jueves, 31 de diciembre de 2015

Una joven bruja (estudio de personaje)

Imagino un personaje. Una joven bruja.

No una bruja centenaria de aspecto engañoso, de esas que esconden su maldad atávica tras el rostro de una jovencita; una de esas criaturas tan explotadas en los medios porque los narradores de historias quieren una hechicera poderosa y experimentada pero no soportan la idea de que no resulte sexualmente apetecible. No. No quiero eso. 
Una bruja realmente joven. Diecisiete, diecinueve, veintiún años. Una bruja que ha visto, conocido, sentido la magia como una sombra en el corazón desde el día de su nacimiento, hábil y bien entrenada en unos poderes oscuros que puede convocar como si respirase, pero indiferente, voluble y violenta como sólo son los adolescentes. Ése es el personaje que busco.
Quiero un rostro anormalmente impecable; quiero una carne extraña sólo a la segunda mirada, demasiado limpia, como si no fuera en verdad carne. ¿Es cera? ¿Es plástico? ¿Qué pasa contigo, niña? Quiero unos ojos ojerosos y oscuros, en los que la pupila casi se fusione con el iris (¿casi…? Pero juraría que… no. Imposible). Quiero lagrimales afilados como cuchillos, quiero cejas permanentemente fruncidas. Quizá es odio. Quizá es sólo irritación sempiterna. Quiero que cuando sonría lo haga sólo con un lado de la boca, y que esa sonrisa consiga que el imbécil que le ha dicho "estarías más guapa si te rieras" se quede paralizado de terror.
Quiero dientes vagamente torcidos, como los colmillos de un animal. Quiero una ortodoncia con las gomas negras. Quiero tinte para el pelo y restos de lápiz de ojos mal puesto. Decolorante barato. Laca de uñas mordida. Capas y capas de ropa arrugada. Quiero un gorro oscuro tapando unas greñas mal cortadas y unas pestañas densas que raramente parpadean.
Quiero una crueldad indiscriminada, despreocupada. Impasible. Quiero una ira puntual, silenciosa, toda ojos desorbitados y dientes destapados y saliva que burbujea, una risita para después, "oh, ¿este brazo amputado era tuyo? ¿Ésos eran los huesos de tu abuela? Cuánto lo siento". Ja. Ja. Ja. Neutral maligna. Ni lo sé, ni me importa.
Quiero un cuerpo que refleja y absorbe la luz a voluntad, una luminosidad enfermiza, demasiado limpia, demasiado. Un hueso mondo, un huevo cascado, restos de una masacre mucho tiempo después. Quiero un personaje discretamente repulsivo, un personaje en que no oculta ninguna putrefacción (la corrupción es para alguien que alguna vez ha sido bueno), un personaje al que no se observa, no se toca, no se desea. Un personaje que se teme. Aunque no sepas por qué.
Quiero silencio. Unos labios casi siempre cerrados. Sonrisa de medio lado. Quiero alguien que no pide perdón por las cosas que hace porque no se le ha ocurrido juzgar sus propias acciones. Unos dedos que hilan maldiciones con uñas sucias. Una olla que humea en una vitrocerámica rayada. Un conjuro susurrado entre nubes de café y beleño y una jovencita que se carcajea, no como una villana de opereta, si no como una cría escandalosa que fuma en el parque a la una de la mañana. Con sangre en las manos, sangre en los zapatos, sangre en la cara. Ups. Vaya.

Imagino un personaje así. Una joven bruja. Malvada. Limpia. Callada. Blanco y negro y rojo. El monstruo que nunca hemos visto. El monstruo que no nos dejaron ser.

martes, 1 de diciembre de 2015

Mañana


Han pasado tantos años
y aún hay noches en las que temo
a tu recuerdo de largos dedos
agazapado bajo la cama.
Ha pasado tanto tiempo.
Tantas cosas han cambiado.
Este ordenador ya no es el ordenador
de aquella vez;
esta yo ya no es la yo que fui.
En la mañana temprana,
con su luz blanca y fría como leche,
cuando el té aún humea, caoba al fuego,
y yo sólo creo, creo y transformo sin que nadie me juzgue,
en la mañana en que por fin sé quién soy
y puedo ver con claridad las sendas
que se esconden en la maleza
doy gracias con las manos alzadas
por ser libre de ti.
Atrás han quedado tus sonrisas tóxicas
y tus uñas como navajas;
atrás han quedado los horrores que me prometías
cubiertos de purpurina.
Sigues siendo el monstruo en el armario,
pero yo viví.
Yo viví.
Y aquí estoy,
mañana temprana,
té que humea,
futuro incierto,
pero con la profunda convicción
de que ya nunca vendrás a por mí.
He crecido, jardinero desgraciado.
He crecido.
Y estas cicatrices no son puntos para tu equipo.
Son galones para mí.
Quizá nunca sea libre del todo
de tu sombra en el pasillo;
eres un monstruo, lo sé bien,
y tus dientes dejaron marca en mis pesadillas.
Pero yo viví para ver otra mañana.
Viví, viví, viví,
hijo de puta,
viví y estoy aquí.
Y tú hoy no me reconocerías.
Te he ganado.

Hace tiempo que no escribo poesía, pero hoy me he alegrado de ver que no la he perdido. Ayer durante una sesión de terapia saltaron varios recuerdos sin analizar, varias consecuencias quedaron claras, varios nexos se establecieron; hoy yo sigo siendo pequeña y temblorosa, pero vivo una mañana más. He tenido miedo, tengo miedo (dios, cuánto miedo tengo) pero vivo.

miércoles, 14 de octubre de 2015

Manifiesto de una mujer peluda

Ahora mismo, mientras escribo estas palabras, me dan ganas de reírme. Con una risa amarga, claro. Porque lo cierto es que nunca, en ningún momento de mi vida (tampoco ahora) he sido una persona peluda.

El vello de mis piernas y brazos es tan fino y rubio que no se ve, a menos que sepas qué estás buscando. No tengo bigote ni patillas; no me sale pelo en los nudillos, ni alrededor de los pezones (sorpresa sorpresa, eso es algo bastante normal). Tengo dos mechoncitos discretos en las axilas, y una línea finita que baja del ombligo. Mis cejas presentan cierta tendencia punk en los extremos centrales, pero nada especialmente festivo. El vello de mi pubis es tan poco tupido que se ve la piel que hay debajo, y apenas se extiende hacia mis ingles. Todas las personas que me han visto quitarme la ropa en algún punto de mi vida post-pubertaria están de acuerdo en que tengo muy, muy poco vello en el cuerpo. Y sin embargo, ahí está el título de esta entrada. Porque la cosa es que no soy una persona peluda. Pero sí soy una MUJER peluda.

Dejé de depilarme entre los dieciocho y los diecinueve años. Llevaba haciéndolo desde los doce o trece; para mí, como para miles de niñas alrededor del mundo, la primera vez que mi madre me llevó a la esteticién para que me hicieran la cera fue un hito, un logro desbloqueado en el videojuego de la feminidad tradicional. Primero la regla (noción cisexista esa), luego la depilación: ya era una mujercita. Y las mujeres se depilan. Punto. No hacerlo ni siquiera se me pasó por la cabeza. No depilarse era de guarras, de sucias, era algo asqueroso que le provocaba escalofríos a mi madre y arcadas a mi padre (no estoy exagerando). Me depilé durante unos seis o siete años. Visto en retrospectiva, no es mucho tiempo. Sin embargo, no compensa la mierda que he tenido que soportar desde que no lo hago.

