jueves, 21 de julio de 2011

It all ended...


Tengo veintiún años, pero ese día en el cine me partí de risa, grité, me asusté, tuve el corazón a mil, lloré y pataleé como una niña. No se me podía haber hecho mayor regalo. Algún día, en una casa distinta a la que estoy ahora, en un lugar distinto a donde vivo ahora, en una vida distinta a la que tengo ahora, crecerán otros niños. Pero los siete libros de colores, viejos y gastados por tantas ricas lecturas, seguirán siendo los mismos. Y la muerte, el deseo de trascendencia, la lealtad, la autosuperación, el crecimiento, el valor, la lucha, y sobre todo el amor incondicional como la única arma que derrota a la muerte, permanecerán incólumes.

Gracias, Joanne, por los últimos diez años de mi vida.

sábado, 2 de julio de 2011

Felis Catus (Parte V)


Partes I, II, III y IV

Regresé a casa de aquella primera tarde con San en estado de gracia. Estaba alucinado, drogado, estupefacto, radiante: mi cuerpo era una fuente de luz que irradiaba al mundo. Si mis padres notaron mi enorme sonrisa de imbécil, no dijeron nada. Pensé en llamar a Alonso y a Javi, contarles lo que me había pasado, pero me rebelé de inmediato contra la idea: lo que había hecho con San en era sólo mío, quería saborearlo, evocarlo, sorber cada sensación, oler el aroma de su piel en mis dedos. Contarlo tan rápido habría sido reducirlo a una mera anécdota. No. No lo diría de momento. Era sólo mío. Mío y de San.

Ha habido mucho amor en mi vida después de eso, de incontables formas distintas, con mujeres muy diferentes entre sí, en lugares dispares, cometiendo todas las audacias. Ninguna de esas cópulas, ni las más perversas, ni las más aeróbicas, ni las más largas, ni las más experimentadas, ni siquiera la primera de todas, han sido ni de lejos tan excitantes como aquel orgasmo casi simultáneo con San, tocándonos como los colegiales que éramos mientras sus gatos nos observaban. Tan sólo el recuerdo del olor a incienso, los suspiros de San y sus caricias bastan para inflamarme como un loco. Las primeras veces, como descubrí amargamente más tarde, permanecen en la memoria con una intensidad que no se repetirá jamás. Uno intentará emularla más tarde de todas las maneras posibles, pero será inútil. Sólo hay una primera vez, y he vivido recordando la mía desde entonces.


Empecé a ir a casa de San todas las tardes. Nada me importaba, más que esas horas después de clase en las que estaba con ella. Me sentía destemplado, aturdido y tembloroso, como si estuviera enfermo, aunque en realidad nunca me había sentido mejor. Caminaba por la calle, fingía escuchar en clase, jugaba con Javi y Alonso, y continuamente sentía los besos y las caricias de San en mi cuerpo, ardiendo como quemaduras. La oscura casa de San, llena de contrastes y de gatos, era el único lugar del mundo donde quería estar.

Todas mis visitas seguían el mismo patrón emocional. Al principio, frente a la puerta lateral de su casa, sentía nervios, como si fuera la primera vez. Cuando su madre me abría y me escrutaba, con aquellos ojos que San había heredado, me sobresaltaba invariablemente. La peor parte era atravesar toda la casa hasta su habitación: la trastienda de la carnicería, con su olor a cebolla, estaba siempre oscura, y a veces veía tras la puerta abierta del cuartito de las máquinas la mesa de mármol llena de sangre, o un barreño lleno de carne picada muy roja. Alguna vez, incluso, la madre de San (se llamaba Paula, “pequeña”, y lo cierto es que era bastante bajita) me abrió la puerta con un cuchillo en la mano o el delantal de plástico salpicado de sangre. Todas las veces que atravesé aquella trastienda oscura y siniestra pasé un miedo irracional, el mismo miedo helado de la primera vez. No me aliviaba hasta ver a San, de pie en su habitación, dándome la bienvenida. Pero la inquietud nunca desaparecía del todo; estaban los gatos.

Realmente nunca he sabido a ciencia cierta cuántos gatos vivían en esa casa. Aunque hubiera intentado contarlos, algunos se parecían mucho y otros aparecían sólo esporádicamente; a veces eran ocho y otras veinte, pero siempre estaban ahí, mirándome. Había gatos comunes, rayados y a manchas; había persas, balineses, rusos, angoras y siameses; incluso tenían un gato esfinge, Atotis, al que nunca vi moverse y que sin embargo solía aterrorizarme desde su cesta, mirándome fijamente como un fantasma de ojos descomunales y piel pelada.

