martes, 26 de febrero de 2013

Decir la verdad

Hace tiempo que llevo preguntándome si debería escribir esta entrada. Tal vez, me he dicho, debería esperar a que las cosas se asienten. Tal vez debería dejarlo reposar. Tal vez no es el momento. Y tal vez no lo sea, en efecto. Pero hay algo que me dice que tengo que decirlo ahora. Algo en mi estómago me lo dice. Así que allá voy.

Siempre he considerado el abuso sexual un asunto serio, algo sobre lo que no se ha de hacer chistes ni hablar a la ligera. Podéis encontrar el link a la página de Project Unbreakable, un maravilloso proyecto de curación psíquica y catarsis gráfica para víctimas de violencia sexual, en la barra lateral del blog. Creo que eso ya dice bastante sobre mi posicionamiento acerca de este tipo de crimen, ya sea legal o moral; y eso es algo que viene de largo, no a raíz de eventos recientes en mi vida. Estoy segura de que los usuarios de 4chan, Cuánto Cabrón y páginas similares pensarían que eso es censura contra el derecho inalienable de decir lo que te da la gana, incluyendo bromear sobre violaciones de cualquier tipo. Allá ellos. Esto es la vida real; lo quieran o no, internet no es un planeta ajeno al que te puedas escapar, donde tus acciones y palabras no tienen consecuencias. Internet es una realidad virtual, pero no existimos en ella; existimos aquí, en el planeta Tierra; tenemos un cuerpo hecho de carne y hueso, tenemos familias, amigos, estudios, trabajos, tenemos aspiraciones, e internet no es más que una herramienta para comunicarse, como estoy haciendo yo ahora. Nada más. Y en este mundo real, donde las personas se tocan con las manos y se hablan con la boca, todos los días millones de personas sufren abuso sexual. En lugares como la India y Estados Unidos, una mujer es violada cada diez o veinte minutos; todos los días, antes de que desayunemos, miles de individuos como nosotros, mujeres, niños y niñas, y sí, también hombres adultos, son violentados y obligados a hacer algo que no quieren hacer. Sus cuerpos, así como su voluntad y su libertad, son heridos, humillados, reducidos a nada; se les arrebata la posesión de su propio ser, su capacidad de tomar decisiones sobre él; se les hace saber, de todas las maneras posibles, que no se pertenecen, que no importan, que no son nadie. No creo que haya nada de gracioso en ello.

Hace unos meses leí The Three Damosels, una compilación de tres novelas sobre la leyenda artúrica escritas por Vera Chapman que nunca llegó a publicarse en castellano; yo conseguí un ejemplar inglés de segunda mano en Amazon. Mi favorita, sin duda, fue la historia central, The King's Damosel (en la que, por cierto, está basada -de manera extraordinariamente vaga- la película de animación "La espada mágica"), no sólo porque la protagonista, Lynette, es un personaje aventurero y valiente que cabalga por el reino con una espada al cinto, si no también por la historia de amor sincera y conmovedora que vive, bien alejada de los cánones del amor cortés que guían los romances de las otras dos novelas. Fue Lynette, de hecho, quien me impulsó a escribir esto.

Un día, durante este último período de exámenes, comí sola en casa, así que estuve leyendo mientras lo hacía. Nada más comenzar la novela, a través de un flashback, Lynette recuerda que, teniendo trece años, un noble vasallo de su padre, a quien ella admiraba y en quien confiaba, la violó durante una partida de caza y luego la amenazó con matarla si lo contaba. Eso es algo, por otra parte, que yo ya sabía por el resumen de la novela que había leído en Wikipedia, así que no tendría por qué haberme sorprendido. El caso es que durante el resto del día, mientras estudiaba, o mientras salía un momento de casa a comprar bolígrafos en la papelería, me noté temblorosa y nerviosa, con el corazón acelerado y el estómago encogido. Al principio, pensé que me había cargado demasiado la taza de té negro de después de comer, aunque nunca he sido sensible a la teína. Conforme avanzaba el día, no obstante, empecé a darme cuenta de que me zumbaban los oídos; alguien en mi cabeza estaba gritando con todas sus fuerzas, y aunque no podía distinguir lo que decía, podía oír los gritos, indignados, furiosos. Poco a poco, las palabras empezaron a formarse. Al principio sólo oía "¡No! ¡No! ¡No!", algo que me suele pasar cuando estoy enfadada; después fui desentrañando el resto. "¡No puedes hacerme esto! ¡No puedes! ¡¿Quién te crees que eres?! ¡¿Cómo has podido?! ¡¿Te crees gracioso?! ¡No puedes! ¡No! ¡No! ¡No!" Y de repente, recordé.

No es que fuera algo que tuviera enterrado profundamente en mi memoria, y que lo hubiera olvidado hasta ese día. Para nada. Pero hacía años que no pensaba en ello, y me di cuenta de que tampoco, por la razón que fuera, había hablado de eso con nadie. Tal vez porque no había sido capaz de ponerle nombre hasta ahora.

