viernes, 27 de diciembre de 2013

Eloí Eloí (parte II)



Nunca pudo, por ende, preguntar a su familia si a ellos el demonio también les intentaba hablar. Porque María estaba segura, aun sin poder ponerlo en palabras, de que la criatura que moraba en la sima oscura bajo la casa trataba de llamar su atención de manera particular. Cantaba con aquella voz tan dulce y tan triste hasta que conseguía que María se asomara un poquito por el borde del foso, sólo un poquito. Hacía preguntas al aire, sin esperar respuesta; preguntas acerca de cosas que sólo María podía saber, acerca de cosas que ella sólo había pensado, o sentido. Cosas que jamás le diría a nadie. “¿Te has aburrido mucho en la comida de hoy, María?” “¿Hablaba tu hermana Irene en sueños anoche, María? ¿Qué decía? ¿Qué decía, María?” Su nombre, siempre repetía su nombre, en un susurro vibrante, oscuro, espeso como el chocolate derretido. Y María corría, corría escaleras arriba, donde podía ser otra vez la mujer crecida que su familia esperaba que fuera y no una niñita partida entre el miedo atroz al monstruo del sótano y la mortal curiosidad por la voz preciosa que susurraba su nombre. A veces en la noche, cuando la luna era un plato blanquiazul tiñendo de plata las peladas arenas del desierto, a través del silbido del viento entre las grietas del rancho, María creía escuchar la voz del demonio, llamándola desde el corazón de la tierra. María, María, ven a mí, María.
-María.
-Ya cállate –le espetó un día sin darse cuenta. Hacía ya unos meses que había pasado el día de sus quince años. Se apartó con irritación una trenza de la cara al volverse para mirar al foso. Quince años.
Desde las profundidades de la prisión de tierra, el engendro soltó una risita.
-¿Me tienes miedo, María?
-No –dijo ella, y era casi verdad. Sólo una estúpida no habría tenido un poquito de miedo en presencia de un demonio, por muy confinado en su pozo que estuviera; pero después de tantos años y de tantos corretearla su voz por el sótano, como un perro habría correteado a un perrito de la pradera, María empezaba a acostumbrarse a su presencia. No tanto a la curiosidad que le despertaba.
-¿No? Serías la primera –dijo el demonio, y parecía complacido. Sonaba como si sonriera. “¿Los demonios sonríen?” se encontró preguntándose María.
-¿Y?
-Tú no eres como tus hermanos. Ni como tu padre –susurró el demonio.
-¿Por qué no?
-Tú quieres saber. Intentas disimularlo, pero quieres saber.
-¿Saber qué? –de repente María se dio cuenta de que se había acercado más que nunca al borde del enrejado, y podía sentir cómo el hálito frío y húmedo le trepaba por las piernas bajo la pollera, como la lengua de un perro. Se le erizó el pelo. Algo en el fondo de aquella sima se movía-. Me voy –dijo con brusquedad, agarró el candil y el frasco de melaza que había ido a buscar y se encaminó decidida hacia las escaleras. 
Desde las profundidades del pozo se volvió a oír una risita.
-Adiós, adiós, niña María.

Unas noches más tarde, María se escurrió fuera de la cama que compartía con su hermana Irene cuando se aseguró de que toda la casa dormía. Sacó el farolito y las alpargatas del arcón, pero tuvo el buen tino de no encender la luz ni calzarse hasta no hallarse en la cavernosa cocina, en el piso inferior del ranchito. Mientras bajaba con decisión las escaleras que se zambullían en el sótano, notaba un zumbido persistente en los oídos; un zumbido que encontraba su eco en la tensión vibrante de sus músculos y sus vísceras.
Se sentó junto al pozo. Dejó el farolito en el suelo como un desafío.
-Has vuelto –dijo la voz desde la sima.
-¿Qué querías decir con lo de que yo quiero saber?
-Has vuelto –el demonio parecía sorprendido. Complacido, pero sorprendido.
-Oye. Contesta a mi pregunta primero.
Por primera vez, el demonio guardó silencio. María esperó implacable, con las piernas cruzadas, rechinando los dientes.
-¿Cuál pregunta era esa?
-No te hagas el imbécil –escupió María, tratando de mantener su voz estable-. Me has estado llamando desde hace años, cada vez que bajo aquí, todo el tiempo jode y jode con María esto y María lo otro. Querías hablar, y he bajado a hablar.
Otra risita. ¿Era esa su idea de bromear? María no sabía si eso la irritaba o la tranquilizaba.
-Has bajado porque sentías curiosidad. Porque quieres saber. Por eso he dicho lo que he dicho.
-¿Saber qué?
-¡Todo, María! –soltó el demonio de pronto, haciendo que la muchacha saltara hacia atrás con el corazón al galope-. Tú quieres saber, quieres saberlo todo. Yo lo sé. Sé cómo miras la luna desde tu ventana cuando no puedes dormir, preguntándote adónde va cuando sale el sol, qué tan grande se verá desde las montañas que baña con su luz. Sé que no puedes dormir a diario, haciéndote preguntas que no te atreves a hacerle a nadie porque temes que Papá y Mamá te manden a callar –María tragó saliva, sintiendo de pronto el frío del sótano calándole los huesos-. Sé que no puedes mirar a Mateíto sin pensar en el viajero que durmió aquí la noche que lo engendraron. Preguntándote cómo fue lo que pasó entre él y Consuelo. Qué hicieron y cómo lo hicieron.
-Basta.
-Sé que a veces te sientas en el porche a desgranar arverjitas y miras a lo lejos, y se te encoge el estómago porque sientes un impulso casi irresistible de tirar la batea y salir corriendo por el camino del desierto, correr, correr, correr con los pelos al aire y gritar y gritar hasta que se te vaya la voz. Sé que te dan escalofríos y se te enchina la piel cuando te viene esa sensación.
-Papá y Mamá no me dejan salir de la casa sola –balbució María estúpidamente.
-Así es. Y no lo soportas, María, porque quieres saber. Quieres saber de una buena vez cómo es ese desierto que se extiende más allá de la ruta que va al mercado, cómo se ve la luna desde las cumbres de los cerros, cómo es eso exactamente que hizo Consuelo cuando se metió en el jergón del viajero –el demonio hizo una pausa, para relamerse, para dejar sus palabras hacer efecto, para respirar, María no lo sabía-. Quieres saber, y por eso estás aquí. Son muchos años de preguntas sin respuesta.
-Crees que lo sabes todo de mí –replicó María, recuperando su aplomo.
-Lo sé todo de ti. Lo sé todo sobre todo. Así es como soy –explicó el demonio con calma, la voz grave y ronroneante.
-No sé ni por qué te estoy escuchando. Eres un demonio. Intentas confundirme.
-Eso dicen.
-¿Qué dicen?
-Que soy un demonio.
-¿Y no es verdad? –María se sentía obligada a ser desagradable con la criatura. Sentía que así se protegía de ella, que no infringía tanto las normas de no escucharla.
-¿Tú qué crees?
-Me voy –decidió María por segunda vez esa semana, agarró el farolito y se encaminó a la escalera. A su espalda sonó un suspiro, demasiado suave para ser de exasperación. Después, la voz profunda del demonio empezó a cantar, lenta, triste, una tonada que permanecía en la cabeza de María a la mañana siguiente, cuando salió de la cama.

-No eres un demonio, entonces –preguntó María la siguiente vez, mientras tejía a dos palillos. Si iba a contravenir las órdenes paternas y a arriesgarse a una tunda con la escoba y a la condenación de su alma por andar coloquiando a medianoche con un engendro diabólico, por lo menos iba a aprovechar para adelantar algo de trabajo.
-Ya te lo he dicho, eso es lo que dicen.
-No te estoy preguntando qué dice la gente. Te estoy preguntando la verdad.
-¡La verdad…! –la criatura parecía divertida con ese concepto-. No existe tal cosa, María.
-¿Siempre hablas con adivinanzas?
-No son adivinanzas.
-¿Eres un demonio, o no? –repitió María, dejando la media a medio tejer sobre su regazo para apoyar las manos sobre sus piernas cruzadas-. Mira, en una cosa te doy la razón: me he pasado toda mi vida queriendo hacer preguntas que no puedo hacer, porque me contestan con silencios, con malas caras y con cachetadas. Si tú, seas lo que seas, tampoco piensas contestarlas, me rindo y me voy. ¿Estamos?
Siguió un silencio largo, mas no tedioso. María se sorprendió pendiente de la respiración del demonio en el pozo, acompasando la suya propia al ritmo que marcaba la criatura, las tenues inhalaciones de alguien derrotado por la tristeza.
-Hay personas –dijo el demonio al cabo- que se asustan de lo que no entienden.
María siguió tejiendo en la oscuridad, sin hacer más preguntas. Tenía la sensación de que aquella última frase poseía más significados ocultos de lo que parecía a simple vista, pero éstos se le escapaban una y otra vez, como los puntos de la aguja en una trama demasiado tensa. La luz del farolito tremolaba dentro de su fanal de vidrio, creando una campana de luz ambarina como el caramelo, cálida como la canela, denegando el frío húmedo que campaba en las sombras. María y el demonio, o lo que fuera, seguían respirando al unísono.
-Estás muy solo, ¿verdad?
-Tanto como tú.
Aquella noche no hablaron más.



