miércoles, 21 de noviembre de 2012

Cáliz


Antes de nada, los que tengáis pene tal vez queráis haceros con un par de kleenex antes de continuar. Cosa de higiene. A las que tengáis vagina en principio nada, aunque una toallita húmeda para después nunca viene mal. Ah, y los menores de edad, no olvidéis mirar a vuestra espalda; mamá está vigilando. Mamá SIEMPRE está vigilando.
Enjoy ^^ 
 

El beso era húmedo y acezante, largo, lleno de aliento robado y de suspiros. Hacía mucho tiempo que no compartía un beso así, tan lleno de promesas y al mismo tiempo tan delicioso por sí mismo. Deslizó las manos por el torso de él, cubierto por una camisa de tejido tan suave que era prácticamente como tocarle la piel. Sólo que mejor. Porque sabía que aún había piel por descubrir debajo. Palpó los músculos tensos, las costillas, el vientre duro agitado por la respiración, los pezones erizados, y deseó vivamente poder recorrerlo desnudo.

-¿Cómo te llamas? –preguntó sin aliento, entre beso y beso, no iba a perderse ese beso por nada, ni siquiera por hablar.

-Helios –su voz era de adolescente, de adolescente tímido, aunque su ancha espalda y el vello rubio que despuntaba en sus mejillas dijera lo contrario.

-Yo Ybelle –ya estaba todo dicho, no necesitaba más. Metió las manos bajo la camisa y notó sus pezones afilarse como cuchillas al llenarse las manos con el cuerpo de él, elástico y vibrante. Enterró la nariz en su cuello, respirándolo hasta el fondo de los pulmones, mordiéndolo, saboreándolo como si fueran a arrebatarle la oportunidad de un momento a otro.

-E… espera… -jadeó él, pero no opuso resistencia cuando ella se le colgó y lo derribó sobre la cama. El susurro del colchón fue como una profecía de cosas maravillosas-. Espera. No… -le atrapó las manos antes de que se las colara por la cintura de los pantalones. Ella se detuvo y lo miró, con una sonrisa confusa.

-¿Qué pasa? ¿Ya no quieres?

-No, no es eso. Me gustas mucho… Ybelle… es sólo que…

-¿Qué? –los labios de ella regresaron a la curva firme del cuello de él. Ahora que ya lo había probado era incapaz de mantenerse alejada del sabor dulce de su carne-. No pasa nada.

-No lo… ah… no lo entiendes –sus manos, grandes y fibrosas, tentaban los antebrazos de ella, sin decidirse a apartarla definitivamente.

-¿Qué pasa? –rió ella desde detrás de la oreja de él-. ¿Acaso es tu primera vez?

-Eh… bueno… supongo que sí.

No se esperaba eso. Se separó de él para mirarlo a los ojos, tan azules como nunca los había visto. Su cara estaba arrebolada por el deseo, pero su expresión se peleaban la excitación y el miedo.

-¿En serio? ¿Un hombre tan guapo como tú? No puede ser.

-Soy un poco… raro.

-Bueno, no tengas miedo. Lo haremos despacio, ¿sí? –y despacio fue dejando resbalar su besos por la garganta de Helios, unos besos livianos que quemaban como hierro al rojo. Un escalofrío lo recorrió y se transmitió al cuerpo de ella. Sí, sí, así, los dos en un mismo ritmo. Empezó a despojarlo de su camisa, saboreando cada botón, disfrutando de torturarse y torturarlo con la expectación.

-No, Ybelle… -rogó, pero la voz se le quebró cuando la lengua de ella empezó a jugar con la piel del pecho que iba quedando al descubierto-. Yo no puedo… no puedo…

-¿Por qué no puedes? –inquirió ella, sin dejar de lamerlo lentamente, humedeciendo los valles y colinas de su torso. Encontró uno de los pezones y lo acarició con la lengua antes de morderlo, procurándole una descarga de placer como un aguijonazo.

-¡Ah! Ybelle, por favor… -pero no llegó a decirle qué-. Por favor… -las manos de ella ya tentaban nuevamente la cintura de su pantalón y las de él las detenían una vez más. Eran firmes, pero sudaban y temblaban. Se estaba resistiendo desesperadamente a algo que deseaba con más desesperación si cabe. Ybelle se detuvo una vez más, sin entender nada.