Hace unos cuatro años, durante mi primer año de facultad, salí unos seis meses con un chico. No era nada especial, la verdad. Nunca estuve enamorada de él (puede que en algún momento creyera que lo estaba, pero me engañaba, y en el fondo siempre lo supe), de hecho físicamente me atraía lo justo. El sexo era casi tan patético como el resto de la relación: aquel individuo era objetivamente un capullo. Durante todo el tiempo que salí con él, no me escuchó hablar de mis asuntos ni treinta segundos seguidos; era un experto en interrumpir y desviar el tema a algo relacionado con él, y estuvo claro desde el principio en que ese era su tema de conversación favorito, pues se tenía en muy alta consideración. No vacilaba en hacerme ver lo complejo e interesante de su carácter, lo variado de sus aficiones y talentos, por supuesto todo en comparación con lo plana e insulsa que era yo. "Yo soy esférico, ¿no te das cuenta? Tú eres plana. Espero no aburrirme de ti"; "Pfff, no tienes ni puta idea". Por no hablar de las constantes menciones a que tarde o temprano, en efecto, se cansaría de mí y se largaría con cualquier otra, dejándome claro que podía tener a quien quisiera. Y no era sólo conmigo el problema; salvo sus pocos amigos, el resto de la gente era en general más estúpida, más inculta, más vulgar que él. Nadie era lo suficientemente bueno para él. Sobre todo las mujeres. Cualquier cosa que las humillara o dominara era la diversión suprema. Era uno de esos ligones compulsivos que se saben de memoria los manuales de Mario Luna y otros cantamañanas similares que afirman que con tal de ligar se permite engañar, mentir, insultar y valerse de las debilidades de otros; total, las tías son estúpidas, se creerán lo que tú seas lo suficientemente habilidoso como para hacerles creer. (Sí, leí varios capítulos. Sí, por supuesto que lo dicen con otras palabras. Sí, eso es lo que piensan esos "autores" de nosotras, lo digan como lo digan). Creo que se había follado a media Valencia, sin contar con chicas de otras ciudades y países; yo era una marca más en el cabecero de su cama. Nos llamaba "guarris" a todas. Me lo dijo; se conoce que le parecía la hostia de gracioso. Lo peor del caso es que, a pesar de la cantidad de chicas que habían pasado por su cama, no disfrutaba con ellas físicamente: tenía un problema serio de anorgasmia y las más de las veces era incapaz de correrse en compañía. No digamos de satisfacerme a mí. Sí, le puse los cuernos (de hecho, con el hombre que ahora está a mi lado, una de las mejores personas que he conocido jamás). Nunca me he arrepentido de todas y cada una de las veces que le fui infiel.

¿Por qué carajo salí con él? Bueno, si me dijo la verdad, yo fui su primera novia, y estaba (estúpidamente) orgullosa de haber pescado un pez tan escurridizo; me sentía importante. Y además, creo que lo admiraba, aunque eso diga muy poco de mí. Tenía dieciocho años, acababa de salir al mundo, para mí él era una especie de héroe cínico, al que no le importaban en absoluto los sentimientos de los demás, alguien a quien los demás no podían hacer daño. Tardé poco (de hecho, esos seis meses) en darme cuenta de que esas personas no existen: sólo son imbéciles maleducados con problemas de autoestima. Pero en aquel entonces aún no lo sabía.

Un día, en medio de este marco de desprecio y maltrato psicológico, follamos (por llamarlo de alguna manera) y empecé a sentir dolor. Una cosa que debéis saber a este respecto, es que siempre he tenido la vagina más bien corta y estrecha, con lo que una penetración demasiado profunda y/o violenta lo tiene muy fácil para darme golpes en el cuello del útero, algo que, por si no os habíais imaginado, es bastante doloroso. Por ello nunca he entendido ese afán que tienen algunos hombres de tener el pene más grande; os lo digo desde ya, no vale la pena. El caso es que, como era usual, la penetración empezó a dolerme, y le dije "[nombre], para, me haces daño". No me hizo caso. Insistí un par de veces, encogida para escamotearme del dolor, pero me ignoró; al final intenté separarme, y entonces me agarró por los antebrazos y me inmovilizó contra la cama, y siguió a lo suyo. Forcejeé, le grité, tratando de que se diera cuenta del daño que me estaba haciendo, pero él sólo se reía. Me tapó la cara con la mano, como hacen a veces los adultos para molestar a los niños, y me dijo sonriente "lo único que vas a conseguir resistiéndote es que me ponga más cachondo". Y se seguía riendo. Riendo. Riendo. Cuando aquello terminó, adolorida y furiosa, le recriminé a voz en cuello lo que había hecho, y él afirmó, bastante sorprendido, que no sabía que la cosa iba TAN en serio. Y yo seguí saliendo con él, porque durante esos seis meses, lo normal para mí fue sentirme humillada y enfadada; no noté que fuera un cambio en su actitud. Después de que nos separáramos (y me dejó él, que es lo más patético, porque cada vez que yo intentaba dejarlo me montaba el numerito con lágrimas y súplicas) él siguió con su vida, acostándose sin sentir placer con decenas de mujeres a las que no respetaba; obviamente para él no fue más que una de las múltiples bromas de mal gusto que constituían en exclusiva su sentido del humor, y si se le pregunta no lo recordará, o pensará que no fue para tanto. Lo único que sé con seguridad es lo que sentí.

