sábado, 10 de marzo de 2012

Felis Catus (Parte IX)


Partes I, II, III, IV, V, VI, VII y VIII
 
Los recuerdos de esa noche son ráfagas inconexas de oscuridad teñida a veces por los visos ámbar de las farolas de la calle: las arrugas del cobertor, el suelo de terrazo de la habitación, un pecho de San con el pezón erecto como una pica. No recuerdo haber tomado decisiones, haber pensado, elegido, demorado una sola de las cosas que hice; estaba como borracho, lánguido, estúpido, convertido en un cuerpo laxo zarandeado una y otra vez por un animal engarrado y rabioso. No he podido contar los orgasmos que tuve esa noche porque he sido incapaz de reconstruir cronológicamente todo lo que pasó; a veces me da la impresión que algo ocurrió dos veces, otras que recuerdo la misma cosa desde dos perspectivas distintas, si eso fuese posible. Sólo sé que esa noche descubrí que hay orgasmos que duelen, como si abrieran las venas y rajaran la carne de un sexo demasiado prieto, como si el cuerpo fuera incapaz de tolerar un placer tan fuerte, tan violento, tan perverso. Porque la sensación de que lo que hacíamos estaba mal aguijoneaba el placer, lo multiplicaba; esa consciencia de estar haciendo algo en los límites de lo abyecto era lo que me hacía gritar de gozo y de sufrimiento, mientras San me tapaba la boca con la mano y me fustigaba con su sexo llevando los últimos espasmos al borde de un agudo dolor. Recuerdo vagamente sus uñas enterradas en mi espalda, arrastrando rastros pegajosos por mi piel; recuerdo el olor metálico en el aire, el pelo de San golpeándome la cara con saña, metiéndose en mis ojos, mis dedos tirando de él con rabia mientras embestía su grupa o su boca; recuerdo mis manos agarradas al cabecero metálico, atadas tal vez, mi cabeza golpeándolo con un ritmo constante; la estructura de la cama gimiendo, las manos de San aferrándome la garganta mientras me corría, cortándome el aire; recuerdo sus rodillas clavadas a los lados de mi cara, su sexo asfixiándome; recuerdo a San gimiendo bajo mi cuerpo, maullando y mirándome con sus enormes ojos, fijos, la corona verde brillando más fuerte que nunca y una leve sonrisa que jugueteaba en sus labios mientras yo sentía la respiración otra vez detrás de mi oreja…

Debo de haberme dormido en algún momento, porque el único recuerdo más o menos claro que guardo de esa noche comienza conmigo despertándome en la cama de San, con la boca seca y una sed desesperada. Tenía el corazón al galope, como si me hubieran despertado con violencia, pero no sabía por qué. Miré a mi derecha; iluminada por la luz que se colaba por la persiana estaba San dormida, dándome la espalda, con la sábana subida hasta las costillas y el pelo negro derramándose sobre sus omóplatos. La miré largo rato, parpadeando, inquieto por algo; sólo ahora, tras haberle dado vueltas a aquella noche durante años, he pensado que tal vez percibí, sin ser consciente, que su respiración no hacía el más mínimo ruido. No resoplaba, que yo recuerde, su costado ni siquiera se movía. Como si aún durmiendo, su cuerpo estuviera alerta. Esperando.


Rodeé la cama, desnudo, y traté de abrir la puerta haciendo el menor ruido posible. Antes de salir de la habitación para buscar agua, me volví a mirar a San. Estaba vuelta hacia mí, pero estaba oscuro, y la poca luz que entraba golpeaba su espalda: el contorno sólido de su cuerpo era una sombra que ocultaba su cara. Allí, totalmente silenciosa, tan quieta que parecía rígida, podría haber estado despierta, escrutándome sin parpadear con sus ojos fosfóricos. Pero yo no podría saberlo, y no lo sabré nunca. Me di la vuelta, sintiéndome observado, y salí.