El invierno en que tomé la decisión de dejar de depilarme fue duro. El feminismo había entrado en mi vida con fuerza, echando robustas raíces en el terreno abonado de mi rebeldía natural; hasta hacía dos días no conocía ni los conceptos ni las palabras necesarias para expresar mi malestar ante los comentarios inapropiados de mis profesores acerca de mis pechos, las humillaciones sexualizadas a que me sometían mis compañeros y contra las que ningún arma era eficaz,  los "así son las cosas" y los "algo habrá hecho ella" y los "¿tú qué eres, puta o monja?" y los "eres de puta madre, tía, eres como un tío". Toda mi vida había sospechado que algo iba mal, y ahora estaba empezando a comprobar no sólo que tenía razón, si no que no era la única que se había dado cuenta. Entre los numerosos bastiones de la feminidad normativa que estaba empezando a combatir, la depilación obligatoria acabó por asomar su fea, pelada cabeza, y sentí horror por primera vez. Una cosa era demostrar que podía jugar el juego de los hombres (cosa que, como aprendería más tarde, en realidad es hacerle la cama al patriarcado) y otra muy distinta considerar exponerme de esa manera. Llevar una bandera física de mi desviación de la norma. Hacerme voluntariamente blanco de todas esas cosas horribles que se decían de las mujeres sin depilar. Dios, ¿quién querría que la llamaran guarra? ¿Sucia? ¿Asquerosa? ¿Que las cabezas se volvieran en su dirección cuando levantara los brazos y los cuchicheos se elevaran, "mira a esa tía, qué grima"? ¿Quién elegiría voluntariamente esa ordalía? Me di cuenta que el único motivo por el que me depilaba era el miedo a qué pasaría si no lo hacía.

Ese día tiré la crema depilatoria.

Porque, verán ustedes, ésa es, en realidad, la motivación detrás de este artículo. Como he dejado bien claro anteriormente, soy una tía peluda. Con pelo en los sobacos. Y en las piernas. No me depilo el vello del pubis. Ni siquiera me lo recorto. Cuando voy en ropa de baño se me salen los vellos de las ingles, que son pocos pero tienen cierta voluntad de bigote. Tomé la decisión de dejar de depilarme hace siete años; fue una decisión política, una rebelión, un acto de desafío y un paso hacia la libertad.

NO.

LO HICE.

PORQUE.

ME GUSTARA.

Aprendí a gustarme sin depilar con el tiempo. Fue un esfuerzo consciente, una batalla psicológica contra mí misma, contra mis complejos, mis prejuicios, contra mi machismo interiorizado. Tuve que deconstruir por completo toda esa parte de mí, y reconstruirla desde cero. Cada día que me desnudaba en el baño y me miraba al espejo, una voz dentro de mi cabeza gritaba "¡Qué feo! ¡Qué asco! ¿No te da vergüenza?" Cada vez, mi voz consciente tenía que esforzarse por gritar más alto. "¡Cállate! ¡Estoy perfecta! ¡No hay nada malo en mí!" No fue fácil. A día de hoy, todavía oigo los ecos de vez en cuando, y tengo que remangarme para hacerlos callar. Es un trabajo que probablemente no se acabe nunca.

Gustarse depilada, eso es fácil. En la cultura en la que vivimos, carecer de vello casi por completo (si obviamos las pestañas y los pocos pelos que la pinza te haya dejado en las cejas) es un requisito indispensable para la belleza femenina. No existe un "pero". No hay un "sin embargo". El axioma es tan radical que incluso en los anuncios de productos depilatorios la modelo en cuestión se pasa la cuchilla por una pierna que YA está afeitada. Depilada, aún puedes ser guapa. Sin depilar, ni lo sueñes. Se nos intenta hacer creer, sin embargo, que es una elección libre. "No, yo no me depilo por los chicos, yo me depilo porque quiero". "A ver, yo prefiero depilarme, cada una que haga lo que quiera". Mentís, señoras. Lo que pasa es que no lo sabéis.

Depilarse de por sí no tiene nada de malo. Pero viene con una carga social que no deberíamos ignorar tan alegremente. "Elegir" depilarse es tan sencillo que prácticamente no es una decisión, es seguir la corriente. Elegir no depilarse no sólo requiere una reflexión profunda de carácter social y político; también requiere valor. Porque al final del día, nadie persigue a las chicas que se depilan. Nadie se cachondea de ellas. Nadie las insulta por depilarse. A las chicas que no se depilan les pasa constantemente. Tienen que aguantar comentarios y opiniones no deseadas de desconocidos. Tienen que aguantar miradas de asco. Tienen que aguantar incluso acoso y humillación por parte de sus propios seres queridos (nunca olvidaré a mi padre intentando manipularme emocionalmente con el "sufrimiento" que le causaría a mi abuela por atreverme a existir sin afeitarme las axilas. Nunca). No sólo tenemos que batallar con la voz en nuestras cabezas repitiéndonos que somos repugnantes. Tenemos que aguantarnos al mundo en pleno dándole la razón. Y lo peor es que cuando nos quejamos del maltrato, siempre aparece el iluminado de turno para explicárnoslo. "Aquí cada uno que haga lo que quiera. A ver, a mí me gustan depiladas, pero habrá de todo, ¿no?"

NO.

HOSTIA QUE NO.

En primer lugar, el concepto de que decidir si te depilas o no depende exclusivamente en si placerá o no a los hombres es tan jodido que no sé por dónde empezar. Pero lo que me ha impulsado a escribir esta tarde es esa ceguera voluntaria ante el funcionamiento del mundo y la construcción social de las expectativas y los deseos. Me ha tocado escuchar a decenas de señores muy de izquierdas, muy progresistas ellos, con su banderita republicana en Facebook y todo, contarme la mandanga de que no ven dónde está el problema, que yo soy libre de hacer lo que quiero (y ellos son libres de huir dando alaridos en cuanto me baje las bragas y no vean un chichi completamente tonsurado), que no ven a qué viene tanta queja y tanta reivindicación. Privilegio es creer que algo no es un problema, sólo porque no es tu problema. Y luego, claro, están las chicas que tampoco se han planteado este tema en su vida y que no entienden por qué estás tan enfadada, es más, ellas son las que deberían estar ofendidas porque, después de enumerar detalladamente todas las microagresiones que tú y tus axilas peludas vivís a diario, no te has acordado de aclarar que por supuesto, depilarse también está bien y no pasa nada porque te depiles. Señora, si quiere que alguien le recuerde que depilarse es de puta madre (que, de hecho, es la única manera correcta de vivir) prenda la tele o abra la primera Cosmopolitan que le pase cerca. O pregúntele a mi padre, que estará encantado de darle la razón. A mí déjeme en paz, que ya tengo bastante con lo mío.

