lunes, 23 de marzo de 2015

Tarta de ángel
















Existe un tipo de bizcocho ligero que los estadounidenses llaman "angel cake". Tarta de ángel. La base está hecha de merengue de claras, y el resultado debe ser tan delicado que haya de cortarse con un cuchillo dentado, ya que uno recto lo aplastaría. Es un dulce esponjoso, blanco, liviano como una nube: comida para ángeles. Uno de esos postres que te exigen obtener una maestría en la cocina tan accidentada como el camino de la salvación, ya que hay mil cosas que pueden salir mal mientras lo preparas. Estornuda demasiado fuerte mientras se enfría, y tu angel cake se derrumba sobre el plato como si no soportara la angustia de su existencia. Ésa es la idea que tienen los mortales sobre la divinidad y la pureza: que es delicada, enfermiza, que se quiebra al primer contratiempo. Así ven en la tierra la gracia de los ángeles. Ariel no puede disentir del todo (aunque realmente sólo cocina angel cake cuando está teniendo un día particularmente mordaz): ser un ángel es un trabajo más bien pejiguero. Tiene sus recompensas, sí, y son maravillosas, pero al mínimo error que cometas, zas, fuego, destrucción, masa chamuscada por todas partes y un fracaso amargo que ningún postre puede aliviar. Ser un ángel es muchas veces un trabajo minucioso e ingrato, y Ariel lo sabe porque lo fue, hace tiempo. Ya no lo es. Ahora se dedica a la pastelería, que puede ser también minuciosa e ingrata, pero por lo menos da resultados tangibles que puedes comerte de una sentada a las cuatro de la mañana, regados con vino moscatel, cuando te asalta esa nostalgia vagamente arrepentida del ángel desertor que, a pesar de los horrores que ha visto, sigue teniendo un alma razonablemente blanca y esponjosa, como la angel cake. El problema del blanco (en las alas, en una tarta, en el alma), reflexiona Ariel, es que se ve demasiado la sangre. En más de un sentido.

El negro es cómodo. La oscuridad, la noche, el rincón donde nadie mira: allí puedes dejarte ir, ser quien eres por una vez, hablar de los secretos que no quieres que nadie sepa y acurrucarte sin temor a que te vean. No tener miedo. En un alma negra, las salpicaduras de sangre no se ven; el negro te esconde, te abraza, te protege. Ariel se viste de negro casi siempre, y al diablo con los estereotipos: si sus mortales vecinos esperan que vaya por ahí paseándose con una inmaculada túnica flotante, van listos. No es que sus vecinos sepan lo que Ariel es, o era. Pero que les den de todas formas. Aparte de la soledad, y de esa vaga melancolía que nunca se va, lo que peor lleva Ariel de su vida en la Tierra son las disparatadas ideas preconcebidas que los mortales se inventan y a las que se aferran contra viento y marea, hieran a quien hieran. No es fácil ser una criatura sin género en un mundo obsesionado con sus ridículas dicotomías sexuales, por ejemplo. La mera existencia de Ariel en el mismo plano de sus vecinos, aquí, en esta pequeña ciudad, es una confusión andante para la mayoría de la gente. Algunos de ellos asumen que es un chico con la cara muy bonita, otros que es una chica con el pelo corto. Los hay que se rascan la cabeza y dan vueltas durante horas, tratando de decidirse entre uno y otra, y los hay que directamente van y preguntan, porque obviamente Ariel, en el momento en que empieza a existir fuera del binarismo de género, pierde automáticamente el derecho a la privacidad. "¿Tú eres nene o nena?" inquirió una vez una señora mayor, con una sonrisa extraña, en la cola de la frutería. "Ni lo uno ni lo otro" repuso Ariel, con una sonrisa más extraña todavía (ha sido ángel, a poner caras ultraterrenas no le gana nadie), pagó sus mangos y se largó de allí dejando una pequeña hecatombe ideológica volando entre las clementinas y los plátanos. Qué estrechos son los seres humanos, pensó más tarde Ariel, con más pena que rabia, mientras hacía coulis. Le duele profundamente el egoísmo humano, la violenta negativa de aquellos que están cómodos a hacer el más mínimo esfuerzo para hacerle un hueco a aquellos que padecen. ¿Y si el nieto de esa señora, ése que juega al baloncesto y saca tan buenas notas, fuera como Ariel a ese respecto? Entonces habría una persona más en el mundo con una abuela que se negaría a entender quién es. Ariel suspiró tristemente, y vertió el dorado jarabe de mango sobre una bandeja de tartaletas de queso.

