunda en la abyección a la que puede llegar una persona hasta entonces perfectamente buena cuando es arrastrada por las circunstancias. Hasta ahí, bien.
Sin embargo, la misma gente que alaba hasta el infinito estas historias por su realismo suele tener dificultades para reconocer otra realidad, hermana de ésta, que en mi experiencia resulta muy dolorosa de asumir: que, dado que en la vida real no existen monstruos, las cosas horribles que ocurren en el mundo las hacen personas que son buenas en algún grado.
"Tengo un amigo que es de España 2000. Es súper buen tío, sólo que… bueno…" Sólo que odia a los inmigrantes y al colectivo LGTB y se lo pasa genial humillándolos y luchando para que el gobierno les niegue derechos básicos. Un pequeño fallo de carácter. "Pero luego tiene amigos que son de México, ¿sabes? Y se porta muy bien con ellos". Y estos amigos comprenden que, obviamente, el fascista en cuestión es una buena persona. Vamos, ¡ha estado con ellos en la misma mesa y no les ha reventado la cabeza con un bate!
Y lo más incómodo de este caso es que probablemente, en varios aspectos de su vida, sean, en efecto, buenas personas. Muchas veces nos cruzamos con información sobre Hitler, la cara del Mal por antonomasia en la cultura occidental: que era vegetariano, que estaba muy enamorado de Eva Braun, que era encantador con los niños. Y la gente flipa. "¿Has visto? ¿Has visto?" Hay una dislocación terrible en esta imagen: ¿cómo ese engendro del mal que todos odiamos podía ser tan bueno en la vida privada? Se hacen muchas bromas sobre esto; todos hemos dicho alguna vez lo de "un día voy a matar a alguien y saldrán mis vecinos en la tele diciendo que era muy bueno y que siempre saludaba". Se hacen bromas, pero raramente se hace uno cargo de lo que ello implica.
Si en este mundo no existen los monstruos, entonces, las personas que cometen los peores crímenes son iguales a nosotros. No pertenecen a una depravada especie aparte, no hay una muralla infranqueable que nos separe a nosotros, la "buena gente", de esos degenerados. Los violadores tienen mamá y papá, los asesinos son los mejores amigos del mundo, los genocidas se enamoran. Son personas. Y para muchos de nosotros, esto resulta insoportable; ¿cómo creer que pertenecemos a la misma especie, al mismo grupo que esos engendros? ¿Cómo pensar que podrían ser nuestros amigos, nuestros hijos, nuestra pareja, que podríamos ser nosotros?
Ah, pero el caso es que lo somos. La capacidad de sentir amor, la ternura, la bondad desinteresada no siempre excluyen la crueldad y la malicia. Y nadie está a salvo de ello. Una sociedad que tilda la maldad de "locura" (estigmatizando, de paso, a los enfermos mentales), que desestima a los perpetradores como "monstruos" y se atrinchera en la falsa seguridad de que "su" gente (ellos mismos) jamás haría tal cosa, contribuye al silencio y a la pervivencia de la violencia de cualquier tipo, pues no la reconoce cuando la ve en el rostro de sus seres queridos, y la deja medrar sin una segunda mirada. "¿Mi niño? Mi niño no mataría una mosca". Nunca, JAMÁS hay que olvidar que podríamos ser nosotros; nunca jamás hemos de dejar de ser críticos, con nuestro comportamiento, con el de aquellos que amamos, pues nadie está mágicamente exento de dañar y destruir, y una buena intención no sirve para devolver una vida robada.
Los monstruos de que nos advirtieron en la niñez están dentro de nosotros. Pero sólo saldrán a matar si nos negamos a luchar contra ellos.
jueves, 3 de abril de 2014
Desolation row
"Me llamo Magdalena Guillem Ortiz, y tengo cincuenta y dos años. Soy ingeniera de caminos, canales y puertos. Desde que era pequeñita me gustaba jugar con el Lego y con el Scalextric, así que mis padres se alegraron de que siguiera mis sueños cuando elegí mi carrera. Mi abuela Cándida, por su parte, me dijo "¿pero ahí dejan entrar a las señoritas?". Mi santa abuela. Menos mal que no vivió para ver esto.
