Blai lleva siendo el guardián del cementerio más de cuarenta años, y para ser honestos no podría ser más feliz.
Hay otros trabajos en el mundo, pero este es el suyo, y le encanta. No es que sea un morboso, Dios lo libre, o que disfrute viendo el sufrimiento que casi siempre acompaña a la muerte. Nada de eso. Es que Blai es un hombre tranquilo, y pocos sitios hay en este mundo más tranquilos que un cementerio. El padre de Blai era el enterrador, y ya lo llevaba a veces a trabajar cuando tenía trece o catorce años ("para que te hagas fuerte y sepas ganarte el pan como un hombre", le decía medio en broma medio en serio, mientras Blai trataba de recuperar el resuello después de izar un ataúd particularmente pesado). Aún recuerda de aquellos días el profundo, reverente silencio de aquel camposanto tan pequeño y tan viejo, en aquel pueblo tan herido por la guerra. El tiempo ha pasado, y el pueblo pequeño se ha convertido en una ciudad, modesta pero animada; sin embargo, el silencio que se respira tras las tapias del cementerio sigue siendo el mismo desde que Blai llegó, y Blai reza porque siga así.
Además, si uno se sobrepone al rechazo aprendido que mucha gente le tiene a estar cerca de los muertos, un cementerio es un lugar objetivamente bonito, razona Blai. El sol brilla, los pájaros cantan, hay bancos para sentarse, rincones con sombra, césped en el suelo y flores por doquier; está todo lleno de nichos y lápidas, sí, pero ¿qué tiene eso de malo? Desde su puesto en la caseta de la entrada, durante años y años, Blai ha contemplado el paso de las estaciones, los ciclos ineludibles de la vida, y ha aprendido a aceptar la muerte con una paz de espíritu de la que está orgulloso. Todos nos morimos, eso está claro. Además, desde aquí, piensa Blai, ha conocido un lado de este pueblo que raramente se ve más allá de los muros de la necrópolis. Poniéndolos cerca de la muerte es donde vemos el lado más honesto y menos conocido de los vivos.
Están los matrimonios devotos, normalmente en una franja de entre cuarenta y sesenta años, que acuden con cierta regularidad (no demasiada) y que suelen pasearse sin mayor gravedad, a veces cogidos de la mano, tal vez visitando a unos progenitores cuya ausencia ya no les pesa pero cuyo recuerdo aún respetan. Los padres desconsolados de aquel chico que se mató hace unos años, cuya desolación siempre tendrá mucho de triste, eterna sorpresa. Las viudas ancianas, que aún guardan un luto arcaico y que aparecen como un reloj todos los domingos por la mañana, rezando el rosario entre murmullos. El señor mayor que acude cada quince de febrero y cada cuatro de septiembre a saludar a la hermanita que perdió cuando niño. Están incluso esas dos adolescentes góticas que aparecen de vez en cuando, se pasean charlando en voz baja y se sientan en los bancos cerca de los panteones grandes. Blai al principio desconfiaba de ellas, lo admite; es un hombre mayor, al fin y al cabo, y estas cosas modernas lo descolocan. ¿Y si les daba por hacer, yo qué sé, rituales satánicos o cosas de esas? Nunca se sabe. Pero los meses pasaron, y Blai acabó por darse cuenta de que sólo les gusta el ambiente del cementerio, y que van allí para estar tranquilas. Quién le iba a decir, ríe Blai para sí, que al final iba a acabar teniendo algo en común con dos quinceañeras con pintalabios negro y botas de bombero.
Salvo en el día de Todos los Santos, cuando el pueblo en pleno viene a acordarse de sus muertos, las cosas están tranquilas, muy tranquilas, y Blai ha acabado por aprenderse de memoria la cara, la voz y los ademanes de los visitantes regulares de ese cementerio que es tan suyo como su propia casa. La mayoría de ellos no tienen nombre (le hablan a veces, pero preguntar cómo se llaman no viene a cuento), pero tienen tanta entidad como vecinos cercanos o miembros de su familia extensa, y Blai los reconoce como tales sin necesidad de nombre.
Hay pocas excepciones. Una de ellas es el chiquito tímido que se llama Ángel.
