viernes, 11 de noviembre de 2011

Una verdad estúpida

Una doña Nadie como yo se acuesta con un puñado de desconocidos, y sigue siendo una doña Nadie.
Una chica con más escote y más maquillaje que yo se acuesta con UN chico, y es una guarra.

Allá abajo alguien se está descojonando.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Felis Catus (Parte VIII)


Partes I, II, III, IV, V, VI y VII

A finales de curso, San sugirió que me quedara a dormir con ella. No me lo pidió, por supuesto, ella nunca pedía nada, pero tampoco me lo ordenó. San no daba órdenes, ni siquiera en los momentos más encabritados en los que tenía miedo de que su sexo exigente me absorbiera por entero. San siempre decía las cosas como por casualidad. Todo lo que San decía parecía por casualidad, una casualidad que a veces mostraba visos de algo mucho más retorcido agazapado detrás. Sin embargo, no podría jurarlo. Era, y es, difícil saber con San.

-Podrías quedarte esta noche.

-¿Cómo? ¿A dormir? –pregunté, enredándome sin querer en la camiseta que estaba intentando pasarme por la cabeza. Bajé los brazos y dejé la labor de vestirme para otro momento; ya me había acostumbrado a hacer las cosas mucho más despacio para no quedar en ridículo delante de San.

-Claro que a dormir. Podríamos dormir juntos –en ese momento me saltó al regazo Ki, una japonesa de cola corta con pelaje calicó, y me miró acusadora, amusgando las orejas. En cualquier otro momento, yo habría entendido “juntos” por San y yo. En esas circunstancias, sin embargo, las cosas me quedaron mucho más claras: seríamos San, yo y los gatos.

Y a pesar del miedo anormal que aquellos animales podían llegar a provocarme, me quedé. Porque San nunca pedía ni ordenaba, pero yo siempre la obedecía. Llamé a casa y le dije a mi madre que me quedaba a dormir con Javi. No sé si me creyó, sólo recuerdo su permiso. Ni siquiera avisé a Javi para que me cubriera esa noche. No se me pasó por la cabeza. Sólo podía pensar en San, en la cama de San, en los brazos de San. Tres veces San.


Recuerdo con una claridad incómoda la cena de esa noche, San, Paula y yo sentados a la mesa con mantel de hule en la cavernosa cocina, sumidos en el olor a cebolla del piso inferior, bajo la blancura quirúrgica de dos tubos fluorescentes. Un silencio brutal. Y el tictac de un reloj de pared, que parecía esforzarse por adoptar el ritmo de mi corazón asustado. Tac. Tac. Tac. Tac. Tac. Tac…

-¿No quieres más, Isaac? –preguntó Paula de pronto, con una voz especialmente sibilina, y salté un palmo por encima de mi silla. Me atraganté con el pescado, y algo, una espina quizás, se me clavó entre la encía y una de las muelas. Empecé a toser como un descosido, más fuerte cuanto más intentaba parar, avergonzado por el espectáculo. San me miró sonriente un rato antes de alargar el brazo para darme unas palmaditas en la espalda.

-Tranquilo, Isaac, tranquilo. No te vayas a morir –dijo dulcemente.

-Eso, no te mueras –asintió Paula.

Las miré entre arcadas, primero a San, luego a Paula. Sus voces habían sido conciliadoras, casi cariñosas, pero sus miradas no. Había algo obsceno en el gesto de esos ojos, mientras bromeaban como si tal cosa sobre mi muerte. Pedí perdón muy bajito y me tragué completo el contenido de mi vaso, tratando de aliviar el escozor; funcionó con mi garganta, pero no con mi sentido común. Intenté terminarme la cena, aunque ya había perdido el apetito (¿lo había sentido en algún momento?), dolorosamente consciente de las miradas de madre e hija sobre mí, y de los susurros casi inaudibles de los gatos, que rondaban por las zonas en penumbra de la entrada y la trastienda. Me sentía encajonado entre dos bloques de oscuridad, falsamente protegido por unos fluorescentes que pronto se apagarían, dejándome a merced de las criaturas que pululaban en la sombra, esperándome. El reloj seguía avanzando, tac, tac, y yo masticaba sin ganas, y Paula y San seguían mirándome, con su vaga sonrisa idéntica en los labios, como si compartieran un chiste, como si esperaran.

