viernes, 27 de diciembre de 2013

Eloí Eloí (parte II)



Nunca pudo, por ende, preguntar a su familia si a ellos el demonio también les intentaba hablar. Porque María estaba segura, aun sin poder ponerlo en palabras, de que la criatura que moraba en la sima oscura bajo la casa trataba de llamar su atención de manera particular. Cantaba con aquella voz tan dulce y tan triste hasta que conseguía que María se asomara un poquito por el borde del foso, sólo un poquito. Hacía preguntas al aire, sin esperar respuesta; preguntas acerca de cosas que sólo María podía saber, acerca de cosas que ella sólo había pensado, o sentido. Cosas que jamás le diría a nadie. “¿Te has aburrido mucho en la comida de hoy, María?” “¿Hablaba tu hermana Irene en sueños anoche, María? ¿Qué decía? ¿Qué decía, María?” Su nombre, siempre repetía su nombre, en un susurro vibrante, oscuro, espeso como el chocolate derretido. Y María corría, corría escaleras arriba, donde podía ser otra vez la mujer crecida que su familia esperaba que fuera y no una niñita partida entre el miedo atroz al monstruo del sótano y la mortal curiosidad por la voz preciosa que susurraba su nombre. A veces en la noche, cuando la luna era un plato blanquiazul tiñendo de plata las peladas arenas del desierto, a través del silbido del viento entre las grietas del rancho, María creía escuchar la voz del demonio, llamándola desde el corazón de la tierra. María, María, ven a mí, María.
-María.
-Ya cállate –le espetó un día sin darse cuenta. Hacía ya unos meses que había pasado el día de sus quince años. Se apartó con irritación una trenza de la cara al volverse para mirar al foso. Quince años.
Desde las profundidades de la prisión de tierra, el engendro soltó una risita.
-¿Me tienes miedo, María?
-No –dijo ella, y era casi verdad. Sólo una estúpida no habría tenido un poquito de miedo en presencia de un demonio, por muy confinado en su pozo que estuviera; pero después de tantos años y de tantos corretearla su voz por el sótano, como un perro habría correteado a un perrito de la pradera, María empezaba a acostumbrarse a su presencia. No tanto a la curiosidad que le despertaba.
-¿No? Serías la primera –dijo el demonio, y parecía complacido. Sonaba como si sonriera. “¿Los demonios sonríen?” se encontró preguntándose María.
-¿Y?
-Tú no eres como tus hermanos. Ni como tu padre –susurró el demonio.
-¿Por qué no?
-Tú quieres saber. Intentas disimularlo, pero quieres saber.
-¿Saber qué? –de repente María se dio cuenta de que se había acercado más que nunca al borde del enrejado, y podía sentir cómo el hálito frío y húmedo le trepaba por las piernas bajo la pollera, como la lengua de un perro. Se le erizó el pelo. Algo en el fondo de aquella sima se movía-. Me voy –dijo con brusquedad, agarró el candil y el frasco de melaza que había ido a buscar y se encaminó decidida hacia las escaleras. 
Desde las profundidades del pozo se volvió a oír una risita.
-Adiós, adiós, niña María.