Conforme pasaban los días, María se encontraba pasando más y más tiempo en el patio delantero de la casa, o en el porche, con cualquier excusa. Papá y Mamá no la dejaba franquear la cerca de tablones que delimitaba la propiedad sin compañía, una regla que hasta entonces se le había hecho fastidiosa, pero no insoportable. Ahora, sin embargo, María se descubría contemplando la lejanía con una fruición desconocida, ansiando el cielo pálido, el camino que se perdía en el desierto, las brumosas montañas, más de lo que jamás imaginó. El salto en el estómago y la carne de gallina de la que había hablado el demonio cada vez eran más fuertes, como si sus quince años estuvieran gritando dentro de su cuerpo, un cuerpo que se le aparecía como la sima oscura en la que la criatura bajo la casa vivía atrapada. Estaba malhumorada y saltona, gritaba a sus hermanos menores y se ganaba que los mayores la golpearan en la nuca por malcriada. A veces le echaba la culpa al demonio por meterle ideas en la cabeza, segura de que aquello era parte de su malvado plan para destruirla. Otras veces se le ocurría que lo único que había hecho él era poner en palabras algo que María llevaba sabiendo toda su vida. Que quería saber. Que quería más.

viernes, 20 de diciembre de 2013

La historia inacabada

¿Cuántas,
cuántas puertas cerradas,
cuántas habitaciones abandonadas?
¿Cuántas labores se hielan
a mitad de puntada?
¿Cuántos archivos viejos,
cuántas historias silenciadas,
cuándo por última vez vieron
la luz de la alborada
las grises cortinas
de la última morada?
Cuántos Cristos durmientes,
cuántas velas apagadas,
morimos, morimos,
cuanto fuimos será nada.

lunes, 16 de diciembre de 2013

Eloí Eloí (parte I)



Desde que tenía memoria, María había sabido que había un demonio encerrado bajo el suelo de su casa.
La familia de María vivía en un ranchito de barro y adobe en mitad de un desierto inmenso. Sobre sus cabezas, la bóveda del cielo era siempre de un azul muy pálido, herido por el sol blanco que cada día caminaba de horizonte a horizonte sobre la tierra yerma. Al este se veía el espinazo desdibujado de una cordillera, alrededor de cuyas cumbres danzaban buitres y jirones de niebla; al sur, al norte y al oeste el desierto seguía en línea recta, como tirada por un albañil, sólo interrumpiéndose de vez en cuando con algunos montes y dunas menores, cañones y quebradas con rincones umbríos donde las escasas lluvias conseguían hacer retoñar la hierba de vez en cuando. Ahí era donde el padre de María y sus hermanos mayores llevaban a las cabras de la familia a pastar. Ahí era donde, en una de sus excursiones, habían atrapado al demonio y lo habían llevado a la rastra hasta la casa.
El padre de María nunca le contó directamente cómo había ocurrido, aunque ella había oído la explicación entre susurros que le dio a su madre en la penumbra de la cocina, y los alardeos juveniles de sus hermanos. En el sótano del ranchito, donde se guardaban los sacos de frejoles y las ristras de choclos secos, el padre y los hermanos de María habían excavado un profundo pozo en la tierra viva, donde habían arrojado al demonio para luego cerrar la boca con una reja. El desgraciado no se resistía, oyó María decir a su hermano Carmelo, sólo miraba y miraba, como si todo le diera igual.
Desde entonces había habido un demonio bajo el suelo de la casa de María. Los niños tenían prohibidísimo bajar al sótano, bajo terribles penas que con las justas conseguían espantarles la curiosidad. Una vez, cuando tenía siete años, María y su hermano menor, Luisito, se habían aventurado por la escalera de madera que bajaba a las entrañas de la casa, armados sólo con una vela que no conseguía penetrar la densa oscuridad del subsuelo. El aire era húmedo y frío allá abajo, y extrañas corrientes de aire hacían bailar la llama de la vela. Sólo se atrevieron a bajar hasta el quinto escalón; después Luisito lloriqueó que no quería seguir, que le daba miedo, y María lo escoltó de vuelta hacia la luz, agradeciendo en silencio la excusa para no cumplir la travesura. Antes de cerrar la puerta, empero, no pudo resistirse a voltearse y mirar una última vez. Allá abajo, dentro de la negrura densa como el café, alguien respiraba.
María creció con el escalofrío de esa respiración en la espalda. Cada vez que pasaba frente a la puerta del sótano, los ojos de su mente, que no los de su cabeza, se volvían en otra dirección. El demonio bajo la casa era algo de lo que casi nunca se hablaba, aunque todos en aquella casa sabían, vivían, respiraban su presencia en los efluvios fríos que subían del corazón de la tierra. De vez en cuando, el párroco del pueblo más cercano se acercaba en su mula, en un viaje que le costaba el día entero, y bendecía la casa, llenando los alrededores de la fosa del sótano de agua bendita y derramando lo que le quedaba sobre los escalones. Eso, decía, mantendría confinada a la bestia, engendro del mismo Diablo, y luego otorgaba dones y dispensas a la valerosa y virtuosa familia que campeonaba contra el mal en su propia casa. Otras veces, algún viajero cansado hacía un alto en el ranchito y Papá y Mamá le permitían dormir junto a la lumbre, y antes de apagar las candelas Papá y Carmelo lo bajaban al sótano para que viera al monstruo. Una vez uno de los viajeros, un joven que había venido de muy lejos, se quedó tan impresionado con el demonio en la fosa que Consuelo, la hermana mayor de María, tuvo que cuidarlo toda la noche. El viajero se fue a la mañana siguiente, y nueve meses más tarde Consuelo tuvo un niño, Mateo. Papá y Mamá no dijeron nada sobre la criaturita, se limitaron a darle de comer, como habían hecho con sus cinco hijos y con la desdentada Abuela. Una boca más, una boca menos. Dios proveerá.
Una mañana, cuando María contaba trece años, Mamá le dio una olla y le pidió que bajara al sótano y la llenara de arroz, por favor. La respuesta a los ojos despavoridos de María fue un “¿Qué me miras? Algún día ibas a tener que bajar, ¿no? Y súbete también una ristra de ají amarillo”. María partió con la espalda tiesa.
-Y María.
-¿Sí, Mamá?
-No lo escuches.
Eso fue todo, y María bajó, sabiendo que algo en la casa había cambiado, que ya no era una de “los chiquillos”, si no una adulta. Bajó con un farolito, que iluminaba las paredes y el techo de tierra con una luz rojiza como la canela, y se encontró cara a cara con el pozo enrejado del demonio. “No, no mires”. Mientras localizaba el saco de arroz y hundía dentro la olla para llenarla, escuchó esa respiración que había marcado su infancia y que le recordaba, sin discusión, que no estaba sola, que había un demonio debajo de la casa. “No lo escuches, María. No lo escuches”. Procurando que no le temblaran las manos, eligió una ristra de ajíes, curvos como puñales vegetales, y se encaminó a la escalera sorteando el pozo, empleando todo su autocontrol en no echar a correr. Ya no era una niña, era una mujer. Sus hermanos habían bajado de toda la vida, ahora ella también. A su espalda, la respiración se había hecho más pesada, más densa, y María casi la sentía correrle por la columna.
-María… -susurró la voz desde el pozo. María emprendió la carrera escaleras arriba.
Cuando llegó a la cocina, con el corazón pateándole el pecho, Mamá apenas la obsequió con una mirada de desinterés.
-¿Y? –preguntó, y María comprendió.
-Nada –dijo. Y así fue como empezó a vivir realmente con el demonio.

Al principio, María intentaba enredar a alguno de sus hermanos mayores para que la acompañaran al sótano cada vez que necesitaba bajar. Bastaron un par de miradas y bufidos de desprecio para que se le metiera entre las cejas que aquello era un rito de paso, y que nadie en la casa estaba para andar bajándola al sótano del bracito. Así que apretó los dientes y bajó, bajó, bajó a la penumbra rojiza del sótano, a su aire frío y húmedo como un soplido, a la respiración del ser que dormitaba en el pozo. A veces, las primeras veces, María había escuchado su nombre entre susurros, y se las había arreglado para bloquear en su mente las voces que se preguntaban cómo era que el demonio sabía su nombre. Una vez, sin embargo, le pareció que la voz profunda que brotaba del subsuelo entonaba una canción. María se detuvo de golpe, con el farolito en una mano y una canasta de pallares en la otra. Aquella voz cantaba, muy bajito, una canción cuya letra no podía dilucidar desde allá arriba, pero que sonaba triste y dulce, con notas largas y trémulas, como los salmos del padre Mauricio. Sin darse cuenta de lo que hacía, María dio un par de pasos hacia el foso, y por primera vez en toda su vida se asomó al enrejado en la boca de la sima, pero desde muy atrás. Dentro todo era negro, negro, negro como la boca del infierno. Pero la voz que reverberaba desde abajo era hermosa.
Dividida como estaba entre la fascinación y el temor, María no se dio cuenta de que la canción se había apagado hacía rato, hasta la voz volvió a subir desde el pozo.
-¿Te ha gustado, María? –dijo aquella voz grave, cavernosa, traviesa. María ahogó una maldición entre los dientes y salió a escape, dejando un reguero de pallares en el suelo.
Aquel día, mientras comían en la abarrotada mesa de la cocina, María se atrevió a hablar.
-Cuando ustedes bajan al sótano, ¿escuchan cantar al demonio?
La mirada que le dirigió Papá le dio a entender dos cosas. Una, que sí, todos habían oído cantar al demonio. Y la otra, que no se hablaba de ese tema, nunca. Así que María calló.