Fui una niña del milenio, así que los presagios del Apocalipsis me han seguido desde que nací. Las películas, las series, los periódicos, todos hablaban de que se que acababa el mundo: la polución, el calentamiento global, la recesión económica, la guerra en Siria, en China o en todas partes. Crecí escuchándole a los periodistas y a los escritores que mi generación estaba jodida, que éramos unos egocéntricos y unos desencantados de la vida que estaban todo el día en internet, y que así no había quien echara p'alante. Lo que son las cosas, la mayoría de esos carcamales que se pasaban la vida sentados sobre sus reales culos echando pestes de nosotros murieron devorados hace tiempo, incapaces de correr para salvar la vida, y nos ha tocado a los "desencantaos" hacernos cargo de defender los restos del mundo que ellos estaban tan complacidos de haber creado. Ja.
Porque sí, al final, el Apocalipsis acabó llegando.
Pero la cosa es que no ha resultado ser muy entretenido."
Un día de estos voy a aprender a escribir guión cinematográfico y os vais a cagar todos.
Y leo esta historia con la voz de Concha Velasco.
domingo, 30 de marzo de 2014
Crone
Mamá, aquella vez
levantaste la cabeza
y tragaste casualmente
-era uno de esos maravillosos momentos
en que no estabas pensando
"me van a ver
van a decir
qué vergüenza"-
y yo vi
el encaje de tendones
en tu garganta
acariciada por los soles
de cincuenta amados años.
Nunca te he visto tan guapa
como aquel día, mamá,
en que no tenías miedo
ni rechazo
ni prejuicio,
tan sólo ese cuerpo
que parió a estas manos,
tu garganta envejecida
por medio siglo de recuerdos espléndidos.
Ojalá, mamá, lo supieras.
Ojalá pudieras verte con mis ojos.
Ojalá supieras que cada vez
que te ahogas en colágeno y dietas,
cada vez que permites al espejo y a la báscula
que te hagan llorar
cuarteas la superficie luminosa
de tu auténtica belleza,
aquella que tus hijas siempre han conocido
y que jamás dejarán de ver.
Nunca has sido más hermosa
que en ese momento en que has sido
sin miedo a ser,
madre con la piel marcada
con una sabiduría invulnerable
al odio y al desánimo.
Cada año en ti
es hermoso, mamá.
Ojalá lo supieras.
martes, 25 de marzo de 2014
Tú eres el adulto aquí
"'Oh, es que era tan sexy, ¡si lo estaba pidiendo! Oh, sólo era técnicamente una niña, se comportaba como una mujer'. ¡Qué fácil es echarle la culpa a una niña, ¿no?! Sólo porque una niña sepa imitar a una mujer, no significa que esté preparada para hacer las cosas que una mujer hace. Vamos, ¡tú eres el adulto aquí! Si una niña está experimentando y dice algo coqueto, la ignoras. No la animas a seguir".
(Ellen Page en "Hard Candy")
viernes, 21 de marzo de 2014
Stronger than you'll ever know
Soy más de lo que tú puedes ver, más, mucho más. Tú ves sólo una mujer, una personita, un corazón que late, un paquetito de piel. Pero oh no, oh no,
ESTOY HECHA DE RAYOS SOLARES, ESTOY PARIDA EN LA LUZ, MI ALMA ES UN ALARIDO, SOY INFINITA.
En mí palpitan los siglos y vibran las campanas del amanecer, en mi núcleo arden todas las noches, soy inmortal, soy eterna. Mi espíritu es una llamarada azul hecha de gotas de universo, y a través de mí cantan todas las almas, todos los sueños. La esencia profunda de mi yo es una cuerda tendida al infinito, mares y mares de estrellas. Soy más de lo que tú puedes ver, más, más, mucho más. Hoy me has humillado y te has reído de mí, porque no sabes escuchar en el eco de mi voz el grito de la Vida y el rugir del Tiempo. Pero ah, ¿quién eres tú, mezquino hombrecillo, para venderme barata? Nadie, no eres nadie.
Y yo, yo soy infinita.
domingo, 2 de marzo de 2014
Las formas del corazón
La estructura de una lengua no se cuestiona. Es como es.
Una no se pregunta por qué se sigue conservando la hache en castellano cuando es muda. Una no exige una explicación a por qué en francés las consonantes a final de palabra no se pronuncian, si no que se suben por el fondo de la garganta hacia la nariz. Una no critica el hecho de que en inglés el sonido de las vocales varíe de manera aleatoria. Y no es tampoco procedente criticar la coexistencia de la be y la uve, o la abundancia de reglas de acentuación, o el sofisticado laberinto de las conjugaciones verbales. Mesarse los cabellos ante la complejidad de la praxis lingüística y exigir una versión simplificada de su sistema no es, a mi entender, la manera adecuada de aproximarse a una lengua.
