No suelo escribir directamente sobre mi vida sin más, pero hoy quiero hablaros de mi mejor amigo.
Conozco a mi mejor amigo desde que tenía diez años y era una pituca limeña petulante y silenciosa. Yo acababa de llegar de otro país y él siempre había vivido en el mismo pueblo; era entonces un criajo gordo, insolente y ladilla. De inmediato nos caímos pésimo. Estuvo haciéndome la puñeta gratis todo aquel año, y yo me lo pasé persiguiéndole para cascarle, cosa que nunca llegué a hacer (sería gordo pero era rápido como un obús el muy cabrón). Yo le miraba con asco por ser tan maleducado y él me miraba con asco por ser tan arrogante. Un buen comienzo.
Sin embargo, al año siguiente, en sexto de primaria, me ayudó a salir de la Cueva del Hielo en el juego de Pokémon Plata (aún recuerdo con nostalgia mi Game Boy color verde manzana). Dejó de darme un poquito de asco y creo que él me toleró un poco más también. Después empezamos secundaria y no volví a tratar con él hasta cuarto curso, cuando coincidimos todos los rarunos en una sola clase (menos Joan, porque Joan es un borde y se aísla XD).
Aquel curso fue el mejor. Éramos un puñado de roleros, unos cuantos Warhammers, un par de otakus y cuatro artistas, no necesariamente en exclusiva ni necesariamente en ese orden. Fue entonces cuando nos empezamos a hacer amigos. Pero no fue hasta ese verano, cuando mi primer novio me abandonó y mi padre se marchó de casa, cuando nos conocimos; él estaba entre el grupo de tontos que vino a mi casa a sacarme a la rastra para animarme, a mí, que tenía las piernas llenas de cortes y vomitaba por las noches. Él me escuchaba, me consolaba y pasaba horas hablando conmigo. ¡Hasta se reía de mis chistes! Aquello era nuevo.
Desde entonces hemos sido inseparables. En realidad, toda esta historieta no importa en absoluto. Yo sólo quiero que sepáis de mi mejor amigo. De por qué lo es.
Mi mejor amigo me conoce perfectamente. No lo sabe todo de mí, a dios gracias, pero entiende cómo pienso y sabe cómo actuar cuando me levanto odiando al mundo y quiero morder escrotos y cortar cabezas (y viceversa). Porque, sabéis, mi mejor amigo es una de las personas más tolerantes y de mejor humor del mundo. Pocas cosas le estropean la digestión, y por muy mal que vaya todo siempre encuentra una razón para animarse y volver al tajo.
Mi mejor amigo es lo que se dice un culo de mal asiento. Siempre tiene que estar haciendo algo. Le chiflan las miniaturas, construir maquetas con cartón pluma, montar puzzles; le gustaría aprender a coser pero su abuela es un poco sexista y no le deja tocar las agujas. Mi mejor amigo es alegre, despreocupado e inocente, y a veces peca de ingenuo, parece un niño. Sin embargo, cuando la ocasión lo amerita se yergue y saca a relucir una serenidad y raciocinio que me hacen sentir envidia. Puede verle perfectamente con un niño al brazo, cariñoso y disciplinado a la vez. Estoy segura de que sería un buen padre.
A mi mejor amigo le encantan Saratoga, Mägo de Oz (antes de La ciudad de los Árboles, claro ¬¬), Rammstein, Haggard, Stravaganzza y Nightwish, como a mí, pero no entiende que a mí me encante Bauhaus. Siempre pone cara de desconcierto cuando pongo Bela Lugosi's Dead, pero nunca se ha metido conmigo por eso. Como ya he dicho, mi mejor amigo no es una persona que se meta con la gente por cosas tan superficiales.
Mi mejor amigo es toda una estrella con las chicas. No es el típico guaperas que las traiga de calle, ni tampoco un seductor manipulador y cínico a lo Mario Luna; sólo sabe cómo hablar al oído, y no es de los que pierden la fuerza de la lengua sólo hablando. Aunque a veces ha terminado una relación por propio pie, nunca ha dejado a una chica tirada sin más. Mi mejor amigo es responsable para todo, y además es un amigo leal hasta la muerte. No quieres putear a uno de sus amigos. Será lo último que hagas.
