jueves, 23 de enero de 2014

Eloí Eloí (parte III)



Parte I

Parte II

-Si no eres un demonio, ¿qué eres? –insistió una noche, una de tantas, sentaba al borde del pozo. Aún no se atrevía a asomarse a mirar.
-Me han puesto muchos nombres –replicó perezosamente el demonio desde las profundidades húmedas de la tierra. María casi podía imaginarse la corporeidad nunca vista de la criatura, revolviéndose lánguidamente en la oscuridad, dando vueltas por las paredes empedradas de su prisión-. Ninguno de ellos me sirve ya. Ni te serviría a ti.
-¿Por qué no?
-Porque vengo de un lugar distinto. De un mundo distinto, si te place. Los nombres aquí y allí no son lo mismo, no sirven para lo mismo. Ni siquiera sé con certeza si hay un aquí y allí, la verdad.
-¿No sabes de dónde vienes? –María empezaba a acostumbrarse a las respuestas confusas de la criatura, que circunnavegaba los temas en lugar de ir directamente a lo que quería decir. Tal vez la pobre no conocía otra manera de hablar.
-Sé de dónde vengo. Y hubo un tiempo en que supe quién era, qué era. Ahora ya no. Ahora lo sé todo, y no sé nada.
-Mi familia está segura de que eres un demonio.
-Desde luego –en la oscuridad se notó una sonrisa cansada.
-Por algo lo habrán pensado.
-Ya te lo dije, algunas personas se asustan de lo que no entienden.
-Sí, ya me has dejado muy claro que mi familia es de ese tipo de personas. Y tienes razón. Pero no son tontos. No confundirían a un hombre cualquiera con un demonio, no traería a un pastor o a un viajero perdido con una soga al cuello para encerrarlo bajo la casa. Y –María hizo una pausa, jugando con la orla de su pollera- un pastor o un viajero perdido no habría sobrevivido a quince años encerrado bajo tierra sin agua ni comida.
-No, en efecto.
-Lo que quiero decir es –otra pausa, esta vez para ordenar las ideas que daban saltos en su cabeza; no estaba acostumbrada a conversar en esos términos- que hay algo en ti… que tú eres algo. No eres un hombre. No eres…
-¿Humano?
-No.
-Pensé que eso ya lo sabías.
-Claro que siempre lo he sabido. Pero oírte hablar… platicar contigo, hace que todo sea más difícil. Antes había un demonio debajo de la casa, y punto. Ahora me da por preguntarme quién eres y por qué te trajeron aquí, por qué sigues aquí. Por qué te dejaste prender. Seas lo que seas, si te tomaron por un demonio, es porque había algo en ti diferente a cualquier otro.  Algo que sorprendiera… que diera miedo. Algo que los empujara a echarte la soga al cuello y tirarte a este pozo, lejos del mundo.
-No he dicho nunca que no sea un demonio –exhaló la criatura, y María se envaró. De repente notaba con claridad el frío del sótano, la humedad calándole la piel. Algo se agitó suavemente en el fondo de la sima, y un escalofrío le partió la espalda.
-No –dijo quedamente-. No.
-Mírame, María –la voz aterciopelada de la criatura era de repente imperiosa-. Ven a mirarme.
-No.
-Asómate y mírame, descubre eso que tanto quieres saber.
-No.
-Corre hacia el desierto. Sube al techo. Levanta la sábana.
-No…
-¡MÍRAME! –y de repente algo que parecían manos aferraron la reja y el peso de un cuerpo disparado golpeó el metal, y a la luz del farolito titilaron unos ojos dorados, unas pupilas verticales, candelas desencarnadas en un mar de oscuridad. La respiración del engendro le subió por las piernas, helada, deseante-. Libérame, María. Libérame.
-¡No! –María abandonó el sótano a la carrera y cruzó todo el ranchito al galope, arrojándose sobre los tablones del porche bajo la luz gris del amanecer lejano, llorando, de horror, de angustia, de compasión. Sentada allí, abrazándose las rodillas como una momia precolombina, la encontró Mamá al salir el sol, cuando bajó al patio a buscar agua.