Siete años más tarde, el trabajo no está completo (ya he dicho que probablemente nunca lo esté) pero puedo decir orgullosamente que he aprendido a querer y admirar mi propio cuerpo tal y como es. Pelo incluido. Cada vez que alzo los brazos para verme el vello de las axilas, lo hago en un gesto de victoria; cada vez que me acaricio el vello del pubis lo hago con cariño y el inmenso placer de estar en paz con mi cuerpo. Me siento preciosa sin depilarme: ése es uno de los mayores triunfos que he obtenido en mi vida. Pero (y por eso escribo esto) no ha sido gratis. Han habido insultos, han habido humillaciones, han habido lágrimas. Y los siguen habiendo. Una mujer que se ha depilado toda su vida no tiene ni idea de cómo se siente eso.

Así que como vuelva a venirme otro imbécil a decirme que aquí cada una hace lo que quiere y ya está, voy a tener que estrangularlo con mi inmundo, repulsivo, peludo sobaco.

Que tengan ustedes un buen día.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

El diario secreto de Deméter

Dicen que durante el invierno, Perséfone está en los infiernos, y que Deméter se lamenta y se lamenta, y que por eso la vida en la tierra se marchita y muere. Dicen que no es hasta la primavera, en que su hija regresa, que Deméter despierta de su duelo, y la vida retorna.

Mienten.

¿Quién tuvo la idea de que el invierno es estéril, y de que es en verano cuando la vida bulle? Un nórdico, sin duda. Pero se equivoca. ¿Qué saben los norteños de los veranos inmisericordes? ¿Qué saben los norteños del ardiente estío mediterráneo, que desciende sobre la tierra como el aliento de un dragón y lo quema todo, todo, las flores y el alma, y que dejan la tierra parda, pelada, temblando de fiebre? ¿Qué saben ellos del silencio al rojo quebrado sólo por el gemido de las cigarras, el sol de plomo fundido sobre los campos, qué saben ellos de sequía y de polvo, de la sed de la tierra, de un mundo que arde hasta dejar sólo la costra reseca y una esperanza sudorosa, jadeante de que en algún momento el fuego ha de apagarse? ¿Qué saben ellos, en fin, del alivio del otoño, del regalo de las primeras lluvias, del fresco beso de la brisa, de la vida que se asoma de su madriguera cuando el alquitrán en llamas vuelve a ser mundo?

Nada. No saben nada.

Mientras el verano prende candela a la tierra, Perséfone se esconde entre las sombras del Tártaro, y Deméter llora y duerme, acurrucada bajo las piedras como la serpiente que hiberna, soñando con fruta y cereales mientras afuera el sol abrasa el rostro del mundo. Es en otoño, cuando el agua vuelve; es en otoño, que el sol recula; es en otoño, cuando las noches se alargan y los candiles se encienden y el frío alivia las llagas de la tierra quemada que Perséfone asciende y Deméter despierta, y ofrece su abrazo redentor a los mortales. Cuando la sequía ha terminado y las lluvias empapan su khiton Deméter camina entre nosotros, ofreciendo sus dones. Y su corona es de uva y granada, de setas e higos, de membrillo y castaña, Deméter con sus mejillas doradas de manzana y sus cabellos color de nuez y sus manos generosas de trigo, rebosantes de dones. El calor ha terminado, es hora de despertar, es hora de revivir. ¡Salve, Cloé, salve Malófora, que devuelves la vida a la tierra, que renaces tras el fuego!

Dicen que Deméter se lamenta en invierno, y que es en primavera cuando vuelve a la vida.

Mienten.


Y como Deméter que renace tras el duelo, después del calor del verano yo también despierto,
y vuelvo a la vida.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Elegía de Madre Orca

Madre Orca era la reina de los mares.

Madre Orca era más vieja que la tierra, y desde luego tan vieja como las aguas; de dónde vino, nadie era lo suficientemente anciana como para saberlo. Quizá los dioses la pusieron en el océano para que guardara eternamente su alma. Quizá nació al mismo tiempo que el mar, su existencia ligada indefectiblemente al azul de las profundidades. Madre Orca era, desde siempre, reina de los mares. Y durante siglos había nadado, y hasta el fin del mundo nadaría, millas eternas de agua oscura, un fantasma de sombra y luz danzando entre las olas: Madre Orca, guardiana del océano, titánide del poder. Madre de todos los mares.

Madre Orca era una vieja guerrera, y su reluciente cuerpo blanquinegro estaba cruzado, como un mapa, por cicatrices de antiguas batallas; guardaba el recuerdo del sabor de la sangre y el alarido de sus enemigos, y en su enorme corazón el fuego de la libertad y el inabarcable amor del mar.

A Madre Orca le quitaron a sus hijos. Los hombres vinieron, con sus barcos como cuchillos, intrusos, intrusos, y se llevaron a sus hijos. Los hombres vinieron, con sus redes y sus arpones, y arrancaron del agua a los cachorros del mar. El bien mayor, lo llamaron; un futuro mejor, una oportunidad de saber. Títeres. Mascotas. Muertes lentas a la deriva en piscinas de miseria, endogamia y circo. A Madre Orca le quitaron a sus hijos. Y Madre Orca nunca olvidó, y nunca perdonó.

Madre Orca juró venganza, y su alarido perforador se oyó resonar a través de todos y cada uno de los mares y océanos del mundo, y llegó hasta las magras islas que los hombres llaman Tierra. Pues no es más que su inherente arrogancia lo que impulsa a esas criaturas a llamar tierra a un mundo cubierto casi por completo de agua. Agua oscura, el dominio de Madre Orca. Y hasta la tierra llegó su rugido de dolor y de odio, y resonó en sus pesadillas, e hizo sangrar sus tímpanos. Los hombres se llevaron a los hijos de Madre Orca. Los hombres lo pagarían con su carne.

Y lo pagaron. La luna, compañera del mar, iluminó con su frío resplandor las tripas que flotaban entre las olas; Madre Orca nadaba negligente, herida y orgullosa, sus hijos vengados, pero jamás devueltos al mar. Aquellos a quienes la Tierra roba ya jamás regresan. Y Madre Orca lloraría eternamente lágrimas de aceite por sus hijos robados, por el mar huérfano, por la crueldad de los hombres; y en las noches azules bajo la luna saltaría sobre las aguas como un ángel de los mares, duelo y poder, la fuerza primigenia que arrebató las vidas de quienes la hirieron y las entregó en sacrificio al océano. ¿Qué es el rojo de una sangre frente al azul inmenso del mar?

Madre Orca era la reina de los mares. Emperatriz de luto, augusta y terrible; diosa de las profundidades, guardiana de las olas. Madre Orca aún guarda las aguas, velando porque nunca más vengan los hombres a robarse a los hijos del mar.

En noches como ésta se la oye cantar su epopeya de poder y gemido.

Madre Orca, reina de los mares.

martes, 18 de agosto de 2015

Rosa de Bulgaria

Rosa, la rosa,
tú eras la rosa.
Rosa morena de noche.
Rosa dorada de Sofía.
Rosa, muchacha,
tú eras la rosa de bronce,
rosa de mi pecho,
muchacha,
tú eras la rosa.
La rosa negra de tu pelo.
Rosa estrella de tus ojos.
En mi corazón renqueante
rosa roja de tus labios.
Rosa, la rosa,
tú eras la rosa,
muchacha de madera,
pétalos de cobre.
En tu piel la tierra,
en tu corola mi alma,
en tus besos la rosa,
rosa la rosa,
mi rosa rosa.
Tu mirada en mis rodillas
vencidas,
el oro de tus manos,
la rosa que tú eras,
la rosa que yo amo.
Oscura rosa de Bulgaria.
Rosa, la rosa,
tú eras la rosa.

jueves, 30 de abril de 2015

La peregrina y la criatura


"Pronto todo acabará".