Mi mejor amigo es cinturón negro de taekwondo y tiene las piernas como el envés de un hacha, pero no te hará daño si no te lo buscas. No va presumiendo de su fuerza como otros practicantes de artes marciales, y nunca ha buscado pelea. Pero si me tocas las narices a mí o a algún colega, di adiós a las costillas. En el fondo de su imagen de chico campechano es un idealista que sueña con ser un héroe y vivir el amor romántico junto una heroína (no con una princesa, que son un coñazo).
Mi mejor amigo me conoce mejor que nadie y sé que puedo confiar en él plenamente. Siempre ha estado ahí para todo, en lo bueno y en lo malo, y nunca me ha exigido retribuciones ni me ha echado en cara lo que ha hecho por mí. Sé que incluso en el día peor él va a estar a mi lado con una sonrisa (y tal vez con unos Cup Noodles) y entonces me recordaré que no doy tanto asco y que el mundo tampoco es tan malo. Él hace que recuerde que la tragedia que suelo ver siempre en todas las cosas sólo existe porque hay una comedia en contraste, y que no es de blandengues tener esperanza y entusiasmo por la vida.
Mi mejor amigo es parte de lo que soy. Todo cuanto hago, deseo, lucho y escribo hoy en día tiene marca de sus manos, que siempre me han sostenido y han creído en mí hasta cuando no me lo merecía. Pocas personas en el mundo son tan importantes para mí.
Y por eso os hablo de él. No es justo que el mundo no sepa que existe una persona tan extraordinaria. No podemos cambiar el mundo si no nos cambiamos a nosotros mismos: él ya lo ha hecho, y al hacerlo me ha cambiado a mí. Así que el cambio mundial está en camino.
Y todo gracias a él.
He estado enamorada muchas veces.
Pero sólo he amado una.
miércoles, 16 de diciembre de 2009
martes, 8 de diciembre de 2009
Le p'tit Olympe
La universidad es un gran lugar donde uno se cultiva y enriquece espiritualmente. También es un sitio donde uno pierde el tiempo de formas la mar de creativas. He aquí un ejemplo, hecho por encargo de mi amigo Delf durante las soporíferas clases de Prehistoria. No sé si sentirme orgullosa o avergonzada...
PS: Si le dais click a las imágenes se amplían, ooooooohhhhh...
martes, 1 de diciembre de 2009
10th man down
¿Luchar?
No le llames luchar a lo que no lo es.
Apretar los dientes y clavarte las uñas para no llorar y enfrentar el miedo con la cabeza alta, eso es luchar.
Agarrar a alguien con toda tu fuerza y recibir sus golpes y su ira para evitar que se haga daño, eso es luchar.
Partirte el lomo trabajando para sacar adelante a alguien que te importa, eso es luchar.
Dar vueltas todos los días en la Plaza de Mayo exigiendo saber qué fue de los hijos que te robaron, eso es luchar.
Admitir tus derrotas, continuar andando, ser compasivo con los demás y contigo mismo sin venderte nunca, eso es luchar.
Dispararle en la cara a un civil no es luchar. Llenarle las tripas de plomo a otro soldado no es luchar. Detonar una bomba, blandir un arma, incendiar un poblado, eso no es luchar. Asesinar para no ser asesinado, eso no es luchar.
Es matar.
viernes, 27 de noviembre de 2009
El affaire real
-Profesor: Vamos allá: la monarquía absoluta de la Edad Moderna. ¿Qué es? ¿Cómo funciona? ¿Qué es lo que le da tanto poder en una época como ésta, llena de rebeliones, tensiones religiosas y temor milenario? ¿Qué mantiene al pueblo unido a su rey?
-Alumnos: ...
-Profesor: Está bien, os pondré un ejemplo más cercano: ¿qué es lo que os mantiene a vosotros unidos a vuestra familia y a vuestras parejas?
-Alumn@ 1: ¿... la seguridad?
-Alumn@ 2: ¿El instinto?
-Alumno@ 3: ¿La conveniencia?
-Alumn@ 4: ¿El dinero?
-Profesor: ...
-Alumnos: ¿?
-Profesor: ¡El amor! ¡Hablo del amor! ¿Pero qué os pasa, degenerados?