Los gatos se deslizaban por la casa como sombras, sin hacer ruido sobre sus patitas acolchadas, y salían de los lugares más inverosímiles. Sus maullidos, ronroneos y bufidos venían de todas partes y de ninguna a la vez; estaban por doquier. A veces, mientras San y yo nos acariciábamos, los gatos daban vueltas por su habitación, siempre mirándonos, como si vigilaran todos y cada uno de nuestros movimientos. Su continua presencia escrutadora me hacía sentir incómodo, pero San nunca dio muestras de sentir lo mismo, y me guardé mis impresiones para no parecer cobarde. Lo cierto era que nunca me habían disgustado los gatos, pero las criaturas de casa de San conseguían ponerme nervioso. Casi tanto como ella. A pesar de todo, soportaba el miedo una y otra vez con tal de volver a verla.


A Alonso y Javi ya no los veía tanto. Solía pasar buena parte de mi tiempo libre con San, y cuando no estaba con ella, andaba tan obnubilado recordándola que a veces no me acordaba de quedar con mis viejos amigos.

-Joder, Isi, por lo menos podías fingir que te interesa –me espetó Alonso un día, tras colarme el cuarto gol en el Pro Evolution una tarde en mi casa-. Estás todo el día babeando por la peluda, tío, das asco.

-¿Eh? –balbucí yo, tras una pausa.

Alonso hizo un gesto exasperado, tiró el mando de la Play Station y se largó sin más. Javi y yo nos quedamos sentados y callados, sin saber qué decir. Miré a Javi. Sus ojos estaban tristes. Quise hablar con él, explicarle qué me pasaba, pero algo dentro de mí me dijo que Javi, que a fin de cuentas aún era un niño, no lo habría entendido. Seguimos jugando, pero no volvimos a hablar durante el resto de la tarde.


San solía escucharme atentamente, con los ojos inmensos siempre dilatados, aunque no siempre me contestaba, y cuando lo hacía, sus respuestas no siempre eran coherentes. A veces pasábamos mucho rato sin decir nada, y cuando yo ya creía que le pasaba algo, decía cualquier cosa, tuviera o no que ver con el último tema tocado. Hablaba mucho de nombres, siempre me hablaba de los nombres.

-Los seres humanos no eligen su nombre –dijo una vez, recostada entre mis brazos-. Escogen el mejor nombre para cosas que descubren o inventan. A veces pasan horas, días o meses pensando en un buen nombre. Pero tienen que cargar toda su vida con un nombre que no han elegido y que no les corresponde. Tal vez por eso tienen la manía de nombrarlo todo.

En escasos momentos como ese, parecía tremendamente lúcida. No solía hablar tanto.

-Los seres humanos somos muy curiosos –dije yo.

-Sí, los seres humanos son muy curiosos –puntualizó ella.

San era sinuosa, ágil y aterciopelada como un gato, mucho más de lo que en un principio me había parecido bajo su ropa ancha y gruesa. A veces se ovillaba a mi lado, se frotaba contra mi flanco, me acariciaba y me lamía por tantos sitios distintos que no sabía por dónde esperarla. A veces pasábamos horas enteras acostados frente a frente, regalándonos con besos interminables y húmedos y diciendo nuestros nombres una y otra vez, ciegos de excitación. En momentos así sentía que habría podido eyacular sólo con un roce. Desear a San, satisfacerla, recibirla una y otra vez me hacían quedar agotado, pero ella nunca se cansaba, siempre quería más, y yo, oh, yo también, no podía evitarlo. Alguna vez me dio la impresión de que me consumía toda la energía.

Un día San me saltó encima sin previo aviso y se metió mi sexo semierecto en la boca. Por un momento me quedé rígido; no tuve tiempo de protestar, de sorprenderme o de sentir vergüenza. El placer me llenó por completo, se extendió por mi cuerpo en oleadas tan intensas que me provocaron una violenta convulsión. Su boca era fresca y húmeda, como su sexo, y su lengua era de las lenguas más suaves que jamás me han tocado: tersa y sedosa como un gatito recién nacido. Recuerdo que todo el tiempo mantuvo sus ojos fijos en mí, grandes, abiertos, mirándome sin pestañear, provocándome escalofríos que hacían que mi estómago se contrajera. Noté un mareo etílico que se iba apoderando de mí; me agarré a las sábanas y fui resbalando, resbalando, hasta caer en el orgasmo como en un precipicio. Me costó no gritar. Me encontré derrumbado sobre la cama, húmedo de sudor, y vi a San a mi lado, lamiéndose el semen de los labios como un gato hubiera hecho con la leche. Yo estaba agotado, pero respondí de inmediato cuando ella me atrajo hacia sí y me enseñó cómo hacer otro tanto con su sexo. Cuando le provoqué el orgasmo estaba sin aliento y sus jugos me goteaban por la barbilla, pero volvía a estar enhiesto y deseoso de ella. San, mimosa, volvió a tomar mi pene entre sus labios y seguimos así toda la tarde, tomando el relevo una y otra vez hasta que pensé que iba a desmayarme. Esa tarde volví a casa como borracho y me quedé dormido antes de las diez.

Creo que adelgacé otro par de kilos esos meses.