Había una vez una peregrina que caminaba por un largo y frío camino. Y junto al chasquido crujiente de sus pasos y el trémolo de su respiración, el único sonido que se oía en ese camino era el susurro repetido una y otra vez por la peregrina, como una oración.

"Pronto acabará. Pronto todo acabará"

A la peregrina la acompañaba otro ser. No era una persona, aunque a ratos parecía tener cabeza y brazos. Tampoco era un animal. La criatura estaba hecha de sombra, era negra como la ceguera, y a veces mutaba como el humo. Más que caminar, se deslizaba junto a la peregrina, pero no exactamente a su lado, si no siempre a un paso por detrás, acechando por encima de su espalda. La criatura no hablaba, y la mayor parte del tiempo la peregrina actuaba como si no estuviera ahí. Pero sí que lo estaba, y ella lo sabía. Sólo miraba al frente, y seguía andando.

"Pronto acabará. Pronto todo acabará"

La peregrina estaba muy cansada, y a veces tenía que parar para refugiarse en algún agujero y dormir. Aquello hacía que el camino pareciera aún más largo, pero la peregrina no podía seguir sin parar. Había perdido mucha sangre en batallas pasadas, y se sentía muy débil. La criatura la seguía a todas partes. No se comunicaba de ninguna manera, pero en ocasiones alargaba uno de sus espigados apéndices (a veces una garra, a veces uno de muchos tentáculos oscuros) y tocaba el hombro de la peregrina; inmediatamente ella agachaba la cabeza y ralentizaba sus pasos, y se encorvaba sobre sí misma como un tallo truncado, y acababa por pararse sobre el camino. Podía permanecer allí horas, tal vez días, balanceándose sobre los talones, mientras el helado toque de la criatura le calaba la carne y le congelaba poco a poco el corazón. Y la criatura le susurraba al oído; no palabras, si no silencio. Y ese silencio le llenaba la cabeza de agua helada, y la peregrina ya no sentía dolor, ni cansancio, ni miedo. Ni deseo. Ni ilusión. Ni esperanza.

Y por eso, cada vez que la criatura la tocaba, a la peregrina le costaba más y más separarse y seguir andando. Otros peregrinos pasaban caminando por su lado, cada uno enfrascado en su propio camino, y le dirigían miradas de extrañeza o de preocupación. Sólo miradas. Nada más. Nadie podía ayudarla, y nadie lo haría. Aquello era un asunto entre la peregrina y la criatura de sombra.

Había días en que la peregrina conseguía alejarse cierto número de pasos de la criatura, lo suficiente como para dejar de notar el frío. O días en que la criatura parecía menos oscura, menos amenazadora, y podía pasar por una sombra entre los árboles o un charco en el camino, si no se la miraba demasiado. Esos días la peregrina se atrevía a apretar el paso, y se reía un poco, el corazón algo más liviano, y conseguía avanzar más lejos en su senda. Eran días buenos, y la peregrina se sentía agradecida por ellos. Cada pequeño momento lejos de la criatura era una joya engarzada en su corazón.

La criatura, empero, siempre volvía. La peregrina tenía que vivir con ello. Había días en los que parecía crecer, se hacía grande, inmensa, hasta tapar el sol, y la peregrina andaba encorvada, un solo paso a la vez, con el corazón demasiado cansado para llorar. El peso de la criatura no le dolía, sólo iba aplastando, aplastando, aplastando, dejando sin aire su voluntad y sus sueños. En esos momentos la peregrina iba tan despacio que parecía detenida, y el camino se quedaba tendido a sus pies, burlón e inacabable.

Y sin embargo, la peregrina había llegado a conocer a la criatura, y a quererla, de alguna manera. La criatura era parte de ella, nacida de ella, y la peregrina no podía sentir amor por sí misma sin sentirlo también por la criatura; sombra, sí, pero nacida al fin y al cabo de su propio corazón. Algunas noches, cuando sus pies y su alma ya no daban más, la peregrina yacía en brazos de la criatura, flotando en un mar oscuro como la muerte, y sus mejillas sin lágrimas se elevaban en la más tenue de las sonrisas, pues en aquellos momentos no sentía nada: ni angustia, ni miedo, ni duda, ni dolor. Nada. Y para un alma tan cansada, aquello era una bendición. Al día siguiente, el camino habría de proseguir; pero esas noches, por un instante, su corazón podía dormir.

Ésta es la historia de una peregrina, y de su criatura de sombra.

La historia aún no ha terminado.


El dibujo es mío; es uno de una serie muy larga que trata de representar a esa criatura oscura, la sombra de los tentáculos que se sube a la espalda. El Monstruo.
Hace meses que sufro de ansiedad, intercalada con períodos de apatía y depresión estacional. He tenido un par de episodios de autolesiones (algo que no había hecho desde el instituto), que afortunadamente no se han repetido.
Algunos días estoy bien, otros no tanto.
Sea como sea, sigo siendo yo.

lunes, 23 de marzo de 2015

Tarta de ángel
















Existe un tipo de bizcocho ligero que los estadounidenses llaman "angel cake". Tarta de ángel. La base está hecha de merengue de claras, y el resultado debe ser tan delicado que haya de cortarse con un cuchillo dentado, ya que uno recto lo aplastaría. Es un dulce esponjoso, blanco, liviano como una nube: comida para ángeles. Uno de esos postres que te exigen obtener una maestría en la cocina tan accidentada como el camino de la salvación, ya que hay mil cosas que pueden salir mal mientras lo preparas. Estornuda demasiado fuerte mientras se enfría, y tu angel cake se derrumba sobre el plato como si no soportara la angustia de su existencia. Ésa es la idea que tienen los mortales sobre la divinidad y la pureza: que es delicada, enfermiza, que se quiebra al primer contratiempo. Así ven en la tierra la gracia de los ángeles. Ariel no puede disentir del todo (aunque realmente sólo cocina angel cake cuando está teniendo un día particularmente mordaz): ser un ángel es un trabajo más bien pejiguero. Tiene sus recompensas, sí, y son maravillosas, pero al mínimo error que cometas, zas, fuego, destrucción, masa chamuscada por todas partes y un fracaso amargo que ningún postre puede aliviar. Ser un ángel es muchas veces un trabajo minucioso e ingrato, y Ariel lo sabe porque lo fue, hace tiempo. Ya no lo es. Ahora se dedica a la pastelería, que puede ser también minuciosa e ingrata, pero por lo menos da resultados tangibles que puedes comerte de una sentada a las cuatro de la mañana, regados con vino moscatel, cuando te asalta esa nostalgia vagamente arrepentida del ángel desertor que, a pesar de los horrores que ha visto, sigue teniendo un alma razonablemente blanca y esponjosa, como la angel cake. El problema del blanco (en las alas, en una tarta, en el alma), reflexiona Ariel, es que se ve demasiado la sangre. En más de un sentido.