Unas noches más tarde, María se escurrió fuera de la cama que compartía con su hermana Irene cuando se aseguró de que toda la casa dormía. Sacó el farolito y las alpargatas del arcón, pero tuvo el buen tino de no encender la luz ni calzarse hasta no hallarse en la cavernosa cocina, en el piso inferior del ranchito. Mientras bajaba con decisión las escaleras que se zambullían en el sótano, notaba un zumbido persistente en los oídos; un zumbido que encontraba su eco en la tensión vibrante de sus músculos y sus vísceras.
Se sentó junto al pozo. Dejó el farolito en el suelo como un desafío.
-Has vuelto –dijo la voz desde la sima.
-¿Qué querías decir con lo de que yo quiero saber?
-Has vuelto –el demonio parecía sorprendido. Complacido, pero sorprendido.
-Oye. Contesta a mi pregunta primero.
Por primera vez, el demonio guardó silencio. María esperó implacable, con las piernas cruzadas, rechinando los dientes.
-¿Cuál pregunta era esa?
-No te hagas el imbécil –escupió María, tratando de mantener su voz estable-. Me has estado llamando desde hace años, cada vez que bajo aquí, todo el tiempo jode y jode con María esto y María lo otro. Querías hablar, y he bajado a hablar.
Otra risita. ¿Era esa su idea de bromear? María no sabía si eso la irritaba o la tranquilizaba.
-Has bajado porque sentías curiosidad. Porque quieres saber. Por eso he dicho lo que he dicho.
-¿Saber qué?
-¡Todo, María! –soltó el demonio de pronto, haciendo que la muchacha saltara hacia atrás con el corazón al galope-. Tú quieres saber, quieres saberlo todo. Yo lo sé. Sé cómo miras la luna desde tu ventana cuando no puedes dormir, preguntándote adónde va cuando sale el sol, qué tan grande se verá desde las montañas que baña con su luz. Sé que no puedes dormir a diario, haciéndote preguntas que no te atreves a hacerle a nadie porque temes que Papá y Mamá te manden a callar –María tragó saliva, sintiendo de pronto el frío del sótano calándole los huesos-. Sé que no puedes mirar a Mateíto sin pensar en el viajero que durmió aquí la noche que lo engendraron. Preguntándote cómo fue lo que pasó entre él y Consuelo. Qué hicieron y cómo lo hicieron.
-Basta.
-Sé que a veces te sientas en el porche a desgranar arverjitas y miras a lo lejos, y se te encoge el estómago porque sientes un impulso casi irresistible de tirar la batea y salir corriendo por el camino del desierto, correr, correr, correr con los pelos al aire y gritar y gritar hasta que se te vaya la voz. Sé que te dan escalofríos y se te enchina la piel cuando te viene esa sensación.
-Papá y Mamá no me dejan salir de la casa sola –balbució María estúpidamente.
-Así es. Y no lo soportas, María, porque quieres saber. Quieres saber de una buena vez cómo es ese desierto que se extiende más allá de la ruta que va al mercado, cómo se ve la luna desde las cumbres de los cerros, cómo es eso exactamente que hizo Consuelo cuando se metió en el jergón del viajero –el demonio hizo una pausa, para relamerse, para dejar sus palabras hacer efecto, para respirar, María no lo sabía-. Quieres saber, y por eso estás aquí. Son muchos años de preguntas sin respuesta.
-Crees que lo sabes todo de mí –replicó María, recuperando su aplomo.
-Lo sé todo de ti. Lo sé todo sobre todo. Así es como soy –explicó el demonio con calma, la voz grave y ronroneante.
-No sé ni por qué te estoy escuchando. Eres un demonio. Intentas confundirme.
-Eso dicen.
-¿Qué dicen?
-Que soy un demonio.
-¿Y no es verdad? –María se sentía obligada a ser desagradable con la criatura. Sentía que así se protegía de ella, que no infringía tanto las normas de no escucharla.
-¿Tú qué crees?
-Me voy –decidió María por segunda vez esa semana, agarró el farolito y se encaminó a la escalera. A su espalda sonó un suspiro, demasiado suave para ser de exasperación. Después, la voz profunda del demonio empezó a cantar, lenta, triste, una tonada que permanecía en la cabeza de María a la mañana siguiente, cuando salió de la cama.