Otro cuento más, mis estimadas zarigüellas. Lo he acabado esta mañana y me he animado a subirlo; no obstante, espero que, ya que es largo y hay que subirlo por partes, me dé tiempo a corregir el final, porque todavía no me convence.
Y recordad que los comentarios son HAMOR ^^

miércoles, 11 de diciembre de 2013

A veces me corro en protesta


A veces me corro en protesta.
Al fin y al cabo, el índice
es el dedo de señalar.
"Escúchame" dice cuando apunta al cielo.
"Cállate" dice cuando te apunta al pecho.
"Conciénciate" dice cuando señala la injusticia.
"¡Oh, dios, sí!" digo cuando estamos a solas
mi índice y yo.
Y cada vez que algún imbécil
quiere hacer un comentario "informado"
sobre mi complejidad psico-sexual,
sobre el terrible trabajo que le supongo,
sobre que a veces me basta con la intimidad
y no con el orgasmo,
mi dedo índice apunta al centro de mi universo
y una tormenta solar borra toda su mierda.
A veces el mundo es un asco
y entonces
me corro en protesta.
Cinco minutos,
un dos tres
y ¡pum! salgo a la calle
con las mejillas adornadas
por el colorete de un placer que es sólo mío
y una media luna en los labios,
que le jodan a esta ignorancia,
que aprendan o se larguen,
yo me corro cuando quiero,
que me agarren si pueden.
Una estupidez
y me hago un dedo en el baño,
una falta de respeto
y me hago un dedo en el baño,
una opinión castradora
y me hago un dedo en el baño,
un insulto en la calle
y me hago un dedo en el baño... del bar.
Con el índice señalo,
con el corazón insulto
y con ambos acaricio
la última respuesta.
¿Tu sandez? ¿Tu misoginia?
Yo me corro en protesta.
Adivina quién gana.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Carencias en la educación y puñetazos en la boca

Mi entorno está lleno de pseudo-progresistas. Niñatos blancos heteros que, cuando toca exigir laicismo en la educación, criticar religiones en general, exigir dimisiones o tocar a rebato por acciones fascistas, se desgañitan vivos. Pero en cuanto hablas de desigualdad de género, de derechos LGTB, de la cultura de la violación, del racismo institucionalizado, de todos esos putos privilegios que se les caen por las orejas por el mero hecho de ser hombres, heterosexuales y blancos y vivir en el puñetero primer mundo, te mandan a la mierda a una velocidad de vértigo. "¿Día del orgullo gay? ¿Para qué? Ni que estuviéramos en el franquismo" "Pffff, el día de la mujer trabajadora; si ya podéis votar y trabajar, ¿qué más queréis?" "Tío, yo no soy racista, pero los gitanos son así, que no se integran".

Una persona no tiene la culpa de haber nacido en un ambiente privilegiado, ni de tener las cosas fáciles.

Sí que la tiene cuando da sus privilegios por hechos y les dice a otros grupos menos afortunados lo que deberían necesitar/querer/sentir/exigir.

Y desde luego también la tiene cuando se comporta como un capullo insensible.

Ya vale.

jueves, 31 de octubre de 2013

Una ola que viene


A veces puedo sentirlo venir
como el rumor de una ola que crece,
un músculo de agua que se tensa y revienta
en la línea afilada del rompiente.
A veces puedo sentirlo venir.
Venir como el azul cuando anochece,
venir como el deseo infinito
que devora el cuerpo y la mente,
a veces oigo sus pasos acercarse
y sonrío al golpearme la corriente
telúrica
histérica
inédita
de lo desconocido que pasa a ser consciente.
A veces puedo sentirlo venir
como una rueda que no se detiene,
justo antes de que estallen los núcleos
me brotan rosas en el vientre.
A veces puedo sentirlo venir,
fecundo,
poderoso,
incandescente,
y es la voz incombustible de mi yo
alargando los dedos a lo trascendente.
A veces puedo
sentirlo venir.

domingo, 20 de octubre de 2013

Los hijos del caos


La belleza es el amor en los ojos, en la piel; ambas cosas son la misma, aunque tengan distinto cuerpo. Y a pesar de lo que muchos creen, ni el amor ni la belleza provienen, emanan ni dependen de la perfección.

La perfección, de hecho, es una criatura humana, proyectada y parida a imagen y semejanza de los anhelos de la especie. Y toda búsqueda de perfección lleva a la locura y a la muerte, pues es la locura el único camino, y la muerte la única perfección completa: limpia, inocente, taxativa y eterna, la muerte. Un meteoro acelerado y enloquecido, desnudo de fuegos, una vida que se precipita en gritos callados a morir, eso es la perfección.

La belleza y el amor son más que hermana y hermano de la fealdad y el odio: son la fealdad y el odio. En el mismísimo corazón de lo bello pululan los gusanos de la repugnancia y el asco, en su pecho se anida todo lo sucio y lo venenoso. Y en el amor, ¡ah!, en el propio amor viven el horror y la crueldad, la miseria, la desidia y el crujir de dientes.

Así es como debe ser.

Pues no puede haber belleza sin fealdad; hasta tal punto no pueden existir la una sin la otra que una pasa a ser la otra, una imbricada en la otra de tal manera que serían llamadas con horror monstruo, deformidad, engendro de trozos. Y su visión, ambigua, terrorífica, (hermosa), hace vibrar nuestro corazón.

Así ha de ser.

Pues no puede haber amor si no hay imperfección, tara, defecto. Es la miseria en el corazón de la gloria lo que engendra el amor. La perfección puede ser venerada, temida, buscada con desesperación, pero jamás amada; la perfección, tan limpia, tan pura, tan aséptica y carente de vísceras, no puede sentir amor. Lo que admiramos es perfecto, pero sólo amamos la mugre, el escarnio, lo espantoso e imperfecto de la persona, del lugar, del hecho; aceptar su mitad monstruosa y abrazarla con los ojos abiertos, eso es belleza, eso es amor.

Así ha de ser.


Y recuerda que, si has llegado hasta aquí desde Facebook y eres capaz de dejar un comentario y un "me gusta" en mi tablón, también lo eres de hacer lo mismo aquí. No hay que ni darle a me gusta. Sólo escribir. Un "qué chulo" va bien. Yo lo dejo caer. Si eso. ^^

martes, 8 de octubre de 2013

La amiga que siempre vuelve


Ese libro que ya has leído, que te encantó y que siempre revisitas, es un poco como esa amiga que siempre vuelve.

Esa amiga con la que pasaste tan buenos momentos en el instituto y a la que ahora no ves tanto, que sólo saludas de vez en cuando por Facebook, pero que de repente aparece un fin de semana, te arrastra al mejor local escondido de la ciudad, te presenta a gente, se descuelga con el "¡al lado invitan chupitos!", se ríe e intercambia secretos contigo como si aún tuvierais dieciséis, y te presta su sofá para que duermas la mona. Esa amiga siempre dispuesta a escucharte, a contar contigo, a decirle a tu madre por teléfono "sí tía Mari, se quedó a dormir en mi casa!" para librarte de todo mal, no importa qué tantos años hayan pasado, no importa qué tanto silencio haya corrido.

Un libro querido, un libro al que constantemente regresas, es un amigo para siempre.

jueves, 29 de agosto de 2013

Gratia Plena

María sólo tiene quince años, pero sabe muy bien que la vida no es justa.

María lo sabe, lo sabe muy bien, y se le ocurre que es una de esas verdades fundamentales de la vida, una de esas cosas que, dichas en el momento adecuado y por la persona adecuada (una persona que, en cualquier caso, no es ella) resuenan con la sabiduría de los siglos. Porque María no es muy lista, eso se lo han repetido los adultos siempre (todos menos la yaya Manoli, y ojalá estuviera aún aquí) pero sabe que es de idiotas esperar a que la vida te regale algo. La vida no te debe nada. Y tú a ella tampoco. Así que para qué molestarse.

María tiene quince años y está embarazada. Sabe muy bien de quién, pero sabe también que eso no le va a servir. De hecho, cavila desanimada mientras se lía un porro, balanceándose en uno de los columpios del parque, las pocas cosas que María ha sabido a lo largo de su vida no le han servido nunca de nada. Porque María no es muy lista, eso lo entiende, pero también entiende que siempre ha estado en el bando perdedor, y que no tiene sentido intentar cambiarse de equipo. Hubo un tiempo en que creyó que sí, que arrimarse a la persona adecuada le sacaría las castañas del fuego. Pero no; María tiene quince años y empieza a entender, con una amargura secular, que no tiene sentido luchar contra el sino. Hija de madre depresiva, alumna conflictiva, basura poligonera; María empieza a saber (y ojalá, se dice mientras da la primera calada, no lo entendiera, ojalá no lo supiera) que todas significan lo mismo. Que la vida no es justa, y que no hay nada para ella más allá de este parque, este porro y el feto improcedente que tiene en la barriga. Ajo y agua.