El negro es cómodo. La oscuridad, la noche, el rincón donde nadie mira: allí puedes dejarte ir, ser quien eres por una vez, hablar de los secretos que no quieres que nadie sepa y acurrucarte sin temor a que te vean. No tener miedo. En un alma negra, las salpicaduras de sangre no se ven; el negro te esconde, te abraza, te protege. Ariel se viste de negro casi siempre, y al diablo con los estereotipos: si sus mortales vecinos esperan que vaya por ahí paseándose con una inmaculada túnica flotante, van listos. No es que sus vecinos sepan lo que Ariel es, o era. Pero que les den de todas formas. Aparte de la soledad, y de esa vaga melancolía que nunca se va, lo que peor lleva Ariel de su vida en la Tierra son las disparatadas ideas preconcebidas que los mortales se inventan y a las que se aferran contra viento y marea, hieran a quien hieran. No es fácil ser una criatura sin género en un mundo obsesionado con sus ridículas dicotomías sexuales, por ejemplo. La mera existencia de Ariel en el mismo plano de sus vecinos, aquí, en esta pequeña ciudad, es una confusión andante para la mayoría de la gente. Algunos de ellos asumen que es un chico con la cara muy bonita, otros que es una chica con el pelo corto. Los hay que se rascan la cabeza y dan vueltas durante horas, tratando de decidirse entre uno y otra, y los hay que directamente van y preguntan, porque obviamente Ariel, en el momento en que empieza a existir fuera del binarismo de género, pierde automáticamente el derecho a la privacidad. "¿Tú eres nene o nena?" inquirió una vez una señora mayor, con una sonrisa extraña, en la cola de la frutería. "Ni lo uno ni lo otro" repuso Ariel, con una sonrisa más extraña todavía (ha sido ángel, a poner caras ultraterrenas no le gana nadie), pagó sus mangos y se largó de allí dejando una pequeña hecatombe ideológica volando entre las clementinas y los plátanos. Qué estrechos son los seres humanos, pensó más tarde Ariel, con más pena que rabia, mientras hacía coulis. Le duele profundamente el egoísmo humano, la violenta negativa de aquellos que están cómodos a hacer el más mínimo esfuerzo para hacerle un hueco a aquellos que padecen. ¿Y si el nieto de esa señora, ése que juega al baloncesto y saca tan buenas notas, fuera como Ariel a ese respecto? Entonces habría una persona más en el mundo con una abuela que se negaría a entender quién es. Ariel suspiró tristemente, y vertió el dorado jarabe de mango sobre una bandeja de tartaletas de queso.

Hubo un tiempo en que Ariel tuvo esperanza. No es que ahora no la tenga, claro está; si la hubiera perdido del todo hace mucho tiempo que hubiera encendido el horno de leña del patio y se hubiera sentado dentro, a ver si con la destrucción de su cuerpo físico Dios se decidía por fin a tener un detalle y alargaba la mano para llevarse su alma de vuelta al Cielo, donde no tuviera que preocuparse más por nada. Ariel sí que tiene esperanza, pero es diferente. Antes, la esperanza era como una luz. Era blanca y radiante y lo llenaba todo: llegaba hasta el último rincón del mundo, no importa los obstáculos que se encontrara. Antes, la esperanza era Esperanza con mayúscula. Ahora, que Ariel ha renunciado a su aureola y a su título, la esperanza es tan humilde y peleona como las hierbas que crecen entre los adoquines de la calle, feas e ignoradas, pero agarrándose a cada pellizco de tierra como si el mundo dependiera de ello. A día de hoy, la esperanza de Ariel es más una convicción, una rabiosa voluntad de hacer, de luchar, de transformar. Ariel sabe que el mundo puede cambiar. También sabe que no se va a cambiar solo. Así que aquí está, ocupando ilegalmente una panadería abandonada, paseando incansable por la ciudad y haciendo pasteles.

Ariel puede oír lo que los mortales piensan, y puede sentir lo que sienten. Por eso pasea tanto. Quiere saber quién es feliz y quién sufre, quién necesita que le sonrían en la calle y quién quiere que lo dejen en paz. Puede notar a quién le acaban de romper el corazón, y quién vacila al borde de una decisión que cambiará su vida. También oye los ocasionales "¿por qué lleva falda ese chico?" a su paso, pero eso es muy de vez en cuando. Afortunadamente, Ariel también conserva su habilidad para desaparecer del ojo humano cuando quiere. Y desde ese anonimato, Ariel ve, y a veces también sufre. Ve los rastros invisibles que dejan en las mejillas unas lágrimas que ya se han lavado. Ve el aura azul de aquellos que han decidido acabar con su vida, y que no permitirán que nadie les haga cambiar de opinión. Ve a los niños que alzan instintivamente las manos delante de la cara cuando papá o mamá levantan la voz. Ve a los adolescentes que llevan manga larga en verano y se rascan nerviosamente las costras del antebrazo. Ariel puede oler las drogas a través de la piel y con el viento en contra, puede oír los antidepresivos digiriéndose en el estómago de alguien. Puede notar en el paladar el sabor acre del fracaso, y sentir en la piel el hielo del miedo, sólo con fijar su atención en una persona. A menudo, puede acercarse de manera discreta, y ayudarla, si está en sus manos: un "buenos días", un "se te ha caído esto", una moneda dejada en un bolsillo ajeno, un disimulado pase con la mano que haga abrirse una flor, un ligero soplo de aliento en la dirección de alguien que se sentirá tranquilo y benevolente el resto del día, sin poder explicar por qué. La mayor parte de veces no hace falta más. La mayor parte de las veces. Las hay, obviamente, que requieren más esfuerzo por su parte.

Hay veces también, en que Ariel sabe desde el principio que no hay nada que pueda hacerse, que es demasiado tarde: la fe se pierde, el amor se desvanece, la violencia se impone, la Guardia Civil aparece para precintar la puerta. Esas ocasiones, Ariel vuelve a su casa con la cabeza gacha y hace cupcakes de terciopelo rojo con crema de vainilla, prepara cristal de azúcar y lo rompe, y va clavando los añicos en cada pastelillo, salpicándolo con sirope de fresa. Nunca llora, porque los ángeles no lloran, y aunque se haya retirado sigue conservando cierta deformación profesional. Pero sí que tira de vez en cuando algún molde de un lado a otro de la cocina.

La mayor parte del tiempo, sin embargo, Ariel se limita a vagar por la ciudad, con las manos en los bolsillos, sondeando a los humanos a su alrededor y haciendo lo que puede para aliviar su dolor. En noches como hoy, templadas y con una agradable brisa, y con el perfume de su último pastel de limón aún pegado a la ropa, Ariel se siente casi en paz. La mayoría de los ciudadanos duermen, o por lo menos empiezan a descansar, y sus pensamientos, así como sus sentimientos, son más calmos y perezosos. Cierto, aquí y allá hay parches de preocupación, como manchas de tinta tóxica en el aire, pero son menores, y Ariel adivina que pronto se los llevará el sueño. Está siendo una buena noche, piensa, casi con satisfacción, y tararea suavemente una nana, confiando en que la ciudad durmiente la oiga entre sueños.

