lunes, 16 de diciembre de 2013

Eloí Eloí (parte I)



Desde que tenía memoria, María había sabido que había un demonio encerrado bajo el suelo de su casa.
La familia de María vivía en un ranchito de barro y adobe en mitad de un desierto inmenso. Sobre sus cabezas, la bóveda del cielo era siempre de un azul muy pálido, herido por el sol blanco que cada día caminaba de horizonte a horizonte sobre la tierra yerma. Al este se veía el espinazo desdibujado de una cordillera, alrededor de cuyas cumbres danzaban buitres y jirones de niebla; al sur, al norte y al oeste el desierto seguía en línea recta, como tirada por un albañil, sólo interrumpiéndose de vez en cuando con algunos montes y dunas menores, cañones y quebradas con rincones umbríos donde las escasas lluvias conseguían hacer retoñar la hierba de vez en cuando. Ahí era donde el padre de María y sus hermanos mayores llevaban a las cabras de la familia a pastar. Ahí era donde, en una de sus excursiones, habían atrapado al demonio y lo habían llevado a la rastra hasta la casa.
El padre de María nunca le contó directamente cómo había ocurrido, aunque ella había oído la explicación entre susurros que le dio a su madre en la penumbra de la cocina, y los alardeos juveniles de sus hermanos. En el sótano del ranchito, donde se guardaban los sacos de frejoles y las ristras de choclos secos, el padre y los hermanos de María habían excavado un profundo pozo en la tierra viva, donde habían arrojado al demonio para luego cerrar la boca con una reja. El desgraciado no se resistía, oyó María decir a su hermano Carmelo, sólo miraba y miraba, como si todo le diera igual.
Desde entonces había habido un demonio bajo el suelo de la casa de María. Los niños tenían prohibidísimo bajar al sótano, bajo terribles penas que con las justas conseguían espantarles la curiosidad. Una vez, cuando tenía siete años, María y su hermano menor, Luisito, se habían aventurado por la escalera de madera que bajaba a las entrañas de la casa, armados sólo con una vela que no conseguía penetrar la densa oscuridad del subsuelo. El aire era húmedo y frío allá abajo, y extrañas corrientes de aire hacían bailar la llama de la vela. Sólo se atrevieron a bajar hasta el quinto escalón; después Luisito lloriqueó que no quería seguir, que le daba miedo, y María lo escoltó de vuelta hacia la luz, agradeciendo en silencio la excusa para no cumplir la travesura. Antes de cerrar la puerta, empero, no pudo resistirse a voltearse y mirar una última vez. Allá abajo, dentro de la negrura densa como el café, alguien respiraba.
María creció con el escalofrío de esa respiración en la espalda. Cada vez que pasaba frente a la puerta del sótano, los ojos de su mente, que no los de su cabeza, se volvían en otra dirección. El demonio bajo la casa era algo de lo que casi nunca se hablaba, aunque todos en aquella casa sabían, vivían, respiraban su presencia en los efluvios fríos que subían del corazón de la tierra. De vez en cuando, el párroco del pueblo más cercano se acercaba en su mula, en un viaje que le costaba el día entero, y bendecía la casa, llenando los alrededores de la fosa del sótano de agua bendita y derramando lo que le quedaba sobre los escalones. Eso, decía, mantendría confinada a la bestia, engendro del mismo Diablo, y luego otorgaba dones y dispensas a la valerosa y virtuosa familia que campeonaba contra el mal en su propia casa. Otras veces, algún viajero cansado hacía un alto en el ranchito y Papá y Mamá le permitían dormir junto a la lumbre, y antes de apagar las candelas Papá y Carmelo lo bajaban al sótano para que viera al monstruo. Una vez uno de los viajeros, un joven que había venido de muy lejos, se quedó tan impresionado con el demonio en la fosa que Consuelo, la hermana mayor de María, tuvo que cuidarlo toda la noche. El viajero se fue a la mañana siguiente, y nueve meses más tarde Consuelo tuvo un niño, Mateo. Papá y Mamá no dijeron nada sobre la criaturita, se limitaron a darle de comer, como habían hecho con sus cinco hijos y con la desdentada Abuela. Una boca más, una boca menos. Dios proveerá.
Una mañana, cuando María contaba trece años, Mamá le dio una olla y le pidió que bajara al sótano y la llenara de arroz, por favor. La respuesta a los ojos despavoridos de María fue un “¿Qué me miras? Algún día ibas a tener que bajar, ¿no? Y súbete también una ristra de ají amarillo”. María partió con la espalda tiesa.
-Y María.
-¿Sí, Mamá?
-No lo escuches.
Eso fue todo, y María bajó, sabiendo que algo en la casa había cambiado, que ya no era una de “los chiquillos”, si no una adulta. Bajó con un farolito, que iluminaba las paredes y el techo de tierra con una luz rojiza como la canela, y se encontró cara a cara con el pozo enrejado del demonio. “No, no mires”. Mientras localizaba el saco de arroz y hundía dentro la olla para llenarla, escuchó esa respiración que había marcado su infancia y que le recordaba, sin discusión, que no estaba sola, que había un demonio debajo de la casa. “No lo escuches, María. No lo escuches”. Procurando que no le temblaran las manos, eligió una ristra de ajíes, curvos como puñales vegetales, y se encaminó a la escalera sorteando el pozo, empleando todo su autocontrol en no echar a correr. Ya no era una niña, era una mujer. Sus hermanos habían bajado de toda la vida, ahora ella también. A su espalda, la respiración se había hecho más pesada, más densa, y María casi la sentía correrle por la columna.
-María… -susurró la voz desde el pozo. María emprendió la carrera escaleras arriba.
Cuando llegó a la cocina, con el corazón pateándole el pecho, Mamá apenas la obsequió con una mirada de desinterés.
-¿Y? –preguntó, y María comprendió.
-Nada –dijo. Y así fue como empezó a vivir realmente con el demonio.