María tiene quince años y está embarazada, y nunca se ha sentido tan sola.

“La vida no es justa” articulan apenas sus labios entre el humo de esa hierba que lleva su nombre (amargo símil), justo antes de darse cuenta de que, al menos en el plano físico, no está sola. Hay un hombre sentado en el columpio de enfrente.

María se pone en guardia de inmediato; en este parque, en este barrio, en esta vida de mierda, la presencia de un desconocido siempre es una amenaza difusa. Sobre todo si el desconocido en cuestión te mira fijamente con una sonrisita extraña.

El hombre en el columpio de enfrente es mayor, y sus rasgos no se distinguen mucho de los de todos los demás cincuentones que María ve a diario, pero al mismo tiempo hay algo distinto en él, algo que María intenta clasificar sin éxito. No es muy alto ni muy corpulento, tiene el pelo gris y unos ojos impresionantes, muy azules, muy redondos, y la mira fijamente, con esa sonrisa vaga, extraña. María se revuelve incómoda en el columpio.

-Hola –dice el desconocido. Tiene la voz muy suave y bien modulada; María no sabe que tal cosa existe, pero puede reconocerla si la oye. Silencio.

-Hola –dice María, porque no sabe qué más hacer. Nunca ha sido muy lista, eso está claro.

-Me llamo Gabi. ¿Y tú?

-María.

-Bien.

Vuelve a haber silencio. María se mira los pies mientras fuma; no lo ve, pero sabe que el desconocido la sigue observando con insistencia. ¿Qué coño mira? María sabe que debería mandarlo a la mierda y largarse antes de que al viejo le dé por pasarse de la raya, pero por alguna razón no lo hace. Tal vez sólo está cansada.

-¿Estás segura de que deberías estar fumando eso? –pregunta suavemente el desconocido, señalando al porro con la mano-. En tu estado…

-¿A ti qué te importa? –espeta María, antes de darse cuenta, con un salto en el estómago, de las implicaciones de lo que acaba de oír-. ¿Cómo sabes…?

-Se te nota. Soy bueno percibiendo esas cosas –dice Gabi, y su sonrisa se ensancha, sólo un poquito, acompañada por sus luminosos ojos azules. María comprende por fin por qué su expresión le resulta tan rara: le está sonriendo con aprecio, el maldito cabrón está tratando de ser amable. Tócate los huevos.

-Ah.

-¿Cómo estás?

-¿Cómo estoy de qué? –espeta María con toda la brusquedad de la que es capaz. Gabi no se inmuta.

-De lo tuyo. Con el bebé y todo eso. ¿Ya has decidido qué vas a hacer?

-Eso a ti no te importa –repone, casi muerde, María, aunque nota una leve punzada de malestar por ser tan desagradable con un hombrecillo de aspecto tan inofensivo y sonrisa tan amable.

-No, no, desde luego que no –acepta el hombre, pero no deja de sonreír. Se balancea un poco en el columpio antes de añadir-. Sólo me pareció que necesitabas hablar.

María escupe con amargura.

-Como si alguien me fuera a escuchar.

-Bueno, yo estoy aquí, ¿no?

-¿Y tú quién eres?

-Gabi –repite el hombre desconocido, y se le escapa la risa, como si acabara de contar un chiste buenísimo. A María le cuesta mucho esfuerzo no reírse también; su expresión agresiva es de momento la única defensa que le queda, pero tiene la sensación de que es físicamente imposible enfadarse con ese hombre. Así que chasquea la lengua, le da otra calada al porro y mira hacia otra parte. Sabe que el otro la sigue mirando, pero ya no le importa-. Y ¿qué dice tu madre?

María lo mira, con una agria sonrisa de incredulidad que hace saltar el abalorio negro que le decora el labio superior. Ya ni se para a preguntarse cómo sabe él que sólo vive con su madre.

-Mi madre nada, mi madre no sabe nada. Y si lo supiera… -bufa, reprimiendo un escalofrío.

-¿Si lo supiera…? –la anima Gabi.

-Pues si lo supiera me cascaría, ¿qué te crees? –escupe María, enfadada-. Ya me casca de normal cuando está borracha. Imagínate si le digo que estoy preñada. Me daría de hostias hasta dejarme los dientes de peineta. No la conoceré yo.

María se detiene un momento, dándose cuenta de que está largándole las intimidades de su roto y patético hogar a un completo desconocido. No sabe quién ni sabe cómo, pero alguien va a castigarla por esto luego. María no es muy lista, pero siempre sabe cuándo ha hablado de más, siempre lo ha sabido. Por eso los golpes y los gritos ya no la asustan. Qué coño, se dice, sacudiendo la ceniza del porro en el suelo. La cosa ya no puede ponerse peor de lo que está.

Gabi sigue sonriéndole, aunque su expresión ha cambiado, de una manera muy sutil. Sus cejas se han deslizado imperceptiblemente sobre sus ojos, dejando caer sobre ellos una delicada sombra de pena. A María siempre le ha tocado el coño la lástima ajena. Esta vez, sin embargo, no se siente agredida, si no… otra cosa.

-Lo siento –musita Gabi, y sus ojos brillan con tristeza, con un cariño triste tan intenso que hace a María sentirse incómoda. Nadie la ha mirado así desde que la yaya Manoli murió, hace dos años, y se siente indefensa ante el torrente de recuerdos que le inunda la mente. Sabe cómo defenderse de los puñetazos y de las manos que intentan meterse en sus pantalones sin permiso, aunque no siempre lo haga. Pero esto es nuevo.

-Da igual –dice María con desánimo-. Da igual. Yo ya paso de ella, tío. De ella y de todo el mundo. Yo siempre he sabido que mi madre no me va a ayudar en nada, ¿sabes? Yo no me fío de nadie. Por eso, porque mi madre es una puta borracha y pasa de mí. Así que yo paso de ella y de todos los demás. De mi madre, del Jose y de toda su mierda.

-El Jose es el padre, supongo –la voz de Gabi no ha perdido ni un ápice de su suavidad.

-Sí –replica María simplemente. ¿Para qué va a hablar del Jose ahora? ¿Serviría de algo tratar de describirlo, darle vueltas al frágil vínculo que los unió durante un par de semanas, hablarle de la soledad y el halago que la empujaron a aquellos tres insatisfactorios revolcones en el asiento trasero de su coche? Bah. Bah. María no dice nada, pero Gabi la mira, la mira y parece comprender, y no la juzga. María se encuentra añorando desesperadamente a la yaya Manoli. Ojalá Gabi fuera su abuelo.

-Y no se hace cargo.

-No lo sabe. No se lo voy a decir. ¿Pa’ qué?

-Lo siento –dice Gabi de nuevo.

-Yo lo siento más.

-¿Vas a tenerlo?

-¿Y si no qué voy a hacer? Los abortos cuestan un cojón, y necesito la autorización de mi madre y no sé qué puñetas. Me tocará tenerlo… -la voz de María se quiebra, de rabia y de desamparo, porque no es muy lista pero sabe que no tiene planes para el crío, que está jodida y el bebé también, que no tienen a nadie, que mañana se podría desangrar en el baño del colegio y nadie la echaría de menos. El porro arde lentamente entre sus dedos, desatendido. María guarda silencio, y le chirrían los dientes.

-¿Estás bien? –pregunta suavemente Gabi.

-¡¡NO!! –prorrumpe María, y de repente algo en su interior revienta, como un globo demasiado hinchado, como el puto preservativo que nunca usó-. ¡No, no estoy bien, joder! ¿Cómo voy a estar bien? –escupe de nuevo y golpea las cadenas del columpio con las manos, furiosa-. Estoy jodida, coño. Estoy sola y estoy preñada y a nadie le importa una puta mierda.

Sin que María se dé apenas cuenta, todos los dolores, todos los olvidos, todas las espinas pequeñitas que llevan años doliéndole entre las costillas vuelan por los aires en un estallido de rabia, y a María le falta boca para escupirlas todas, la puta montaña de basura que constituye su mugrienta vida: grita que está harta, que está harta del colegio y de sus compañeros y de los profesores que la miran con asco y la llaman choni pero luego se la cascan mirándole el tanga y lo sabe, que no se crean que no porque lo sabe, está harta de la borracha de su madre y de toda su mierda y de la gente que la quiere ayudar y en realidad no porque nunca hacen una puta mierda y sólo la miran con pena penita pena joder y está harta por el crío, por su hijo, coño, porque no tiene nada ni tiene a nadie y va a tener una vida de mierda como ella y los dos están jodidos ya, están tan jodidos, tan…

María patea el suelo con más rabia de la que creía contener y se aferra con fuerza a las cadenas del columpio, mordiéndose la lengua, luchando por no ponerse a llorar. Llorar delante de la gente no, eso no. Tarda un rato en apercibirse de que Gabi se ha levantado del otro columpio y ha caminado hacia ella, y se ha puesto en cuclillas, dejando sus ojazos azules al nivel de los suyos. Las manos de Gabi se ponen debajo de su barbilla, casi sin tocarla, como si ella fuera lo más bonito, lo más delicado del mundo. No llores, María, qué tonta eres.

-Hagas lo que hagas –susurra Gabi-, no pierdas la fe. No pierdas la esperanza. Nunca, María. Ten fe.