-No eres un demonio, entonces –preguntó María la siguiente vez, mientras tejía a dos palillos. Si iba a contravenir las órdenes paternas y a arriesgarse a una tunda con la escoba y a la condenación de su alma por andar coloquiando a medianoche con un engendro diabólico, por lo menos iba a aprovechar para adelantar algo de trabajo.
-Ya te lo he dicho, eso es lo que dicen.
-No te estoy preguntando qué dice la gente. Te estoy preguntando la verdad.
-¡La verdad…! –la criatura parecía divertida con ese concepto-. No existe tal cosa, María.
-¿Siempre hablas con adivinanzas?
-No son adivinanzas.
-¿Eres un demonio, o no? –repitió María, dejando la media a medio tejer sobre su regazo para apoyar las manos sobre sus piernas cruzadas-. Mira, en una cosa te doy la razón: me he pasado toda mi vida queriendo hacer preguntas que no puedo hacer, porque me contestan con silencios, con malas caras y con cachetadas. Si tú, seas lo que seas, tampoco piensas contestarlas, me rindo y me voy. ¿Estamos?
Siguió un silencio largo, mas no tedioso. María se sorprendió pendiente de la respiración del demonio en el pozo, acompasando la suya propia al ritmo que marcaba la criatura, las tenues inhalaciones de alguien derrotado por la tristeza.
-Hay personas –dijo el demonio al cabo- que se asustan de lo que no entienden.
María siguió tejiendo en la oscuridad, sin hacer más preguntas. Tenía la sensación de que aquella última frase poseía más significados ocultos de lo que parecía a simple vista, pero éstos se le escapaban una y otra vez, como los puntos de la aguja en una trama demasiado tensa. La luz del farolito tremolaba dentro de su fanal de vidrio, creando una campana de luz ambarina como el caramelo, cálida como la canela, denegando el frío húmedo que campaba en las sombras. María y el demonio, o lo que fuera, seguían respirando al unísono.
-Estás muy solo, ¿verdad?
-Tanto como tú.
Aquella noche no hablaron más.



Conforme pasaban los días, María se encontraba pasando más y más tiempo en el patio delantero de la casa, o en el porche, con cualquier excusa. Papá y Mamá no la dejaba franquear la cerca de tablones que delimitaba la propiedad sin compañía, una regla que hasta entonces se le había hecho fastidiosa, pero no insoportable. Ahora, sin embargo, María se descubría contemplando la lejanía con una fruición desconocida, ansiando el cielo pálido, el camino que se perdía en el desierto, las brumosas montañas, más de lo que jamás imaginó. El salto en el estómago y la carne de gallina de la que había hablado el demonio cada vez eran más fuertes, como si sus quince años estuvieran gritando dentro de su cuerpo, un cuerpo que se le aparecía como la sima oscura en la que la criatura bajo la casa vivía atrapada. Estaba malhumorada y saltona, gritaba a sus hermanos menores y se ganaba que los mayores la golpearan en la nuca por malcriada. A veces le echaba la culpa al demonio por meterle ideas en la cabeza, segura de que aquello era parte de su malvado plan para destruirla. Otras veces se le ocurría que lo único que había hecho él era poner en palabras algo que María llevaba sabiendo toda su vida. Que quería saber. Que quería más.

viernes, 20 de diciembre de 2013

La historia inacabada

¿Cuántas,
cuántas puertas cerradas,
cuántas habitaciones abandonadas?
¿Cuántas labores se hielan
a mitad de puntada?
¿Cuántos archivos viejos,
cuántas historias silenciadas,
cuándo por última vez vieron
la luz de la alborada
las grises cortinas
de la última morada?
Cuántos Cristos durmientes,
cuántas velas apagadas,
morimos, morimos,
cuanto fuimos será nada.

lunes, 16 de diciembre de 2013

Eloí Eloí (parte I)



