viernes, 29 de marzo de 2013

Balada de los glenns (parte I)


Emer tenía quince años y un natural mucho más curioso de lo que a sus padres les hubiera gustado. Emer había crecido siendo una niña silenciosa y ausente que metía la mano en todas partes y tendía a hacer exactamente lo contrario de lo que se le ordenaba. Solía perderse durante horas, con su vestido de percal blanco y una sonrisa boba colgando de la cara, como un copo de diente de león abandonado a los vientos, y ni los castigos ni las amenazas habían conseguido disuadirla de su empeño en desaparecer.
A diferencia de lo que la sabiduría popular sostenía, las sangres de la pubertad no le habían curado la manía de pasearse sola por los valles, con los pies descalzos y las piernas llenas de arañazos; al contrario, habían exacerbado su tendencia a la contemplación y las rarezas. Ante la desesperación de sus padres, a los quince años Emer continuaba mirando el mundo con los ojos grandes y perplejos de una recién nacida, aparentemente indiferente a su edad de merecer y al abombamiento fértil de su propio cuerpo.
Por lo que respectaba a Emer, todas aquellas consideraciones acerca del correcto comportamiento de una señorita decente, la necesidad de atraer pretendientes o incluso los temores a media voz de su familia a que “la niña no fuera normal” le llegaban como vagos ecos de un asunto adulto sumamente aburrido tras la puerta cerrada de un despacho. Si se le hubiera preguntado (y Emer hubiese tenido a bien contestar, cosa que no ocurría siempre), probablemente apenas recordara nada de los larguísimos sermones, las lecciones de urbanidad, los pescozones y los tirones de oreja que sus progenitores e institutriz consideraban oportuno dispensarle con regularidad. Su mente, como se lamentaban los extenuados padres, parecía estar siempre en alguna otra parte, lejos, muy lejos de la casa familiar y del extenso parque que la rodeaba. Y si se le hubiera preguntado a Emer (y Emer hubiese tenido a bien contestar), habría sabido decir con toda seguridad dónde se encontraba aquella consciencia huidiza: afuera.
La casa señorial en la que había nacido Emer se erguía en el sotavento de una alta colina que dominaba un verde y airoso valle fluvial. El río discurría entre los pies de los montes, una cinta de plata quebrada entre sus abruptas riberas durante la estación seca, y un formidable brazo de agua parda y turbulenta durante los monzones. Todos los cerros del valle (menos aquel donde se alzaba la casa, debidamente desbrozado un siglo atrás) estaban cubiertos de hierbas altas, sotobosque y parches arbolados donde cantaban, corrían y susurraban múltiples formas de vida secreta; durante las lluvias estacionales, los conjuntos de castaños, fresnos y robles se convertían en grutas goteantes y perfumadas que parecían alentar, expectantes. A veces, al amanecer, los ciervos bajaban al valle para beber en el río; otras, la sombra de un halcón cruzaba el suelo como un puñal de penumbra. Con los primeros calores, las plantas florecían y hervían de vida, y las bayas rojas y dulces de los arbustos maduraban bajo un sol esquivo. Era en aquel mundo de bosque y lluvia donde Emer verdaderamente vivía.
Había crecido recorriendo palmo a palmo los senderos de pastor que cruzaban los montes y explorando cada rincón del valle como una extensión natural de los jardines de su casa, a pesar de las histéricas advertencias paternales sobre fieras rabiosas y hombres con difusas malas intenciones. Conocía los lugares donde el agua para beber brotaba como una lámina de cristal sobre la roca, y las raíces umbrías donde crecían setas traslúcidas; podía reconocer las carreras de una ardilla entre el ramaje y distinguirlas de las pisadas de tejones y salamandras. Sabía en qué sitios anidaban los distintos pájaros por su canto, y dónde excavaban su madriguera los conejos; había memorizado, sin saber sus nombres, en qué momento del año abría cada flor. Charlaba desde pequeña con los pastores que conducían a las vacas y cabras por el monte, así había aprendido cuáles de las humildes cabañas que salpicaban las laderas albergaban a una familia de arrendatarios y cuáles eran meros refugios para la lluvia que ella podía usar cuando quisiera. Entre los edificios de esta última clase, el favorito de Emer eran los restos abandonados de lo que había sido una casa de piedra, semioculta por un macizo de espinos blancos, descubierta con indecible deleite hacía años casi en la cumbre de uno de los cerros al sur del valle. Su techo de pizarra a medio derrumbar ofrecía un refugio perfecto para contemplar la lluvia sin dejarse empapar por ella, y al mismo tiempo actuaba de espléndido mirador para enmarcar las nubes que pasaban o los guiños de las estrellas. Emer había pasado innumerables tardes de tormenta y mañanas despejadas tumbada sobre las lajas del suelo, invadidas por la hierba, respirando el aroma de la tierra mojada y escuchando en silencio el eco sordo del latir del valle.