-¿Fe en qué? –pregunta María desafiante, y la voz le tiembla.

-En ti –algo se vuelca en el estómago de María-. Da igual lo que te digan. Da igual lo que te repitan. Nunca lo escuches. Eres importante, María. Eres hermosa y perfecta; todo lo que hayas sufrido, todo el desprecio que has recibido no pueden cambiar eso. Recuerda siempre que alguien te ama.

-A mí no me quiere nadie –balbucea María, y una puta lágrima se le escapa, corriéndole el lápiz de ojos.

-Sí. Alguien te quiere –insiste Gabi-. Nunca olvides eso. Estás viva, María. Vive. Tienes una vida, no dejes que te la arranquen. Se te ha concedido tal gracia… -por un instante parece que es Gabi el que se va a poner a llorar. Le aprieta las manos, sonriendo, sus ojos no podían estar más abiertos-. Vive y ten fe, María. Lucha. Eres insustituible. Eres necesaria. Eres amada.

Gabi le besa la frente, apretándole los hombros, y se levanta para marcharse. Antes de salir de su campo de visión, dejándola conmocionada y llorosa en el columpio, le toca el hombro. “Ten fe”. María oye un abanicar, un sonido de viento a su espalda. Cuando se vuelve, Gabi ha desaparecido.

María tira el porro al suelo.


Nueve meses más tarde, una adolescente da a luz a un niño en la maternidad del hospital público de la ciudad. “Otra”, comenta el personal sanitario, otra quinceañera preñada, qué plaga. La muchacha, sin embargo, no muestra ni el terror indefenso ni el apego histérico de otras adolescentes recién paridas; recibe a su hijo con una sonrisa tranquila y lo acuna contra su pecho, mirando por la ventana. El niño, en honor de una bisabuela que no llegará a conocer, se llama Manuel.

-Eres importante, y te quiero –susurra María a su hijo-. Tú y yo haremos muchas, muchas cosas. Y muy grandes.


Este relato aún está pendiente de algunas correcciones, pero he decidido publicarlo tal cual, a ver si podéis encontrar alguna falla y comentármela.
La próxima vez que hablemos, estaré en la orilla del Pacífico. No os comáis los unos a los otros. 

martes, 27 de agosto de 2013

Ya ha terminado todo.
Las notas, los créditos, el expediente. La solicitud del título.
Acabará el verano, y no tendré adónde ir.
Tengo miedo.

lunes, 12 de agosto de 2013

La muerte y las palabras


-Refectorio, scriptorium, biblioteca -dijo Guillermo-. De nuevo la biblioteca. Venancio murió en el Edificio, y muy probablemente en la biblioteca.

-¿Por qué justo en la biblioteca?

-Trato de ponerme en el lugar del asesino. Si Venancio hubiese muerto, asesinado, en el refectorio, en la cocina o en el scriptorium, ¿por qué no dejarlo allí? Pero si murió en la biblioteca, habría que llevarlo a otro sitio, ya sea porque en la biblioteca nunca lo habrían descubierto (y quizás al asesino le interesaba precisamente que lo descubrieran), o bien porque quizás el asesino no desea que la atención se concentre en la biblioteca.

-¿Y por qué podría interesarle al asesino que lo descubrieran?

-No lo sé. Son hipótesis. ¿Quién te asegura que el asesino mató a Venancio porque lo odiaba? Podría haberlo matado, como a cualquier otro, para significar otra cosa.

-Omni mundi creatura, quasi liber et scriptura... -murmuré-. Pero ¿qué tipo de signo sería?

-Eso es lo que no sé. Pero no olvidemos que también existen signos que sólo parecen tales, pero que no tienen sentido, como "blitiri" o "bu-ba-baff"...

-¡Sería atroz matar a un hombre para decir bu-ba-baff!

-Sería atroz -comentó Guillermo- matar a un hombre para decir Credo in unum Deum...

(El nombre de la rosa - Umberto Eco)

sábado, 3 de agosto de 2013

Monocromo (parte III)


Parte I
Parte II


Día sesenta y dos
Me ha preguntado si no tengo ropa de otros colores, de otras formas. “Visto de traje porque en la oficina nos lo piden” le explico. “Pero sí tengo ropa de otros colores. Azul marino, negro, beige…” “Sí, pero…”, dice ella, y abandona la frase después de una pausa. Sé lo que está pensando. Todos esos colores son grises en el fondo. Mi vida es monocromática, Irma. Sólo tú a veces apareces con una luminosidad absurda, con mejillas de rosa y cuerpo de sábana blanca besada por el sol. Pero no le digo nada. Y ella me sonríe con sus ojos infinitos.

Día sesenta y cinco
Hoy me la encontré ya atardecido, cuando volvía de dejar a los niños en casa de Mara. Sentada en su esquina bajo la farola, abrazándose las rodillas, la cara blanca y cérea, brillante de un sudor perlado como las lágrimas de una Mater Dolorosa. He odiado a esa aguja voraz que ha devorado todo cuanto ella tiene y que sigue presente hasta en su ausencia, comiéndosela por dentro. He tenido un golpe de locura y la he levantado en brazos en mitad de la calle, delante del bar donde almuerzo, enfrente del local donde trabajo, allí mismo he abrazado a una prostituta y me la he llevado en volandas a mi coche. Era tan ligera que me han dado ganas de llorar, y sin embargo temblaba con una fuerza que me sacudía entero.
Me ha arañado, me ha escupido, ha tirado al suelo mis libros y las pilas de revistas que siempre acumulo pero nunca leo. Ha balbuceado frases incoherentes y ha intentado huir. La he abrazado con todo el ímpetu que me permitía su esqueleto de cristal, mojándome con su sudor helado y dejando que sus estremecimientos penetraran en mí hasta hacerme castañetear los dientes.
-Me voy a morir –la he oído musitar ya de madrugada, el aliento acre de hambre y miseria.
-No, no, nada de eso –la he acunado como haría con uno de mis hijos-. Sólo es el mono. Se te pasará.
-Mono –ha repetido ella, y ha roto a reír, una risa histérica, trizada en llanto-. Mono. Mono. Monocromático –ha dicho, me ha señalado, y se ha vuelto a reír. Y tiene razón.
Me he dormido estrechamente anudado a ella. No recordaba haber sujetado a alguien con tanta fuerza desde que era joven y creía que el amor era lo único que tenía.
“Creía”. Miguel, eres un estúpido.
Cuando me he despertado, ella se había marchado a morir un poco más. Sin embargo, el que sintió esa pequeñita muerte fui yo.

Día sesenta y ocho
A veces, cuando la veo caminar hacia mí, tan despacio, como si fuera a evaporarse en cualquier momento, contemplo las líneas de luz y sombra que bailan sobre su silueta e imagino que explosiona en una cascada de pétalos blancos. Sé que podría pasar en cualquier momento. El viento se la va a llevar. Desde que lo sé, abrazo más a Cesare y a Bruno, los abrazo con fuerza, hasta que me rechazan avergonzados. Ahora recuerdo el horror de sentir arrancado algo que amas, y el alivio anestésico de la indiferencia, que convierte todo en gris: las palabras, la carne, la ropa, el aliento. Pero ya no puedo volver a ese lugar. Irma se está muriendo.

Día setenta y cuatro
Sus manos son pequeñas y temblorosas como aves. Cada vez está más delgada. Y sin embargo, su cara consumida, sus ojos enormes, sus dientes torcidos, siguen siendo plateados cuando hay luna suficiente.

Día setenta y nueve
Hoy me ha comentado, como si tal cosa, que de pequeña siempre soñaba con visitar París. Vaya, ella también ha visto demasiadas películas. Observo los charcos de luz y sombra en su perfil, me la imagino con medias de rayas, jersey de punto, bombín negro, fumando bajo su farola, diciendo “salut, chèri”. Y sonrío. Yo. Sonrío gratis.
No tengo fuerzas ni maldad para intentar engañarnos diciéndole alguna tontería como “algún día te llevaré a París”. Pero le sonrío, y ella me sonríe con los labios trémulos y azules. Sonrío y le estrecho la mano, sonrío y la abrazo, sonrío y le regalo rosas, sonrío y le salvo la vida en otra vida que no puede ser, durante los escasos segundos en los que sonrío. Sonrío, sonrío, sonrío.

Día ochenta y tres
A veces la sostengo mientras se inyecta. Me muero cada vez que lo hace. Veo cómo se va un poquito, un pedacito cada vez. Su sonrisa torcida y sus ojos grandes se marchitan, pero yo no siento que me arranquen nada, sólo la abrazo y le sonrío cuando ella no puede. Irma está aquí, Irma se está muriendo, Irma bajo una lluvia de purpurina dorada, Irma con flores en el pelo, Irma riéndose a carcajadas, Irma prerrafaelita, Irma amada Irma.

Día noventa y dos
Hoy murió Irma. Se ha ido. Liviana como un pájaro, blanca y evaporada contra las sábanas de esa cama en la que no trabajó para mí. Un rayo de luz moteado de polvo entraba a través de las persianas manchadas de su dormitorio. Luz dorada, amarilla y naranja. He mirado a través de la ventana, recordando todas las veces en las que la vi desde el cristal de mi oficina. El cielo estaba despejado. Había un árbol pequeño junto a la entrada. Un niño de chaqueta roja cruzaba la calle con su mochila. Irma se ha ido.
Y sin embargo aún veo su sonrisa de niña si cierro los ojos. Me pregunto si yo seré capaz de seguir sonriendo, ahora que ella ya no está.

