sábado, 28 de mayo de 2011

Felis Catus (parte IV)


Partes I, II y III

San empezó a acompañarme a casa a partir de ese día, siempre desde el punto en el que yo me separaba de mis amigos. También se acercaba a veces a mí durante el recreo, con su invariable bocadillo de atún, e intercambiábamos un par de palabras. Javi y Alonso cada vez alucinaban más y trataban de sonsacarme datos como fuera, pero yo estaba alelado y apenas oía lo que decían. De un tiempo a esa parte, todo tenía que ver con San: los ojos de San mirándome, los dedos de San rozando los míos mientras andábamos, la ropa de San cubierta de pelos de gato. San estaba en todas partes y yo me descubría agitado y febril, erizado como un gato, con la sonrisa alargada de San martilleando en mi mente. Un día, mientras me masturbaba en la ducha, con la mente en blanco, el rostro felino de San apareció ante mis ojos y tuve un orgasmo tan violento que el semen casi me salpicó la barbilla. Después me sentí avergonzado como nunca, pero ya no había marcha atrás. San estaba en todas partes, y yo estaba condenado.

San me cogió la mano el último día de clase antes de las vacaciones de Navidad, camino a casa. Creí que se me paraba el corazón. Su mano era más pequeña que la mía, y las uñas sobresalían un poco de la línea de la yema. Me arañó al sujetarme, y las líneas que sus uñas dejaron ardieron como el fuego sobre mi piel.

-¿Me das tu teléfono? –dijo de repente.

-¿Mi teléfono?

-Para poder llamarte a casa. En vacaciones no nos veremos en clase. Así podrás venir a mi casa, ¿te acuerdas? Tengo gatos.

La verdad era que no había vuelto a sacar el tema desde aquella primera vez, y yo no lo recordaba. Le escribí mi teléfono en un trocito de papel de libreta. Al cogerlo me acarició suavemente la mano, y no pude evitar acercarme a ella.

-San –dije suavemente.

-¿Sí?

-Prométeme que me llamarás.

-Te lo prometo.

-San.

-¿Sí?

-San…

Se acercó tanto a mí que nuestras narices se rozaron. Desplegó los labios, y por un instante pensé que iba a besarme. Luego noté su lengua, fina y muy, muy suave, lamiendo la comisura de mi boca y jugueteando en la línea que había entre mis labios. Después me sonrió, con esa sonrisa suya sin labios, y se marchó como siempre, con brusquedad, dejándome con una erección incipiente y un conato de infarto.

Siempre había pensado que la poesía amorosa y las canciones románticas eran horteradas. Supongo que como a mí, a muchos otros niños les ha tocado tragarse sus opiniones al llegar a la adolescencia. Ahora, maldita sea, entendía demasiado bien las palabras “robar el corazón” que tanto repetían aquellos versos. San se había robado el mío, y estaba por robarme a mí también.

Me aterrorizaba que San no me llamara. Pasé los dos días de Navidad colgando de un hilo y maldiciéndome. ¿Por qué coño no le pedí su teléfono yo a ella? Podría haberla llamado, no habría tenido que esperar… Al día siguiente de Navidad, finalmente ocurrió: sonó el teléfono y yo me obligué a disimular, esperando a que mi madre lo cogiera, cuando lo que deseaba era salir disparado y arrebatarle el auricular. Mi madre apareció en mi habitación con una media sonrisa y el teléfono en la mano. “San, para ti”, dijo, como esperando a que le diera más detalles. Yo simplemente cogí el aparato con manos temblorosas y esperé a que se fuera.

-¿San?

-Hola. ¿Te gustaría venir a mi casa esta tarde? Podemos jugar.

Siempre tan brusca. Era como si no le hubieran enseñado a tratar con la gente de pequeña. A mí ya no me importaba.

-Sí. Sí que quiero.

-Bien, pásate sobre las cinco y media. ¿Sabes dónde es, verdad?

A las cinco y veinte me encontré a mí mismo tocando el timbre de una puerta lateral de la casa, demasiado febril como para sentir vergüenza de mí mismo. Esperé durante unos segundos que me parecieron eternos; luego, la puerta crujió, oí sonar tres cerraduras, y finalmente se abrió la hoja y vi aparecer a la mujer de nariz aguileña, la madre de San. Me miró de hito en hito, y por un instante ambas se parecieron muchísimo.

-¿Eres Isaac?