Hubo un tiempo en que Ariel tuvo esperanza. No es que ahora no la tenga, claro está; si la hubiera perdido del todo hace mucho tiempo que hubiera encendido el horno de leña del patio y se hubiera sentado dentro, a ver si con la destrucción de su cuerpo físico Dios se decidía por fin a tener un detalle y alargaba la mano para llevarse su alma de vuelta al Cielo, donde no tuviera que preocuparse más por nada. Ariel sí que tiene esperanza, pero es diferente. Antes, la esperanza era como una luz. Era blanca y radiante y lo llenaba todo: llegaba hasta el último rincón del mundo, no importa los obstáculos que se encontrara. Antes, la esperanza era Esperanza con mayúscula. Ahora, que Ariel ha renunciado a su aureola y a su título, la esperanza es tan humilde y peleona como las hierbas que crecen entre los adoquines de la calle, feas e ignoradas, pero agarrándose a cada pellizco de tierra como si el mundo dependiera de ello. A día de hoy, la esperanza de Ariel es más una convicción, una rabiosa voluntad de hacer, de luchar, de transformar. Ariel sabe que el mundo puede cambiar. También sabe que no se va a cambiar solo. Así que aquí está, ocupando ilegalmente una panadería abandonada, paseando incansable por la ciudad y haciendo pasteles.

Ariel puede oír lo que los mortales piensan, y puede sentir lo que sienten. Por eso pasea tanto. Quiere saber quién es feliz y quién sufre, quién necesita que le sonrían en la calle y quién quiere que lo dejen en paz. Puede notar a quién le acaban de romper el corazón, y quién vacila al borde de una decisión que cambiará su vida. También oye los ocasionales "¿por qué lleva falda ese chico?" a su paso, pero eso es muy de vez en cuando. Afortunadamente, Ariel también conserva su habilidad para desaparecer del ojo humano cuando quiere. Y desde ese anonimato, Ariel ve, y a veces también sufre. Ve los rastros invisibles que dejan en las mejillas unas lágrimas que ya se han lavado. Ve el aura azul de aquellos que han decidido acabar con su vida, y que no permitirán que nadie les haga cambiar de opinión. Ve a los niños que alzan instintivamente las manos delante de la cara cuando papá o mamá levantan la voz. Ve a los adolescentes que llevan manga larga en verano y se rascan nerviosamente las costras del antebrazo. Ariel puede oler las drogas a través de la piel y con el viento en contra, puede oír los antidepresivos digiriéndose en el estómago de alguien. Puede notar en el paladar el sabor acre del fracaso, y sentir en la piel el hielo del miedo, sólo con fijar su atención en una persona. A menudo, puede acercarse de manera discreta, y ayudarla, si está en sus manos: un "buenos días", un "se te ha caído esto", una moneda dejada en un bolsillo ajeno, un disimulado pase con la mano que haga abrirse una flor, un ligero soplo de aliento en la dirección de alguien que se sentirá tranquilo y benevolente el resto del día, sin poder explicar por qué. La mayor parte de veces no hace falta más. La mayor parte de las veces. Las hay, obviamente, que requieren más esfuerzo por su parte.

Hay veces también, en que Ariel sabe desde el principio que no hay nada que pueda hacerse, que es demasiado tarde: la fe se pierde, el amor se desvanece, la violencia se impone, la Guardia Civil aparece para precintar la puerta. Esas ocasiones, Ariel vuelve a su casa con la cabeza gacha y hace cupcakes de terciopelo rojo con crema de vainilla, prepara cristal de azúcar y lo rompe, y va clavando los añicos en cada pastelillo, salpicándolo con sirope de fresa. Nunca llora, porque los ángeles no lloran, y aunque se haya retirado sigue conservando cierta deformación profesional. Pero sí que tira de vez en cuando algún molde de un lado a otro de la cocina.

