Parte I
Parte II
Día sesenta y dos
Me ha preguntado si no tengo ropa de otros colores, de otras
formas. “Visto de traje porque en la oficina nos lo piden” le explico. “Pero sí
tengo ropa de otros colores. Azul marino, negro, beige…” “Sí, pero…”, dice
ella, y abandona la frase después de una pausa. Sé lo que está pensando. Todos
esos colores son grises en el fondo. Mi vida es monocromática, Irma. Sólo tú a
veces apareces con una luminosidad absurda, con mejillas de rosa y cuerpo de
sábana blanca besada por el sol. Pero no le digo nada. Y ella me sonríe con sus
ojos infinitos.
Día sesenta y cinco
Hoy me la encontré ya atardecido, cuando volvía de dejar a los
niños en casa de Mara. Sentada en su esquina bajo la farola, abrazándose las
rodillas, la cara blanca y cérea, brillante de un sudor perlado como las
lágrimas de una Mater Dolorosa. He odiado a esa aguja voraz que ha devorado
todo cuanto ella tiene y que sigue presente hasta en su ausencia, comiéndosela
por dentro. He tenido un golpe de locura y la he levantado en brazos en mitad
de la calle, delante del bar donde almuerzo, enfrente del local donde trabajo,
allí mismo he abrazado a una prostituta y me la he llevado en volandas a mi
coche. Era tan ligera que me han dado ganas de llorar, y sin embargo temblaba
con una fuerza que me sacudía entero.
Me ha arañado, me ha escupido, ha tirado al suelo mis libros y
las pilas de revistas que siempre acumulo pero nunca leo. Ha balbuceado frases
incoherentes y ha intentado huir. La he abrazado con todo el ímpetu que me
permitía su esqueleto de cristal, mojándome con su sudor helado y dejando que
sus estremecimientos penetraran en mí hasta hacerme castañetear los dientes.
-Me voy a morir –la he oído musitar ya de madrugada, el
aliento acre de hambre y miseria.
-No, no, nada de eso –la he acunado como haría con uno de mis
hijos-. Sólo es el mono. Se te pasará.
-Mono –ha repetido ella, y ha roto a reír, una risa histérica,
trizada en llanto-. Mono. Mono. Monocromático –ha dicho, me ha señalado, y se
ha vuelto a reír. Y tiene razón.
Me he dormido estrechamente anudado a ella. No recordaba haber
sujetado a alguien con tanta fuerza desde que era joven y creía que el amor era
lo único que tenía.
“Creía”. Miguel, eres un estúpido.
Cuando me he despertado, ella se había marchado a morir un
poco más. Sin embargo, el que sintió esa pequeñita muerte fui yo.
Día sesenta y ocho
A veces, cuando la veo caminar hacia mí, tan despacio, como si
fuera a evaporarse en cualquier momento, contemplo las líneas de luz y sombra
que bailan sobre su silueta e imagino que explosiona en una cascada de pétalos
blancos. Sé que podría pasar en cualquier momento. El viento se la va a llevar.
Desde que lo sé, abrazo más a Cesare y a Bruno, los abrazo con fuerza, hasta
que me rechazan avergonzados. Ahora recuerdo el horror de sentir arrancado algo
que amas, y el alivio anestésico de la indiferencia, que convierte todo en
gris: las palabras, la carne, la ropa, el aliento. Pero ya no puedo volver a
ese lugar. Irma se está muriendo.
Día setenta y cuatro
Sus manos son pequeñas y temblorosas como aves. Cada vez está
más delgada. Y sin embargo, su cara consumida, sus ojos enormes, sus dientes
torcidos, siguen siendo plateados cuando hay luna suficiente.
Día setenta y nueve
Hoy me ha comentado, como si tal cosa, que de pequeña siempre
soñaba con visitar París. Vaya, ella también ha visto demasiadas películas.
Observo los charcos de luz y sombra en su perfil, me la imagino con medias de
rayas, jersey de punto, bombín negro, fumando bajo su farola, diciendo “salut, chèri”. Y sonrío. Yo. Sonrío
gratis.
No tengo fuerzas ni maldad para intentar engañarnos diciéndole
alguna tontería como “algún día te llevaré a París”. Pero le sonrío, y ella me
sonríe con los labios trémulos y azules. Sonrío y le estrecho la mano, sonrío y
la abrazo, sonrío y le regalo rosas, sonrío y le salvo la vida en otra vida que
no puede ser, durante los escasos segundos en los que sonrío. Sonrío, sonrío,
sonrío.
Día ochenta y tres
A veces la sostengo mientras se inyecta. Me muero cada vez que
lo hace. Veo cómo se va un poquito, un pedacito cada vez. Su sonrisa torcida y
sus ojos grandes se marchitan, pero yo no siento que me arranquen nada, sólo la
abrazo y le sonrío cuando ella no puede. Irma está aquí, Irma se está muriendo,
Irma bajo una lluvia de purpurina dorada, Irma con flores en el pelo, Irma
riéndose a carcajadas, Irma prerrafaelita, Irma amada Irma.
Día noventa y dos
Hoy murió Irma. Se ha ido. Liviana como un pájaro, blanca y
evaporada contra las sábanas de esa cama en la que no trabajó para mí. Un rayo
de luz moteado de polvo entraba a través de las persianas manchadas de su
dormitorio. Luz dorada, amarilla y naranja. He mirado a través de la ventana,
recordando todas las veces en las que la vi desde el cristal de mi oficina. El
cielo estaba despejado. Había un árbol pequeño junto a la entrada. Un niño de
chaqueta roja cruzaba la calle con su mochila. Irma se ha ido.
Y sin embargo aún veo su sonrisa de niña si cierro los ojos.
Me pregunto si yo seré capaz de seguir sonriendo, ahora que ella ya no está.
Día noventa y cuatro
Sí soy capaz. Hoy he sonreído a mis hijos, largamente, un
montón de veces. Sí soy capaz.
Día ciento seis
Hoy le he sonreído al estanquero. Él a mí no, pero no me
importa. Soy capaz. Pienso en Irma.
Día ciento treinta
Esta noche he tenido un sueño agradable. He soñado con Mara,
en la época en la que éramos jóvenes y nos queríamos. En el sueño, nos
sonreíamos, nos besábamos, y sentía con perfecta claridad la simple dicha de
estar en su compañía. La sensación de plenitud ha persistido al despertar y a
todo lo largo de mi día, como sólo pueden hacerlo los sueños. Después del
trabajo, he ido a recoger a los niños y he visto a la Mara de verdad, quince
años y muchos pesares después, y le he sonreído desde la puerta. Ella me ha
devuelto la sonrisa, sorprendida tal vez.
Creo que voy a tirar todos los malditos trajes grises a la
basura.
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