-Sí.

-Pasa. Está arriba.

Entré. Me encontré en una especie de amplio recibidor sin ventanas, con las paredes cubiertas de azulejos azul claro. En la pared a mi izquierda distinguí las puertas de un armario en la penumbra, y al fondo una pared de cristal esmerilado, con una puerta entreabierta, que separaba otro recinto. Me pareció entrever una mesa de mármol y un par de máquinas muy grandes. A mi derecha, unas gruesas cortinas de lana daban acceso a una cocina familiar, que parecía totalmente fuera de lugar. Olía intensamente a cebolla.

Di un paso en la oscuridad y tropecé con algo. Miré a mis pies. Dos ojos de un verde fosforescente se encendieron en la oscuridad, y sentí un roce suave contra las piernas.

-Pirata, ¿eres tú? –dijo la madre de San-. No molestes a los invitados. Anda, fuera – empujó al gato con el pie y yo seguí andando, cohibido, y poco a poco notando porciones de la penumbra que se movían perezosamente, bostezando, maullando y encendiendo unos ojos brillantes como linternas verdes. Me pareció oír un bufido admonitorio, y de repente sentí miedo, un miedo desconfiado y frío que no se parecía en nada al que alguna vez hubiera sentido por San. ¿Qué hacía yo en esa casa lúgubre y fétida, llena de gatos?

-Adelante, pasa, está arriba –repitió la madre de San, empujándome por el hombro a través del recibidor. Noté más roces de los gatos en las piernas, más miradas verdes clavadas en mí, ruidos de advertencia. Atravesé la cocina tieso como una tabla y me encontré con una suerte de salita de estar que la separaba de la carnicería y las cámaras frigoríficas. Toda la luz que entraba provenía de la tienda abierta; no había una sola lámpara encendida.

-Arriba la tienes –dijo una vez más la madre, mirándome de una forma extraña por encima de su orgullosa nariz. Me señalaba una puerta que se abría a unas escaleras, justo al lado del pequeño sofá de la salita. Subí despavorido, y a mitad de camino casi me caí al descubrir a un gato, a rayas grises, sentado muy recto en el rellano y observándome fijamente con unas pupilas dilatadas que, de alguna manera, me recordaron a San.

Para mi sorpresa, la casa del piso superior era luminosa y bonita, y estaba perfumada con incienso. Atravesé un pasillo del cual partían los baños y la terraza, donde tres o cuatro gatos tomaban el sol, y desemboqué en un salón comedor decorado con velas y libros antiguos. Una de las dos puertas que salían de él estaba abierta; detrás, de pie en medio de su habitación, estaba San.

De repente el horror que me había provocado aquella casa oscura y llena de gatos fue cosa del pasado.

-Hola –dijo San, seria-. Pasa.

Caminé dubitativo y entré en su dormitorio. Ahí estaba la ventana con las cortinas blancas, y aún otra, situada justo encima de la puerta lateral por la que había entrado. El cabecero de la cama, de hierro forjado pintado de blanco, tocaba el centro de la pared que quedaba a mi izquierda. San se sentó tranquilamente sobre el colchón en cuanto franqueé el umbral.

-Cierra la puerta.

-¿Cerrar la puerta? –nunca antes había ido a la casa de una chica, pero me dio la impresión de que cerrar la puerta estando juntos sería un poco excesivo.

-Sí. Cierra la puerta. No pasa nada.

La obedecí, callado, y al terminar vi que ponía su mano sobre el colchón, junto a ella, invitándome a sentarme. Me senté.

La habitación estaba pintada de índigo. El armario, de puertas torneadas, también era blanco. Había un escritorio con un ordenador y varias estanterías con libros. Y gatos por todas partes: en los libros, en fotos, en dibujos y cuadros sobre la pared, en figurillas de barro. Dos gatos de verdad, uno gris y blanco y otro negro de pecho blanco y pelo largo, descansaban perezosos sobre el tapete que cubría el suelo frente a la cama.

-Éste es Fantasma y ésta Sanguis.

-¿Sanguis?

-Sanguis es sangre en latín. La llamamos así porque tiene un temperamento sanguíneo.

-¿Sanguíneo?

-Quiere decir que se enfada con facilidad.

Cuando estaba con San siempre me sentía así, tan aturdido que a veces sólo podía repetir como un tonto lo que ella decía. Traté de parecer más avispado.

-¿Y Fantasma?