Anécdota verídica acaecida durante una de las clases de Historia Moderna del curso pasado, con el inigualable Juan Francisco Pardo, uno de los mejores profesores que he tenido en la facultad hasta ahora. Dudo que lea esto, pero en el caso improbable de que así fuera, Juanfran, te queremos.
Y respecto a lo del amor, sé que suena curioso, pero prosiguió una interesante explicación acerca de las relaciones diplomáticas y de poder de la época que aún recuerdo. Tal vez algún día escriba sobre ella en Coge la pastilla roja, si un día de éstos por fin conseguimos ponerla en marcha XD
martes, 24 de noviembre de 2009
Iron Maiden
-->
Era la chica más guapa que nadie había visto por ese pueblo nunca. La mujer más hermosa que habían visto, eso era. No sólo tenía rasgos armoniosos, si no que en cada rincón de su ser, en el color de sus ojos, en la forma deliciosa de sus labios, en las curvas de su cuerpo perfecto, en sus andares, se escondía el secreto de aquello que los mortales llamaban belleza. Decenas de ojos la seguían por la calle cuando paseaba y sus admiradores paladeaban su nombre como si de una golosina se tratase. Ya había rechazado a unos cuantos. Todos creían que era la típica belleza frívola y cruel, empeñada en romper los corazones de los hombres. Pero nadie se había molestado en hablar con ella.
Por las noches, cuando el pueblo dormía, la mujer hermosa se enfundaba los guantes y el delantal de cuero, y trabajaba el metal con ahínco. Batía con el martillo las piezas incandescentes una a una, las enfriaba, las moldeaba, las acoplaba unas a otras. No fabricaba joyas con que adornarse: su casa estaba llena de objetos fantásticos, algunos delicados, otros grotescos, creados por ella. Nunca era tan feliz como cuando golpeaba una y otra vez contra el yunque, empapada de sudor y manchada de hollín, el brazo tenso, los dientes apretados. Sentía el gozo de crear la belleza como un regalo de los dioses. Y se preguntaba por qué, a cambio, la habían castigado con un cuerpo tan bonito.
Porque nadie sabía nada de ella. Incluso aquellos jóvenes que deliraban de amor bajo su ventana y que lloraban amargamente su rechazo, llamándola ninfa, furia, arpía, sabían de sus anhelos, de sus ideas, de qué la hacía feliz. Ni siquiera conocían la existencia de su ejército de maravillas y espantos de acero, con los que ella jugaba por las noches, ebria de soledad. Nadie veía más allá de su cara preciosa y de su refulgente carne. Para ellos era sólo una mujer hermosa, nada más les parecía importante de ella. Y la chica más guapa que nadie había visto lloraba a pulmón partido cuando le daban la espalda, odiando su maldita suerte, la criatura más sola del mundo.
Un día, uno de sus pretendientes, herido en el orgullo al ser rechazado por enésima vez, le espetó a la cara lo que nadie se había atrevido a decirle. “Demasiado guapa”, masculló lleno de rencor. “Lo tienes todo y crees que te mereces algo mejor que alguien vulgar como yo”. Y algo dentro de ella se quebró. Con un aullido de ira, les escupió en las mejillas y lo apartó de un empujón con una fuerza que el muchacho no se esperaba de una chica tan bonita. Entró en su casa al galope y echó el cerrojo, los ojos llorando de cólera. Cruzó los pasillos repartiendo patadas a diestro y siniestro, desbaratando la perfecta armonía de sus amigos metálicos, dispuesta a acabar con todo de una vez. Entró en el taller y sin calzarse los guantes ni el delantal encendió la fragua y colocó la pieza en la que había estado trabajando la noche anterior. A cada martillazo, chispas y ardientes esquirlas salpicaban su delicada piel, marcándola para siempre y provocándole un exquisito dolor, pero no se detuvo; en su rostro bañando en sudor se veía una salvaje expresión de triunfo. Cuando consideró que la pieza estaba lista, la dejó enfriar en un barril con agua y echó mano de unas tijeras con mango de marfil que estaban al rojo vivo en la fragua.