Durante semanas María estuvo enferma. O al menos eso dijeron Papá y Mamá. La niña andaba afiebrada, paseándose por la casa con ojos vidriosos y alucinados, las manos temblorosas y las rodillas de lana. Apenas probaba bocado en las comidas, y se había puesto a llorar varias veces sin motivo alguno. “Nos tiene contentos la escuincla esta” refunfuñó Mamá una mañana mientras revolvía el chocolate en el fogón y María, envuelta en una manta, miraba temblando por la ventana de la cocina. En ese momento la Abuela tuvo uno de sus raros momentos de lucidez.
-Es la edad, Magdalena. ¿No te acuerdas de cuando tú eras así? Loca, loquita estabas.
-Calle, madre -dijo Mamá, y a María le pareció que lo decía con turbación. La Abuela sonrió con su boca desdentada y empezó a mecerse en su silla, cantando en voz bajita una canción triste cuyas palabras parecían escapársele de entre los labios arrugados como garbanzos de las manos. "Canta y camina, canta y camina, caminante" parecía decir, y "Cristo ten piedad, ten piedad de nosotros".
La mirada de María se volvió sin su permiso hacia la puerta del sótano.

No fue hasta la noche en que María se encontró a sí misma tendida sobre los tablones del suelo de su cuarto, tratando de adivinar en los suspiros y crujidos del ranchito la respiración que bullía bajo la casa, que acabó dándose cuenta de que llevaba deseando volver desde la noche en que huyó. María nunca había sabido que hubieran cosas en el mundo que pudieran dar miedo y atraerla a la vez; hasta entonces, ambas sensaciones había sido excluyentes. Furiosa consigo misma, furiosa con el mundo, furiosa con la criatura que moraba en las entrañas de su casa y se atrevía a aterrorizarla y fascinarla, María bajó hasta la maldita puerta del sótano y encendió el farolito con las manos entumecidas, sintiendo ganas de llorar, aunque no sabía por qué. Abrió; abajo seguía estando tan frío y húmedo como siempre, y el aire estaba denso, de expectación, de oscuridad y de un rumor extraño, bajo, trémulo. El demonio cantaba, y por primera vez María distinguía las palabras, enhebrando un idioma que jamás había oído, una canción castigada por una atávica tristeza. "Elohim Elohim, lama sabachtani…?"
-Basta -se quebró la voz de María en la penumbra.
-Has vuelto. De nuevo.
-Basta -suplicó de nuevo María, odiándose.
-Siempre supe que volverías. Aunque admito que tuve miedo -y la voz de la criatura era queda, vulnerable. ¿Cómo se atrevía?-. Pensé…
-¡Cállate! -gritó María todo lo alto que se atrevía, dejándose caer derrotada en el suelo, lejos del pozo-. Para. Lo que sea que me hayas hecho, para. Por favor.
-¿Por favor…? -hubo una pausa en la que María se imaginó claramente a la criatura parpadeando confusa-. ¿Qué se supone que te he hecho, María?
-Nada. Todo -María se mesó los cabellos, dándose cuenta por primera vez de lo desesperada que se sentía-. Embrujarme, maldecirme, decirme la verdad. Como lo llames.
-¿Maldecirte? ¿Decirte la verdad? -el demonio se tomó su tiempo para reír quedamente, con placer-. ¿Decirte la verdad sobre qué?
-Sobre mí -dijo María, al borde del llanto. El corazón le pateaba el pecho y al aire le costaba encontrar el camino arriba y abajo de su garganta. Nunca había estado tan aterrada en toda su vida-. Tenías razón. Yo no… yo no quiero…
-¿Sí?
-No quiero estar aquí -admitió María, las primeras lágrimas redoblando sobre su camisa de dormir, tensa sobre sus piernas cruzadas-. No quiero esta casa. No quiero esto. No quiero ir al mercado los lunes, no quiero cargar la burra, no quiero cocinar para mis hermanos. No quiero… no quiero esta familia -confesó destrozada, tendiéndose de costado sobre la tierra apisonada, incapaz de mantener recta la columna-. Dios me perdone. Oh Dios, oh Dios mío, odio esta casa, odio esta vida, a veces odio a mi familia. Quiero irme lejos. A veces quiero correr tanto y tan duro que creo que me voy a poner a gritar. Quiero creerte. Carajo, quiero creerte a ti antes que a mi padre y a mi madre -las palabras de María se disolvieron en un llanto salivado, condenado-. Voy a ir al infierno… voy a ir al infierno…
-Ya estás en él -dijo de súbito el demonio, y María se sorprendió tanto que el llanto se le cortó por un momento. Alzó la mirada gelatinosa hacia el pozo, como haría alguien al buscar la mirada de un amigo-. Ambos lo estamos.
-¿Cómo?
-Ya estás en el infierno, María. Y yo también -el demonio escupía con rabia, calculando cada sílaba para imprimirle toda la desilusión que pudiera-. ¿Cómo llamas si no a esta cárcel?
-Pero…