Desde que tenía memoria, María había sabido que había un demonio encerrado bajo el suelo de su casa.
La familia de María vivía en un ranchito de barro y adobe en mitad de un desierto inmenso. Sobre sus cabezas, la bóveda del cielo era siempre de un azul muy pálido, herido por el sol blanco que cada día caminaba de horizonte a horizonte sobre la tierra yerma. Al este se veía el espinazo desdibujado de una cordillera, alrededor de cuyas cumbres danzaban buitres y jirones de niebla; al sur, al norte y al oeste el desierto seguía en línea recta, como tirada por un albañil, sólo interrumpiéndose de vez en cuando con algunos montes y dunas menores, cañones y quebradas con rincones umbríos donde las escasas lluvias conseguían hacer retoñar la hierba de vez en cuando. Ahí era donde el padre de María y sus hermanos mayores llevaban a las cabras de la familia a pastar. Ahí era donde, en una de sus excursiones, habían atrapado al demonio y lo habían llevado a la rastra hasta la casa.
El padre de María nunca le contó directamente cómo había ocurrido, aunque ella había oído la explicación entre susurros que le dio a su madre en la penumbra de la cocina, y los alardeos juveniles de sus hermanos. En el sótano del ranchito, donde se guardaban los sacos de frejoles y las ristras de choclos secos, el padre y los hermanos de María habían excavado un profundo pozo en la tierra viva, donde habían arrojado al demonio para luego cerrar la boca con una reja. El desgraciado no se resistía, oyó María decir a su hermano Carmelo, sólo miraba y miraba, como si todo le diera igual.
Desde entonces había habido un demonio bajo el suelo de la casa de María. Los niños tenían prohibidísimo bajar al sótano, bajo terribles penas que con las justas conseguían espantarles la curiosidad. Una vez, cuando tenía siete años, María y su hermano menor, Luisito, se habían aventurado por la escalera de madera que bajaba a las entrañas de la casa, armados sólo con una vela que no conseguía penetrar la densa oscuridad del subsuelo. El aire era húmedo y frío allá abajo, y extrañas corrientes de aire hacían bailar la llama de la vela. Sólo se atrevieron a bajar hasta el quinto escalón; después Luisito lloriqueó que no quería seguir, que le daba miedo, y María lo escoltó de vuelta hacia la luz, agradeciendo en silencio la excusa para no cumplir la travesura. Antes de cerrar la puerta, empero, no pudo resistirse a voltearse y mirar una última vez. Allá abajo, dentro de la negrura densa como el café, alguien respiraba.
María creció con el escalofrío de esa respiración en la espalda. Cada vez que pasaba frente a la puerta del sótano, los ojos de su mente, que no los de su cabeza, se volvían en otra dirección. El demonio bajo la casa era algo de lo que casi nunca se hablaba, aunque todos en aquella casa sabían, vivían, respiraban su presencia en los efluvios fríos que subían del corazón de la tierra. De vez en cuando, el párroco del pueblo más cercano se acercaba en su mula, en un viaje que le costaba el día entero, y bendecía la casa, llenando los alrededores de la fosa del sótano de agua bendita y derramando lo que le quedaba sobre los escalones. Eso, decía, mantendría confinada a la bestia, engendro del mismo Diablo, y luego otorgaba dones y dispensas a la valerosa y virtuosa familia que campeonaba contra el mal en su propia casa. Otras veces, algún viajero cansado hacía un alto en el ranchito y Papá y Mamá le permitían dormir junto a la lumbre, y antes de apagar las candelas Papá y Carmelo lo bajaban al sótano para que viera al monstruo. Una vez uno de los viajeros, un joven que había venido de muy lejos, se quedó tan impresionado con el demonio en la fosa que Consuelo, la hermana mayor de María, tuvo que cuidarlo toda la noche. El viajero se fue a la mañana siguiente, y nueve meses más tarde Consuelo tuvo un niño, Mateo. Papá y Mamá no dijeron nada sobre la criaturita, se limitaron a darle de comer, como habían hecho con sus cinco hijos y con la desdentada Abuela. Una boca más, una boca menos. Dios proveerá.
Una mañana, cuando María contaba trece años, Mamá le dio una olla y le pidió que bajara al sótano y la llenara de arroz, por favor. La respuesta a los ojos despavoridos de María fue un “¿Qué me miras? Algún día ibas a tener que bajar, ¿no? Y súbete también una ristra de ají amarillo”. María partió con la espalda tiesa.
-Y María.
-¿Sí, Mamá?
-No lo escuches.
Eso fue todo, y María bajó, sabiendo que algo en la casa había cambiado, que ya no era una de “los chiquillos”, si no una adulta. Bajó con un farolito, que iluminaba las paredes y el techo de tierra con una luz rojiza como la canela, y se encontró cara a cara con el pozo enrejado del demonio. “No, no mires”. Mientras localizaba el saco de arroz y hundía dentro la olla para llenarla, escuchó esa respiración que había marcado su infancia y que le recordaba, sin discusión, que no estaba sola, que había un demonio debajo de la casa. “No lo escuches, María. No lo escuches”. Procurando que no le temblaran las manos, eligió una ristra de ajíes, curvos como puñales vegetales, y se encaminó a la escalera sorteando el pozo, empleando todo su autocontrol en no echar a correr. Ya no era una niña, era una mujer. Sus hermanos habían bajado de toda la vida, ahora ella también. A su espalda, la respiración se había hecho más pesada, más densa, y María casi la sentía correrle por la columna.
-María… -susurró la voz desde el pozo. María emprendió la carrera escaleras arriba.
Cuando llegó a la cocina, con el corazón pateándole el pecho, Mamá apenas la obsequió con una mirada de desinterés.
-¿Y? –preguntó, y María comprendió.
-Nada –dijo. Y así fue como empezó a vivir realmente con el demonio.