Para Emer, hija única de padres distantes en una casa inmensa y vacía, aquel glen era su hogar, su patio de juegos, su mejor amigo. Amaba al valle con la seguridad absoluta que sienten los niños hacia quien los protege. Con los años había desarrollado todas las sutilezas y arterías posibles para dar esquinazo a ayas, institutrices y capataces empeñados en alejarla de ese único lugar donde se sentía querida. En aquellos montes se había caído, arañado, cortado y torcido todo lo posible; la habían picado insectos, mordido culebras, se había roto un brazo y una vez estuvo a punto de despacharse de una septicemia por el mordisco de un tejón. Nada de eso la disuadió de seguir escapándose para volver a los bosques del valle. La mansión de su familia era un claustro helado y oscuro; su verdadera casa estaba afuera.
Emer tenía quince años al finalizar aquellos monzones, y sus desconsolados padres temían que tal vez fuera un caso perdido. Lo cierto era que empezaban a preferir excusar a su hija con una indisposición ante las visitas antes que tener que enzarzarse en la batalla agotadora que suponía bañarla, vestirla y peinarla adecuadamente para presentarla en sociedad, por no hablar del temor constante de que, una vez presentada, Emer se las arreglara para camuflarse con el papel de pared y escabullirse una vez más de la casa pateando los zapatos. La niña estaba salvaje, se lamentaban los señores del valle, viendo destrozados sus nervios y sus sueños de trascendencia. Tal vez, aunque no se atrevían a decirlo en voz alta, Emer fuera una de esas criaturas defectuosas, condenadas por la naturaleza a una vida de improductividad y pasmo, y a ellos dos no les quedara más que resignarse a dejar morir su nombre y entregar su hacienda a una rama secundaria de la familia. Algún pecado habrían cometido, se decían desolados, para ser castigados con una hija de aspecto e inteligencia conejiles.
Desconocían, pues nunca la habían visto, a la criatura completamente distinta que era Emer cuando vagaba sola por el valle. Entonces, con el corazón tranquilo de saberse lejos de las paredes oprimentes de la casa y de las zarpas que querían retenerla dentro, su mirada brillante se desplegaba como las alas de un ave sobre la tenue sonrisa de sus labios, y lo que en los salones de sus padres se veía estúpido aparecía como un espejo que devolvía reflejada toda la belleza a su alcance. Con los pulmones esponjados por el aire limpio y húmedo de los bosques, y los pies hundidos hasta el tobillo en humus y barro, la torpeza desgarbada de Emer se convertía en una ágil concentración, y la expresión pasmada de sus ojos pasaba a ser intensa y curiosa. Era allí a donde pertenecía, a los árboles añosos, las cascadas secretas y los animales furtivos, a las hogueras de los pastores y a los cuentos campesinos, y a la casa abandonada que siempre la recibía con los brazos abiertos de una verdadera familia. La única cosa que Emer tenía por segura en el mundo era la belleza amorosa de aquel glen, que vivía en sus entrañas y sin embargo se revelaba nueva cada día. Las gotas plateadas de lluvia resbalando sobre el tapiz orgánico del suelo sin apenas tocarlo, las delicadas nervaduras de las hojas de los robles, el aroma delicioso de la materia viva, los atardeceres despejados cayendo sobre el final del valle como un río desbordado de sangre y oro: aquel valle tenía un poder que Emer no podía explicar, una fuerza que se le metía debajo de la piel haciendo que le pesara el corazón y que a veces le picaran los ojos. Allí, libre de cinchas y de obligaciones, en el único lugar donde era feliz, Emer sentía su cuerpo y su alma crecer y dilatarse. Era muy consciente del viento desordenando su pelo, del olor del bosque bajándole por la nariz y llenándole la boca, del latido constante de su corazón que hacía vibrar la fruta verde de sus pechos. La niña atrofiada que sus padres creían detenida en un estado permanente de idiotez despertaba en el valle, alerta y palpitante, mirándolo todo con ojos relucientes de inteligencia, y se llevaba las manos al vientre y a los muslos, sorprendida de aquella urgencia febril que había nacido en ella y que parecía temblar, como un eco, bajo la propia piel del valle.


