jueves, 30 de abril de 2015

La peregrina y la criatura


"Pronto todo acabará".

Había una vez una peregrina que caminaba por un largo y frío camino. Y junto al chasquido crujiente de sus pasos y el trémolo de su respiración, el único sonido que se oía en ese camino era el susurro repetido una y otra vez por la peregrina, como una oración.

"Pronto acabará. Pronto todo acabará"

A la peregrina la acompañaba otro ser. No era una persona, aunque a ratos parecía tener cabeza y brazos. Tampoco era un animal. La criatura estaba hecha de sombra, era negra como la ceguera, y a veces mutaba como el humo. Más que caminar, se deslizaba junto a la peregrina, pero no exactamente a su lado, si no siempre a un paso por detrás, acechando por encima de su espalda. La criatura no hablaba, y la mayor parte del tiempo la peregrina actuaba como si no estuviera ahí. Pero sí que lo estaba, y ella lo sabía. Sólo miraba al frente, y seguía andando.

"Pronto acabará. Pronto todo acabará"

La peregrina estaba muy cansada, y a veces tenía que parar para refugiarse en algún agujero y dormir. Aquello hacía que el camino pareciera aún más largo, pero la peregrina no podía seguir sin parar. Había perdido mucha sangre en batallas pasadas, y se sentía muy débil. La criatura la seguía a todas partes. No se comunicaba de ninguna manera, pero en ocasiones alargaba uno de sus espigados apéndices (a veces una garra, a veces uno de muchos tentáculos oscuros) y tocaba el hombro de la peregrina; inmediatamente ella agachaba la cabeza y ralentizaba sus pasos, y se encorvaba sobre sí misma como un tallo truncado, y acababa por pararse sobre el camino. Podía permanecer allí horas, tal vez días, balanceándose sobre los talones, mientras el helado toque de la criatura le calaba la carne y le congelaba poco a poco el corazón. Y la criatura le susurraba al oído; no palabras, si no silencio. Y ese silencio le llenaba la cabeza de agua helada, y la peregrina ya no sentía dolor, ni cansancio, ni miedo. Ni deseo. Ni ilusión. Ni esperanza.

Y por eso, cada vez que la criatura la tocaba, a la peregrina le costaba más y más separarse y seguir andando. Otros peregrinos pasaban caminando por su lado, cada uno enfrascado en su propio camino, y le dirigían miradas de extrañeza o de preocupación. Sólo miradas. Nada más. Nadie podía ayudarla, y nadie lo haría. Aquello era un asunto entre la peregrina y la criatura de sombra.

Había días en que la peregrina conseguía alejarse cierto número de pasos de la criatura, lo suficiente como para dejar de notar el frío. O días en que la criatura parecía menos oscura, menos amenazadora, y podía pasar por una sombra entre los árboles o un charco en el camino, si no se la miraba demasiado. Esos días la peregrina se atrevía a apretar el paso, y se reía un poco, el corazón algo más liviano, y conseguía avanzar más lejos en su senda. Eran días buenos, y la peregrina se sentía agradecida por ellos. Cada pequeño momento lejos de la criatura era una joya engarzada en su corazón.

La criatura, empero, siempre volvía. La peregrina tenía que vivir con ello. Había días en los que parecía crecer, se hacía grande, inmensa, hasta tapar el sol, y la peregrina andaba encorvada, un solo paso a la vez, con el corazón demasiado cansado para llorar. El peso de la criatura no le dolía, sólo iba aplastando, aplastando, aplastando, dejando sin aire su voluntad y sus sueños. En esos momentos la peregrina iba tan despacio que parecía detenida, y el camino se quedaba tendido a sus pies, burlón e inacabable.

Y sin embargo, la peregrina había llegado a conocer a la criatura, y a quererla, de alguna manera. La criatura era parte de ella, nacida de ella, y la peregrina no podía sentir amor por sí misma sin sentirlo también por la criatura; sombra, sí, pero nacida al fin y al cabo de su propio corazón. Algunas noches, cuando sus pies y su alma ya no daban más, la peregrina yacía en brazos de la criatura, flotando en un mar oscuro como la muerte, y sus mejillas sin lágrimas se elevaban en la más tenue de las sonrisas, pues en aquellos momentos no sentía nada: ni angustia, ni miedo, ni duda, ni dolor. Nada. Y para un alma tan cansada, aquello era una bendición. Al día siguiente, el camino habría de proseguir; pero esas noches, por un instante, su corazón podía dormir.

Ésta es la historia de una peregrina, y de su criatura de sombra.

La historia aún no ha terminado.


El dibujo es mío; es uno de una serie muy larga que trata de representar a esa criatura oscura, la sombra de los tentáculos que se sube a la espalda. El Monstruo.
Hace meses que sufro de ansiedad, intercalada con períodos de apatía y depresión estacional. He tenido un par de episodios de autolesiones (algo que no había hecho desde el instituto), que afortunadamente no se han repetido.
Algunos días estoy bien, otros no tanto.
Sea como sea, sigo siendo yo.

4 comentarios:

  1. Me voy a guardar este cuento, y si alguna vez tengo hijos se lo contaré.
    Entiendo (y creo que cualquiera puede entender) muy bien qué es tener esa sombra en la espalda. Creo que el equilibrio está en amarla, con la suficiente moderación como para no sentirte dependiente de esa sombra. Al fin y al cabo, ese monstruo también somos nosotros, pero somos mucho más.
    Precioso cuento, emperatriz.

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    1. Me alegro de que haya encontrado a alguien que lo quiera. Sí, uno tiene que querer al monstruo de una manera o de otra, porque es parte de uno mismo, y aprender a vivir con él. Ante todo, seguir caminando. Ánimo y muchas gracias.

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  2. Qué mágica eres. Me sorprende que después de tantos años, sigas siendo tan fiel a tu blog. Yo he vuelto al hogar, espero serlo una tercera parte de lo que lo eres tú.

    Te leo.

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    1. Mil gracias por tu comentario, y me alegro mucho de que hayas vuelto. Nos estaremos leyendo!

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