Caminé muy despacio por el salón en penumbra. Al salir al rellano, de donde partían las puertas a los baños y la terraza, quedé bañado en la luz amarillenta que entraba por el cristal esmerilado de la ventana de la escalera, cuyo perfil aparecía ahora arqueado y torvo ante mí, sumiéndose en la oscuridad. Lo más lógico en ese momento hubiera sido ir a uno de los baños, beber agua del grifo, tal vez orinar, y luego volver a la habitación. Pero, por alguna razón, una razón que a día de hoy no he encontrado y que he desistido de buscar, decidí que tendría que bajar a la cocina para conseguir un vaso de agua. Al fin y al cabo era en la cocina donde estaban los vasos. Algo así debí de haber pensado. Creo que aún estaba aturdido por la orgía de horas antes. O tal vez hubo algo que me impelió a bajar las escaleras. No lo sé.


Fui descendiendo un peldaño a la vez, notando el frío del terrazo en los pies descalzos y la sed oprimiéndome la garganta. De vez en cuando, un susurro o una sombra móvil me indicaban la presencia de un gato errante, vagando mientras yo me hundía cada vez más en la oscuridad. Al llegar al recodo antes del último tramo, levanté la vista, tal vez queriendo calcular mi osadía, y vi a un gato, uno solo, sentado muy recto en el vano de la ventana. Mirándome. Sus orejas estaban erguidas, su cola enroscada sobre las patas, y me miraba fijamente. No podía verle los ojos, como tampoco había podido ver los de San, pero sé que me miraba, con una inteligencia que me hizo bajar agujas de hielo por la espalda. El gato no se movió en todo el tiempo que tardé en llegar hasta el piso inferior, cuando le perdí de vista. Sé que seguía ahí.


No pude encontrar el interruptor que daba luz a la cocina, así que atravesé a tientas la cortina de lana, que me rozó los pies como si fuera un gato (¿o había un gato?) y tuve que bastarme con la poca luz que la atravesaba desde la calle para ubicarme. Encontré un vaso en el escurridor y lo llené directamente del grifo. Me bebí dos seguidos, ansioso, con los riñones apoyados en el borde de la pila y los ojos cerrados, tan aliviado que por un instante se me erizó la piel de los brazos. Estaba por la mitad del tercero cuando abrí los ojos y vi la cortina hincharse por el empuje de un cuerpo humano.


El vaso cayó a mis pies y se hizo añicos con un estrépito que debería haber despertado a toda la casa. Me aplasté contra el fregadero, mojado y con el corazón en la garganta. La cortina se aflojó, volvió a su posición habitual balanceándose, y luego se hinchó de vuelta. El viento. Traté de dominar el temblor que había invadido todo mi cuerpo. El viento agitando la cortina. Eso. Respiré hondo, aún rígido por el susto, mientras la cortina se inflaba y desinflaba rítmicamente. Justo cuando iba a bajar la mirada al suelo para medir el destrozo y decidir cómo arreglarlo, algo bufó en mi oído.


Un grito de miedo y furia se estrelló contra mis dientes y salió en forma de gruñido al volverme hacia el fregadero y ver a duras penas la silueta de un gato saltando sobre el banco de la cocina, huyendo del puñetazo que le habría dado de haber estado a mi alcance. “Gato de mierda”, mascullé, verdaderamente harto, mientras el animal, cualquiera que fuese, seguía bufándome desde la oscuridad. Me agaché a recoger los cristales rotos a tientas, con una sarta de maldiciones a flor de labios. Bufido. Bufido. Bufido. El sonido se volvió rítmico y vago, como si viniera de mucho más lejos. Por debajo de las patas de la mesa, vi la cortina volviendo a hincharse, al mismo tiempo que sonaba la exhalación, lenta y profunda, como si durmiese. Algo estaba respirando.


La idea irrumpió en mi mente y me obligó a enderezar la espalda de golpe con alarma. Algo estaba respirando. No era el gato de antes, bufando. Por debajo del zumbido de la nevera, muy leve, podía oír el resoplido de una respiración pausada que reverberaba por toda la planta baja. Tal vez el latido desbocado de mi corazón la había ahogado hasta entonces, pero estuve seguro que llevaba sonando todo el tiempo. Ahí abajo había algo.


