martes, 27 de octubre de 2009

La noche de tu ausencia


Es muy tarde y no puedo dormir. Hay un hueco muy frío en mi cama, en el lado en el que mi cuerpo no cubre el colchón. Deberías estar aquí. Mi nariz debería estar perdida en el vello de tu nuca y mi barbilla en tu suave espalda. Mis sábanas y mi almohada deberían oler como tú. Mis manos deberían estar en tu vientre. Y tú deberías estar en mí.

Te echo de menos. Tengo hambre de ti. Tengo frío. Me pesan los ojos pero mi cuerpo se niega a descansar. Está erizado de nervios y de ganas y de soledad. Me acaricio, me toco, me pellizco, pero mi cuerpo está también perezoso y mi sexo se niega a reaccionar: exige tus dedos y tu lengua, reclama tu pene llenando el vacío inmenso en mi vientre que nació conmigo para ti. Deberías estar aquí. Aquí dentro.

Doy vueltas y muerdo las mantas, pero no son tu carne, tierna y perfumada, no son tus brazos ni tu pelo, no son tus nalgas aterciopeladas entre mis manos ni el sabor delicioso de tus labios y tu sexo. Los cuádriceps me tiran y lloran por no poder ceñirte las caderas y batirlas en una batalla interminable. Y yo sudo, y ya no tengo frío, y estoy sola. Tú duermes a cuatrocientos metros de mí, y no estás.

Es tarde. Debería dormir, pero debería estar follándote. Eso debería hacer.


El título viene de un vals criollo, mucho más amargo en su temática, pero aún así sabrosón de ritmo, que huele a carbón humeante y a mar y sabe a vino y risas. Qué calor hace para ser octubre...

jueves, 22 de octubre de 2009

Dream of Lolita

Una vez, hace tiempo, soñé que estaba en el salón de mi casa y escuchaba a alguien tocar el violín. Mi edificio está lleno de matrimonios entre los cuarenta y los sesenta y de niños que no sobrepasan los doce; como mucho alguno de ellos tocará el bombardino, pero poco más, por eso me sorprendí y me acerqué a la ventana para ver qué había cambiado. Girando la cabeza hacia la izquierda podía ver la cristalera del salón del apartamento aledaño. Y en la ventana había una chica. Iba vestida de lolita, con un traje blanco y negro, y su cara era pálida y afilada. Sus ojos almendrados estaban oscurecidos con sombra negra, pude observar justo antes de que levantara la mirada y me viera. Me sonrió, con la mejilla aún apoyada en la madera pulida del violín. Y me sentí feliz de que me sonriera.

El resto del sueño es menos típico y más irracional, como buen sueño: me invitó a su casa, me enseñó su habitación, me maquilló con una curiosa colección de afeites, nos sentamos a charlar en su cama de dos plazas con sábanas psicodélicas bajo las cuales por alguna razón acabé metida con su hermano mayor, y terminé conociendo a su madre (muy simpática, por cierto) mientras huía por el pasillo envuelta en el cobertor de colorines saltando por encima de unos cuantos preservativos negros usados.

Me desperté feliz, como si realmente acabara de hacer una amiga nueva, con los sentidos exaltados. Los sabores eran más fuertes: el queso más salado y la mermelada más dulce. Entonces me di cuenta de que ya conocía a la lolita de la ventana; era la chica de cara afilada y grandes botas de guardia civil que había visto muchas veces por la mañana en la estación, esperando al metro de las ocho y cuarto. Solía llevar unos auriculares de diadema enormes, de color rojo brillante, y de vez en cuando movía el brazo en una floritura de para-para (estoy segura de que no era tektonik, no con las botas de guardia civil, la minifalda escocesa y la corbata con imperdibles). A veces nos echábamos miradas furtivas, porque éramos las dos únicas personas vestidas de forma curiosa en la estación. Siempre deseé hablar con ella y nunca me atreví. Antes del sueño ya llevaba tiempo sin verla, y después ya no la vi más.

¿Quién era ella? ¿Y por qué siento que la quiero si ahora ni siquiera tengo claro si estuvo ahí?

domingo, 18 de octubre de 2009

Caleb (parte III)



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Caminó durante dos días siguiendo la línea de la costa. Sabía dónde tenía que ir, siempre lo supo. Su padre apenas hablaba con su madre y a él no le daba más que órdenes muy de vez en cuando, pero una vez le oyó decirle al tabernero que había nacido unos kilómetros más al norte, cerca de un lago salado rodeado de dunas que en invierno se cubrían de nieve. Lo único que tenía que hacer era seguir el camino de los comerciantes de hielo en sentido inverso. No comió nada durante el camino: su estómago estaba seco. No durmió en ninguna parte: ya estaba dormido y siempre lo estaría. Lo único que quería era cumplir con esa última orden de su madre y exorcizarse para siempre de su presencia, que sentía en la sangre y sobre su piel como un hedor insoportable. Después, no sabía lo que haría. Quizá moriría. Le daba igual.

