Ahora mismo, mientras escribo estas palabras, me dan ganas de reírme. Con una risa amarga, claro. Porque lo cierto es que nunca, en ningún momento de mi vida (tampoco ahora) he sido una persona peluda.
El vello de mis piernas y brazos es tan fino y rubio que no se ve, a menos que sepas qué estás buscando. No tengo bigote ni patillas; no me sale pelo en los nudillos, ni alrededor de los pezones (sorpresa sorpresa, eso es algo bastante normal). Tengo dos mechoncitos discretos en las axilas, y una línea finita que baja del ombligo. Mis cejas presentan cierta tendencia punk en los extremos centrales, pero nada especialmente festivo. El vello de mi pubis es tan poco tupido que se ve la piel que hay debajo, y apenas se extiende hacia mis ingles. Todas las personas que me han visto quitarme la ropa en algún punto de mi vida post-pubertaria están de acuerdo en que tengo muy, muy poco vello en el cuerpo. Y sin embargo, ahí está el título de esta entrada. Porque la cosa es que no soy una persona peluda. Pero sí soy una MUJER peluda.
Dejé de depilarme entre los dieciocho y los diecinueve años. Llevaba haciéndolo desde los doce o trece; para mí, como para miles de niñas alrededor del mundo, la primera vez que mi madre me llevó a la esteticién para que me hicieran la cera fue un hito, un logro desbloqueado en el videojuego de la feminidad tradicional. Primero la regla (noción cisexista esa), luego la depilación: ya era una mujercita. Y las mujeres se depilan. Punto. No hacerlo ni siquiera se me pasó por la cabeza. No depilarse era de guarras, de sucias, era algo asqueroso que le provocaba escalofríos a mi madre y arcadas a mi padre (no estoy exagerando). Me depilé durante unos seis o siete años. Visto en retrospectiva, no es mucho tiempo. Sin embargo, no compensa la mierda que he tenido que soportar desde que no lo hago.
El invierno en que tomé la decisión de dejar de depilarme fue duro. El feminismo había entrado en mi vida con fuerza, echando robustas raíces en el terreno abonado de mi rebeldía natural; hasta hacía dos días no conocía ni los conceptos ni las palabras necesarias para expresar mi malestar ante los comentarios inapropiados de mis profesores acerca de mis pechos, las humillaciones sexualizadas a que me sometían mis compañeros y contra las que ningún arma era eficaz, los "así son las cosas" y los "algo habrá hecho ella" y los "¿tú qué eres, puta o monja?" y los "eres de puta madre, tía, eres como un tío". Toda mi vida había sospechado que algo iba mal, y ahora estaba empezando a comprobar no sólo que tenía razón, si no que no era la única que se había dado cuenta. Entre los numerosos bastiones de la feminidad normativa que estaba empezando a combatir, la depilación obligatoria acabó por asomar su fea, pelada cabeza, y sentí horror por primera vez. Una cosa era demostrar que podía jugar el juego de los hombres (cosa que, como aprendería más tarde, en realidad es hacerle la cama al patriarcado) y otra muy distinta considerar exponerme de esa manera. Llevar una bandera física de mi desviación de la norma. Hacerme voluntariamente blanco de todas esas cosas horribles que se decían de las mujeres sin depilar. Dios, ¿quién querría que la llamaran guarra? ¿Sucia? ¿Asquerosa? ¿Que las cabezas se volvieran en su dirección cuando levantara los brazos y los cuchicheos se elevaran, "mira a esa tía, qué grima"? ¿Quién elegiría voluntariamente esa ordalía? Me di cuenta que el único motivo por el que me depilaba era el miedo a qué pasaría si no lo hacía.
Ese día tiré la crema depilatoria.
Porque, verán ustedes, ésa es, en realidad, la motivación detrás de este artículo. Como he dejado bien claro anteriormente, soy una tía peluda. Con pelo en los sobacos. Y en las piernas. No me depilo el vello del pubis. Ni siquiera me lo recorto. Cuando voy en ropa de baño se me salen los vellos de las ingles, que son pocos pero tienen cierta voluntad de bigote. Tomé la decisión de dejar de depilarme hace siete años; fue una decisión política, una rebelión, un acto de desafío y un paso hacia la libertad.
NO.
LO HICE.
PORQUE.
ME GUSTARA.
Aprendí a gustarme sin depilar con el tiempo. Fue un esfuerzo consciente, una batalla psicológica contra mí misma, contra mis complejos, mis prejuicios, contra mi machismo interiorizado. Tuve que deconstruir por completo toda esa parte de mí, y reconstruirla desde cero. Cada día que me desnudaba en el baño y me miraba al espejo, una voz dentro de mi cabeza gritaba "¡Qué feo! ¡Qué asco! ¿No te da vergüenza?" Cada vez, mi voz consciente tenía que esforzarse por gritar más alto. "¡Cállate! ¡Estoy perfecta! ¡No hay nada malo en mí!" No fue fácil. A día de hoy, todavía oigo los ecos de vez en cuando, y tengo que remangarme para hacerlos callar. Es un trabajo que probablemente no se acabe nunca.