Día noventa y cuatro
Sí soy capaz. Hoy he sonreído a mis hijos, largamente, un montón de veces. Sí soy capaz.

Día ciento seis
Hoy le he sonreído al estanquero. Él a mí no, pero no me importa. Soy capaz. Pienso en Irma.

Día ciento treinta
Esta noche he tenido un sueño agradable. He soñado con Mara, en la época en la que éramos jóvenes y nos queríamos. En el sueño, nos sonreíamos, nos besábamos, y sentía con perfecta claridad la simple dicha de estar en su compañía. La sensación de plenitud ha persistido al despertar y a todo lo largo de mi día, como sólo pueden hacerlo los sueños. Después del trabajo, he ido a recoger a los niños y he visto a la Mara de verdad, quince años y muchos pesares después, y le he sonreído desde la puerta. Ella me ha devuelto la sonrisa, sorprendida tal vez.
Creo que voy a tirar todos los malditos trajes grises a la basura.

domingo, 28 de julio de 2013

Cuatro días en Helsinki (diario de viaje)

10/7/13
5:10 am
Veo amanecer a través del cristal de la puerta R51. El cielo aún está negro, orlado en el horizonte por el fulgor rojizo que siempre flota de noche sobre las grandes ciudades, pero se intuye por oriente la ola azulada del día que viene. O tal vez sólo sea el reflejo de la iluminación interior sobre los ventanales.
El camino en taxi hasta el aeropuerto fue tranquilo, casi tranquilizador, teniendo en cuenta lo nerviosa que estaba yo. El taxista abrió la ventanilla y el coche se llenó con el olor de la madrugada: tierra mojada, jazmín, promesas. La noche aguardaba expectante, tanto como yo, la noche sabía que algo estaba a punto de cambiar. La noche es el escenario de las fantasías y los sueños, de todas las cosas irreales y fabulosas que se piensan sólo a medias. Y si una es lo suficientemente perseverante como para estar despierta en ese momento, lo suficientemente valiente como para dejarse llevar, puede que presencie cómo una de esas fantasmagorías cruza al plano de la realidad. El velo entre ambos mundos se hace mucho más tenue cuando está silencioso y oscuro y una tiene sueño; esa es una verdad que sé desde las primeras noches en vela de mi adolescencia, hace casi diez años. Por la noche, mientras dormimos, la realidad que conocemos cambia, se mueve, hace travesuras; es de noche cuando pasan las cosas. Por eso me gusta tanto la noche. Por eso odio tanto tener que vivir de mañana.
Entretanto, el taxi rodaba, y yo escuchaba ALIVE, de Raiko, uno de los openings de la primera temporada de Naruto, no recuerdo su número exacto. Me han venido recuerdos de la adolescente que descargó esa canción, hace lo que parece una Edad, y de una época febril, alucinada, fértil, en cierta manera relacionada con ésta, con ahora. La canción, que no escuchaba entera desde hacía bastante tiempo, ha tenido la virtud de calmar mis nervios, y una extraña sensación de plenitud se ha hinchado en mi esternón, la calma en la antesala de lo desconocido. El taxi, el taxista y yo, y el aroma de la madrugada subiendo en oleadas desde el lomo húmedo de la Huerta.
Los sonidos de la mañana, el tintineo de tazas en la cafetería, el rumor de voces que va subiendo, reverberan en la cúpula de hormigón armado de este ala del aeropuerto, como en una catedral, o como en el hábitat artificial de una beluga en un acuario. Estoy relativamente tranquila, tal vez aquietada por la sorpresa de haber superado la prueba de facturar y pasar los controles sin dificultades, tal vez revitalizada por el Burn helado con el que he acompañado el donut de mi desayuno temprano (llegué a Manises cargando el aturdimiento de quien ha pasado la noche en blanco, una sensación muy familiar para alguien que, como yo, está a dos asignaturas de terminar la universidad). Aún queda un largo camino por delante, pero empiezo a sentirme más entusiasta y menos asustada. Tolkien tenía razón: hasta los más grandes viajes empiezan dando un paso fuera de casa.

19:16 (hora finesa)
Hoy ha sido un día muy largo y a duras penas consigo mantener los ojos abiertos. He conseguido llegar a Helsinki sin mayores problemas, pero los cuarenta y dos euros de taxi desde el aeropuerto de Vaanta me han escocido hasta lo más profundo. Mañana veré de conseguir un abono de transporte, porque no estoy para estas sangrías.
Una vez instalada en la habitación del albergue, he salido a comprar comida para la cena y el desayuno, y de paso he ido a explorar el barrio. Es un lugar muy tranquilo y verde, con veredas anchas y empinadas por las que da gusto caminar. He memorizado puntos importantes: museos, cafeterías, librerías y puestos de comida, amén de una catedral subterránea y varios parques. Las gaviotas, con su pico afalcatado manchado de carmín, vuelan y cantan sobre las calles, por lo que intuyo que el puerto está cerca. Me han sorprendido los cuervos; creo que nunca había visto uno tan de cerca, vivo. Aquí, los inmensos pájaros negros vuelan de un edificio a otro con la seguridad de un inquilino permanente. Su graznido, ronco y agudo a un tiempo, me gusta mucho.
Me he recogido temprano, dado el cansancio, y me he dado una larga ducha para quitarme el hastío que se me había pegado a la piel con el sudor y la grasa. Tengo los talones agrietados y un sarpullido en los tobillos por llevar las botas de trekking tantas horas seguidas. Y pensar que es sólo el primer día. Ahora escribo desde la cama, paralela a una ventana que me permite ver los edificios aledaños y las copas de los pinos de un parque cercano, recortadas contra un crepúsculo nebuloso. Cuando llegué a Helsinki llovía, y por la banda de nubes grises que cubre el horizonte parece posible que vuelva a llover antes de que caiga la noche. Durante la travesía en taxi hasta el albergue, vi algo mágico en los densos bosques de coníferas mecidas por la lluvia a ambos lados de la carretera. O tal vez sólo fuera que en mis cascos sonaba Nightwish.
Nightwish, que lleva años convirtiendo los viajes en coche en hermosos cuadros en movimiento, Nightwish cuya música siempre despierta todo lo que hay de sagrado en el paisaje. Por fin he traído su música al lugar en que nació.


11/7/13
14:55
Escribo desde el cementerio de Hietaniemi, cuyas lindes arboladas se abren al Báltico en un pequeño golfo. La necrópolis es un lugar extraordinariamente calmo, umbrío y fresco, y las tumbas están tan bien cuidadas que incluso aquellas cuyos ocupantes murieron antes de la Gran Guerra parecían recién erigidas. Aquí no se llevan los nichos; todos y cada uno de los sepulcros están excavados en la tierra, y parecen preferirse el mármol negro (con inscripciones doradas) y el granito para los monumentos fúnebres. Éstos son, no obstante, muy sencillos y severos, con escasas concesiones a la ornamentación: una guirnalda por aquí, un medallón con el perfil del difunto por allá. En general priman las lápidas rectas y los obeliscos geométricos. No sé si se debe a la idiosincrasia local o a que es un cementerio luterano. Las gaviotas cantan, y de vez en cuando algún cuervo grazna, y pienso que ésa, y no otra, es la música que ha de acunar a los muertos: gaviotas y cuervos y el rumor de los árboles mecidos por el aliento húmedo del mar. Así el paseante, vivo, jamás olvida quién duerme bajo sus pies.
He pasado la mañana en el Museo de Historia Natural de Helsinki, un antiguo gymnasium imperial construido durante la ocupación rusa. Tiene una colección estupenda de esqueletos (incluyendo el de una ballena jorobada), animales disecados y fósiles, amén de algunos especímenes conservados en formol, todo dispuesto, no obstante, en modernos dioramas con partes interactivas. Las explicaciones estaban en finés y en sueco, al igual que todo lo demás en Helsinki, pero habían guías de audio y escritas en inglés en todas las salas. También hay varias familias suecas enterradas aquí, en Hietaniemi, y los trabajadores del sector público hablan todos sueco, aparte de finés e inglés. El peso de la burguesía suecoparlante, a pesar de ser minoría, se percibe por doquier. Es curioso cómo un Estado con una historia tan corta, subordinada durante siglos a las veleidades de dos potencias extranjeras como Suecia y Rusia, ha conseguido sin embargo conservar un idioma propio durante tantos siglos y construir una identidad cultural diferenciada lo suficientemente fuerte como para reclamar la autodeterminación. Finlandia. Se le hace tan poco caso; se sabe tan poco de su historia en el exterior. Pocos han oído la transparencia cristalina y crujiente de su idioma, como nieve a medio fundir en la boca. Finlandia, ¿quién eres?
Hora de irse; la brisa del golfo ha conseguido meterme el frío bajo la piel, y además esta mañana he sacado la Helsinki Card y hay que amortizarla. ¿Dónde estará la parada del tranvía?