-“Por favor” ¿qué? ¿Qué te pasa, Helios? ¿Tienes miedo? –él negó con la cabeza, de repente cabizbajo, avergonzado. Ybelle se arrepintió de su tono y cambió a uno más dulce-. ¿Es que hay alguien a quien no quieres engañar? –otro vaivén de la cabeza-. Entonces ¿qué ocurre?

-Yo no… yo no puedo darte lo que quieres, Ybelle. Eres preciosa –la miró fugazmente a los ojos-, Jesús, eres preciosa, Ybelle… daría lo que fuera por poder hacerte el amor. Pero no puedo.

En sus ojos empezaba a encharcarse una profunda tristeza. Con el sexo aún latente, Ybelle apoyó una mano con suavidad sobre el vientre de él.

-No lo entiendo.

Los ojos de él estaban obstinadamente clavados en sus rodillas, e Ybelle tuvo la impresión de que Helios estaba lejos, tan lejos como se podía estar, que no estaba con ella.

-Helios –susurró, levantándole delicadamente la barbilla para poder mirarlo a los ojos. Los dos mares azules que le devolvieron la mirada estaban a punto de llorar-. Si puedes hacer o no el amor, aún no lo sabes. Yo te deseo. Estoy segura de que puedes darle a cualquier mujer lo que necesita. Si tan sólo…

-¡No! –su brusquedad fue más fruto del dolor que de la rabia, pero Ybelle retiró asustada la mano. Él reculó en la cama, enroscándose sobre sí mismo-. No puedo, Ybelle. Lo sé. Créeme.

-No puedo si no me dices…

-No. No puedo, Ybelle. No puedo.

-Helios…

-Mira.

Con los dedos trémulos, Helios se despojó del resto de su ropa y fue dejándola caer por el borde de la cama. Desnudo recordaba a un héroe clásico, fibroso y ágil, pálido como el mármol, pero cubierto de un vello rubio como el trigo, como su cabello; cuerpo de dios griego, rostro de dios normando. Las hebras doradas creaban volutas sobre su torso y convergían en una línea sobre su vientre, indicando el camino a su pubis. Un pubis liso, curvado, acolchado de vello suave y de color ceniza, entre el cual se abría, húmeda y escarlata, una grieta profunda coronada por un diminuto capullo de rosa.

-Oh.

Los hombros de Ybelle se relajaron y sus manos cayeron sobre las sábanas. Durante un instante eterno no existió nada más en el mundo que la mirada de Ybelle y aquella vulva rubia, excitada, sembrada en el lugar más inaudito. Las palabras, los hechos y las ideas habían sido destruidos para siempre.

-Oh –repitió Ybelle. Poco a poco, los colores y las formas volvieron al mundo, componiendo de vuelta el cuadro que habitaba: la habitación a media luz, las sábanas revueltas, el cuerpo de Helios, la cara de Helios, los ojos de Helios. Unos ojos inundados por lágrimas de vergüenza que le cortaban las mejillas.

-¿Lo ves? –sollozó, sin atreverse a mirarla, hundido en su propia humillación-. ¿Lo ves? Claro que te deseo, Ybelle, pero soy un monstruo. Por eso nunca he estado con nadie. Evito a las mujeres, de hecho. Tú… tú conseguiste distraerme. Que me muera ahora mismo si no te deseo como no he deseado a nadie en mi vida –las lágrimas salpicaban sus labios, labios de niño desvalido-. Pero no puedo darte lo que quieres, Ybelle. Perdóname.

Siguió una larga pausa. Ybelle tragó saliva y se echó el pelo por la espalda, mirando intensamente a lo lejos. El cuerpo de Helios se contrajo al levantarse.

-Adiós, Ybelle. Perdóname.

-No.

Se quedó en el sitio, sin terminar de incorporarse.

-¿Eh?

-No. No te vayas –los ojos de Helios, aún velados por las lágrimas, parpadearon confusos-. Quédate.

-¿Qué?

-Ven. Ven –lo atrajo de vuelta a sus brazos, ayudada por la laxitud de su cuerpo sorprendido, y lo miró fijamente a los ojos-. No me importa.

-¿No te importa? –Helios soltó una risita, triste y amarga-. Ybelle, soy un hombre con coño. Claro que te importa.

-Eres un hombre. Eso es todo lo que necesito saber –lo empujó hacia atrás hasta volver a recostarlo. Al moverse para inclinarse sobre él, notó el roce de sus muslos, aún húmedos-. Te sigo deseando, Helios. Lo que tengas entre las piernas no me importa.