Gustarse depilada, eso es fácil. En la cultura en la que vivimos, carecer de vello casi por completo (si obviamos las pestañas y los pocos pelos que la pinza te haya dejado en las cejas) es un requisito indispensable para la belleza femenina. No existe un "pero". No hay un "sin embargo". El axioma es tan radical que incluso en los anuncios de productos depilatorios la modelo en cuestión se pasa la cuchilla por una pierna que YA está afeitada. Depilada, aún puedes ser guapa. Sin depilar, ni lo sueñes. Se nos intenta hacer creer, sin embargo, que es una elección libre. "No, yo no me depilo por los chicos, yo me depilo porque quiero". "A ver, yo prefiero depilarme, cada una que haga lo que quiera". Mentís, señoras. Lo que pasa es que no lo sabéis.
Depilarse de por sí no tiene nada de malo. Pero viene con una carga social que no deberíamos ignorar tan alegremente. "Elegir" depilarse es tan sencillo que prácticamente no es una decisión, es seguir la corriente. Elegir no depilarse no sólo requiere una reflexión profunda de carácter social y político; también requiere valor. Porque al final del día, nadie persigue a las chicas que se depilan. Nadie se cachondea de ellas. Nadie las insulta por depilarse. A las chicas que no se depilan les pasa constantemente. Tienen que aguantar comentarios y opiniones no deseadas de desconocidos. Tienen que aguantar miradas de asco. Tienen que aguantar incluso acoso y humillación por parte de sus propios seres queridos (nunca olvidaré a mi padre intentando manipularme emocionalmente con el "sufrimiento" que le causaría a mi abuela por atreverme a existir sin afeitarme las axilas. Nunca). No sólo tenemos que batallar con la voz en nuestras cabezas repitiéndonos que somos repugnantes. Tenemos que aguantarnos al mundo en pleno dándole la razón. Y lo peor es que cuando nos quejamos del maltrato, siempre aparece el iluminado de turno para explicárnoslo. "Aquí cada uno que haga lo que quiera. A ver, a mí me gustan depiladas, pero habrá de todo, ¿no?"
NO.
HOSTIA QUE NO.
En primer lugar, el concepto de que decidir si te depilas o no depende exclusivamente en si placerá o no a los hombres es tan jodido que no sé por dónde empezar. Pero lo que me ha impulsado a escribir esta tarde es esa ceguera voluntaria ante el funcionamiento del mundo y la construcción social de las expectativas y los deseos. Me ha tocado escuchar a decenas de señores muy de izquierdas, muy progresistas ellos, con su banderita republicana en Facebook y todo, contarme la mandanga de que no ven dónde está el problema, que yo soy libre de hacer lo que quiero (y ellos son libres de huir dando alaridos en cuanto me baje las bragas y no vean un chichi completamente tonsurado), que no ven a qué viene tanta queja y tanta reivindicación. Privilegio es creer que algo no es un problema, sólo porque no es tu problema. Y luego, claro, están las chicas que tampoco se han planteado este tema en su vida y que no entienden por qué estás tan enfadada, es más, ellas son las que deberían estar ofendidas porque, después de enumerar detalladamente todas las microagresiones que tú y tus axilas peludas vivís a diario, no te has acordado de aclarar que por supuesto, depilarse también está bien y no pasa nada porque te depiles. Señora, si quiere que alguien le recuerde que depilarse es de puta madre (que, de hecho, es la única manera correcta de vivir) prenda la tele o abra la primera Cosmopolitan que le pase cerca. O pregúntele a mi padre, que estará encantado de darle la razón. A mí déjeme en paz, que ya tengo bastante con lo mío.
Siete años más tarde, el trabajo no está completo (ya he dicho que probablemente nunca lo esté) pero puedo decir orgullosamente que he aprendido a querer y admirar mi propio cuerpo tal y como es. Pelo incluido. Cada vez que alzo los brazos para verme el vello de las axilas, lo hago en un gesto de victoria; cada vez que me acaricio el vello del pubis lo hago con cariño y el inmenso placer de estar en paz con mi cuerpo. Me siento preciosa sin depilarme: ése es uno de los mayores triunfos que he obtenido en mi vida. Pero (y por eso escribo esto) no ha sido gratis. Han habido insultos, han habido humillaciones, han habido lágrimas. Y los siguen habiendo. Una mujer que se ha depilado toda su vida no tiene ni idea de cómo se siente eso.
Así que como vuelva a venirme otro imbécil a decirme que aquí cada una hace lo que quiere y ya está, voy a tener que estrangularlo con mi inmundo, repulsivo, peludo sobaco.
Que tengan ustedes un buen día.
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