Y entonces lo huele, y se para en seco. Oh, no. La noche estaba yendo tan bien. Pero ahí está: el hedor ácido de la humillación, elevándose a toda prisa desde el otro lado de la calle, resecándose y escamándose como la sangre de una herida olvidada. Ariel pone en juego todas sus habilidades de disimulo, y sigue andando.

Junto a la acera, frente a la puerta de cristal de un edificio de apartamentos, una chica se baja de un coche con las luces de freno puestas. Aun en la oscuridad, los ojos de Ariel pueden ver que sonríe con dulzura, y aun a esa distancia sus oídos oyen el tierno tono con el que habla. También nota, desde el fondo de sus huesos, el escozor de su vagina, el temblor de sus rodillas y el esfuerzo inconsciente que está haciendo por reescribir en su memoria los últimos sesenta minutos.

-Nos vemos mañana, cielo -susurra la chica, y nadie en este puto mundo notaría nada raro, y Ariel lo maldice internamente por ello-. Te quiero. Hasta luego -y rodea el coche, y sube a la acera, y saca las llaves para abrir la puerta y se lleva sus náuseas y el dolor agudo de su cérvix, y Ariel tiene que pararse porque está a punto de gritar. Puede oírla todavía desde la escalera del edificio. "Al final nos lo hemos pasado bien" se convence a sí misma. "Me encanta el sexo. Yo quería que pasara. Ha estado bien. Yo quería que pasara". La rabia de Ariel arde tan alto que podría desinflar una tarta de ángel puesta en la ventana a diez kilómetros de donde está.

El chico que conduce, una nuca oscura en el asiento del conductor, no se ha movido de su puesto; está fumando. Ariel huele el tabaco quemado, huele el sudor, y huele una satisfacción horrible y una absoluta falta de remordimientos. El desgraciado no sabe lo que ha hecho. Cree que es normal, cree que todo va como siempre. Siempre lo ha hecho así. No lo sabe. Ni lo va a saber.

Ariel camina lentamente hacia el coche, abriendo y cerrando los puños y recitando quedamente una lista de ingredientes para no rechinar los dientes. "Nueve claras, doscientos de azúcar glas, una de cremor tártaro" canturrea dulcemente, mientras descubre, con amarga ironía, que se ha dejado puesta la bata blanca de panadero con la que cocina. "Noventa de harina, un pellizco de sal, esencia de vainilla". Se para justo detrás del coche. El chico que fuma no se da cuenta. Esta va a ser una de las veces en las que un simple "buenos días" no va a arreglar el horror que acaba de cometerse.


Media hora más tarde, Ariel se sienta en la enorme mesa de su cavernosa cocina, y se sirve un trozo ridículamente grande de tarta de limón, y la manga de su bata deja un rastro rojo y húmedo sobre el plato. Lo malo del blanco, piensa Ariel, es que se ve demasiado la sangre.

viernes, 23 de enero de 2015

La flagelante

¿Alguna vez has sentido
como si todo en el mundo se apoyara en tus hombros?
Como si toda la maldad,
toda la ignorancia,
toda la desidia,
toda la crueldad,
todo el horror de este perro mundo
descansase sobre tu espalda.
Oh, un dolor
         (Domine! Domine!)
que no puedo exorcizar,
que no parece querer irse.
Por eso camino
descalza y llorosa,
vestida de esparto
y con cenizas en la frente,
por eso ofrezco
a la noche silente
estos miembros torturados,
este gélido cilicio.
Llévate, llévate el dolor,
señor,
dame la paz.
Te daré la sangre de mis venas,
por favor dame la paz.
"Beguina, beguina,
benzodiazepina";
doblan las campanas
y la procesión de los difuntos
va cantando tu nombre.
Cuántos corazones, tan rotos.
Pero, ay, es que cuando muerde la navaja
algo aquí al fondo grita "¡Vienen!"
y la angustia corre a esconderse…
¿Cuántas noches más, dios mío?
¿Cuántas más
cruces de sangre,
rosarios de cuentas rojas,
cuántos?
Aparta de ti este cáliz:
lo he llenado con mis venas.