Cuando llegó era entrada la noche, y el cielo estaba cubierto por un manto negro de nubes que tapaba las estrellas. Hacía mucho frío. Caleb se detuvo en una de las orillas del lago, y por un momento lo único que se movió fueron los velos condensados de su aliento subiendo en el aire negro. Quinientos metros más allá, había una luz. Una cabaña muy pequeña con luz en la ventana. Y frente a la cabaña, recortada contra el fulgor, la silueta de un hombre. Con el crujido de la tierra helada bajo sus pies, Caleb se encaminó hacia la cabaña.

El hombre le oyó acercarse, pero no se volvió. Continuó cortando leña para el hogar, metódicamente, sin alterarse, y esperó a que Caleb llegara dos metros detrás de él. Sólo entonces se puso recto muy lentamente y dio la vuelta para encararse con él. Caleb no sintió nada al ver el rostro de su padre después de tantos años. Se le parecía bastante, sólo que más viejo, y también más tranquilo. La luz que iluminaba la cabaña a su espalda doraba sus contornos, y en sus ojos brillaba una luz desconocida para él. Estaba vivo.

-Has venido a matarme, ¿verdad, hijo? –dijo, y Caleb no reconoció esa voz ronca en absoluto. Se limitó a dejar que el silencio asintiera por él-. Lo entiendo. Hace años que estoy esperándote. Sabía que lo harías.

Caleb balanceó su peso de un pie a otro. No entendía, no quería entender de qué estaba hablando.

-Hace ya tiempo que comprendí mis culpas y las acepté. Lamento mucho haber entendido tan tarde que te fallé como padre –prosiguió el hombre-. Pero mi conciencia está tranquila, Caleb. Sé que tú harás justicia.

Era la primera vez en años que alguien pronunciaba su nombre. Su madre le llamaba compulsivamente con apelativos cariñosos y repugnantes, y en el pueblo hacía mucho tiempo que todos habían pasado a llamarle “señor”, utilizando el nombre de la familia. Le resultó extraño. “Soy Caleb” se dijo en silencio, casi sorprendido. “Soy Caleb y voy a matar a mi padre.”

El hombre que era su padre extendió el brazo y soltó el hacha que empuñaba en el suelo entre sus pies. Caleb había pensado usar la misma navaja que su madre empleó para suicidarse, pero sí, el hacha sería más efectiva. Se agachó para cogerla, la sostuvo con ambas manos mientras su padre lo miraba intensamente, sin un ápice de miedo en su cara. A la luz de la cabaña, casi parecía que sonreía. Caleb levantó el hacha sobre su cabeza y sin variar la expresión, la bajó.

El padre cerró los ojos justo antes de recibir el golpe, sordo y crujiente. Después, el cuerpo cayó al suelo y ya no se movió más.

Caleb se quedó quieto, salpicado de sangre, mientras un charco oscuro cubría el suelo bajo el cadáver y llegaba a sus pies. Dejó el hacha junto a su padre. Ya estaba hecho. Ahora sólo tenía que regresar a casa, y todo seguiría como siempre. Retrocedió un par de pasos, giró sobre sus talones y de repente sus pies se negaron a sostenerle y se encontró cara a cara con el suelo.

Vomitó a cuatro patas sobre la escarcha grisácea. Los codos le temblaban y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no caer de pleno en el charco de bilis. Permaneció en la misma posición, tratando de respirar; notaba un peso en el pecho que lo ahogaba. Desde esa altura veía a la perfección la cara partida en dos de quien en vida fue su padre. Una cara tan parecida a la suya, que sin embargo ya no hablaría, ya no reiría, ni comería, ni se movería nunca más; estaba muerto. Y él, Caleb, continuaba vivo. Pero parecía que fuera al revés. Su padre estaba en paz cuando murió, y había escapado de esa casa helada para llevar una existencia plena hasta que le llegó el día de morir. Caleb, en cambio, había pasado más de un cuarto de siglo como un cuerpo vacío, sin sentir ni desear, sin mover los brazos salvo para bajar el hacha. No recordaba el sabor de una sola comida, el tacto de un apretón de manos, ni el sonido de ninguna canción. Por primera vez en años, Caleb sintió deseos de llorar, y un pequeño gemido brotó en su garganta. Ni siquiera recordaba la música que tocaba la violinista.

