domingo, 16 de octubre de 2011

América


América, América,
digo tu nombre y te despliegas entera,
país a país,
selva, mar y sierra,
con una libertad que normalmente te niegan.
¿Cómo no pude perderme en tu mirada estando contigo?
¿Por qué he tenido que alejarme
para ver tu innúmera belleza,
como un charco de piedra
que gotea de norte a sur?
América, eres el mar rabioso
que muerde la costa en un alarido de espuma
y eriza la piel con su virulencia;
América, eres el grito de sirena
de las gaviotas.
Laberinto de secuoyas centinela
es América,
ardiente vegetación y humus perfumado
es América.
Las anchas praderas,
que son la mano de Dios,
se tienden al cielo orladas de lagos
y se visten de nube en invierno.
El espinazo de la Tierra
hiende con sus vértebras agudas
el velo impalpable del firmamento.
América, eres hija
de la quena y el tambor
y has amado a África,
a Europa, a Asia;
las besaste a todas
¡y qué acopio de delicias guardan tus labios!
América es la exquisitez promiscua
de la gloria y la miseria:
ahí donde Hernán y Malinche se besaron
sobre un maguey truncado
América es hija del amor y la barbarie.
Y ah,
¡cuánto has sufrido!
Ríos profundos como latigazos
te cruzan la espalda.
Y ah,
¡cuán rica eres!
Posees el oro del maíz
y la flor violeta de los Andes.
¡América!
El brote y la piedra,
la fruta y la sal,
la plata y la nieve.
América es pulpa jugosa
de una fruta en verano:
América es comino y papa,
ají, carambola, camucamu y lima,
América es camote y yuca,
América es mango y frijoles,
rocoto, chocolate, café, panela,
guayaba, chirimoya y piña
es América.
Cuchillas al cielo y carne humana,
hoz y telar,
púa y mazo,
eso es América.
Generoso pecho deshecho en rosarios,
continente y mar estrellado de islas,
América:
donde los toros de Pucará
flanquean la cruz del Nazareno.
Tú arrancaste tu corazón para los dioses.
América, eres americana,
y eres europea, africana y asiática,
y aun hoy eres nativa y española,
senegalesa, china, congoleña,
británica, italiana y japonesa;
América, eres americana.
Tierra prometida,
tierra ensangrentada,
¿cuándo te verás por tus propios ojos?
Tu rostro es cobrizo,
negro,
blanco
y ámbar;
tu voz es música de charango y marimba,
aullido de lobos y coyotes,
mar rompiente, quijada y cajón.
América.
¡América!
¿Cómo no pude perderme en tu mirada
estando contigo?

sábado, 1 de octubre de 2011

Felis Catus (Parte VII)


Partes I, II, III, IV, V y VI

Terminó el invierno, y florecieron los naranjos. El intenso olor del azahar, llevado por el viento tibio de Poniente, inundaba la ciudad por entero, pero parecía detenerse siempre a las puertas de la casa de San, que seguía oscura y fría como en el otoño en que nos conocimos. A veces incluso temblaba, aunque mi piel ardiera y sudara. Tenía fiebre, ahora ya no había duda.

Creo que era ya abril cuando me di cuenta de que llevaba meses sin cortarme el pelo. No habría reparado en ello si San no me lo hubiera señalado. “Qué largo lo tienes” dijo malintencionada, rascándome la cabeza con sus uñas puntiagudas, y he de admitir que me sorprendí. Siempre me había tomado muchas molestias para mantener mi pelo, castaño y desabrido como todo en mí, lo más corto y cómodo posible. Y sin embargo, no guardaba un solo recuerdo reciente en el que me viera a mí mismo preocupándome por la longitud de mi cabello. Así se lo dije, aunque creo que hablaba más para mí mismo.

-Me absorbes el tiempo –le dije al cabo.