Blai sabe que Ángel es su nombre porque una vez lo oyó hablando por el móvil desde la caseta. No le hizo falta asomarse, porque hacía tiempo que había registrado su voz. "Mamá, soy Ángel… nada, es que he visto que me has llamado. No, ahora estoy en la calle, pero puedo pasar de vuelta a casa. Sí… sí, no hay ningún problema. Ya nos vemos. Hasta luego". Así que el chico se llama Ángel, y no hay más que hablar. Tiene entre dieciséis y dieciocho años, le parece, pero Blai ya está mayor, y hoy en día los jóvenes crecen más despacio que antes (en su época a los catorce años ya eras un hombre hecho y derecho, piensa Blai acordándose de su padre); igual tiene ya veinte, pero va por la vida con cara de bebé.
Ángel es delicado de rasgos y casi siempre camina encorvado; Blai se pregunta si sus padres no se lo corregirán antes de que acabe con ciática o alguna cosa de esas. Tiene las pestañas muy largas, al igual que los dedos y las piernas, y siempre viste de colores pálidos, un poco formal para su edad, pero no demasiado. Viene un par de tardes a la semana desde hace como un año y pico, puede que dos; raramente falla. A Blai se le antoja que es un chiquillo triste. No sabe por qué; a fin de cuentas, realmente no lo conoce, y siempre que entra le da las buenas tardes con una cordial sonrisa. Pero es una sonrisa triste, insiste Blai para sí. Las sonrisas pueden ser tristes, y esa lo es. No sabe si será los hombros caídos, o el flequillo que siempre le baila encima de los ojos, o esos mismos ojos que miran porfiadamente al suelo, salvo cuando se le habla. O la misma manera de sonreír. O su vocecita suave. O Dios sabe qué. Blai no lo tiene claro, y sabe que tampoco es asunto suyo; sólo siente un cariño vago (tal vez compasión) por el chavalín, que parece que siempre anda cargando todas las penas del mundo a la espalda, pobrecico mío.
En una cosa tiene razón Blai: Ángel está siempre un poco triste. No es nada grave, pero lo está; suele pasar a su edad. Lo que Blai no sabe es que eso es en buena medida porque Ángel se ha enamorado de uno de los muertos del cementerio.
El muerto en cuestión se llama (se llamaba) Joaquín Boscà Rico, y murió en 1978, a los diecinueve años. Ángel no sabe qué fue lo que acabó prematuramente con su vida, y nunca lo sabrá, pero siente el pesar de esa muerte como una espina en el costado. No sabe nada, de hecho, del hombre al que ama, salvo su nombre, los breves años de su paso por la vida, y cómo era su rostro antes de morir: ha mirado hasta la saciedad esa fotografía de porcelana que adorna el nicho, el peinado anticuado de su melena castaña, sus gafas de ancha montura, su mirada risueña y profunda, dolorosamente tierna, anunciando un cariño que ya nadie recibirá. Eso es todo lo que tiene Ángel, y es todo lo que jamás tendrá; por eso Ángel está triste. Pero tiene diecisiete años, y está enamorado, y para él eso es todo lo que importa.
Conoció a Joaquín un día de Todos los Santos, acompañando a su madre a limpiar la tumba de la tía abuela Milagros. A Ángel no le había hecho nada de gracia, para qué engañarse; era un día de fiesta, y prefería mil veces pasarse la mañana viendo series online a tener que andar a los codazos en un cementerio lleno de bote en bote sólo para pasarle un trapo húmedo a la lápida de una señora a la que no recordaba. "Es tu tía, Ángel" dijo su madre con su voz de estar juzgándolo indigno, y Ángel se puso los zapatos gruñendo y la acompañó. Fue allí, entre cientos de personas vestidas de oscuro y abigarradas en las avenidas del cementerio, una danza de abrigos de otoño y flores, que Ángel vio a Joaquín por primera vez. Qué fue lo que vio en aquella tumba, en aquella foto, en aquel nombre tallado sobre mármol, que no hubiera en los demás nichos (ni en otras personas vivas, ya que nos ponemos en ese plan), Ángel no lo sabe. Tal vez fue el hecho de que Joaquín estaba solo. El resto de visitantes bullía arriba y abajo entre los muertos, limpiando polvo, renovando flores, presentando sus respetos, pero a Joaquín nadie le hacía caso. Su muerte no era tan antigua como para que su familia y su recuerdo se hubieran extinguido, pero no había nadie con él; sólo dos flores hechas de alambre y cuentas, quemadas por el sol de muchos años de soledad, que nadie había tocado ni tocaría. Entre la pequeña maceta del nicho y la placa de mármol había una telaraña, abandonada hacía ya tiempo.