Y justo entonces lo oyó. En cuanto las primeras notas llegaron a él a través del viento helado, una imagen apareció en su mente: la de una delicada marioneta mirándose los puños manchados de sangre, para luego caer al suelo, parodiando la muerte. Era la canción que tocó esa mujer aquel día. Volvió dificultosamente la mirada, y descubrió de pie frente a él una persona que antes no estaba. Era la violinista, hiriendo las cuerdas de su instrumento y mirándole fijamente, con una sonrisa huidiza en el rostro.

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Caleb peleó para ponerse de rodillas, mareado y débil. La garganta le ardía. Los recuerdos de aquel juguete de pesadilla que intentaba olvidar desde la infancia daban vueltas en su cabeza. Como un autómata, levantó las manos frente a su cara, emulando al muñeco, y vio en ellas la sangre de su padre, que había resbalado por el mango del hacha. Otra imagen desplazó a las de la marioneta: la de él mismo, colgando de unos hilos invisibles movidos por fuerzas ajenas, mudo y hueco como un leño, arrastrado sin poderse negar hacia ese horror. Él era el títere.

Con un rugido Caleb se abalanzó sobre la violinista, presa de la ira por primera vez en su vida y dispuesto a partirle el cuello. La mujer lo esquivó sin problemas, tocando sin parar el violín, pero Caleb no desistió; derrapó sobre la grava helada y saltó de nuevo sobre ella, gritando de odio, aterrado y furioso.

-¡¡Tú lo sabías todo, maldita!! –aulló, lanzando un puñetazo al aire justo en el sitio donde antes estaba la cara de la vagabunda. Ésta sonreía como siempre, moviéndose con una agilidad casi sobrenatural, como si flotara en el aire-. ¡¡Todo es culpa tuya!!

La violinista parecía deslizarse sobre las dunas, dejando a su paso una estela de arena, mientras esquivaba uno tras otro los golpes de Caleb. Él estaba fuera de sí, ya no le importaba su madre muerta, su padre asesinado, su vida patética, sólo quería herir, hacer daño; su corazón latía tan fuerte que lo notaba contra las costillas, creyó oírlo por primera vez. Tropezó, se hundió hasta las rodillas en la duna, masticó arena, ciego de furia y tierra, pero no paró. Entre los chillidos histéricos del violín creyó oír una leve risa, como un cascabeleo; la vagabunda se estaba riendo de él, divertida por su torpeza y su furia. Caleb, bramando de odio, se arrojó con las manos extendidas sobre ella una última vez, dispuesto a estrangular, a matar, a desollar, a sacarle los ojos, y en el lugar donde antes estaba la violinista de repente apareció el aire y el suelo helado respondió a su abrazo con un golpe en el pecho que le dejó sin respiración.

Oyó un crujido en algún lugar cercano a su corazón, y pensó que era su alma rompiéndose para siempre. Luego notó ese dolor punzante atravesando sus costillas de parte a parte. Caleb, jadeante, trató de incorporarse, pero el dolor apenas le dejó apoyarse sobre el costado. “La navaja… la navaja…” pensó, antes de empezar a llorar. Estaba perdido. Ni tan siquiera ahora se le ofrecía la oportunidad de vengarse o de redimirse. Era una marioneta con la que el mundo había jugado toda su vida, incapaz de elegir. Y en su corazón estaba surgiendo un agujero enorme, sangrante e infinito, por el que él resbalaba y caía para no volver nunca.

-Maldita… maldita… culpa tuya… -repetía sin voz, cada vez más quedo. Los zapatos de la violinista aparecieron ante sus ojos y Caleb, con sus últimas fuerzas, alzó los ojos para mirarla. Sonreía. Y entonces él oyó en su cabeza una voz; tal vez ella le hablaba sin mover los labios, o tal vez era su propia consciencia recordándole algo.

“¿Culpa mía?” decía la voz. “No te engañes, Caleb. Mereces la vida que has tenido. Las personas a tu alrededor pecaron, es cierto, de egoísmo, de hipocresía o de crueldad, pero tú jamás te rebelaste contra ellas. Te dejaste arrastrar sin pelear por algo mejor, y aquí estás. Has sido tú, y sólo tú, quien tiró tu vida por el sumidero. Ahora llora por ti, ya que nadie más lo hará”.