En el tocador se asomó al espejo y miró su cara. Aun bañada de sudor y enmarcada por una melena de loca, seguía siendo preciosa. La mujer más bella del mundo. Escupió a su propio reflejo, odiándolo como jamás había odiado ser vivo. Y después, sin mediar gesto, se metió las tijeras abiertas en la boca y se rajó la mejilla hasta el pómulo. Gritó, y acto seguido aplicó el metal aún ardiendo sobre su ojo y pómulo derechos, dejando un alargado valle de carne chamuscada. Tardó algo más de lo esperado, y al separar las tijeras algunos fragmentos de carne adherida al metal al rojo se desprendieron, dejando caer un reguero de sangre sobre su regazo. El párpado quedó entero, pero irreversiblemente apergaminado, como la piel de un pescado al palo. La ex mujer más hermosa del mundo sonrió al espejo con su nueva sonrisa, enseñando los dientes tintos en sangre. Se levantó trastabillando y volvió al taller. En el barril aún estaba la piececilla que acababa de terminar, ya fría; la cogió amorosamente y la llevó al banco de trabajo, donde la ensambló con cuidado en el artefacto al que estaba destinada. Una mano izquierda mecánica, exquisitamente planeada sobre un sistema de muelles y bielas, lista para moverse, como el primer ser de barro esperando a que un dios lo tocara para infundirle vida. Puso su mano verdadera junto al ingenio mecánico. Estaba segura de que funcionaría, ya la había probado. Sólo necesitaría hacer las ligaduras necesarias, y sabía hacerlas.
Del cesto de las herramientas grandes cogió el hacha más pesada y se dirigió al yunque. Cualquiera que, impotente, la hubiese contemplado entonces, habría visto un monstruo pavoroso, embadurnado de hollín, sudor, babas y sangre, surgiendo de entre las llamas del infierno con un arma de espanto en ristre y mostrando su hórrida dentadura. Habría asegurado, traumatizado para siempre, que el brillo en sus ojos era maldad pura.
Pero eran lágrimas de felicidad. Cayeron sobre su muñeca izquierda antes de que bajara el hacha.
El pueblo en pleno tardó toda una generación en sobreponerse a la desgracia. ¿Por qué, se preguntaban, los dioses habrían dado vida a una criatura tan perfecta para luego arrebatarle todos sus dones? Pobre, pobrecita niña tan linda, qué había pasado, qué le habían hecho… nadie se atrevió a preguntárselo. Pronto descubrieron que en realidad pocos hablaban con ella, aparte de las frases de cortesía o los halagos apasionados de sus enamorados. Si alguien sintió vergüenza al darse cuenta, no lo demostró. Y la vida en el pueblo, a pesar del horror colectivo, siguió.
Desde entonces, los recién llegados siempre se detenían a observar disimuladamente a la mujer de la cara desfigurada que empujaba su carrito, lleno de juguetes y artículos de metal, dando vueltas por el pueblo y sus alrededores. A pesar del temor de los niños y de la repugnancia encubierta de los adultos, siempre acababa acercándosele alguien a comprar una cuchara, una sierra, o tal vez una flor modelada delicadamente en hojalata, y en seguida surgía la conversación. Y el visitante descubría su voz profunda y cálida, su sonrisa torcida, su sentido del humor, con una broma siempre a flor de labios. A veces, para divertir a un niño reacio, modelaba en el momento algún animalito con alambre, moviendo diestramente sus dos manos, la orgánica y la mecánica. La mujer monstruosa se ganaba en seguida a cualquiera. Al alejarse, los recién llegados se encontraban con los murmullos de la gente del pueblo y las antiguas fotos. “Era más guapa, guapísima, pobrecita…” Y los visitantes convenían en que era una lástima. Sin embargo, nuevamente nadie le preguntaba su opinión.
Porque la muchacha mutilada, cuando andaba los caminos con su cargamento de ingenios, el pelo acariciado por el viento, y regalaba parte de su creación a quienes la necesitaban, era más feliz de lo que pensó que jamás sería. Había nacido para dar belleza al mundo y por fin se le permitía hacerlo. Nunca se había sentido tan hermosa.
miércoles, 18 de noviembre de 2009
Ça mousse (Superbus)
J'entre à pieds-joints dans mon bain de pensées,
j'ai pris le temps de mouiller mon savon parfumé;
je laisse laisse aller mon dos dans l'eau douce,
un peu de couleur salée aller dans la mousse.
Les bulles de savon se trémoussent,
les boules de citron m'éclaboussent,
je laisse laisse aller mon dos dans l'eau douce,
un peu de parfum moussant aller dans ma bouche.