-Yo lo tuve todo, María. Todo. Oh, la gloria, la gracia, para ti no son más que palabras. Para mí eran hechos, verdades, realidades tan palpables como el pan que comes y la ropa que vistes. Envuelto en luz, con alas coronadas de sol. Sin deseos… -con la cara aún pegajosa de lágrimas, María se incorporó a medias y se arrastró hacia el pozo, sin ser consciente de lo que hacía-. Sin miedo a perder. Yo lo fui todo, y lo perdí, y fui arrojado a este abismo, a esta sima, a este mundo triste aferrado por el miedo y marcado por la muerte. Todos cuantos me amaron me dieron la espalda -la voz de la criatura vagaba, arriba y abajo, una cordillera ronca y oscura dibujada contra el ámbar del crepúsculo, perdido en sus propios recuerdos. María contenía la respiración-. Yo, que sentí el amor supremo, que pude haber tenido la eternidad. Fallé, y estoy aquí, y llevo todos estos años castigado por haber soñado, por haber deseado, por haberme atrevido a hacer la pregunta que iba a merecer el silencio y la cachetada. Aquí me ves, tumbado en lo más abyecto del suelo por preguntar. Y tú…
-Yo, ¿qué? -preguntó María con un hilo de voz. Sus manos heladas se aferraban casi al borde de la sima.
-Tú llevas tu propia eternidad encerrada en otro tipo de pozo, sin oportunidad de escapar.
Los ojos de María vagaron por un momento. Ahora que había pasado el pánico y el llanto, las palabras del demonio empezaban a resultar claras y directas, como nunca lo habían sido. El cuerpo, el rancho, el pozo.
-Tú sabes lo que viene -prosiguió el demonio-. Día tras día de lo mismo. Desgrana el choclo, pela las vainitas, cuela el café, cose los rotos, barre el porche, carga la mula, alimenta a la Abuela, sí Mamá, no Mamá, hasta el fin de tus días. Y luego tal vez Papá y Mamá te encuentren un esposo, y te dirán que qué suerte, que tendrás un hombre y una casa para ti sola, y entonces te irás a un ranchito igual a este, en un pedazo de desierto igual a este, a parir y a parir hasta que te cedan las entrañas, desgrana el choclo, pela las vainitas, cuela el café, cose los rotos…
-¡Para! -chilló María, aterrada-. Para por favor. No sigas. No puedo.
-El infierno -sentenció la criatura, ahora tan cerca de la reja que María podía sentir el lento girar del demonio en el pozo, casi al alcance de su mano-. Estamos en el infierno. Los dos.
Siguió el silencio. María acezaba, apoyada sobre un muslo y las dos manos para poder asomarse a la boca de la sima. Notaba la frente y las axilas húmedas de un sudor frío. Allá, no demasiado lejos en la oscuridad, chispeaban dos candelas doradas. Un aliento húmedo, que olía a musgo y a fósforo, se elevó en volutas por entre los barrotes y le besó las dos mejillas.
-Daría lo que fuera -admitió el demonio, muy lentamente-, lo que fuera, por poder salir.
-¿Por qué no puedes salir? -preguntó María, articulando por fin la pregunta que llevaba meses rondándole la mente-. Demonio, o ángel, o lo que seas, un pozo y una reja no deberían ser barrera para ti. ¿Por qué no sales?
-Porque tengo frío -dijo la criatura, como si eso lo explicara todo-. Porque estoy débil, elohim, qué débil estoy. Ya lo estaba antes de caer en las manos de tu padre y tus hermanos; débil y desorientado. Pero todos estos años no han hecho más que agravar ese estado. El frío de este sótano se me mete por la garganta y me inunda el pecho, me ahoga, me congela, me paraliza. Añoro el calor del sol, la caricia de la llama… -sonó un triste susurro-. Languidezco aquí, alejado de todo cuanto amo, y veo con el rabillo del ojo la corona de ámbar que se dibuja en la boca del pozo cuando bajas con tu farolito, y aspiro, jadeo, anhelo con una sed asesina ese calor que se me niega. Estoy débil, muy débil, y no puedo salir.
-¿Por eso me llamaste? -preguntó María en un susurro.
-Llevo quince años llamando, María. Tú fuiste la única que me escuchó.
Aquella extremidad oscura que parecía una mano se agarró a los barrotes, lentamente, con una desesperanza de siglos. Por un instante fugaz, María alargó la mano hacia ella, como hacía con Luisito cuando se caía y lloraba. Pero la retiró a tiempo.
-No puedo liberarte -dijo, y se puso de pie, sacudiéndose el camisón-. No me pidas que asuma esa responsabilidad.
-Por favor, María…
-No puedo -repitió María, sintiendo cómo le pesaba cada palabra-. No puedo.
-Por favor. María, María, dulce María.
-No. No puedo. ¡No puedo! -y se marchó del sótano, tapándose los ojos con el antebrazo para enjugar unas minúsculas lágrimas que le picaban en las comisuras de los ojos.