Las lenguas son como las personas: se las ha de aceptar como son, regalarlas, aportarles más y más, no exigirles que se automutilen para complacernos. Las lenguas están hechas para ser habladas, escritas, cantadas, enriquecidas, leídas y jugadas: están hechas para ser amadas. Las lenguas son seres por derecho propio, con sus propios ritmos y transformaciones, con sus evoluciones, su historia, su voz y su respirar, y sus formas, su ortografía, su gramática son un universo en el que no hay que apresurarse a meter los dedos. Son sus incongruencias y sus excentricidades las que componen su riqueza y las hacen únicas. Cada lengua es un encaje de presente y pasado, de páginas arrancadas, de libros incompletos, de órdenes gritadas y de nanas susurradas a través de los siglos, de errores que se convierten en norma, de sonidos fantasma y de curiosidad por el futuro, y toda ella existe en un delicado equilibrio que es a la vez más fuerte que todas nuestras opiniones sobre la eficacia de sus normas. Cada lengua que hablamos es más vieja de lo que nosotros jamás seremos, y no tenemos derecho a juzgarla.
Las lenguas no se cuestionan
Las lenguas se aman.
domingo, 23 de febrero de 2014
Romance de la luna-ballena
La luna es una ballena,
blanca, blanca y serena.
La luna es una beluga
rechoncha y risueña
que nada por las noches
en un piélago de estrellas;
la luna es una beluga
oronda cual pandereta.
Su barriga es una rosa
blanca, blanca y abierta,
y con su fulgor marino
baña toda la tierra;
la luna nada en el cielo
y baila con los cometas
y en el suelo yo acompaño
a la sombra de sus aletas.
A la luna la oigo que canta
cuando aún estoy despierta:
una copla de mar oscuro,
nana de madre ballena.
La luna es una beluga
redonda como una perla
y vela mi sueño dormido
en las noches como ésta
donde miro y miro al cielo
y mi alma se da vueltas
pensando en la luna-beluga,
pensando en madre ballena.
La luna es una ballena,
blanca, blanca y serena.
Acababa de leer el Romancero Gitano de García Lorca, y las cosas pasaron. Poco a poco la rima va volviendo a mi vida.
Acababa de leer el Romancero Gitano de García Lorca, y las cosas pasaron. Poco a poco la rima va volviendo a mi vida.
domingo, 16 de febrero de 2014
Eloí Eloí (parte IV)
El sol y la luna corrieron y corrieron sobre el desierto varias veces, persiguiéndose y persiguiéndose en un baile sin fin. En la pila de piedra del patio, Mamá cantaba que la luna muy picarona se fue a visitar al sol, pero el sol sale de día y la luna no lo encontró. La Abuela se balanceaba en su mecedora, Papá y Carmelo cargaban a la mula y emprendían larguísimos viajes para comprar la misma lana y vender el mismo queso. Irene y Consuelo tejían y entretenían a Luisito y a Mateo contándoles cuentos, y el sol y la luna pegaban, pegaban, pegaban sobre el desierto, sobre los montes y sobre las arenas, sobre la azul cordillera a lo lejos, y eran el mismo sol y la misma luna de cada día desde la Creación del mundo, pero María los sentía aumentar, crecer, volverse blancos y furiosos como el metal en la fragua del señor Gonzalo el herrero. Y bajo sus pies la tierra y la arena se volvían también blancas e hirvientes, mondas, secas, muertas, como si el sol y la luna estuvieran quemándolas y disecándolas como harían con los huesos de un coyote abandonados sobre las dunas. A veces, cuando se quedaba quieta, como hipnotizada, sobre el sendero del patio, con la batea de ropa para lavar o la ristra de cebollas para colgar, la invadía la terrible certeza de que ese ardor estéril se le subía por las piernas, invadiéndole el cuerpo y el alma, volviéndoselos quebradizos como la arcilla reseca, y que pronto se quebraría y desmigajaría y sus pedacitos se los llevaría el viento lejos, lejos en el desierto, y que nadie lloraría su muerte, porque ¿qué se perdería con ella, salvo su obediencia y su silencio?