Y Caleb lloró, sintiendo la cálida sangre brotar de su corazón y formar un charco contra su costado, viendo cómo el mundo se oscurecía para siempre. Estaba empezando a nevar. Antes de cerrar los ojos definitivamente, vio que en la cara de la violinista aparecía una tenue sonrisa.

-Reza a tu dios, si sabes.

Y luego se marchó.

martes, 13 de octubre de 2009

Cerca, lejos, cerca, lejos, cerca...

A veces, la complejidad inabarcable del mundo me agobia. Veo a las personas, veo su infinita riqueza en matices, veo el universo que han creado sobre el planeta y la vida que viven, veo cada objeto, cada ideología, cada año y cada mota de polvo, soy consciente de la inmensa bola de Todo que construye la existencia.

Entonces me ahogo un poco. El mundo es precioso. Hay tanto que conocer, tanto que explorar, tanto por lo que luchar y tantos años por vivir. Pero es agotador verlo todo. Todas esas variantes infinitas... Es maravilloso, pero a veces es demasiado. Y me agobio, porque el Todo es inmenso y soy demasiado petisa como para que todo quepa. Es extenuante pensarlo. Es Todo.

Pero tengo un truco para cuando me pasa esto. Tomo distancia y trato de ver la Tierra, sobre la que vivimos y sobre la que todo lo que nos compone existe, dentro o fuera de nosotros, como una piedrecita cubierta de agua en mitad de un infinito más grande y desconocido. Y me hago a la idea de que, por mucho que para nosotros aquello que hemos creado, modificado o conocido lo signifique todo, en realidad no es gran cosa. La vida es sólo un zumbido imperceptible y en el Universo el sonido no viaja. No tenemos ni idea de lo que hay allá afuera, y vaya que aquello es grande.

Me recuerdo que cuando nos extingamos no va a quedar ni rastro de nuestro paso por la Tierra, y que la Tierra ya no será ningún planeta especial, si no sólo uno más, peculiar como todos, pero uno más. Y que todo aquello que nos desvela y nos rebela y todo aquello que peleamos por ser prácticamente no existe.

Y eso, extrañamente, me tranquiliza.

jueves, 1 de octubre de 2009

Caleb (Parte II)


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Tenía ocho años el día que encontró a la violinista apoyada contra el muro trasero de su casa, sentada en el poyo donde se cortaba la leña. Estaba enfrascada jugando con una de sus marionetas, y en un principio pareció no verle.

Caleb se quedó congelado en el sitio. Había rodeado la casa para ir a buscar leña y se dio con ella, sentada contra la casa a tres metros de él; nunca había estado tan cerca de la vagabunda.

Como ella no daba muestras de haber percibido su presencia, la atención de Caleb se desvió hacia la marioneta que pendía de sus dedos. Representaba a un niño, y la violinista lo manejaba hábilmente de modo que parecía que la miraba y mantenía una conversación con ella. No emitía una sola palabra, pero miraba fijamente al títere y hacía gestos de asombro y de atención ante los ágiles movimientos de sus miembros de madera, como si estuviera explicándole una historia. Caleb quedó tan fascinado por el realismo del juguete que, sin darse cuenta, dio un paso hacia ella.

Ella lo miró. Al niño se le heló la sangre. No había girado la cabeza, tan sólo había movido los ojos, unos ojos muy abiertos y delineados con algo que parecía carbón. La cabeza seguía violentamente inclinada sobre el hombro izquierdo, lo cual le daba un aspecto demencial. Asustado de repente, Caleb no se atrevía a moverse. Y entonces, la marioneta lentamente giró hasta encararse con él.

El rostro del muñeco, pintado con maestría, era el de un niño triste y muy pálido, con el cabello oscuro y sin vida y unas pronunciadas ojeras. Caleb entendió al instante que era una miniatura de él mismo, y eso lo asustó aún más. Debajo de los ojos dilatados de la violinista, en sus oscuros labios, apareció una levísima sonrisa. Sus dedos culebrearon, y la marioneta empezó a moverse de nuevo, esta vez lentamente, componiendo una suerte de danza que expresaba una infinita tristeza. El pequeño muñeco se llevaba las manos al pecho, daba vueltas sobre sí con desesperación, se inclinaba hasta tocar el suelo con la frente. En cada uno de sus movimientos Caleb vio una gran soledad: su propia soledad, con la angustia y el miedo siempre a punto de asomar la cabeza a través del silencio. Casi podía oír sus sollozos, aunque estaba seguro de que la violinista no había emitido ningún sonido. El movimiento del títere era cada vez más hipnótico, más triste y desesperado, hasta que de repente se detuvo, mirándolo a él, y alzó las diminutas manecitas de madera. Ahí, sobre los puños delicadamente esculpidos, Caleb vio brillar algo rojo que parecía sangre. Y entonces se oyó un chasquido y la marioneta cayó al suelo de golpe, desmadejada.