Ça mousse, mousse,
entre toi et moi,
j'ai la peau douce, douce,
comme de la soie;
ça mousse, mousse,
entre toi et moi,
ça m'éclabousse, -bousse
comme de la soie.
J'entre à pieds-joints dans mon eau parfumée,
j'ai pris le temps de me mouiller pour ne pas me noyer,
je laisse, laisse aller ma tête à l'envers,
un peu de couleur salée aller dans la mer.
Les bulles de savon restent en l'air,
les boules de citron m'exaspérent;
je laisse laisse aller mon dos dans l'eau douce,
un peu de parfum moussant aller dans ma bouche.
Ça mousse, mousse
entre toi et moi,
j'ai la peu douce, douce
comme de la soie;
ça mousse, mousse,
entre toi et moi,
ça m'éclabousse, -bousse
comme de la soie...
Quién lo diría. Uno encuentra un grupito de poprock normalillo en el Guitar Hero y resulta ser algo más que eso. Me recuerda un poco a Ivy, sólo que en francés. Como no tengo el vídeo en el ordenador, de momento no puedo incrustarlo, pero en YouTube hay varias canciones con videoclip o letras, entre las que os recomiendo "Radio Song", "Lola" y "Lova Lova".
Por cierto, no suelo colgar las traducciones directamente en la entrada porque me parece un tanto malaspectoso, pero si os interesa la pasaré en algún comentario, así que decídmelo.
Je laisse, laisse aller...
domingo, 15 de noviembre de 2009
Lo más olvidado del olvido
Sé mucho de ti, aunque nunca nos hemos conocido y aunque tú no sepas quién soy. Sé de ti más de lo que sabría incluso de un compañero de clase con el que no hablara mucho, o de alguno de mis vecinos. Sé cosas que tú nunca me habrías contado y que ahora no puedo olvidar.
Sé que te llamas Lidia y que te tiñes el pelo de negro. Sé que tienes veintipocos y que lo más probable es que no hayas hecho el bachillerato y que a lo mejor ni siquiera has terminado el colegio. Sé que tienes un bolso grande y blanco y un chaleco de plumas dorado y que a partir de esta tarde no tienes móvil. Sé que a tu novio le llaman Perico, que lleva el pelo rapado y que va al gimnasio, y que es mucho más alto y más fuerte que tú.
Sé que tienes una hija y que ayer tu madre la estaba cuidando. Sé que no es de Perico. Sé que él te quiso quitar el móvil porque no soportaba que tus amigos te hicieran perdidas y te mandaran mensajes, y que tú te ocuparas de ellos más que de él. Sé que hoy os habéis peleado por eso y que él ha roto tu móvil delante de tus ojos. Sé que te ha gritado y te ha dicho puta de mierda a un centímetro de tu nariz. Sé que te ha amenazado con reventarte la cabeza y dejarte tirada donde estabas. Lo que no sé es si es tan cobarde como para no cumplirlo o aún más cobarde como para hacerlo.
Sé que hace tres días que debería haberte venido la regla y que no usas anticonceptivos cuando te acuestas con Perico. Sé que lo más probable es que estés embarazada. También sé que no quieres tenerlo, y que sin embargo lo tendrás. Sé que quieres que Perico te deje en paz y que sin embargo cuando has intentado marcharte, llorando, él te ha agarrado por la ropa, por el bolso y por los brazos para no dejarte ir. Sé que te ha abrazado a la fuerza cuando tú ya estabas harta de pelearte y que luego habéis aparecido de la mano delante de vuestros amigos, como si nada. Sé que esto va a acabar mal, pero no puedo decírtelo.
Sé todo eso y no puedo olvidarlo. Sé que nunca olvidaré tu voz llorando y la de él amenazándote. Sé que si no eres estúpida, te has portado como una. Sé que esto es una mierda.
Pienso en todo lo que sé de relaciones destructivas y de vidas vacías y pienso que lo tuyo ya no es eso, es directamente la leche. Pienso en que podrías estar en la universidad o estudiando un módulo o trabajando en algo que te gustara y que podrías estar contenta con tu vida si no hubieras sido tan sumamente imbécil de hacerte madre antes de saber siquiera qué te conviene y qué no. Pienso en tu hija y en su futuro hermanito y siento una lástima inmensa por unos niños que no tienen la culpa de la inmadurez de sus padres y que sin embargo van a pagarla. Pienso en el aborto y me acuerdo de por qué pienso que a veces es una opción piadosa. Pienso que el engendro que llamas novio se merece que le dejes tirado. También pienso en lo que podría hacerte si lo hicieras, y me aterro.