En determinado momento, algo me rozó la pierna bajo la mesa; un gato, o el pie de San, no lo sé. Me hizo falta todo mi autocontrol para no volver a saltar, pero un estremecimiento me trepó por la espina dorsal y se me puso la carne de gallina, como si cientos de agujitas se abrieran paso por mi piel. Miré a San, con un gesto que debe de haber sido el de un pirado. Ella se rió.

-Qué mono eres –dijo, la voz dulce, los ojos de piedra-. Vamos arriba.

-Hay que recoger –protesté trémulo. No me movía tanto el deseo de ser educado con la madre de San como el rechazo que me provocaba la idea de salir del área iluminada y tener que subir al segundo piso en la oscuridad.

-No os preocupéis por eso –intervino Paula, monocorde-. Hoy recogeré yo. Seguro que vosotros tenéis cosas importantes de las que hablar, niños.

Privado de opción a rechistar, me dejé agarrar del brazo por San, que me remolcó hacia la cortina de lana que separaba la cocina de la trastienda, con un peso muerto en el estómago que no venía del pescado asado de la cena. Antes de cruzar, me volví hacia Paula, no sé por qué: seguía sentada sin haberse movido ni un milímetro de su silla, con ambas manos apoyadas sobre la mesa, y me miraba con los ojos grandes, muy grandes, y una sonrisa larga, larga, que parecía deslizarse hacia una de sus mandíbulas conforme su cabeza se ladeaba, se ladeaba, se ladeaba. Me guiñó un ojo, y ese guiño me provocó el efecto de un grito en el oído cuando se está durmiendo. Por un momento, había visto moverse un tercer párpado sobre su ojo oscuro, oscuro y adornado por una corona verde. Después, San me arrastró a la trastienda y la oscuridad me cegó.

La luz del alumbrado público entraba rosácea por las persianas caladas de la carnicería, alargando las sombras hasta nuestros pies. La puerta a la antesala de las cámaras frigoríficas estaba abierta, y en la negrura alcancé a distinguir una enorme pieza de carne curada colgando de un gancho, como un cuerpo torturado retorciendo sus extremidades en suplicio. Quise pegarme a San, pero no la encontré; había desaparecido en la oscuridad, rumbo a las escaleras.

-¿San? –llamé, y mi voz sonó estúpidamente temblorosa.

-Estoy aquí. Va, date prisa –la oí, cinco pasos por delante de mí, en lo que debía de ser el pie de la escalera. Avancé dubitativo, alargando los brazos, caminando tan despacio como podía por temor a tropezarme con algún gato. Tras lo que pareció una eternidad, la punta de mi pie golpeó con el primer escalón.

-¿San? –volví a preguntar, demasiado asustado como para sentirme ridículo.

-¿Subes o no? –esta vez su voz sonaba ahogada y lejana, como si estuviera ya en el piso de arriba, sin mí.

-¿Por qué no me has esperado?

Silencio.

-¿San?

Me pareció oír un roce más allá de las escaleras. San, seguramente. O un gato. O…

“Haz el favor, Isaac” me dije a mí mismo. “¿Qué tienes, tres años?” Mi mano sudorosa se agarró con ansia al pasamanos, y obligué a mis piernas entumecidas a subir el primer escalón. Luego el segundo.

-Va, San, no hagas el tonto –me oí decir, tratando de poner el mismo tono que usábamos Javi, Alonso y yo cuando estábamos asustados pero no pensábamos admitirlo. Ah, pero Javi y Alonso no están aquí, dijo una voz insidiosa en mi cabeza. Estás tú solito. Puedes tratar de hacerte el guay, pero estás cagado de miedo.

Otro escalón. De repente sonó un chasquido ahogado a través del tabique, y la luz que pasaba por la cortina de lana se apagó. Una oscuridad súbita y total me bañó. Sentí en la espalda un hormigueo casi doloroso.

-¿Paula? –pregunté, esperanzado. Silencio.