18:54
De alguna manera me las he arreglado para que hayan pasado casi exactamente cuatro horas desde la última vez que cogí el cuaderno. He parado a descansar en la catedral luterana de Helsinki; por los clavos de Cristo que puedo medirme el pulso en el palpitar de los pies.
La catedral es una intimidante mole neoclásica construida en época del dominio ruso, cuando Finlandia era un gran ducado anexionado al Imperio. Doblan las campanas, ya son las siete. Hace un rato había alguien tocando el órgano en la galería superior. Estoy sentada en la nave central, casi debajo del gran candelabro dorado que cuelga de la cúpula central. Bajo tres de las cuatro pechinas (bajo la cuarta está el púlpito), en sendas hornacinas, hay estatuas de figuras importantes de la Iglesia luterana: Martín Lutero, Philipp Melanchton y Mikael Agricola, el reformador de Finlandia. Me acuerdo con una sonrisa del bueno de mi profesor de Cultura y Espiritualidad Modernas, y no tan sonriente del de Estado Moderno, al cual, pobre hombre, ya he torturado dos veces seguidas con exámenes ridículamente fallidos. Hay que ver; hace un par de días estaba furiosa con mis fracasos académicos y tenía ganas de lanzar cosas por los aires, pero hoy, aquí, el desaliento no puede tocarme. Por eso he venido. Me gusta esta ciudad.
Además, hoy los dependientes del puesto de comida mexicana donde he almorzado me han regalado una galleta. La he recibido como un regalo de parte de toda la ciudad, y me ha alegrado el resto de la tarde, a pesar de que buena parte del relleno de los tacos diera en mis pantalones antes de que consiguiera repescarlo con la tortilla. Gracias, Helsinki.
Antes de llegarme a Senantitori, donde está la catedral, he visitado el museo Ateneum, y en medio de su amplia colección de pintura finlandesa e internacional (toda de época contemporánea, pero pre-vanguardias) he visto El ángel herido, de Hugo Singen, la obra en la que se inspiró Nightwish para el videoclip de Amaranth. De alguna manera siempre acabamos volviendo al mismo sitio, parece.
Los planes para mañana son visitar el mercado portuario (las fresas en verano son famosas en Finlandia), tomar el ferry a Suomenlinna para ver la antigua fortaleza sueca, y por la tarde acercarme a la sauna de Kotiharjun, una de las pocas saunas públicas que aún funcionan. Pero antes, hoy, voy a ver si puedo llegar al puerto para ver la flota de rompehielos antes de volver al albergue.

22:39
Aún es de día. Qué bestia. No quiero ni imaginar cómo estarán en Laponia.


12/7/13
10:15
Llevo un buen rato dando vueltas por Kauppatori, pero recién he subido al ferry para Suomenlinna y tengo un lugar cómodo donde sentarme a escribir. La mañana está clara y despejada, con el cielo de color lavanda, más pálido hacia oriente. Desde aquí puedo ver la cúpula de la catedral.
Zarpamos. En Kauppatori he paseado por los puestos de comida, entre los que había varios centrados en gastronomía lapona: salmón, patatas y verduras con ajo, sopas cremosas, salchichas y pescadito frito. Todo olía de maravilla y daba ganas de comer. He comprado medio kilo de fresas en un puesto de fruta y me las he comido ahí mismo; tenían pinta de haberse hostiado contra todo lo hostiable, pues estaban machucadas y goteantes, pero de verdad que sabían estupendamente. Eso eran fresas de verdad, y no los fresones transgénicos de Mercadona.
El Báltico desde aquí es verde oliva, espumoso, y un viento helado viene de allende el horizonte, recordándonos constantemente lo cerca que estamos de los gélidos confines del mundo. De vez en cuando pasamos frente a algún islote, con sus árboles, su dársena y su casita de ladrillo y pizarra, no sé si residencias, observatorios biológicos o alguna otra cosa. Debe de ser increíble vivir así, tan cerca de la capital pero resguardado en tu propia isla.
Dios, los niños. Es lo único que empaña un poco la calma. Sé que no es su culpa, que son niños, pero qué puedo decir. Yo no soy su madre y no tengo tanta paciencia.
Ya hemos llegado.

12:39
Definitivamente Suomenlinna está convirtiéndose en uno de mis lugares favoritos. Es preciosa y tranquila, y tan verde y florido (toda la zona está a reventar de flores estivales) que cuesta imaginársela en invierno, cubierta de nieve y rodeada por la costra helada del Báltico. Alrededor de ochocientas personas viven aquí todo el año. Qué afortunadas.
Después de la visita guiada (la guía, Camilla, era encantadora y hablaba un inglés gramaticalmente perfecto) he bajado a la única playa de Suomenlinna, una única franja curva de arena de unos ocho metros de largo, en el fondo de un pequeño acantilado. Estaba llena de familias con niños que jugaban, buscaban rocas raras y se tiraban entusiastamente al agua poco profunda. He caminado descalza durante un rato, con el agua por debajo de las rodillas; estaba helada, pero ha sido la gloria para mis pies cansados y mis piernas congestionadas. Me hubiera quedado mucho más tiempo, pero es casi la una y aún me queda archipiélago por ver; quiero estar de vuelta en Helsinki hacia las cinco.
Ahora estoy sentada en los acantilados del lado oeste de la isla de Kustaanmiekka; girando un poco la cabeza puedo ver el puerto de Helsinki a lo lejos. Estoy rodeada de gente local tomando el sol (puedo oler su filtro solar desde aquí); las gaviotas y albatros campan a sus anchas y por todas partes revolotean unas mariposas con alas de un blanco con aguas verdosas. Oigo zumbar a varios insectos. Delante de mí, en el mar, hay una pequeña bandada de patos silvestres. Hace un rato, en la playa, probé una gota de agua del Báltico: apenas se le notaba la sal, como suele ocurrir con los mares fríos. Pienso en el Mediterráneo, con su salinidad que es como un mordisco en la lengua, y en el Pacífico, bajo el cual yo buceaba con los ojos abiertos cuando era pequeña (todos los días regresaba a casa con el humor vítreo inyectado en sangre). ¿Cuántos mares, cuántos océanos he visto ya? Se me ha olvidado contarlos.

19:28
Esta tarde, al regresar de Suomenlinna (he visitado dos museos allí: un submarino de la Segunda Guerra Mundial y la casa de Gustav Ehrensvärd, gobernador de las islas durante el período sueco) he salido a buscar la sauna de Kotiharjun, pero ha sido imposible encontrarla. La guía especificaba la calle y el número, pero la escala del plano adjunto era demasiado pequeña como para señalar cuál de todas las calles era la correcta. Bajé del metro en Sornäinën, la estación más cercana, y di un par de vueltas por la zona, pero nada. De todos modos, la abundancia de locales de striptease y de masaje tailandés, aparte de la gente (mayor) haciendo botellón en la calle, acabaron por desanimarme. La zona de Sornäinën debe de ser lo más parecido a un barrio conflictivo que tiene Helsinki.
Mañana es mi último día completo aquí (mi vuelo sale el domingo a las cuatro y pico de la tarde) así que me lo tomaré con calma; al fin y al cabo, ya he visto prácticamente todo lo que quería ver en esta primera visita. Voy a acostarme temprano hoy para poder usar la sauna del albergue, que abre para las mujeres muy temprano en la mañana (a mí nadie me impedirá darme una sauna habiendo venido a Finlandia, vive Dios), y tal vez nadar un rato en la piscina. El resto del día veré un par de museos más, pasearé en tranvía y quizá compre un par de recuerdos (un imán para la nevera de la cocina, eso seguro, y estaba pensando en un Muumin pequeño de peluche para Jose). También quiero ir a una librería (hay una en la estación de Kamppi, cerca de aquí) a ver si encuentro algún diccionario bilingüe o gramática finesa, o tal vez un libro sobre historia o mitología de Finlandia, si está en inglés. Por la noche (bueno, “noche”; estoy empezando a sospechar que aquí al sur tampoco se pone el sol en verano) me gustaría salir, más que sea una vez, y ver la vida nocturna de Helsinki. Hay un pub de metal, el Bar Bakkari, cerca de aquí, en Pohjoinen Rautatienkatu, y creo que he ahorrado lo suficiente como para permitirme una bebida (el alcohol aquí es muy caro).
Es hora de cenar, llamar a casa y recogerse. Tengo la esperanza de que el día de mañana no sea tan agotador como los tres que lo han precedido, pero en última instancia lo sufriré de igual manera: son mi último día y mi última noche en Helsinki, hay que hacer que valgan.