Ángel se separó de su madre un momento, dejándola frotando la lápida de tía Milagros con bastante ánimo, y se acercó a aquella tumba solitaria, que se le antojaba como un interno huérfano en día de visita. Joaquín lo miró desde el pequeño óvalo de porcelana. Ángel le devolvió la mirada a su vez. "¿Dónde está tu familia?" preguntó desde dentro de su cabeza. Joaquín lo siguió mirando, sonriendo, sonriendo, y muy solo. Ángel sorteó a los familiares atareados como si no los viera y puso la mano sobre el mármol blanco, veteado de polvo, donde el artista fúnebre había grabado una cruz. Por qué hizo eso, tampoco lo sabía. Tal vez es que Ángel era joven e impresionable, y también se sentía muy solo a veces, sin ningún motivo aparente. Sus ojos dejaron de ver por un momento, volviéndose hacia percepciones más íntimas, y tuvo por un momento una certeza extraña, inexplicable, casi física: la certeza de que en algún momento Joaquín había existido, había estado presente, había tenido cuerpo, voz, aliento, que había podido ser tocado. Casi lo sintió a su lado, un fantasma corpóreo, tan intensamente real que Ángel se mareó un poco. ¿Por qué todo esto? Ángel ya ha dejado claro que no lo sabe.
-¡Ángel! -llamó su madre al terminar, y Ángel dio un salto y acudió al trote, turbado y con la carne de gallina. Su madre no le preguntó sobre lo que había estado haciendo. Sobre la lápida polvorienta de Joaquín quedaron las marcas de los dedos de Ángel.
Y Ángel regresó, sin tratar siquiera de explicarse las motivaciones detrás de su visita. Empezó paseando por el cementerio, vagamente, maravillándose de no haber descubierto hasta ese momento lo agradable del silencio de aquel lugar, catalogando las diferentes tumbas por fecha de defunción, pero acabó de nuevo delante del nicho de Joaquín, una vez y la siguiente y la siguiente. Se encontró sonriendo. Al acercarse a aquella lápida solitaria, donde aún se marcaban las yemas de sus dedos, volvía a sentir la idea de Joaquín, un muchacho real, con el pelo desordenado y aquella sudadera horrorosa, con sus gafas y su sonrisa inmensa, inabarcable, ya inalcanzable para siempre. "Has existido" se decía Ángel, ausente, y si desenfocaba la vista casi podía sentir esa realidad, el timbre de una voz, el calor de una carne. Y le picaban los ojos por aquel muerto tan solo, tan cercano.
Un mes después del primer encuentro, Ángel trajo un trapo y limpió a conciencia el polvo de la lápida, sin prisa, indiferente a los otros visitantes, al frío del atardecer de diciembre, a la oscuridad que lo encontraba rodeado de muertos. Después de navidad, sintiéndose un poco tonto, trajo flores de pascua de una floristería cercana y las puso en la maceta, junto a las flores de cuentas que la familia de Joaquín había olvidado hacía décadas. Se rió un poco. "Si mi madre supiera en qué me gasto el dinero de la paga" susurró, apoyando la frente contra la lápida recién abrillantada de Joaquín, y se lo imaginó riéndose a su vez, concurriendo con él en lo bizarro de la situación. No había estado tan en paz en toda su vida. Mientras se balanceaba imperceptiblemente, con la frente aún sobre el mármol, tuvo la certeza de que Joaquín estaba detrás de él, de pie, poniendo una mano en uno de sus hombros y apoyando la cabeza en el otro. Ángel tuvo un pequeño escalofrío al sentir su aliento en el cuello. Lo que son las cosas, se dijo; en la vida había estado así de próximo a otro ser humano, y la primera vez tenía que pasarle con un muerto.
Ángel le dijo "te quiero" a Joaquín una mañana ventosa de febrero. Asegurándose de que nadie rondaba por ahí, se apoyó contra la lápida y besó el mármol blanco, con una ternura de la que no sabía que era capaz. Algo se contrajo y se expandió en su vientre, haciendo que le temblaran las manos, y el te quiero se multiplicó vertiginosamente en su boca, en su garganta y en su pecho, y entendió por qué los que aman quieren gritarlo a los cuatro vientos, y entendió por qué se dice que el amor te vuelve estúpido. Que se lo dijeran a él. Blai lo vio salir más tarde, con los ojos enrojecidos y una sonrisa palpitante, y le dijo hasta luego como era lo habitual. Pobre chavalín, se dijo Blai, notando su aflicción, aunque a años luz de descubrir su origen. Pobrecito.