Seguía bajando con regularidad al sótano a recoger frijoles o ajos, y en las noches cuando no podía dormir, que cada vez eran más. Siempre hablaba con el demonio, dirigiéndole más que fuera un par de palabras, para que supiera que estaba ahí, sin saber la soledad de quién estaba intentando consolar. El demonio, por su parte, no volvió a suplicar por su libertad. De alguna manera, en la tristeza de su tono, María sentía que se había resignado a una existencia condenada dentro del pozo, muerto de frío y de pena. Aquello la soliviantaba, le daba ganas de volver a sacar el tema, de obligarlo a rogar de nuevo por su liberación; no soportaba la idea de olvidarlo. Pero ah, se decía a sí misma, humillada, tampoco soportaba pensar en hacerse responsable ya no sólo de la libertad de aquella criatura, si no de la suya propia. Cobarde, cobarde, se repetía entre dientes siempre, cuando volvía a enfilar las escaleras, hacia el mundo blanco y agostado de arriba.
Una noche María se despertó muerta de miedo, como si acabara de ver en sus sueños algo aterrador, aunque no conseguía recordar si así había sido. Tenía la espalda mojada de un sudor que se comunicaba al colchón de pancas de choclo, pero se moría de frío. La frazada de lana estaba en el suelo, y se moría de frío. Un frío húmedo, asfixiante como el del pozo. Sin saber por qué, se tentó el pecho y el cuello, buscándose el pulso, y no pudo encontrarlo. "¿Es que he muerto, acaso?" sollozó en la oscuridad. "¿Es que ya estoy muerta?"
Recuperó la frazada y se aovilló en la cama, llorando en silencio. Irene ni siquiera se movió.
-Papá ha hecho bromas hoy, en la comida -le comentó a la criatura varias noches después-. Ha conocido a Mauro, el sobrino del señor Gonzalo, el herrero. Dice que es un buen hombre para mí. Para casarme. Dice que ya es tiempo.
-¿Qué tan en broma lo decía? -preguntó el demonio, su voz tan carente de inflexiones como la de María.
-Menos de lo que me gustaría -dijo ella, apretando fuerte su taza de chocolate, deseando que el calor se le pasara a los dedos-. Ya viene. Lo que tú decías. Ya ha empezado.
-Empezó mucho antes de que tú nacieras. Ya lo sabes.
-Ya lo sé.
Los dos callaron. El demonio estaba apoyado en el lado del pozo más próximo a María; ella no podía verlo, pero lo sentía allí. Cerca.
-Lo siento mucho -dijo el demonio al cabo.
-Yo más -susurró María, sorbiendo el chocolate, ansiando que estuviera demasiado amargo, demasiado dulce, que le quemara la lengua, lo que fuera. No ocurrió-. ¿Sabes? A veces siento que estoy como ardiendo, quemándome por adentro, pero al mismo tiempo tengo frío. Frío es todo lo que tengo.
-Te entiendo -dijo el demonio. Y María se dio cuenta, con una triste falta de sorpresa, que era la primera vez que alguien usaba esa frase con ella. Y le creyó con toda su alma.
Apuró el chocolate y agarró su taza para irse, con los dedos entumecidos. Cuando puso el pie en el primer escalón, la voz oscura la llamó desde el pozo.
-María.
-¿Sí?
María miraba a la sima, y tenía la certeza de que la criatura miraba hacia ella, a través de la tierra, a través de los barrotes. Apretó el pasamanos, deseando y temiendo a la vez que hablara, que le dijera algo, lo que fuera. Pero el silencio del demonio era el de una persona desconsolada que ha decidido que no tiene sentido hablar.
-María. María. Dulce María.
Y sus palabras le quemaron la lengua, la garganta, el estómago y el corazón.
Una mañana clara, despejada como casi todas en aquel desierto blanquecino, el ranchito de la familia de María se pegó fuego. No había nadie allí, aparte del demonio y de la propia María; la Abuela había amanecido muy enferma, con vómitos y convulsiones, y Papá la había montado en la mula para llevarla a casa del doctor Márquez sin perder tiempo enviando mensajeros. Consuelo los acompañó, a pie. Mamá había uncido a los dos bueyes a la carreta familiar, pues era día de mercado, escoltada por Carmelo e Irene. Les tocó llevarse a Luisito y a Mateo, porque tuvieron una pataleta. María se quedó en el porche, sola, envuelta en su ruana, viéndolos desaparecer en el horizonte y dándose cuenta por primera vez que en su familia raramente nadie iba solo a ninguna parte. Nadie había entendido por qué quería quedarse, les parecía peligroso, pero la urgencia de la Abuela enferma y el día de mercado pudieron más. Le dejaron encargado que limpiara, hilara y preparara la cena de aquella noche y las tortillas para el día siguiente, y que ordeñara a las cabras, y que desgranara la canasta de choclos que habían traído el día anterior. María asintió, tan servicial como siempre.