<<-¿Un gato?


-¡No! ¡Algo!


-¿Entonces qué? ¿Un monstruo?>>


La conversación con San, que me había hecho sentir ridículo sólo unas horas atrás, volvió a mi cabeza y trajo de vuelta el pánico irracional que me había perseguido mientras subía las escaleras. Una piedra descendió por mi garganta mientras miraba la cortina, incapaz de apartar los ojos de su vaivén cadencioso, provocado (¿provocado?) por esa respiración monstruosa que resonaba una y otra vez en la cocina. Había algo ahí, conmigo, y estaba en la trastienda de la carnicería, donde yo acababa de estar. Me había visto. Tal vez yo lo había despertado. Por un momento la razón aleteó en mi cabeza. “¿Despertar? ¿Y si Paula está durmiendo en el piso de abajo? No la viste subir, ¿no?” Esa idea no explicaba el por qué del movimiento de las cortinas al ritmo de una respiración humana, pero me aferré a ella todo lo que pude, tratando de controlar el impulso de salir disparado hacia la puerta y correr, desnudo y descalzo, hasta mi casa.


Meeeeeeeeeooooowww.
El respingo me hizo pisar los cristales rotos, cortándome. Gemí, dividido entre el dolor y el miedo, y vi a un gato, tal vez el mismo que me había bufado, sentado en el vano de la ventana que daba a la sala de máquinas, recortado como una silueta de cartón negro contra el cristal. Mirándome. Otro maullido, ronco, otro gato caminaba hacia el banco de la cocina, su cara en sombra fija en mí. Alcé la mirada y vi, presa del pánico, que por lo menos ocho gatos más se habían reunido en el recibidor, revolviéndose como peludos gusanos del infierno, sus ojos fosfóricos vueltos hacia mí, maullando gravemente y bufando. Otro saltó desde una tronera; uno se subió a la mesa, en mi dirección, y un tercero salió de entre sus patas, lanzándome un zarpazo que me habría arañado la pierna si no me hubiera apartado de un salto, cojeando y sangrando.

Di contra la pared de la cocina, a un metro de la cortina que se seguía moviendo, hinchando y deshinchando. El recibidor y la cocina estaban ahora plagados de gatos, más de los que yo había contado jamás que hubieran en la casa, o tal vez era la oscuridad multiplicándolos, como madre suya que era. “No, no, no” decía mi lengua dentro de mi boca, sin emitir sonido, mientras los felinos seguían avanzando lentamente hacia mí, siseando y contrayendo los belfos sobre unos colmillos pequeños y afilados. Sentí dolorosamente la vulnerabilidad de mi cuerpo desnudo ante los dientes y las garras desplegadas de aquellas bestias que, ahora lo sabía, querían despedazarme y siempre lo habían querido. Estaba muerto.


Traté de deslizarme hacia la cortina, buscando inconscientemente la única vía de escape posible. El gato más cercano ya estaba a un metro escaso de mí cuando noté la cortina hincharse contra mi espalda, el susurro de la respiración cerca a través del tejido, hiriéndome la nuca. Hurté el cuerpo en un impulso desesperado por alejarme de aquello que suspiraba en la trastienda. Craso error: fui a ofrecer mi pantorrilla directamente a las fauces del primer gato, que se decidió a saltar y hundirme los colmillos en la carne fina de la espinilla.


El alarido que llevaba tiempo pugnando en mi garganta se liberó, desgarrado, desgarrador, una mancha de sangre me cegó los ojos y por un momento no oí nada, un rumor sordo de miedo me había llenado los oídos. Después, mi cuerpo impactó contra el suelo.