-Es de los más sigilosos. Nunca lo oyes venir.

-Será bueno robando comida –traté de ser gracioso.

-Roba muchas cosas –dijo San, y me miró. Le sostuve la mirada, con el corazón en la garganta. ¿Cómo puñetas se las arreglaría para no pestañear? Tragué saliva, me atraganté, tosí disimuladamente y desvié la vista. Demonios.

-Bueno –dije, cuando el ataque de tos remitió. Ella no había hecho un solo sonido en todo ese tiempo-, dijiste que viniera para jugar. ¿Qué juegas?

-Juegos… -susurró San.

-¿Juegas al Warcraft? Mis amigos y yo últimamente estamos muy enganchados al Lineage. ¿Lo conoces?

-No me refería a eso –dijo San, y súbitamente me puso una mano en la rodilla. Warcraft, Lineage y demás juegos online se fueron al carajo. Todo lo que existía en el mundo éramos San, yo y su mano sobre mi rodilla.

-¿A… a qué quieres jugar, entonces?

-Quiero jugar contigo –susurró San, muy cerca de mi nariz. Incluso la piel del bigote que no tenía pareció erizarse cuando sentí sus labios acercándose a los míos. La sangre me retumbaba en los oídos, creí que iba a explotar de un momento a otro. Una vez más, su suave lengua emergió de entre sus labios para acariciar los míos, y sentí que me fundía entero. Después se abrió paso entre mis labios, y los suyos se unieron. Me estaba besando, alcancé a pensar estúpidamente antes de sentir su lengua cosquilleando mi paladar; entonces todos mis pensamientos se disolvieron en su saliva.

En aquel momento todo yo era mi boca, pegada a la suya; mis labios que se unían y desunían a los suyos con un susurro casi imperceptible, picoteados por sus dientecitos puntiagudos; mi lengua enredada en la suya sin saber muy bien lo que estaba haciendo. En algún momento ella se sentó a horcajadas sobre mí, y entonces noté mi sexo endurecido contra los pantalones; ella también lo estaría notando. Me separé, avergonzado, y ella me miró con esa sonrisa suya tan rara, sin labios.

-¿Qué pasa? –preguntó, ladina, juguetona.

-Es que… es que…

-No pasa nada. Es normal. A todos nos pasa igual –me dijo suavemente al oído, acariciándome el pecho. Yo ya no podía hablar-. No te preocupes. No pasa nada –su voz era seda, su lengua humedecía el lóbulo de mi oreja y sus dientes lo mordisqueaban y su mano empezaba a bajar y sus dedos buscaban más allá de mi cintura…

Me estremecí de pies a cabeza cuando su mano se cerró en torno a mi sexo, piel contra piel. Estaba más excitado que en toda mi vida. Se me escapó un pequeño gemido cuando empezó a moverla arriba y abajo, haciendo la piel del prepucio danzar sobre el glande. Me sentí morir de placer. Nunca hubiera imaginado que sensaciones así existieran. La otra mano de San cogió la mía, la derecha, y la colocó sobre su pecho, sin dejar de acariciarme. Noté el seno pequeño, elástico y firme, del tamaño exacto del hueco de mi mano, a través de la tela de la blusa. No llevaba sujetador, pero yo no lo hubiera adivinado. Tratando de descubrir qué hacer con la escasa consciencia que me quedaba, apreté suavemente aquel pecho, y noté la punzada del pezón erecto contra la palma. Lo apreté entre los dedos en un estremecimiento de placer, y San suspiró profundamente.

-¿Lo ves? –me dijo. Se bajó de mi regazo y se recostó de costado en la cama; yo la imité, y quedamos frente a frente. Tomó mi mano de nuevo y esta vez la llevó debajo de su falda de punto, entre sus piernas-. Mira –dijo en un susurro, y bajo su guía mis dedos pasaron por debajo de la línea de su ropa interior y hallaron una zona cubierta de vello suave, tras la cual se abría una grieta carnosa y muy húmeda.