Se sentó a la ventana de la cocina, tejiendo tranquilamente, mientras el sol ganaba las montañas y espantaba las sombras azules de la noche, imaginándose a su familia caminando, alejándose, pasando por el pozo de los viajeros, por la calavera de perro que había en la encrucijada, y luego por la ermita a san Martín, que Papá y Mamá siempre tocaban con reverencia antes de santiguarse. Cuando el sol empezó a desplegar su fulgor por el cielo, bañando el desierto con su luz plateada, María se levantó, abandonando su labor sobre la silla, agarró una botella del aguardiente que destilaba Papá, encendió un cabo de vela en las brasas de la cocina y bajó paseando al patio. Sin apurarse, descorchó la botella, encajó el cabo de vela en la boca cuidando de no salpicarse de cera derretida, se detuvo a una distancia prudencial del muro oeste del ranchito y lanzó la botella con todas sus fuerzas contra los listones de madera de la pared. Una impresionante llamarada se apoderó del muro.
A toda prisa, antes de que se extendieran las llamas cortándole la salida, María bajó al sótano armada con un farol y un balde de agua. Allá abajo, en la cavernosa oscuridad, las crepitaciones de la madera y el adobe siendo lamidos por las llamas llegaban como roncos ecos de una realidad distinta.
-¿Qué has hecho? -susurró con incredulidad la criatura en el pozo. Se habría dicho que estaba asustada.
-Liberarte -espetó María. Ya le costaba bastante mantener a raya la culpabilidad por haberle dado salmuera caliente a la Abuela, y haberle prendido fuego a la casa, dejando a su familia sin nada, como para hablar de ello-. Liberarme -que los ayudaran el señor Gonzalo y su maravilloso hijo. Para eso estaban, ¿no era cierto?-. ¿No dijiste que tenías frío?
-Has incendiado la casa -jadeó la criatura.
-He acabado con todo. Ya está.
-¿Es que piensas morir aquí, entre las llamas?
-No -dijo María, sacándose la ruana para extenderla por el suelo. Siguió hablando mientras procedía a empaparla con el agua del balde-. No pienso morir. Ya les gustaría a ellos, pobre santita mártir, pobre virgencita María, inmolada como santa Bárbara en su torre. No pienso morir. Por eso he incendiado la casa. Me voy. Y tú también te vas.
El demonio guardó silencio durante un rato, tal vez ponderando sus nuevas posibilidades, tal vez sólo asombrado.
-Qué fiera te has vuelto -dijo al cabo, sencillamente.
-Si pateas y matas de hambre a un perro, al final te muerde -espetó María, poniéndose la ruana mojada sobre los hombros. Empezaba a oler a humo allá abajo. El ranchito gruñía y crepitaba. Pronto las llamas tomarían todo el perímetro de la casa, creciendo altas hacia el segundo piso y hacia el cielo. No le quedaba mucho tiempo-. Ve. Eres libre. Corre, vuela, lo que sea. Yo también me voy. Sólo he bajado para darte las gracias.
-Gracias ¿por qué?
-Por maldecirme. Embrujarme. Decirme la verdad -y por primera vez María le sonrió al pozo, sabiendo que de alguna manera el demonio percibiría su sonrisa-. Para el atardecer de hoy estaré lejos de aquí, rumbo a otro lugar. A otra vida.
-¿Y no tienes miedo? -preguntó la criatura, y María se acordó de una de sus primeras conversaciones, hacía muchas lunas y una vida entera.
-No -esta vez era completamente cierto-. No, ya no tengo miedo. Y eso todo gracias a ti.
Por un momento quiso decir más, quiso hablar de sentimientos para los que no tenía palabras, explicar sensaciones e ideas para las que nadie la había preparado. Pero el ranchito crujió desde arriba, lamido por las llamas, y María se echó la ruana empapada sobre la cabeza y subió las escaleras del sótano por última vez.
El fuego ya se había adueñado de todo el lado oeste de la casa. María atravesó la cocina y el recibidor apretándose la lana mojada de la ruana contra la boca y la nariz, casi a ciegas a través del humo, y se arrojó a través del porche al mundo exterior, bañado por la blancura cegadora del sol. Corrió por el patio hasta la leñera, donde había escondido su sombrero de ala ancha, ropa de repuesto y algunos víveres para el camino. Se colgó el equipaje a la espalda con un aguayo, se remetió la navaja con cacha de madera de Papá en el cinturón, comprobó que el dinero que había robado siguiera cosido dentro del forro, y se caló el sombrero sobre las trenzas. Caminó sin prisa hacia la tranquera de la valla que delimitaba la propiedad, como si todo aquello que había conocido en sus casi dieciséis años no ardiera furiosamente a sus espaldas. Cuando franqueó el perímetro del patio, se volvió y alzó la vista hacia su obra.