jueves, 15 de enero de 2015

…mas polvo enamorado

Blai lleva siendo el guardián del cementerio más de cuarenta años, y para ser honestos no podría ser más feliz.
Hay otros trabajos en el mundo, pero este es el suyo, y le encanta. No es que sea un morboso, Dios lo libre, o que disfrute viendo el sufrimiento que casi siempre acompaña a la muerte. Nada de eso. Es que Blai es un hombre tranquilo, y pocos sitios hay en este mundo más tranquilos que un cementerio. El padre de Blai era el enterrador, y ya lo llevaba a veces a trabajar cuando tenía trece o catorce años ("para que te hagas fuerte y sepas ganarte el pan como un hombre", le decía medio en broma medio en serio, mientras Blai trataba de recuperar el resuello después de izar un ataúd particularmente pesado). Aún recuerda de aquellos días el profundo, reverente silencio de aquel camposanto tan pequeño y tan viejo, en aquel pueblo tan herido por la guerra. El tiempo ha pasado, y el pueblo pequeño se ha convertido en una ciudad, modesta pero animada; sin embargo, el silencio que se respira tras las tapias del cementerio sigue siendo el mismo desde que Blai llegó, y Blai reza porque siga así.
Además, si uno se sobrepone al rechazo aprendido que mucha gente le tiene a estar cerca de los muertos, un cementerio es un lugar objetivamente bonito, razona Blai. El sol brilla, los pájaros cantan, hay bancos para sentarse, rincones con sombra, césped en el suelo y flores por doquier; está todo lleno de nichos y lápidas, sí, pero ¿qué tiene eso de malo? Desde su puesto en la caseta de la entrada, durante años y años, Blai ha contemplado el paso de las estaciones, los ciclos ineludibles de la vida, y ha aprendido a aceptar la muerte con una paz de espíritu de la que está orgulloso. Todos nos morimos, eso está claro. Además, desde aquí, piensa Blai, ha conocido un lado de este pueblo que raramente se ve más allá de los muros de la necrópolis. Poniéndolos cerca de la muerte es donde vemos el lado más honesto y menos conocido de los vivos.
Están los matrimonios devotos, normalmente en una franja de entre cuarenta y sesenta años, que acuden con cierta regularidad (no demasiada) y que suelen pasearse sin mayor gravedad, a veces cogidos de la mano, tal vez visitando a unos progenitores cuya ausencia ya no les pesa pero cuyo recuerdo aún respetan. Los padres desconsolados de aquel chico que se mató hace unos años, cuya desolación siempre tendrá mucho de triste, eterna sorpresa. Las viudas ancianas, que aún guardan un luto arcaico y que aparecen como un reloj todos los domingos por la mañana, rezando el rosario entre murmullos. El señor mayor que acude cada quince de febrero y cada cuatro de septiembre a saludar a la hermanita que perdió cuando niño. Están incluso esas dos adolescentes góticas que aparecen de vez en cuando, se pasean charlando en voz baja y se sientan en los bancos cerca de los panteones grandes. Blai al principio desconfiaba de ellas, lo admite; es un hombre mayor, al fin y al cabo, y estas cosas modernas lo descolocan. ¿Y si les daba por hacer, yo qué sé, rituales satánicos o cosas de esas? Nunca se sabe. Pero los meses pasaron, y Blai acabó por darse cuenta de que sólo les gusta el ambiente del cementerio, y que van allí para estar tranquilas. Quién le iba a decir, ríe Blai para sí, que al final iba a acabar teniendo algo en común con dos quinceañeras con pintalabios negro y botas de bombero.
Salvo en el día de Todos los Santos, cuando el pueblo en pleno viene a acordarse de sus muertos, las cosas están tranquilas, muy tranquilas, y Blai ha acabado por aprenderse de memoria la cara, la voz y los ademanes de los visitantes regulares de ese cementerio que es tan suyo como su propia casa. La mayoría de ellos no tienen nombre (le hablan a veces, pero preguntar cómo se llaman no viene a cuento), pero tienen tanta entidad como vecinos cercanos o miembros de su familia extensa, y Blai los reconoce como tales sin necesidad de nombre.
Hay pocas excepciones. Una de ellas es el chiquito tímido que se llama Ángel.
Blai sabe que Ángel es su nombre porque una vez lo oyó hablando por el móvil desde la caseta. No le hizo falta asomarse, porque hacía tiempo que había registrado su voz. "Mamá, soy Ángel… nada, es que he visto que me has llamado. No, ahora estoy en la calle, pero puedo pasar de vuelta a casa. Sí… sí, no hay ningún problema. Ya nos vemos. Hasta luego". Así que el chico se llama Ángel, y no hay más que hablar. Tiene entre dieciséis y dieciocho años, le parece, pero Blai ya está mayor, y hoy en día los jóvenes crecen más despacio que antes (en su época a los catorce años ya eras un hombre hecho y derecho, piensa Blai acordándose de su padre); igual tiene ya veinte, pero va por la vida con cara de bebé.
Ángel es delicado de rasgos y casi siempre camina encorvado; Blai se pregunta si sus padres no se lo corregirán antes de que acabe con ciática o alguna cosa de esas. Tiene las pestañas muy largas, al igual que los dedos y las piernas, y siempre viste de colores pálidos, un poco formal para su edad, pero no demasiado. Viene un par de tardes a la semana desde hace como un año y pico, puede que dos; raramente falla. A Blai se le antoja que es un chiquillo triste. No sabe por qué; a fin de cuentas, realmente no lo conoce, y siempre que entra le da las buenas tardes con una cordial sonrisa. Pero es una sonrisa triste, insiste Blai para sí. Las sonrisas pueden ser tristes, y esa lo es. No sabe si será los hombros caídos, o el flequillo que siempre le baila encima de los ojos, o esos mismos ojos que miran porfiadamente al suelo, salvo cuando se le habla. O la misma manera de sonreír. O su vocecita suave. O Dios sabe qué. Blai no lo tiene claro, y sabe que tampoco es asunto suyo; sólo siente un cariño vago (tal vez compasión) por el chavalín, que parece que siempre anda cargando todas las penas del mundo a la espalda, pobrecico mío.
En una cosa tiene razón Blai: Ángel está siempre un poco triste. No es nada grave, pero lo está; suele pasar a su edad. Lo que Blai no sabe es que eso es en buena medida porque Ángel se ha enamorado de uno de los muertos del cementerio.
El muerto en cuestión se llama (se llamaba) Joaquín Boscà Rico, y murió en 1978, a los diecinueve años. Ángel no sabe qué fue lo que acabó prematuramente con su vida, y nunca lo sabrá, pero siente el pesar de esa muerte como una espina en el costado. No sabe nada, de hecho, del hombre al que ama, salvo su nombre, los breves años de su paso por la vida, y cómo era su rostro antes de morir: ha mirado hasta la saciedad esa fotografía de porcelana que adorna el nicho, el peinado anticuado de su melena castaña, sus gafas de ancha montura, su mirada risueña y profunda, dolorosamente tierna, anunciando un cariño que ya nadie recibirá. Eso es todo lo que tiene Ángel, y es todo lo que jamás tendrá; por eso Ángel está triste. Pero tiene diecisiete años, y está enamorado, y para él eso es todo lo que importa.
Conoció a Joaquín un día de Todos los Santos, acompañando a su madre a limpiar la tumba de la tía abuela Milagros. A Ángel no le había hecho nada de gracia, para qué engañarse; era un día de fiesta, y prefería mil veces pasarse la mañana viendo series online a tener que andar a los codazos en un cementerio lleno de bote en bote sólo para pasarle un trapo húmedo a la lápida de una señora a la que no recordaba. "Es tu tía, Ángel" dijo su madre con su voz de estar juzgándolo indigno, y Ángel se puso los zapatos gruñendo y la acompañó. Fue allí, entre cientos de personas vestidas de oscuro y abigarradas en las avenidas del cementerio, una danza de abrigos de otoño y flores, que Ángel vio a Joaquín por primera vez. Qué fue lo que vio en aquella tumba, en aquella foto, en aquel nombre tallado sobre mármol, que no hubiera en los demás nichos (ni en otras personas vivas, ya que nos ponemos en ese plan), Ángel no lo sabe. Tal vez fue el hecho de que Joaquín estaba solo. El resto de visitantes bullía arriba y abajo entre los muertos, limpiando polvo, renovando flores, presentando sus respetos, pero a Joaquín nadie le hacía caso. Su muerte no era tan antigua como para que su familia y su recuerdo se hubieran extinguido, pero no había nadie con él; sólo dos flores hechas de alambre y cuentas, quemadas por el sol de muchos años de soledad, que nadie había tocado ni tocaría. Entre la pequeña maceta del nicho y la placa de mármol había una telaraña, abandonada hacía ya tiempo.