No fue hasta aquella tarde, este último período de exámenes, en que me di cuenta de lo que me había ocurrido. En que le puse nombre. Aunque dudé mucho en hacerlo. Al fin y al cabo estábamos saliendo juntos. Tal vez debería haberme resistido con más fuerza. Tal vez debería haber llorado. Tal vez fue mi culpa por haberme enredado con semejante aborto. Tal vez no fuera tan grave. Al fin y al cabo, a mí no me asaltó un desconocido a punta de navaja en la calle, ni abusó de mí un amigo de la familia. Hay días en los que aún no sé qué pensar. Aun ahora no me atrevo a decirlo en voz alta, a ponerle el nombre que sé que tiene. No es que me sienta traumatizada o avergonzada por lo que ocurrió, pero tengo miedo. Miedo de decirlo en voz alta y que salte alguien diciendo que no me pase, que no es para tanto, que estoy exagerando, como siempre. Que no fue así. Que fue mi culpa. Y dudo, dudo todo el tiempo, como he dudado hasta ahora de si comunicarlo o no. Pero creo (algo en mi estómago me lo dice) que necesito decirlo en alto, en público. Sacarlo fuera. Y que todos se enteren. Sigo estando furiosa por lo que me hizo; no sólo por esto, si no por todas y cada una de las maneras en que me hizo de menos, me humilló y se burló de mí, todas y cada una de las veces en que sentí que no valía nada a su lado. Creo que los demás tienen que saberlo, porque sé que hay cientos, miles de personas que han pasado por lo mismo que yo, que han atravesado las mismas dudas, que temen que lo suyo no pueda nombrarse como ha de ser nombrado.

Y yo tampoco me atrevo aún. Pero aquí está. Hoy estoy diciendo la verdad.

lunes, 25 de febrero de 2013

Silence

En uno de los ventanales de la abandonada Facultad de Enología de Blasco Ibáñez, ocupada por los huelguistas, se lee escrito en spray negro "El sistema te odia".

No, no nos odia. Le damos igual. Nos pisará, nos prenderá fuego, hará lo que sea por seguir rodando, y ni siquiera oirá nuestros gritos.

domingo, 3 de febrero de 2013

El comienzo de un verano eterno

¡Imagina perder tu pasado!
Todas las veces serían la primera vez.

El mundo sería entonces un regalo
presto a ser descubierto.
Nos tiraríamos la noche en el regazo de los prados...
Y cuando volviéramos a casa llorando
y mamá nos preguntara qué ha sido
diríamos "¡El mundo!
¡Estoy tan sola! ¡Estoy enamorada!"
Y nos darían igual muñecas que rosas,
bicicletas que lunas,
libros que tizas.

Seríamos niños crecidos
metiendo los dedos en la pintura,
persiguiendo a los trenes.
Las risas no serían ya hipócritas.
¡Cuántas razones para reír,
cuántas delicias!
Haríamos el amor con cara de idiotas
y nos besaríamos por el simple placer
del aroma de la piel
y la textura del pelo.
Las caricias serían golosinas
desparramadas en la falda.

Podríamos pelearnos
y volver a creer.
A contarnos los sueños y a inventar
los delfines de plata,
las sirenas del puerto.
Tendríamos huevos de creérnoslo todo,
¡todo existiría!
El ocaso sería un dulce de yema incandescente.
Y al volver a caer la noche
e ir rendidos a la cama
volveríamos a acordarnos
de decir gracias...

¿Imaginas perder tu pasado?
Y volver a vivir sin miedo...

Este poema, escrito con tinta verde en una hoja arrancada de libreta, está fechado en el veinticinco de abril de 2008. En aquel entonces yo estaba a pocos meses de recibir el Bachillerato de Humanidades, haciéndome al ánimo de enfrentarme a la Selectividad y eligiendo sin mayores migrañas una carrera de la que casi no sabía nada. También acababa de dejar a mi novio del instituto, al que aún quería desesperadamente, y estaba saltando sin red a un mundo y una vida nuevos que se abrían ante mis pies, aterrorizada y ansiosa a partes iguales. No es un poema demasiado bueno, pero se ha agarrado a mi memoria todos estos años, ahora que esa muchachita entusiasmada se ha convertido en... bueno, esto. Tal vez sea esa frase. "¡El mundo! ¡Estoy tan sola! ¡Estoy enamorada!"...