A veces Emer se preguntaba si estaría enamorada de él. Apenas prestaba atención a las clases de literatura que le impartía su institutriz (las recordaba en su mayor parte como un montón inconexo de palabras floridas), pero retenía el concepto del amor, que parecía ser el motivo principal de los poetas para ejercer, de preferencia usando abundantemente términos como “belleza”, “corazón” y “ardiente”. Había inferido que el amor era una inclinación violenta hacia una persona, un deseo incontenible que no conocía límites ni barreras para ser saciado, un gozo inenarrable en compañía del otro, del que sin embargo sólo se hablaba amargamente cuando ya se había perdido. Lo más cercano a esos delirios que Emer conocía era esa sensación abstracta e intensa que el valle despertaba en ella, y el deseo incontestable de volver una y otra vez a sus brazos; pero en su corazón no había lugar para el horrible quebranto de la pérdida de que hablaban los autores. El valle sólo significaba regocijo para ella, y a pesar de todo alguna vez deseó ser poeta ella también, para conocer la manera de expresar con palabras cómo aquel paisaje verde y húmedo le robaba el aliento, sin parecer estúpida en el proceso, pero descartó la idea rápidamente. Las palabras eran meros conjuntos de letras, normalmente pequeños, en los que era imposible que cupiera un valle completo con todas sus maravillas (máxime cuando quien las utilizaba no sabía escribir correctamente la mayoría de ellas, como era el caso de Emer). 
No, jamás se podría escribir un poema sobre el valle, Emer estaba segura. Prefería en todo caso las leyendas orales que contaban los habitantes de la zona en sus humildes fiestas y en los corros de pastores donde rodaban las botellas de whiskey: historias protagonizadas por ingenuos pastorcillos, animales parlantes y esquivas criaturas feéricas; historias del valle, que transcurrían en el valle, sobre príncipes convertidos en ciervos y pícaros espíritus vegetales que adoptaban forma masculina para seducir a las incautas. Emer había preguntado varias veces a las matronas locales qué demonios era eso de seducir, pero ellas se limitaban a reír a carcajadas hasta que sus grandes pechos se balanceaban al unísono, confirmando la creencia de Emer de que los adultos no eran tan inteligentes como querían hacerle creer. La única cosa que entristecía a aquella criatura que sus padres creían demasiado simple para un sentimiento delicado como el pesar, era que ninguna de esas canciones y leyendas populares daban una idea de cuán hermoso y digno de amor era ese valle, con sus montañas verdes, su río plateado y su cortina de lluvias. Si había alguna manera de expresar tal cosa, pensaba Emer, desde luego no pasaba por las palabras.

lunes, 25 de marzo de 2013

Sé fuerte

I thought he loved me, de PixieCold

Dientes quebrados sobre mancha de sangre,
descarnado amanecer.
Han arrancado de mí el sueño
y veo sus rosas rojas retoñar
entre mis pechos.
Fuertes, fuertes los huesos de la mandíbula,
fuertes y duros los dientes,
morder hasta el fondo
y beberse la médula de los cambios.
Venganza.
Se abre en canal la mañana
y sus vísceras flotan sobre el mar...
Recesivo, recesivo,
¿creéis que no puedo?
Ya tendréis miedo. Ya.