Subió a su cuarto con el farol apagado, pero en lugar de meterse en la cama con Irene se sentó en el arcón de la ropa blanca, junto a la ventana, a mirar la luna y a esperar el sol. La Virgen, otra noche sin dormir.

miércoles, 15 de enero de 2014

Romance por un ausente

Una vez conocí a una señora
(yo digo señora,
pero yo era chiquita entonces,
tal vez fuera joven)
que tenía los ojos muy tristes.
Esa señora era mi vecina
y había algo en ella
infinitamente triste
pero sus ojos eran dulces
y siempre me saludaba
"¿cómo estás, bonita?"
al subir las escaleras
(ella vivía en el ático).
Me intrigaba esta señora,
con sus párpados caídos
y su andar de lado a lado
como si cargara en la espalda
un peso grandísimo.
Siempre quise saber
por qué estaba tan triste.
Pero yo era chiquita entonces
y los mayores nunca contestaban mis preguntas,
sólo cuchicheaban sobre mi cabeza
que sí
que qué pena
qué pena tan grande.
Y así me fui enterando
poquito a poco
que la vecina de arriba,
la señora de los ojos tan tristes
había querido a mucha gente
que se había marchado:
que no tenía padres ni hermanos
y que sus amigos estaban muy lejos;
que estaba sola, muy sola
y por eso estaba tan triste.
Lo lamenté mucho por la señora
porque es terrible estar tan sola
y a veces le sonreía
cuando me decía "¿cómo estás, bonita?"
y me acariciaba el pelo con una mano huesuda
y muy leve
y muy dulce
y muy triste.
Pobre la señora,
pobrecita.
Un día la vecina del ático
se enamoró.
No le dijo nada a nadie
y casi nadie vio al señor
de quien se había enamorado;
era una sombra en el hueco de la escalera
que la visitaba de noche
y se iba de madrugada.
Y la gente cuchicheaba, cuchicheaba.
Yo me quise alegrar por la vecina
del ático
que siempre era tan buena conmigo,
pero siempre estaba tan triste
que me temí algo malo.
Después de un tiempo
el novio de la señora triste
se mató en un accidente
y todo el mundo suspiró de pena
y ella se encerró el ático
y no quiso ver a nadie;
ya no pasaba a mi lado
ni me llamaba bonita.
Pasaron dos semanas
y una noche sonaron voces
en el rellano del ático
y una puerta que se abría a patadas
y gente que ladraba
y alguien que lloraba.
La señora triste desapareció
y el ático se quedó vacío.
Los dueños no pudieron venderlo
y los niños del barrio
jugaban a colarse dentro
a ver quién era más valiente.
Los adultos decían cosas
sobre la policía que había venido
y telediarios y periódicos
"qué horror, qué barbaridad"
y me mandaban callar;
yo escuchaba bajo la mesa
y desde el rincón oscuro del pasillo.
Poco después nos mudamos
y el recuerdo de la señora triste
se quedó en su ático vacío
como un fantasma.
Mis padres nunca hablan de ello.
Yo no se lo he contado a nadie,
pero hubo mucha gente que dijo
después de la noche de la redada
que la señora del ático
había dormido dos semanas
junto al cadáver de su novio
y cuando vio que no podía conservarlo más
empezó a comérselo
para quedarse con él.
Aquí creo que nadie lo sabe.
El suyo es un recuerdo oscuro.
Yo lo pienso y siento pena
mucha pena
por esa señora triste
que vivía en el ático.

Sí, ya. Yo tampoco sé qué coño.