Pronto los habitantes de los ranchos y aldeas cercanos verían levantarse en el horizonte la inmensa columna de humo negro, un heraldo de la desgracia. Rió por la nariz. La familia más cercana, la del señor Gonzalo, vivía a media jornada de allí; para cuando llegaran, no quedaría nada en pie. Nada.
Una de las ventanas del piso superior explotó por el calor, un ruido cristalino que a María le sonó casi como música. Las llamas rugían con una voracidad atronadora, engulléndolo todo a su paso; ya el humo era tan denso y tan alto que ocultaba casi por completo el infierno en que se había convertido la casa donde María nació. Desde debajo del ala de su sombrero, María contempló intensamente el incendio, buscando en su interior algo, una brizna de tristeza, un atisbo de pérdida. Nada. Lamentaba haberle quemado la casa a su familia, pero eso no había detenido su mano antes, y no oprimía su corazón ahora. María suspiró. Probablemente al final iría al infierno de todas formas. No. No. El infierno estaba aquí, y ella acababa de prenderle fuego.
De repente un chillido aterrador perforó la mañana, una onda expansiva que reventó los restos del tejado y lanzó a María al suelo con las manos en las orejas, gritando a su vez. La carcasa incandescente del ranchito se derrumbó con estruendo; de sus entrañas surgieron dos alas, desplegándose como una flor que se abre en la mañana, y una criatura de fuego, negra y roja y dorada, se elevó contra el humo oscuro y el cielo pálido con un alarido de triunfo. María, derribada en el suelo y cubierta de carbonilla, se agarró el sombrero como quien aferra la vida, incapaz de apartar los ojos de aquel ser que parecía un hombre pero no lo era, con un corazón translúcido que ardía a través del pecho como un farol y unos ojos candentes como brasas que la miraron, sólo un instante, antes de alzar el vuelo. La miraron, y por el tiempo que dura un latido María lo supo todo, lo entendió todo, lo tuvo todo.
Mas después la criatura volvió la espalda, y con un solo aleteo se alejó de allí, aventando los rescoldos de la inmensa pira, como si todo hubiera sido un sueño. María permaneció un momento en el suelo, boquiabierta, sin darse cuenta de que había tragado una cantidad considerable de ceniza, con el corazón aún desbocado por la visión del demonio abriendo las alas y huyendo. María se levantó torpemente, recogiéndose la pollera negra de hollín, y corrió por un instante tras la estela de la criatura, olvidada de todo lo demás.
-¡Espera! -gritó al cielo, extendiendo los brazos-. ¡Espera!
Pronto se detuvo. Su corazón seguía pateándole el pecho; los latidos eran tan violentos que casi dolían. María se dobló en mitad del camino, las manos en las rodillas, y sintió en los ojos el picor de las lágrimas, cayendo negras sobre la arena. El corazón se le iba a salir. Su corazón latía. No estaba muerta. No estaba muerta.
-Gracias -susurró sin voz-. Nunca lo olvidaré.
Volvió a su punto de partida sin prisa. Se limpió la cara con una esquina de la ruana húmeda, y luego la extendió sobre el bulto del aguayo, donde el sol no tardaría en secarla. Después enfiló por el camino del desierto, sin pararse a pensar, sin una segunda mirada al charco de brasas que había sido su casa durante casi dieciséis años. Nunca volvería a mirar atrás. Nunca volvería a atisbar la inmensidad del desierto desde su ventana, la luna sobre el techo, preguntándose cómo era un mundo que jamás conocería. Hoy caminaba, y seguiría caminando mientras le dieran los pies. Era libre.
Y el demonio también. María sonrió bajo el sombrero, presa de una ternura desconocida para ella. ¿La recordaría él también? ¿La recordaría eternamente, en su vida sin final, guardaría siempre un rincón en su corazón incandescente para la persona que lo liberó? ¿La recordaría, como ella a él?
Sonaron unos pasos a su espalda en la arena, y oyó una voz oscura y dulce, que creyó que se había ido para siempre.
-María…
Y con esto hemos terminado, criaturas. No olvidéis comentarme lo que os ha parecido (que sé que estáis ahí. Sí, te estoy mirando a ti. No te escondas).
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