-También otras cosas –dijo, con una sonrisa pérfida, y me tendió de espaldas en la cama buscando mi vientre con su lengua. Ya no pude pensar más. Pero San tenía razón. No sólo me absorbía el tiempo. También estaba absorbiéndome la vida.


Más o menos por esa época Javi empezó a llamar mucho menos para quedar con Alonso y conmigo, con lo cual, ante la disyuntiva de vernos a solas o no vernos, acabamos optando tácitamente por esto último. La relación con Alonso se había enfriado definitivamente, así que tampoco notamos muchas diferencias, pero algo en el fondo de mí sabía que debería haberme preocupado más que fuera por Javier, mi otro amigo, con quien tanto había compartido y al que de repente yo dejaba desaparecer entre la niebla sin saber qué le pasaba. Habría ido tras él, le habría llamado, y de hecho me lo propuse un par de veces. Todo inútil. A la hora de la verdad, no podía pensar más que en San. San, San, San.


-San.

Ella estaba sentada en el alféizar de su ventana, mirando quedamente por el espacio que dejaba la cortina al ondear. La escasa brisa primaveral que entraba por una rendija del vidrio hacía ondear también su cabello, y su perfil se recortaba contra el blanco luminoso como un medallón. Era perfecta. San.

-San.

-¿Hmmm?

Se desperezó lenta, voluptuosamente, y bostezó mostrándome las puntas de sus caninos. Sus dedos se tensaron sobre su regazo, extendiéndose lo más separados posible para luego volver a plegarse, arañando su falda con las uñas.

-¿San significa algo, aparte de ser diminutivo de Santa?

No me miró inmediatamente. Se frotó con lentitud los ojos con el dorso de la mano; los ojos, la frente, el flequillo, la nariz, la boca. Creo que en ese momento la vi lamerse la mano, como cualquiera de sus gatos, pero en realidad no estoy seguro de lo que vi. Me miró fijamente y el anillo verde brilló en sus ojos desde el contraluz.

-San significa tres en japonés. Yo soy tres –y debe de haber sido su idea de bromear, porque me dirigió una de sus largas, largas sonrisas sin labios. San. Tres. Tres veces tres. La santísima trinidad.

San, San, San.


Una noche, ya no recuerdo cuándo, mis padres me abordaron a la hora de la cena. No habían desistido de entablar conversación conmigo a pesar de mi taimado silencio, pero mi memoria no guardaba, y no guarda, registro alguno de una sola palabra que ellos hubieran dicho. Sólo recuerdo esa vez, y ninguna más.

-Oye, ¿sabes que he estado hablando con tu tía Pilar? Carlos se va el año que viene a estudiar a Londres –Carlos era mi primo-. Debe de ser guay, ¿no?

Debo de haber gruñido algún asentimiento.

-¿No te gustaría irte a estudiar fuera, como él?

Otro gruñido. Tal vez encogiera los hombros indicando indiferencia. Algo, muy en el fondo de mí, se sentía culpable por la distancia con la que estaba tratando, no sólo a mis padres, si no a mis amigos (si es que me quedaba alguno). No fui consciente hasta más tarde de que lo que sentía era vergüenza, una vaga e indefinida vergüenza, como si estuviese haciendo algo malo negándome a examinar mi conciencia. Quería guardarme todo para San, y al mismo tiempo quería guardar todo lo de San en algún lugar recóndito, donde los asuntos vulgares de mi existencia no pudieran irrumpir. Ni siquiera las palabras cariñosas de mis padres tratando de sacarme de mi mutismo. Estaban a años luz de aquella chica que era una diosa y un demonio, que era una tríada y un monstruo, que me había dado el paraíso y podría haberme arrancado el corazón sin mover yo un dedo.

Callado, seguí comiendo.


Vale, ahora es cuando la cosa se pone interesante, porque es más o menos por aquí por donde me quedé. Se aceptan sugerencias, apremios y latigazos. ¡A jugar!