-¿Lo ves? –repitió San, entrecortada-. Yo también lo estoy. A todos nos pasa –exploré su sexo con los dedos, oyendo sus suspiros, y noté una pequeña protuberancia. Debía de ser aquel misterioso clítoris del que había oído hablar alguna vez en el colegio, porque San tembló cuando la toqué-. Sí, acaríciame ahí. Por favor, Isaac…

Por alguna razón me excitó lo indecible que dijera mi nombre. Jugué con ella suavemente, temiendo hacerle daño, y San empezó a rodar hacia el placer al ritmo que yo seguía. Se transformó en agua: agua que culebreaba por la cama en éxtasis y se derramaba por su sexo hacia mis dedos. En algún momento me desabrochó los pantalones y volvió a acariciar mi pene como antes. El placer fue tan intenso que se me contrajo el estómago, y noté en la base de la espalda un calor que se fue extendiendo a todo mi cuerpo.

-San –jadeé.

-Isaac.

-San. San, San, San…

Me corrí con su nombre en los labios y los ojos húmedos como su sexo; ella se corrió encogida contra mi vientre, llamándome mientras mi eyaculación ponía perdidas las sábanas y le manchaba las rodillas. En aquel momento a ninguno de los dos le importó. Recuperamos el aliento acurrucados el uno contra el otro.

-San –susurré, y su nombre después del orgasmo era más erótico y más íntimo que nada en el mundo.

-¿Sí?

-¿Habías hecho esto antes?

-¿Por qué?

-Por saberlo.

-¿Tú qué crees?

Me miró fijamente, con aquellos ojos de gato, enormes y abiertos. No supe qué contestar. Nunca lo supe. Después de un rato, ella se levantó para limpiarse y yo decidí hacer otro tanto, sintiéndome súbitamente avergonzado. Su madre estaba en la casa, ¿y si nos había oído?

Cuando me incorporé sobre la cama, vi que Sanguis y Fantasma estaban sentados muy rectos sobre el tapete, mirándome fijamente, tan fijamente como su ama. En sus ojos redondos y fosfóricos vi reflejados mi placer y el de San, y una extraña comprensión, como si nos hubieran espiado sabiendo perfectamente lo que hacían. Fue entonces cuando volví a sentir miedo.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Reflejo del amor

Constantemente uno aprieta las cosas. Las aprieta, no se me ocurre otra palabra para definirlo.

Uno aprieta las tuercas. Aprieta los puños. Aprieta los dientes, los músculos, los párpados. Aprieta las vendas de los nudillos. Aprieta las ballenas del corset, aprieta los movimientos, las poses, aprieta la goma de la máscara, las ideas. Para vivir, para seguir, para luchar, hay que apretar, y no desvanecerse nunca.

Para no ser, hay que soltar. Soltar las manos. Aflojar el cuerpo. Dejar ir la consciencia más allá de los prietos confines razonables. Para no ser, para ser, hay que abandonarse con lágrimas en los ojos. Sólo cuando ya no estamos aferrados y ya no tememos que nada nos haga daño, desaparece el dolor. Y entonces, la belleza, la luz y la vida nos traspasarán con un rayo palpitante de amor. Nuestras fibras, sueltas, desanudadas, ligeras, lo dejarán pasar, sin dolor, sin sangre, sin herida.

Nuestra mera existencia es el espejo donde Dios se mira.

martes, 10 de mayo de 2011

Felis Catus (parte III)


Partes I y II

Al día siguiente, Santa y yo nos cruzamos en clase al ir a buscar nuestro asiento. Nos miramos fugazmente, y los dos murmuramos un “hola”. Me senté en silencio, ajeno a las risas de mis amigos. ¡Me había saludado! ¿Eso significaba que le gustaba, o sólo que era educada? Por un momento lamenté no haber prestado atención a Alonso, Ricardo y otros compañeros cuando hablaban de chicas. Bah, no, eso ni hablar. Me había saludado porque ahora éramos conocidos. “¿Qué te pasa, Isaac? ¿Estás tonto?”. No pude, sin embargo, sustraerme a la tentación de girar la cabeza para ver qué hacía. Ahí estaba Santa, mirándome fijamente con sus ojos marrones y enormes y su sonrisa sibilina. Y ahí estaba, cómo no, mi corazón jodiendo la marrana y poniéndose a latir como un loco.

Me giré espantado, acezando, y noté calor en las mejillas. Maldije interiormente todo lo maldecible cuando Alonso, coreado por Javi, entonó un cántico que rezaba “¡S’ha puesto colorao! ¡S’ha puesto colorao!” Quise matarlos ahí mismo, pero antes de que concretara mis planes de venganza, oí una risa clara y bajita, proveniente de la ventana. Santa se estaba riendo. Por un momento nuestros ojos se cruzaron, y vi en los suyos un brillo travieso que no estaba allí antes. Por primera vez fui consciente de lo mucho que Santa Medrano había crecido desde primaria.