Al principio, María intentaba enredar a alguno de sus hermanos mayores para que la acompañaran al sótano cada vez que necesitaba bajar. Bastaron un par de miradas y bufidos de desprecio para que se le metiera entre las cejas que aquello era un rito de paso, y que nadie en la casa estaba para andar bajándola al sótano del bracito. Así que apretó los dientes y bajó, bajó, bajó a la penumbra rojiza del sótano, a su aire frío y húmedo como un soplido, a la respiración del ser que dormitaba en el pozo. A veces, las primeras veces, María había escuchado su nombre entre susurros, y se las había arreglado para bloquear en su mente las voces que se preguntaban cómo era que el demonio sabía su nombre. Una vez, sin embargo, le pareció que la voz profunda que brotaba del subsuelo entonaba una canción. María se detuvo de golpe, con el farolito en una mano y una canasta de pallares en la otra. Aquella voz cantaba, muy bajito, una canción cuya letra no podía dilucidar desde allá arriba, pero que sonaba triste y dulce, con notas largas y trémulas, como los salmos del padre Mauricio. Sin darse cuenta de lo que hacía, María dio un par de pasos hacia el foso, y por primera vez en toda su vida se asomó al enrejado en la boca de la sima, pero desde muy atrás. Dentro todo era negro, negro, negro como la boca del infierno. Pero la voz que reverberaba desde abajo era hermosa.
Dividida como estaba entre la fascinación y el temor, María no se dio cuenta de que la canción se había apagado hacía rato, hasta la voz volvió a subir desde el pozo.
-¿Te ha gustado, María? –dijo aquella voz grave, cavernosa, traviesa. María ahogó una maldición entre los dientes y salió a escape, dejando un reguero de pallares en el suelo.
Aquel día, mientras comían en la abarrotada mesa de la cocina, María se atrevió a hablar.
-Cuando ustedes bajan al sótano, ¿escuchan cantar al demonio?
La mirada que le dirigió Papá le dio a entender dos cosas. Una, que sí, todos habían oído cantar al demonio. Y la otra, que no se hablaba de ese tema, nunca. Así que María calló.

Otro cuento más, mis estimadas zarigüellas. Lo he acabado esta mañana y me he animado a subirlo; no obstante, espero que, ya que es largo y hay que subirlo por partes, me dé tiempo a corregir el final, porque todavía no me convence.
Y recordad que los comentarios son HAMOR ^^

3 comentarios:

  1. ...no se como vas a continuar el cuento, pero yo se bien lo que haría con un demonio de voz hermosa y profunda.

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  2. Tenéis unas filias de raras, hijos míos XD (nah, yo también gusto del demonio, ya veréis ^^)

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