A veces, mientras Blai riega los jardines o barre las hojas secas, Ángel habla con Joaquín. Le habla de cualquier cosa, de todo aquello que necesita poner en palabras, y utiliza el tono suave y dulce de los amantes. Y siente, con la certeza del primer día, la realidad de Joaquín escuchándolo, contestándole con una voz que ya no existe pero que puede sentir dentro de su cabeza, de su sangre y de su médula como un hecho innegable. A veces se aprieta contra la lápida con los brazos en cruz, el corazón desesperado contra hueso y mármol, y jadea y gime y se aguanta las ganas de llorar, porque Joaquín está muerto y lleva muerte desde antes de que él naciera y Ángel está solo, pero al mismo tiempo puede sentir a Joaquín contra él, el pelo contra sus mejillas, el pecho contra su pecho y sus brazos rodeándolo tan fuerte, tan fuerte, y sabe que está aquí, joder, que está aquí, y que lo ama, y la certeza de ese amor le revienta la columna y le parte los huesos.
A veces, cuando el cementerio está particularmente vacío y Blai se queda en la caseta, escuchando alguna retransmisión deportiva o simplemente guardando la entrada, Ángel hace el amor con Joaquín, mordiéndose la lengua y agarrándose a su propia carne como se agarra uno a la vida, temeroso de quedar roto en pedazos, de que este amor acabe por romperlo, pero incapaz de parar. Cuando se masturba con la espalda contra el nicho y los ojos semicerrados por si aparece alguien y acaba en el cuartelillo (y demonios, ¿cómo le va a explicar eso a mamá?), la noción de Joaquín se hace más fuerte, más sólida, alimentada de placer y de locura, y Ángel siente la boca ahogada en un beso carnívoro, el cuello herido con labios y dientes, las manos hundiéndose en su cuerpo, tocándolo, fustigándolo, metiéndose hasta el fondo de su yo y dejándolo vacío de sí, lleno de él. Su sexo llora las lágrimas que él se traga, y cuando se sienta en el suelo del cementerio a limpiarse las manos temblorosas, herido por un amor trágico y precioso que tiene y no puede tener, Joaquín está con él, meciéndolo y consolándolo y susurrando palabras tiernas en su oído, y Ángel tiene la certeza de la sonrisa de Joaquín, ahora inmortal, grabada en el fondo de su corazón.
Ángel sabe que está bien jodido. Pero lo cierto es que Ángel tiene diecisiete años y está enamorado, y en esa situación cualquiera está bastante jodido.
Y una tarde como la de hoy, airosa y despejada, en que la calma del cementerio le resulta particularmente gloriosa, Blai sale de la caseta para avisar de que va a cerrar ya, y se cruza con Ángel, cabizbajo y con las manos en los bolsillos, y nota enseguida que el pobre muchacho ha estado llorando. Blai tiene por norma no meterse en la vida de los visitantes del cementerio (no es asunto suyo, eso está claro), pero el chavalín lleva viniendo ya mucho tiempo, y a Blai le da mucha, mucha penita que esté tan triste. Así que cuando Ángel repara en su presencia y se frota los ojos, avergonzado, Blai desempolva su actitud más casual y pregunta (con una voz que espera suene amable):
-¿Todo bien, chaval? ¿Te pasa algo?
Ángel lo mira y parpadea, y traga pesadamente. Transcurren unos segundos; no pasa nada, Blai no tiene prisa. Y luego, de manera inesperada, Ángel sonríe, con tantas ganas que le salen arruguitas en torno a los ojos. Blai aún está preocupado, pero se relaja un poco. Aunque no lo conozca, se preocupa por el muchacho.
-No es nada -dice Ángel, el rostro lloroso y brillante-. Es que estoy enamorado.
Y Blai suelta el aire, aliviado, comprendiendo por fin, y ríe con ganas, asintiendo en simpatía.
-Aaaaaay, el amor. El amor es complicado, ¿eh, chaval?
Ángel le sonríe agradecido y hace que sí con la cabeza, y se despide rumbo al portón, con esos pasitos lentos que lo hacen tan característico. Blai aún se ríe un poco más, con las manos en la cintura, y negando con la cabeza.
-Anda que -dice para sí-. Venir al cementerio a pensar en el amor. Animalet.
Y recordando por qué le gusta tanto su trabajo, Blai sale a cerrar.
Estoy empezando a pensar que igual tengo una fijación un poco rara con la necrofilia.