El niño retrocedió, helado de miedo. A pesar de que sabía que no era más que un juguete, dentro de él sintió la convicción de que algo horrible había sucedido. Miró a la cara de la violinista, que seguía en la misma posición, con la mano aún extendida y los hilos cortados anudados a los dedos, y vio una sonrisa más ancha, como de loca. Caleb no sabía que las sonrisas también podían ser crueles. Dio un paso atrás, y luego otro, y luego echó a correr lo más lejos posible de ella, sintiendo sus enormes ojos clavados insistentemente en su espalda. Se escondió en la leñera de la taberna y permaneció ahí durante horas, abrazándose las rodillas, temblando, preguntándose qué lo había asustado tanto. La madre lo encontró al atardecer, histérica después de haberlo buscado todo el día. Le cruzó la cara dos veces y se pasó toda la noche gritando y llorando, dando vueltas por la casa, hasta que le sangró la nariz y cayó desfallecida en la cama. Caleb, totalmente blanco, permaneció sentado y no durmió en toda la noche. Creía entender que algo en su destino había cambiado, pero no se atrevía a pensarlo.

* * *

Los años continuaron siendo iguales en la aldea colgada del acantilado sobre el plomizo mar, y Caleb creció y se convirtió en un hombre gris y silencioso. Era alto y fuerte, pero bajo sus anchas espaldas aún yacía un niño asustado abrazándose las rodillas, rogando por que todo terminara. La madre, por su parte, se había convertido en una mujer paranoica y consumida, envejecida antes de tiempo por el peso del rencor. Greñas grises le cubrían la cabeza y sus ojos hundidos ardían febriles, mirando el mundo con una desconfianza rayana en el asco. Caleb acabó teniendo que ocuparse hasta de los más mínimos detalles de su existencia, puesto que finalmente perdió el juicio con los años. Aquel hombre robusto y de voz grave como un trueno, por cuyas venas aún corría algo de sangre, se pasaba las horas atendiendo a su madre como a una muñeca, peinándola, lavándola y llevándola en brazos al lecho, calmándola en sus ataques de histeria, sintiendo la misma mezcla de dependencia y repugnancia que cuando era niño. Estaba atrapado por la delicada telaraña que su madre había tejido desde que nació. Ya no se acordaba de la cara de su padre.

La violinista siguió acudiendo al pueblo todos los años con las primeras lluvias, pero Caleb llevaba años sin acercársele. Le tenía terror, aunque su mente era incapaz de hilvanar un razonamiento para explicar por qué. El títere triste cayendo al suelo como muerto con los puñitos ensangrentados seguía apareciendo en sus pesadillas, pero nunca se lo nombró a nadie. No hablaba con nadie, ni siquiera consigo mismo. Había gastado sus años de juventud callando de puro terror.

Y un día de invierno, la madre murió. Caleb había bajado apenas unos minutos al pueblo para comprar cuerda, y cuando volvió se la encontró dando vueltas alrededor de la mesa con un gran tajo en la garganta, llenándolo todo de sangre. Lo miró con una sonrisa lacrimosa antes de desplomarse, y Caleb avanzó muy lentamente hacia ella. Sabía que no había nada que hacer; la madre aún empuñaba su navaja de afeitar. La cogió en brazos como quien levanta a un ave despanzurrada, y la miró inexpresivo. Entre los borborigmos sanguinolentos que salían de su boca, creyó entender algo.

-Tu… maldito padre… la culpa de todo… eres mi hijo… venganza.

Venganza. Caleb miró al vacío mientras su madre se convulsionaba un par de veces, ahogándose en su propia sangre, y luego se extinguía para siempre. No sintió nada. Venganza. Era el último deseo de su madre, esa vieja zorra que había convertido su vida en un infierno desde que lo expulsó de sus frías entrañas. Caleb sacó de su mano la navaja, la limpió en las ropas de su madre, la dobló, se la metió en el cinto, cogió la capa y salió de casa. No hubo ningún cambio y nadie en el pueblo notó nada. Tal vez Caleb tampoco. Ya estaba demasiado entumecido. No vio ni oyó a la vagabunda, subiendo la cuesta hacia su casa tocando una melodía deprimente en el violín.


Parte dos arriba. A lo mejor voy a tener que tardar un poco más entre parte y parte para manteneros en vilo XD