Mis amigos estuvieron molestándome el resto del día por mi sonrojo en clase, como era de esperar. Lo estuvieron haciendo durante todo el camino a casa, ya por la tarde, hasta que nos separamos. Lo que no era ya tanto de esperar era que Santa Medrano me estuviera esperando en la siguiente esquina, aún con su mochila del colegio y sus ojos enormemente abiertos, como siempre. Me quedé tieso en el sitio.

-¿Te acompaño? –dijo simplemente.

Mi primer impulso fue gritar “¡No!”

-Eh… sí. Si quieres.

Se puso a mi lado y caminamos a la par un buen rato, en silencio. Yo casi no podía respirar de lo alborotado que tenía el pulso. Cuando el silencio llegaba a un límite incómodo, la oí hablar:

-Entonces te llamas Isaac.

-Sí –dije estúpidamente.

-Isaac fue un tío con muchos problemas.

-¿Cómo?

Me contó la historia. Yo recordaba vagamente haberla oído alguna vez en la catequesis, antes de hacer la Primera Comunión, pero fue casi como si la oyera por primera vez.

-No te pega mucho el nombre –dijo al terminar-. No pareces muy atormentado.

-Ah –nunca había oído a alguien de mi edad usar la palabra “atormentado”.

Siguió otro largo silencio. Ya estábamos cerca de mi casa. De repente caí en la cuenta de que hacía rato que habíamos pasado de largo la suya.

-Y tú te llamas… Santa, ¿eh? –dije, por decir algo.

-Sí, pero quiero que me llames San –respondió con inesperado ímpetu, encarándose conmigo. Me miró de hito en hito, con aquellos ojos suyos enormes que parecían nunca pestañear, y un escalofrío me bajó por la espalda.

-¿Por qué? –pregunté, con un hilo de voz.

-Porque a mí Santa tampoco me pega. Quiero que me llames San –repitió, imperiosa.

-San –dije, dejando deslizar su nombre por mi boca una primera e inolvidable vez. Sentí al decirlo un curioso cosquilleo en los lados de la lengua, que se fue extendiendo paulatinamente por mi barbilla, mi garganta y el resto de mi cuerpo. Se me puso la carne de gallina-. San –dije otra vez, en un susurro, casi una súplica. De repente su cara estaba muy cerca de la mía. Tenía la nariz pequeña y redonda, a diferencia de su madre, y a esa distancia podía distinguir un brillo verdoso formando una corona en sus iris marrones. Sus pestañas, en las que nunca había reparado, eran largas, oscuras y espesas, curvadas hacia arriba. No era tan fea, Santa Medrano, ahora que había pasado a ser San. En realidad, era bastante bonita. Muy bonita.

De súbito, San se separó de mí.

-¿Te gustaría venir a mi casa? Tengo gatos –dijo, como si el anterior momento nunca hubiera sucedido. Me quedé cojudo.

-¿Eh?

-Que si te gustaría venir a mi casa un día. A jugar.

-Eh… s-sí…

-Qué bien. Tengo que irme. Nos vemos mañana –y en una exhalación se dio la vuelta y desapareció calle abajo, dejándome parado como un capullo en mitad de la calle.

Caminé sonámbulo los metros que me separaban de mi casa, subí las escaleras, entré en el apartamento, me metí en mi habitación y pasé tumbado en la cama el resto de la tarde. No tenía ganas de jugar con la consola, ni de usar el ordenador, ni de leer o ver la televisión. No hice los deberes, ni siquiera salí a pasear, como era usual. La escena que acababa de vivir colmaba cada centímetro de mí; me sentía lleno de una sustancia espesa e intensa que podría derramar si me movía mucho y que mi cuerpo ansiaba absorber con fruición. Todavía no sabía si Santa (San, San, era San) me gustaba o me daba miedo, pero sabía que necesitaba volver a verla con urgencia, y sabía también que pensar en ella me descolocaba el pulso y erizaba hasta el último vello de mi cuerpo, incluso en lugares en los que aún no me había salido. Me ocurriría siempre con ella, y aún hoy, que ya no está, a veces me sigue ocurriendo.

Aquella noche soñé con San. Cuando desperté a la mañana siguiente, tenía una erección de caballo.