sábado, 30 de agosto de 2014

Acerca de la educación y sus vicios


Pero la mandaste callar, y ella aprendió que sus palabras no valen. La castigaste por hablar, te reíste con la comisura de la boca, y ella aprendió que la humillación es todo cuanto espera a quien trata de hablar por sí misma. La deslegitimaste por su aspecto (pues ¿quién no lo haría?) y ella aprendió que su ropa y su maquillaje cuentan mucho más que sus ideas.

¿Crees que no lo recordará cuando crezca? ¿Crees que tu desprecio no ha dejado una muesca profunda en su autoestima, crees que la vergüenza no ha metido un alfiler amargo en una flor que aún no se había abierto? Nunca más volverá a estar intacta. No has sido el único, ni lo serás. Algo era importante para ella, una voluntad y un cambio estaban a punto de nacer, y tú reventaste ese vaso contra el suelo. Y como a ti no te duele, no te arde, no te hunde, no te pesa, nunca lo sabrás. Pero algún día ella no sabrá decir que no,  y tú querrás echarle la culpa.

Pero fuiste tú.

No, no es fácil.

Pero fuiste tú.

viernes, 22 de agosto de 2014

Parálisis del sueño


Una lee tantas y tantas veces escenas de este tipo en los libros, que acaba haciéndose una idea equivocada de cómo funcionan estas cosas. En los libros, el protagonista siempre se despierta en una explosión de horror, incorporándose en la cama de golpe, oyendo un grito terrible que sólo a mitad de camino se da cuenta de que es suyo. Respiración acelerada, pulso disparado, sudor frío perlando la cara. Todo muy cinematográfico.

Las cosas no son así. Las cosas casi nunca son así.

Y ya no es sólo porque raramente una se incorpora en la cama, o en el sofá, o donde sea que haya tenido la mala idea de dormirse; no es sólo porque el cuerpo traidor apenas y se mueve en momentos así, atrapando a una mente que patalea desesperada en un cepo pesado como el hueso. No es sólo por el calor, ese calor insidioso, sordo, resbaladizo, que incendia la cabeza y derrite la piel; no es sólo por esa sed criminal que abrasa una garganta absolutamente incapaz de pedir ayuda. Ya ni siquiera, demonios, es por ese despertar viscoso y convulso que te arroja desde una pesadilla callada como la muerte a una boca de par en par que sin embargo no grita. Que no puede gritar. Y te atragantas con tu propio pánico y el dolor de cuerpo y un alivio temeroso que nunca llega demasiado pronto, y que nunca dura para siempre.

No.

Si todo esto es tan distinto a cómo nos lo cuentan los libros y las películas; si está una tan poco preparada para esto; si es esto tan aterrador y tan desesperante, es por la quietud.

Las manos que en el sueño arañan histéricas y en la realidad se niegan a mover los dedos. El grito desgarrador que al otro lado no es más que un suspiro que ni siquiera hace ruido. Los chillidos de socorro que hacen eco en la mente y afuera se encuentran con una boca cerrada. El cuerpo que se niega a despertar mientras poco a poco se va quedando sin aire…

Eso, eso es lo peor de todo.

El silencio.

La parálisis.

No es un dramático salto entre el sueño y la vigilia; eso sería movimiento, actividad; sería vida. Despertar de una de estas pesadillas no es despertar. Es escapar arrastrándose con el borde de las uñas de un horror gelatinoso, reptante, cada vez más grande; y sé que la muerte aguarda el día en que ya no pueda arrastrarme más. Es sólo cuestión de tiempo. Hace mucho tiempo que sé que esa es la manera que ha elegido la muerte para llevarme.


Pero no me encontrará.

Ya lo he decidido.


He sufrido episodios más o menos frecuentes de parálisis del sueño desde la infancia tardía. Es uno de los horrores más grandes a los que me he enfrentado; es inocua, pero no vale de nada saberlo cuando estás teniendo una crisis y sientes que te asfixias contra tu propia almohada porque tu cuerpo se niega a hacerte caso y levantarte. Así que sí, es material de relato de terror. Algún día ampliaré este concepto y escribiré un cuento más largo. Hasta entonces, sólo queda rezar porque esta noche no toque.