La mayor parte del tiempo, sin embargo, Ariel se limita a vagar por la ciudad, con las manos en los bolsillos, sondeando a los humanos a su alrededor y haciendo lo que puede para aliviar su dolor. En noches como hoy, templadas y con una agradable brisa, y con el perfume de su último pastel de limón aún pegado a la ropa, Ariel se siente casi en paz. La mayoría de los ciudadanos duermen, o por lo menos empiezan a descansar, y sus pensamientos, así como sus sentimientos, son más calmos y perezosos. Cierto, aquí y allá hay parches de preocupación, como manchas de tinta tóxica en el aire, pero son menores, y Ariel adivina que pronto se los llevará el sueño. Está siendo una buena noche, piensa, casi con satisfacción, y tararea suavemente una nana, confiando en que la ciudad durmiente la oiga entre sueños.

Y entonces lo huele, y se para en seco. Oh, no. La noche estaba yendo tan bien. Pero ahí está: el hedor ácido de la humillación, elevándose a toda prisa desde el otro lado de la calle, resecándose y escamándose como la sangre de una herida olvidada. Ariel pone en juego todas sus habilidades de disimulo, y sigue andando.

Junto a la acera, frente a la puerta de cristal de un edificio de apartamentos, una chica se baja de un coche con las luces de freno puestas. Aun en la oscuridad, los ojos de Ariel pueden ver que sonríe con dulzura, y aun a esa distancia sus oídos oyen el tierno tono con el que habla. También nota, desde el fondo de sus huesos, el escozor de su vagina, el temblor de sus rodillas y el esfuerzo inconsciente que está haciendo por reescribir en su memoria los últimos sesenta minutos.

-Nos vemos mañana, cielo -susurra la chica, y nadie en este puto mundo notaría nada raro, y Ariel lo maldice internamente por ello-. Te quiero. Hasta luego -y rodea el coche, y sube a la acera, y saca las llaves para abrir la puerta y se lleva sus náuseas y el dolor agudo de su cérvix, y Ariel tiene que pararse porque está a punto de gritar. Puede oírla todavía desde la escalera del edificio. "Al final nos lo hemos pasado bien" se convence a sí misma. "Me encanta el sexo. Yo quería que pasara. Ha estado bien. Yo quería que pasara". La rabia de Ariel arde tan alto que podría desinflar una tarta de ángel puesta en la ventana a diez kilómetros de donde está.

El chico que conduce, una nuca oscura en el asiento del conductor, no se ha movido de su puesto; está fumando. Ariel huele el tabaco quemado, huele el sudor, y huele una satisfacción horrible y una absoluta falta de remordimientos. El desgraciado no sabe lo que ha hecho. Cree que es normal, cree que todo va como siempre. Siempre lo ha hecho así. No lo sabe. Ni lo va a saber.

Ariel camina lentamente hacia el coche, abriendo y cerrando los puños y recitando quedamente una lista de ingredientes para no rechinar los dientes. "Nueve claras, doscientos de azúcar glas, una de cremor tártaro" canturrea dulcemente, mientras descubre, con amarga ironía, que se ha dejado puesta la bata blanca de panadero con la que cocina. "Noventa de harina, un pellizco de sal, esencia de vainilla". Se para justo detrás del coche. El chico que fuma no se da cuenta. Esta va a ser una de las veces en las que un simple "buenos días" no va a arreglar el horror que acaba de cometerse.


Media hora más tarde, Ariel se sienta en la enorme mesa de su cavernosa cocina, y se sirve un trozo ridículamente grande de tarta de limón, y la manga de su bata deja un rastro rojo y húmedo sobre el plato. Lo malo del blanco, piensa Ariel, es que se ve demasiado la sangre.