El corazón empezó a dolerme contra las costillas en su frenético redoble. Otro escalón, y algo que pareció un susurro cerca de mis rodillas. Me congelé por un segundo. “Putos gatos” quise decir, pero tenía los labios tan adormecidos como las piernas; en mi boca seca, la lengua se me adhería al paladar. Otro escalón.

-¡San! –mi voz salió aguda. ¿Cuántos escalones tenía esa puta escalera? Empecé a acelerar sin darme cuenta. ¿Ese ruido provenía de mi respiración, o lo había hecho la casa? Algo me rozó las piernas y me tropecé, clavándome el borde de un peldaño debajo de la rodilla. Lágrimas de dolor y desesperación me picaron en los ojos. Traté de enderezarme, aunque los pies casi no me sostenían.

Un siseo sonó a mi espalda. Demasiado alto para provenir de un gato. Demasiado alto. Demasiado alto para un gato, me dije, no ha sido un gato, no ha sido un gato justo cuando el siseo se repitió junto a mi oreja, en mi oreja se repitió, una respiración húmeda y caliente.

-¡¡SAN!! –grité, abalanzándome sobre los escalones que quedaban, al cuerno con el saber estar y con el disimular, y antes de que me diera cuenta me había arrojado directo a los brazos de San, que me esperaba de pie al final de la escalera. Tardé unos segundos en recuperarme, y fue la voz burlona de San la que me trajo de vuelta.

-¿Qué pasa, Isaac? ¿Te da miedo la oscuridad? No lo sabía –dijo suavemente, con una risa que parecía un cascabel, acariciándome profundo el pelo y rascándome la cabeza, como haría con un niño. La aparté con más brusquedad de lo que pretendía, debido a un espasmo nervioso.

-¡No! –exclamé, sintiendo en el estómago un nudo de indignación-. Algo me tocado en la escalera. Algo me ha respirado…

-¿Un gato?

-¡No! ¡Algo!

La sonrisa de San se hizo ostensiblemente más larga.

-¿Entonces qué? ¿Un monstruo?

Quise replicar, pero de repente me di cuenta de lo ridículo de mi posición: ¿iba a ponerme allí, en el último escalón, a discutir sobre si había criaturas sobrenaturales en la escalera de una chica que no paraba de acariciarme el pecho y el vientre en la oscuridad, indicándome que lo que le interesaba de mí obviamente no era lo que creía haber notado en la escalera? Ahora que estaba cerca de San, con sus brazos rodeándome, sus dedos acariciándome y sus uñas rascándome la cabeza, el pánico que había sentido en la escalera se convertía en lo que era, una alucinación sufrida por un pobre crío incapaz de controlarse. Relajé los músculos que sin darme cuenta había tensado.

-No, no. Sería un gato, tienes razón. Es que me ha asustado, nada más –susurré, dejándome caer más profundo en su abrazo.

-¿Mi pobre Isaac tiene miedo de mis gatos? –siseó San en mi oído, su aliento cálido y húmedo, despertando con vividez recuerdos que acababa de decidir que olvidaría justo antes de lamer el lóbulo de la oreja y provocar una catástrofe allende mi cintura-. ¿Me tienes miedo a mí también? –me mordió.

-A… a veces… -balbucí, mientras sus manos me amasaban las nalgas y se deslizaban debajo de mi ropa, como lentos latigazos.

-¿A veces? –dijo San, subiendo el volumen de pronto, y oí en el fondo de su voz una ronquera grave con notas agudas al final, chirriante. Un maullido. Me mordió la boca, tal vez fuera un beso-. ¿A veces tienes miedo de mí, Isaac? –su voz sonaba extrañamente distorsionada mientras resbalaba por mi cuerpo y descendía hacia el suelo, como la ropa que cae-. ¿Miedo de mí, Isaac? –puso las rodillas en el suelo, llevándose de camino mis pantalones. Cerré los ojos y caí en una negra inconsciencia.


¡Tachán! Este capítulo, casi al completo, no estaba escrito la última vez que actualicé, y el crédito se lo debo íntegramente a Charlotte, que supo darme los ánimos que todo autor necesita, así como a Jota, que lleva sufriendo por conocer el final desde febrero XD. Gracias a los dos! Y que sepáis que ya he escrito tres páginas más. El final no queda lejos...