Al principio, María intentaba enredar a alguno de sus hermanos mayores para que la acompañaran al sótano cada vez que necesitaba bajar. Bastaron un par de miradas y bufidos de desprecio para que se le metiera entre las cejas que aquello era un rito de paso, y que nadie en la casa estaba para andar bajándola al sótano del bracito. Así que apretó los dientes y bajó, bajó, bajó a la penumbra rojiza del sótano, a su aire frío y húmedo como un soplido, a la respiración del ser que dormitaba en el pozo. A veces, las primeras veces, María había escuchado su nombre entre susurros, y se las había arreglado para bloquear en su mente las voces que se preguntaban cómo era que el demonio sabía su nombre. Una vez, sin embargo, le pareció que la voz profunda que brotaba del subsuelo entonaba una canción. María se detuvo de golpe, con el farolito en una mano y una canasta de pallares en la otra. Aquella voz cantaba, muy bajito, una canción cuya letra no podía dilucidar desde allá arriba, pero que sonaba triste y dulce, con notas largas y trémulas, como los salmos del padre Mauricio. Sin darse cuenta de lo que hacía, María dio un par de pasos hacia el foso, y por primera vez en toda su vida se asomó al enrejado en la boca de la sima, pero desde muy atrás. Dentro todo era negro, negro, negro como la boca del infierno. Pero la voz que reverberaba desde abajo era hermosa.
Dividida como estaba entre la fascinación y el temor, María no se dio cuenta de que la canción se había apagado hacía rato, hasta la voz volvió a subir desde el pozo.
-¿Te ha gustado, María? –dijo aquella voz grave, cavernosa, traviesa. María ahogó una maldición entre los dientes y salió a escape, dejando un reguero de pallares en el suelo.
Aquel día, mientras comían en la abarrotada mesa de la cocina, María se atrevió a hablar.
-Cuando ustedes bajan al sótano, ¿escuchan cantar al demonio?
La mirada que le dirigió Papá le dio a entender dos cosas. Una, que sí, todos habían oído cantar al demonio. Y la otra, que no se hablaba de ese tema, nunca. Así que María calló.

Otro cuento más, mis estimadas zarigüellas. Lo he acabado esta mañana y me he animado a subirlo; no obstante, espero que, ya que es largo y hay que subirlo por partes, me dé tiempo a corregir el final, porque todavía no me convence.
Y recordad que los comentarios son HAMOR ^^

miércoles, 11 de diciembre de 2013

A veces me corro en protesta


A veces me corro en protesta.
Al fin y al cabo, el índice
es el dedo de señalar.
"Escúchame" dice cuando apunta al cielo.
"Cállate" dice cuando te apunta al pecho.
"Conciénciate" dice cuando señala la injusticia.
"¡Oh, dios, sí!" digo cuando estamos a solas
mi índice y yo.
Y cada vez que algún imbécil
quiere hacer un comentario "informado"
sobre mi complejidad psico-sexual,
sobre el terrible trabajo que le supongo,
sobre que a veces me basta con la intimidad
y no con el orgasmo,
mi dedo índice apunta al centro de mi universo
y una tormenta solar borra toda su mierda.
A veces el mundo es un asco
y entonces
me corro en protesta.
Cinco minutos,
un dos tres
y ¡pum! salgo a la calle
con las mejillas adornadas
por el colorete de un placer que es sólo mío
y una media luna en los labios,
que le jodan a esta ignorancia,
que aprendan o se larguen,
yo me corro cuando quiero,
que me agarren si pueden.
Una estupidez
y me hago un dedo en el baño,
una falta de respeto
y me hago un dedo en el baño,
una opinión castradora
y me hago un dedo en el baño,
un insulto en la calle
y me hago un dedo en el baño... del bar.
Con el índice señalo,
con el corazón insulto
y con ambos acaricio
la última respuesta.
¿Tu sandez? ¿Tu misoginia?
Yo me corro en protesta.
Adivina quién gana.