Escrito durante una clase de Arqueología de los Animales, en tercero de carrera.

jueves, 21 de marzo de 2013

La estación que llegó

Veintiuno de marzo, ha empezado la primavera. Pronto será abril y abrirán las rosas en Viveros, y los amantes jóvenes y viejos pasearán sus cuerpos y su memoria por la hierba tibia y los naranjos perfumados. Y entre el azahar y las rosas florecerán también los libros: Sant Jordi, la fiesta más hermosa del año. Valencia está en flor. Ni siquiera esta amargura que parece eterna puede acabar con la primavera.

jueves, 7 de marzo de 2013

Sopor Aeternus


Pero llegará la noche, ¿y qué harás entonces?

“La noche es oscura, y los terrores la pueblan” dijo la Dama Roja de Asshai, pero ella tenía el fuego. Y tú no. La noche es azul, azul y negra, y el plateado de la luna lame suavemente los contornos. La noche es violeta sobre las tapias negras del cementerio. A lo lejos destellan los fuegos carmesí de la ciudad, incendiando, lastimando el cielo nocturno, pero están muy lejos. Sí. Jazmines en la oscuridad, como delicadas lágrimas blancas bajo encajes y encajes negros. No puedes verlas, pero su perfume te llega, enraizado en este campo de carne humana. Sarcófago. Sarcófago significa comedor de carne.

¿Y qué harás? Este es tu destino, este silencio, esta noche eterna, cuando las últimas campanadas se hayan apagado, y Caronte reclame el metal amargo bajo tu lengua. Tu alma se irá sin ti; tú despertarás en la madrugada, la carne helada, y tentarás tu pecho para encontrar nada más que silencio. “¿Me he muerto acaso? ¿He muerto?”

Sí.

No más aliento silbando en tu garganta. No más redoble apagado de tu corazón. Sólo una noche que nunca termina, el sopor eterno bajo la tierra y la roca. Es el destino de todos. Y tal vez rechinen los rieles de las losas, tal vez oigas el crujido del mármol; de un mármol que lleva décadas, siglos cerrando la boca. Los muertos saldrán, saldrán, saldrán, pero no vendrán a por ti. Pues tú habrás muerto también; sólo escucharás sus pasos sobre la tierra húmeda del camposanto.

¿Quién llama, quién llama a la puerta, quién sopla suavemente los filos de la campana? ¿Quién llora en el suelo de la capilla, lágrimas de cera, cuarteadas rosas de plástico? No hay flores de verdad para los difuntos; sólo copias polvorientas de familiares que ya han olvidado. De descendientes que ya descendieron, como ellos, a los abismos de la nada. Oh, tantos muertos olvidados. ¿Quién se sentará a la vera de la avenida central, quién dormirá bajo el obelisco negro, quién besará la tierra mojada, añorando la caricia sin labios de un espectro? ¿Quién?

¿Yo?

Y estarás aquí para siempre, para siempre. Por la noche todos los contornos son negros, todas las luces son negras. No hay salida, como en los sueños; y el sueño eterno, es flotar en este vértigo, cuando los últimos candiles se hayan apagado. Qué silencio. Qué silencio. Para siempre. En el pliegue oscuro de la muerte ya no hay amanecer. Sólo la sombra, noche azul, sombra para siempre.

Y yo, ¿he muerto?

Aún no.

Aún no.

Música: A strange thing to say (Sopor Aeternus)