Ángel se separó de su madre un momento, dejándola frotando la lápida de tía Milagros con bastante ánimo, y se acercó a aquella tumba solitaria, que se le antojaba como un interno huérfano en día de visita. Joaquín lo miró desde el pequeño óvalo de porcelana. Ángel le devolvió la mirada a su vez. "¿Dónde está tu familia?" preguntó desde dentro de su cabeza. Joaquín lo siguió mirando, sonriendo, sonriendo, y muy solo. Ángel sorteó a los familiares atareados como si no los viera y puso la mano sobre el mármol blanco, veteado de polvo, donde el artista fúnebre había grabado una cruz. Por qué hizo eso, tampoco lo sabía. Tal vez es que Ángel era joven e impresionable, y también se sentía muy solo a veces, sin ningún motivo aparente. Sus ojos dejaron de ver por un momento, volviéndose hacia percepciones más íntimas, y tuvo por un momento una certeza extraña, inexplicable, casi física: la certeza de que en algún momento Joaquín había existido, había estado presente, había tenido cuerpo, voz, aliento, que había podido ser tocado. Casi lo sintió a su lado, un fantasma corpóreo, tan intensamente real que Ángel se mareó un poco. ¿Por qué todo esto? Ángel ya ha dejado claro que no lo sabe.
-¡Ángel! -llamó su madre al terminar, y Ángel dio un salto y acudió al trote, turbado y con la carne de gallina. Su madre no le preguntó sobre lo que había estado haciendo. Sobre la lápida polvorienta de Joaquín quedaron las marcas de los dedos de Ángel.
Y Ángel regresó, sin tratar siquiera de explicarse las motivaciones detrás de su visita. Empezó paseando por el cementerio, vagamente, maravillándose de no haber descubierto hasta ese momento lo agradable del silencio de aquel lugar, catalogando las diferentes tumbas por fecha de defunción, pero acabó de nuevo delante del nicho de Joaquín, una vez y la siguiente y la siguiente. Se encontró sonriendo. Al acercarse a aquella lápida solitaria, donde aún se marcaban las yemas de sus dedos, volvía a sentir la idea de Joaquín, un muchacho real, con el pelo desordenado y aquella sudadera horrorosa, con sus gafas y su sonrisa inmensa, inabarcable, ya inalcanzable para siempre. "Has existido" se decía Ángel, ausente, y si desenfocaba la vista casi podía sentir esa realidad, el timbre de una voz, el calor de una carne. Y le picaban los ojos por aquel muerto tan solo, tan cercano.
Un mes después del primer encuentro, Ángel trajo un trapo y limpió a conciencia el polvo de la lápida, sin prisa, indiferente a los otros visitantes, al frío del atardecer de diciembre, a la oscuridad que lo encontraba rodeado de muertos. Después de navidad, sintiéndose un poco tonto, trajo flores de pascua de una floristería cercana y las puso en la maceta, junto a las flores de cuentas que la familia de Joaquín había olvidado hacía décadas. Se rió un poco. "Si mi madre supiera en qué me gasto el dinero de la paga" susurró, apoyando la frente contra la lápida recién abrillantada de Joaquín, y se lo imaginó riéndose a su vez, concurriendo con él en lo bizarro de la situación. No había estado tan en paz en toda su vida. Mientras se balanceaba imperceptiblemente, con la frente aún sobre el mármol, tuvo la certeza de que Joaquín estaba detrás de él, de pie, poniendo una mano en uno de sus hombros y apoyando la cabeza en el otro. Ángel tuvo un pequeño escalofrío al sentir su aliento en el cuello. Lo que son las cosas, se dijo; en la vida había estado así de próximo a otro ser humano, y la primera vez tenía que pasarle con un muerto.
Ángel le dijo "te quiero" a Joaquín una mañana ventosa de febrero. Asegurándose de que nadie rondaba por ahí, se apoyó contra la lápida y besó el mármol blanco, con una ternura de la que no sabía que era capaz. Algo se contrajo y se expandió en su vientre, haciendo que le temblaran las manos, y el te quiero se multiplicó vertiginosamente en su boca, en su garganta y en su pecho, y entendió por qué los que aman quieren gritarlo a los cuatro vientos, y entendió por qué se dice que el amor te vuelve estúpido. Que se lo dijeran a él. Blai lo vio salir más tarde, con los ojos enrojecidos y una sonrisa palpitante, y le dijo hasta luego como era lo habitual. Pobre chavalín, se dijo Blai, notando su aflicción, aunque a años luz de descubrir su origen. Pobrecito.
A veces, mientras Blai riega los jardines o barre las hojas secas, Ángel habla con Joaquín. Le habla de cualquier cosa, de todo aquello que necesita poner en palabras, y utiliza el tono suave y dulce de los amantes. Y siente, con la certeza del primer día, la realidad de Joaquín escuchándolo, contestándole con una voz que ya no existe pero que puede sentir dentro de su cabeza, de su sangre y de su médula como un hecho innegable. A veces se aprieta contra la lápida con los brazos en cruz, el corazón desesperado contra hueso y mármol, y jadea y gime y se aguanta las ganas de llorar, porque Joaquín está muerto y lleva muerte desde antes de que él naciera y Ángel está solo, pero al mismo tiempo puede sentir a Joaquín contra él, el pelo contra sus mejillas, el pecho contra su pecho y sus brazos rodeándolo tan fuerte, tan fuerte, y sabe que está aquí, joder, que está aquí, y que lo ama, y la certeza de ese amor le revienta la columna y le parte los huesos.
A veces, cuando el cementerio está particularmente vacío y Blai se queda en la caseta, escuchando alguna retransmisión deportiva o simplemente guardando la entrada, Ángel hace el amor con Joaquín, mordiéndose la lengua y agarrándose a su propia carne como se agarra uno a la vida, temeroso de quedar roto en pedazos, de que este amor acabe por romperlo, pero incapaz de parar. Cuando se masturba con la espalda contra el nicho y los ojos semicerrados por si aparece alguien y acaba en el cuartelillo (y demonios, ¿cómo le va a explicar eso a mamá?), la noción de Joaquín se hace más fuerte, más sólida, alimentada de placer y de locura, y Ángel siente la boca ahogada en un beso carnívoro, el cuello herido con labios y dientes, las manos hundiéndose en su cuerpo, tocándolo, fustigándolo, metiéndose hasta el fondo de su yo y dejándolo vacío de sí, lleno de él. Su sexo llora las lágrimas que él se traga, y cuando se sienta en el suelo del cementerio a limpiarse las manos temblorosas, herido por un amor trágico y precioso que tiene y no puede tener, Joaquín está con él, meciéndolo y consolándolo y susurrando palabras tiernas en su oído, y Ángel tiene la certeza de la sonrisa de Joaquín, ahora inmortal, grabada en el fondo de su corazón.
Ángel sabe que está bien jodido. Pero lo cierto es que Ángel tiene diecisiete años y está enamorado, y en esa situación cualquiera está bastante jodido.
Y una tarde como la de hoy, airosa y despejada, en que la calma del cementerio le resulta particularmente gloriosa, Blai sale de la caseta para avisar de que va a cerrar ya, y se cruza con Ángel, cabizbajo y con las manos en los bolsillos, y nota enseguida que el pobre muchacho ha estado llorando. Blai tiene por norma no meterse en la vida de los visitantes del cementerio (no es asunto suyo, eso está claro), pero el chavalín lleva viniendo ya mucho tiempo, y a Blai le da mucha, mucha penita que esté tan triste. Así que cuando Ángel repara en su presencia y se frota los ojos, avergonzado, Blai desempolva su actitud más casual y pregunta (con una voz que espera suene amable):
-¿Todo bien, chaval? ¿Te pasa algo?
Ángel lo mira y parpadea, y traga pesadamente. Transcurren unos segundos; no pasa nada, Blai no tiene prisa. Y luego, de manera inesperada, Ángel sonríe, con tantas ganas que le salen arruguitas en torno a los ojos. Blai aún está preocupado, pero se relaja un poco. Aunque no lo conozca, se preocupa por el muchacho.
-No es nada -dice Ángel, el rostro lloroso y brillante-. Es que estoy enamorado.
Y Blai suelta el aire, aliviado, comprendiendo por fin, y ríe con ganas, asintiendo en simpatía.
-Aaaaaay, el amor. El amor es complicado, ¿eh, chaval?
Ángel le sonríe agradecido y hace que sí con la cabeza, y se despide rumbo al portón, con esos pasitos lentos que lo hacen tan característico. Blai aún se ríe un poco más, con las manos en la cintura, y negando con la cabeza.
-Anda que -dice para sí-. Venir al cementerio a pensar en el amor. Animalet.

Y recordando por qué le gusta tanto su trabajo, Blai sale a cerrar.

Estoy empezando a pensar que igual tengo una fijación un poco rara con la necrofilia.