13/7/13
13:55
Como en Kauppatori, bajo un tenderete, junto al mar y con el sonido de las gaviotas de fondo. Es un cúmulo de clichés del tamaño de una casa, pero qué puedo decir, estoy a gusto. Además, no podía dejar sin probar esa sopa cremosa de salmón y patatas que ayer perfumaba el ambiente del puerto. Tiene nata y perejil, y está deliciosa.
La mañana ha sido muy tranquila; por primera vez no me duelen los pies pasado el mediodía. Me he levantado a las seis y media y me he encaminado a la sauna de la residencia, que está en un edificio aledaño. La piscina, cubierta, estaba en el mismo recinto. La verdad, he estado en varias saunas antes, en otros hoteles, pero ésta ha sido diferente: se notaba en el ambiente que la mayor parte de usuarias estaban acostumbradas a frecuentar sitios así para socializar, y no como parte de un circuito de spa. Enseguida me hice al ritmo que llevaban todas: sauna, ducha, piscina y de vuelta a la sauna. El agua de la piscina estaba bastante fría, pero el contraste, sorprendentemente, me resultó agradable. He notado a lo largo del día que mis piernas incipientemente varicosas me lo han agradecido mucho. La primera vez que entré a la piscina después de la sauna, volví antes al vestuario para ponerme el bikini, pero pronto noté que la mayoría de las usuarias, sobre todo las de más edad, nadaban desnudas, tal y como habían entrado a la sauna. Y pensé “¿por qué no?”. Raramente tiene una la posibilidad de andar desnuda por un sitio público, menos nadar sin ropa, así que dejé mi bikini mojado en el vestuario la siguiente vez.
A decir verdad, hubo algo extrañamente liberador en poder estar desnuda con otra gente sin mayores consecuencias. Nadar sin bañador en aquel agua fría, con la carne de gallina y los pechos flotando, fue sorprendentemente satisfactorio. En Moncada, en el gimnasio, normalmente voy del vestuario a la ducha y viceversa sin taparme con la toalla; estoy muy cómoda con mi cuerpo y en el ambiente adecuado descubrirlo no me produce ningún pudor. El problema es que allá, en el gimnasio, no hay tal ambiente, porque soy casi la única que no se tapa con la toalla antes de vestirse. No hay nada de malo en marcar límites en la propia intimidad, claro está, pero es una lástima porque hoy, en la sauna, había un ambiente magnífico. Éramos un grupo de mujeres de diferentes edades, desnudas o semidesnudas: jóvenes delgadas o rollizas, y señoras mayores con celulitis y varices, todas mostrando sus cuerpos sin artificios. Pechos colgantes, vientres abombados, pezones nudosos, pubis sin depilar (de hecho, es la primera vez en mucho tiempo en que veo uno que no es el mío); cuerpos humanos tal y como son, y no como quieren que creamos que deben ser. Encontré la experiencia muy saludable, no sólo en el obvio plano físico (porque la sensación de bienestar me duró toda la mañana) si no también en el psicológico: en esta era de cirugía estética, desórdenes alimenticios y dismorfia corporal, realizar este tipo de actividades, desnudarse en grupo, hacer ejercicio, podrían tal vez, y sólo tal vez, recordarnos cómo somos en realidad, sanarnos un poco de la histeria por una perfección física que no existe, ayudarnos a recuperar la autoestima perdida y el respeto por nuestros propios cuerpos. Entiendo por primera vez el atractivo y la transgresión del nudismo: se trata de reclamar el cuerpo, de reafirmarlo, de reventar el fetiche sexual de la desnudez para poder verla como el estado natural de un cuerpo que merece respeto y cariño. Debemos reclamar nuestro cuerpo desnudo y negarnos a que se nos haga sentir vergüenza de él; una vergüenza que ya no nace de la inmoralidad de una sexualidad reprimida, si no justamente de lo contrario, de la división obscena entre el ideal inalcanzable de unos medios hipersexualizados y la modesta honestidad de un cuerpo verdadero. Hoy, desnuda en la sauna, he sido libre.
Después de la sauna he caminado hasta Aleksanterinkatu, donde he subido a un tranvía de la línea 4 y he dejado que diera la vuelta completa por toda la ciudad. Después del agotamiento de los últimos días, ha sido maravilloso poder pasear sin tener que caminar. El resto de la mañana lo he pasado en el Museo de Arte de Helsinki, donde había varias exposiciones, agrupadas bajo el título “Happy End?”, centradas en el malestar de la sociedad posmoderna y en las dudas acerca del futuro. Suena bastante pedante, pero las propuestas me gustaron mucho. Una de las exposiciones, audiovisual, incluso venía acompañada de un documental en el que los artistas explicaban los conceptos desarrollados en las diversas obras expuestas, lo que me pareció interesantísimo. Nunca he sido muy fan del arte moderno, pero creo que voy a tener que empezar a reconsiderarlo.
Tenía pensado ir a visitar la catedral ortodoxa de Helsinki nada más terminar de comer, pero el día está tan bonito y estoy tan relajada que creo que voy a pasear un rato por el puerto antes de seguir camino. Desde luego, me gusta especialmente hacer las cosas a mi ritmo, lento. Vivo en el mundo equivocado, je.


14/7/13
9:44
Ya estoy sentada en el autobús que me llevará al aeropuerto de Vaanta. Estoy un poco triste. Echo de menos a mi gente y tengo ganas de verla, pero también me entristece tener que dejar Helsinki. He sido muy feliz aquí. Siento que he hecho amistad con la ciudad; una amistad sudorosa y polvorienta, forjada en circunstancias inesperadas, pero aún así tierna y acogedora. Es extraño cómo las ciudades tienen su propia personalidad, su carácter, su voz, incluso un cuerpo propio. Ahora que soy adulta recién estoy empezando a conocer a Valencia, y a Lima, dios me perdone, nunca he podido conocerla lo suficiente; pero hete aquí que aterrizo sola en un país completamente desconocido y acabo sintiendo un cariño inmenso por esta capital, por Helsinki, con su Báltico verde y su puerto, con sus gaviotas y sus cuervos, con su olor a café, sus melenas rubias y sus ojos azules, con todo lo que la hace ser quien es. Tal vez porque es la primera ciudad extranjera que visito sola, siento esta conexión tan fuerte con ella; tal vez es que la ciudad es joven, como yo. Porque Helsinki tiene varios siglos, pero hace menos de uno que es capital de un estado autónomo, y algo en ella parece denotarlo. Conocerla ha sido cruzarse con una compañera, con otra universitaria mochilera con pantalones de viaje y pies cansados, con la cual sentarse a airear las botas y hablar, y callar mientras te cuenta anécdotas de su pasado.
La ciudad y sus alrededores desfilan ante mis ojos y noto nacer en mi garganta un pequeño nudo. Mi hermana me llamaría tonta si me oyera, pero qué puedo hacer. Me apena dejar esta ciudad en la que me he sentido bienvenida, este lugar que ha conseguido que piense en mi albergue como “mi casa”. Por ahí se va a mi casa, puedo ver mi casa desde aquí. Cada imagen que veo por la ventanilla es un lugar al que digo adiós. Adiós, Hietaniemenkatu; adiós, estación de Kamppi; adiós, puerto de Kauppatori; adiós, catedral; adiós, Senantintori; adiós. Ayer, en el Bakkari, brindé calladamente por la ciudad. Algún día regresaré.

10:38
Desayuno café con leche y un bollo de canela; es lo más cercano a un pulla que he encontrado. A ese respecto no he tenido suerte.
En la barra de la cafetería, delante de mí, hay dos hombres fornidos y rubios, muy escandinavos, con uniforme de la policía. Pasa a mi lado un hombre mayor, negro, con un abultado gorro de lana en el que probablemente habrá embutido unas rastas muy largas, portando una guitarra en su funda. Luego una familia musulmana; la hija adolescente lleva un hijab de camuflaje, a juego con su camiseta. Al otro lado de la terminal 2, un equipo infantil, todos con medallas al cuello, alborota desde la escalera mientras un congestionado entrenador grita “Asseyez-vous! Asseyez-vous!” ¿Adónde irá esta gente? Mi avión no embarca hasta las tres. Me espera un largo día.

16:55
Embarcada ya en el avión a Madrid, no queda si no esperar a despegar. Vuelvo a casa, sí, pero también dejo mi casa.
En la sala de espera frente a la puerta de embarque ya empecé a escuchar castellano por todas partes; en las caras se veía que más de la mitad del pasaje iba ocupado por gente española. Me sabe mal decirlo, pero las conversaciones a gritos y la charla intrascendente, salpicada de expresiones machistas, me puso de muy mal humor. Tampoco es que sea muy difícil ponerme de mal humor, eso lo admito, pero venía flotando en una nube de bienestar después de mis días en Helsinki, y la vuelta a la realidad ha sido amarga. Los fineses son gente más callada. No es que sean fríos; de hecho, los he notado extraordinariamente amables y solícitos. Pero no son muy amigos de la conversación superficial. A veces, cuando iba andando por la calle en Helsinki y pasaba por delante de la terraza de un bar, veía que la gente que se sentaba junta a tomar algo no conversaba, simplemente saboreaba su bebida y callaba, tomando el sol. Otras veces sí que hablaban, claro está, pero en ocasiones no. Varias veces he leído que a los fineses no les incomoda callar en grupo, y parece ser cierto. A decir verdad, ha sido muy relajante estar unos días sola en esta ciudad tan silenciosa, hablando solo lo estrictamente necesario. Me encanta hablar, y es cierto que si se me da pie apenas cierro la boca, pero a veces hay que callar. El silencio es bueno. Podría aplicárselo el madrileño gritón sentado detrás de mí, porque a fe mía que está acabando conmigo. Ejem.
El avión se mueve. La cabeza del Muumin de peluche que le he comprado a Jose asoma por la cremallera de mi mochila; su suavidad es reconfortante, ya que aún estoy un poco triste.
Despegamos. Adiós, Helsinki; adiós Finlandia. Volveremos a vernos.

Id a Helsinki, criaturas. Es guay. Y recordad, a nadie le amarga un comentario ^^