Me mordí la lengua. El dolor y el frío me hicieron regresar rápidamente a donde estaba, en casa de San, en la oscuridad, en el suelo de la trastienda, a merced de aquello que respiraba. Notaba en la cara algo que no era viento, un aliento cálido y húmedo que iba y venía, un aliento que ya conocía, pues me había perseguido en la escalera, ahora lo sabía. Antes había sido más rápido y había creído escapar, pero realmente sólo había corrido más profundamente en su trampa. Ahora ya no podía salir. Intenté moverme, pero el dolor y el pánico me habían pegado al suelo.


Impotente, con los ojos llorosos, levanté la vista sin poder evitarlo, miré hacia la fuente de aquella respiración, el pequeño pasillo que daba a las cámaras frigoríficas. Ahí estaban, como siempre, la desgastada mesa de cortar, la enorme hacha de carnicero clavada en la madera; los garfios para colgar las presas pendían del techo, y se agitaban suavemente en el aire, tintineando unas con otras, componiendo una melodía macabra, expectante. Ya venía. Ya venía aquello. Lo podía sentir arrastrándose por el pasillo de las cámaras, respirando cada vez más roncamente, el movimiento de un cuerpo sólido, torpe. El estertor gutural de un gato que no era un gato, el chirrido de unas uñas contra el terrazo, y yo lloraba, lloraba de horror en el suelo, esperando al final, sabiendo que nunca debí haberme metido allí, que jamás debí haber creído a San, que ella me había atraído hacia aquello, que lo había sabido todo el tiempo; que el padre de San nunca había aparecido, que yo no era el primero, que tenía miedo desde el principio por algo y que la sombra deforme aparecía sobre la pared del pasillo y la criatura aspiraba ansiosa, oliéndome, buscándome, relamiéndose por anticipado porque yo no me podía mover y estaba muerto y me devoraría, y yo lloraba y decía no, por favor, no y ya venía, ya venía aquello y se asomó al marco de la puerta y me miró, y yo lo vi. Y grité.



Volví en mí con un estremecimiento febril, sentado al borde de la cama de San, mirando a la ventana, con la boca seca y el corazón percutiéndome el pecho, exactamente como había despertado un momento antes. Tenía los puños crispados sobre las rodillas y las mandíbulas apretadas. Tardé un rato en volver a respirar, y cuando recordé cómo hacerlo el aire entró tan violentamente que me atraganté con la espesa saliva y tosí convulsivamente. Me puse la mano en la frente; estaba húmeda de sudor, un sudor pegajoso y helado. Había leído mil veces la expresión “sudor frío”, pero sólo ahora entendía su significado. Esperé a que mis pulmones se tranquilizaran antes de volverme hacia el otro lado de la cama.


San seguía (¿seguía?) acostada sobre su costado derecho, el pelo negro desparramado sobre su espalda marfileña. Ni un suspiro, ni un movimiento, nada. Parpadeé, aún confuso, aún aterrado.


-¿San? –susurré, sin saber si me daba más miedo que siguiera durmiendo o que se despertara. Esperé-. ¿San?
Estuve a punto de llamarla una tercera vez, pero me contuve. Tuve la certeza irracional de que eso la habría despertado definitivamente, y no sabía si realmente quería que eso pasara. Me volví hacia mí mismo.

¿Había tenido una pesadilla? Había tenido una pesadilla. Una pesadilla horrible, aterradora como sólo lo son las situaciones oníricas, donde todo es posible. Esos malditos gatos, esa horrible casa. Y San… no me atreví a volver a mirarla. ¿Había tenido San algo que ver en todo eso? Ahora que los vapores eróticos se habían disipado totalmente por el horror, podía sentir claramente que el miedo que San me daba al principio, cuando aún no la conocía, no se había ido en ningún momento, sólo se había incorporado a la avasalladora avalancha de mi deseo recién descubierto. Aún estaba allí, latente, una débil voz de alarma ante esa criatura voraz y oscura que siempre parecía tener hambre de mí. Querer devorarme. Apreté los ojos con fuerza y sacudí la cabeza, tratando de alejar a patadas esa idea de mi cabeza. Una pesadilla, me repetía como drogado, una pesadilla, pero mi estómago seguía anudado de miedo.