-Por favor, no me mientas –dijo Helios, pero no dijo nada más porque la boca de Ybelle cubrió la suya, llenándosela de besos diminutos, lamiendo tiernamente la curva de sus labios, buscando la lengua de él con la suya para volver a beber de su saliva y de su aliento. Ybelle notó contra su boca una protesta sofocada que pronto se disolvió en un suspiro placentero.

Se besaron largamente, con la misma sed del principio, pero demorándola todo lo que podían, conteniendo los deseos de arrebatarse, sintiendo la excitación prisionera como una cuchillada entre las piernas. Labios, lengua, un torrente de fuego líquido, los susurros de un río enfurecido, dos alientos moribundos aferrándose el uno del otro. Ybelle fue desnudándose mientras corcoveaba sobre él, piel contra piel, mientras sus manos acariciaban con una dulzura letal todo su cuerpo, incluyendo el delicado triángulo donde yacía la excitación de Helios.

-No… no tienes que hacerlo, Ybelle…

-Shhhh… -y los dedos de Ybelle jugaron con el vello rubio de su sexo, dibujando una bifurcación en torno de la grieta entre los labios, presionando apenas lo justo para rozar y no rozar la corola encendida del clítoris-. Tendremos que aprender los dos, ¿sí?

-Y-Ybelle…

-Tranquilo, mi amor –pasó la palma por encima de la curva de aquella vulva, tocando el clítoris con una caricia de mariposa, antes de deslizar sus dedos un poco más abajo y sumergirlos en la cavidad hirviente de su vagina. Estaba tan húmedo como ella. Helios había dejado de hablar, sólo jadeaba y se ondulaba sobre las sábanas, mientras Ybelle iba marcando a fuego una línea de besos desde su pecho hasta su vientre y más abajo, su boca buscando encontrarse con sus dedos. Ella sabía, él también, y la ansiedad los estaba matando a los dos-. Haz lo que yo haga, ¿de acuerdo?

-Sí…

Ybelle besó con reverencia el vello rubio del pubis antes de bajar a encontrarse con el clítoris, hinchado y expectante. Lo lamió una sola vez. Helios contuvo un grito con la mano sobre la boca.

-No te calles –susurró Ybelle-. Hazlo –y lo miró fijamente a los ojos mientras descendía sobre aquella flor y la lamía, lenta y profundamente, a veces rápida, a veces dulce, con los dedos pulsando dentro de la vagina, tal y como ella hubiera deseado para sí. Helios suspiró, con las lágrimas secas sobre la cara, y empezó a rodar cuesta abajo hacia un deleite insospechado, una agonía deliciosa, un regalo que creía no merecer.

La noche fue larga. Helios no supo cuándo había estallado la primera vez, si antes o después de lanzarse sobre Ybelle, de besar su boca y probar la sal de su propio sexo, de lamer las pequeñas violetas de sus pechos, de abrazar sus caderas y hundir su rostro en el agua profunda oculta entre sus muslos, un pequeño pétalo húmedo sobre su lengua. Tampoco supo cuántas veces habían llegado al final, los dos, gritando y sin resuello, abandonando el aliento en la boca del otro, en las manos del otro, en la lengua del otro. Ybelle se ceñía a su cintura y danzaba sobre el eje de sus dos sexos, maravillándolos de que un roce tan delicado pudiera desencadenar un placer tan intenso; él la cubría con su cuerpo y le bebía los gemidos de la boca mientras movía sus caderas contra las de ella –“sí, sí, así, los dos en un mismo ritmo”. Ybelle gritaba mientras él la lamía como ella le había enseñado, él gritaba con la lengua de Ybelle apuñalándolo entre las piernas, gritaban los dos en un orgasmo al unísono y ya no sabían qué labios estaban besando ni dónde empezaban y dónde acababan, si eran dos cuerpos o tan sólo uno.

Cuando por fin se derrumbaron exhaustos, hechos un nudo de cuerpos, la saliva de Helios sabía al sexo de Ybelle, o tal vez el sexo de Ybelle sabía a su saliva, tal vez sus sexos gemelos eran uno solo, tal vez. Ybelle descansaba sobre su pecho, medio dormida, marcada en la piel por sus dientes, saciada de placer y dichosa. Helios acarició su pelo oscuro con una de las manos con las que le había hecho el amor, como jamás creyó posible. Escondió sus labios contra el cabello de ella.

-Gracias –susurró-. Gracias, Ybelle. Gracias para siempre.

-Gracias… -repitió ella, soñolienta.

Y después cayeron dormidos.