Escuché entonces un susurro, y mi cabeza se volvió como la de una gacela al percibir al depredador. Al otro lado de la puerta entreabierta (¿no estaba cerrada?), en las sombras del salón, un gato solo, sentado, me miraba. Otra vez noté las agujas bajándome desde detrás de la oreja hasta los riñones.


“Sólo es un gato” me obligué a decirme, aunque mi entendimiento estaba tan embotado como mi lengua. Sólo es un gato asqueroso, me dije, pero por si acaso me levanté para cerrar la puerta de la habitación y dejarlo fuera. Me puse de pie. Y entonces varios trallazos de dolor me atravesaron el cuerpo. En la cabeza, en las costillas, en la cadera. Y en el pie. Trémulo, bajé la mirada mientras lo levantaba, deseando no ver lo que sabía que vería. Sangre, había sangre en el suelo y en la planta de mi pie, donde pude contar hasta tres cortes, relucientes a la poca luz que se colaba tras las cortinas. Volví a levantar la mirada, mientras la sangre que circulaba en mis venas se helaba desde la cabeza hasta los pies. Seguía de espaldas a la puerta de la habitación. Seguía teniendo los puños apretados, tan fuerte que se me habían entumecido las manos. Había algo entre mis dedos. Sabía que no quería saber lo que era, sabía que no era bueno, pero me obligué a abrir los puños. Dos marañas de pelo cayeron al suelo. En la penumbra, los pelos eran largos y oscuros, como los de San. Pero no eran de San. Y eran finos y suaves, como de gato. Pero no eran de gato. No eran de gato.


Tembloroso, derrotado, dejé que mis rodillas se doblaran y volví a sentarme en el borde de la cama. Y me eché a llorar.


Fue la madrugada más larga de mi vida. Me quedé allí sentado, cuando paré de llorar, sin moverme apenas, sin apenas respirar, aguantando el frío y la sed, resistiendo el impulso de volverme hacia la puerta de la habitación y descubrir otra vez a los gatos observándome, a San mirándome. Notaba cómo se me engarrotaban los músculos del cuello, de la espalda, de las piernas, pero me negaba a moverme. Así pasé las larguísimas horas que le restaban a la noche, con la mente inundada por el negro-ámbar de la penumbra a modo de dique contra los horrores que pululaban en el piso de abajo. En cuanto la primera luz de la mañana atravesó las cortinas, me levanté en silencio, me vestí con las manos rígidas y recogí mis cosas, dispuesto a salir de aquella casa infernal para no volver jamás. Antes de salir de la habitación, sin embargo, cedí a un último impulso y me volví a mirar a San, como había hecho la noche anterior, antes de que todo se tornara una pesadilla.


Ahora había luz en el cuarto, y pude ver que dormía. Por lo menos sus ojos estaban cerrados. Tenía los codos doblados y sus manos descansaban junto a su rostro, sobre la almohada; un mechón de su largo pelo le caía sobre la frente. Ahí, de día, con luz, y dormida, se veía hermosa, inocente, delicada, y las manos me ardieron una última vez deseando tocarla, olvidar todo lo ocurrido, achacarlo a una pesadilla y poder tocarla una vez más. Pero yo bien sabía que bajo esos párpados aterciopelados y esas largas pestañas, en sus ojos oscuros, brillaba una corona verde, una fosforescencia demencial capaz de absorberme la voluntad y arrastrarme, definitivamente, al pasillo de las cámaras y al horror que allí se escondía. Tomando mi primera decisión propia en meses, apreté los ojos y me volví, y salí de su habitación y de su vida para siempre. No se movió en absoluto, pero me pareció ver por el rabillo del ojo, con un escalofrío, que una tenue sonrisa se dibujaba en su boca dormida. Una sonrisa sin labios.

Caray, sí que ha pasado tiempo desde la última vez. Más de lo que me hubiera gustado, lo admito ^^U, pero aquí lo tenéis. Probablemente sólo quede el epílogo, así que ya podéis respirar. Y yo también XD