Y hoy estoy jodida, Lidia, porque me has hecho tener ganas de llorar. Porque siento pena por ti y deseo que hubieras tenido una vida mejor. Pero sé que no puedo hacer nada. Y ahora siento que nada de lo que tengo vale, que no importa este asqueroso blog o mis ridículos poemitas, que importan un carajo los libros de mi estantería y la música de mi iPod y mi familia y mis amigos y mi pareja, que mi vida y toda su ridícula pretensión son vomitivas, que todo da igual porque tengo que seguir viviendo en un mundo en el que gente no tan distinta a mí vive unas vidas tan desgraciadas y yo no puedo arreglarlo.
Ahora quisiera rezar y tener fe suficiente para pensar que hay alguna clase de dios y que él lo arreglará si lo deseo de verdad. Sé que no es posible, pero siento que si pierdo la esperanza en que las cosas pueden ser mejores, de alguna forma, de cualquier forma, me moriré como una egoísta. Y repito una y otra vez las oraciones que me enseñaron en mi infancia, sin esperar que me oiga nadie, sólo deseando que la cadencia de su mantra me calme un poco la patada en el culo que tengo en el alma.
Pero hoy, Lidia, ¿sabes?, eso no me funciona.
viernes, 6 de noviembre de 2009
Hiver
Ya es invierno cerrado;
han podado los árboles.
Y han dejado en el suelo
los troncos decapitados;
su resina oscura
parecía sangre.
Se llevaron la maleza
y dejaron desnudo el aire,
todo es luz que decae
dormida.
El mundo hiberna,
pero no nos dejan descansar.
Hace frío.
La niebla
nos cala los huesos
como leche helada.
Se han llevado la maleza
ensangrentada.
He encontrado esto en mi agenda de segundo de bachillerato y la verdad es que va bastante bien con la estación. Hace mucho tiempo que no escribo poesía. Este verano, en un camping de Gandía, perdí una libreta con decenas de poemas, de los mejores que tenía. No sé qué pasó con ella. Solía llevarla siempre encima para no perder la inspiración, y perdí algo mucho peor. Perdí a mi hijo. Desde entonces no puedo escribir poesía. Sería una traición para todas aquellas que nunca más existirán.
Y aunque suene estúpido no puedo explicar cuánto me duele.
han podado los árboles.
Y han dejado en el suelo
los troncos decapitados;
su resina oscura
parecía sangre.
Se llevaron la maleza
y dejaron desnudo el aire,
todo es luz que decae
dormida.
El mundo hiberna,
pero no nos dejan descansar.
Hace frío.
La niebla
nos cala los huesos
como leche helada.
Se han llevado la maleza
ensangrentada.
He encontrado esto en mi agenda de segundo de bachillerato y la verdad es que va bastante bien con la estación. Hace mucho tiempo que no escribo poesía. Este verano, en un camping de Gandía, perdí una libreta con decenas de poemas, de los mejores que tenía. No sé qué pasó con ella. Solía llevarla siempre encima para no perder la inspiración, y perdí algo mucho peor. Perdí a mi hijo. Desde entonces no puedo escribir poesía. Sería una traición para todas aquellas que nunca más existirán.
Y aunque suene estúpido no puedo explicar cuánto me duele.
martes, 27 de octubre de 2009
La noche de tu ausencia
Es muy tarde y no puedo dormir. Hay un hueco muy frío en mi cama, en el lado en el que mi cuerpo no cubre el colchón. Deberías estar aquí. Mi nariz debería estar perdida en el vello de tu nuca y mi barbilla en tu suave espalda. Mis sábanas y mi almohada deberían oler como tú. Mis manos deberían estar en tu vientre. Y tú deberías estar en mí.
Te echo de menos. Tengo hambre de ti. Tengo frío. Me pesan los ojos pero mi cuerpo se niega a descansar. Está erizado de nervios y de ganas y de soledad. Me acaricio, me toco, me pellizco, pero mi cuerpo está también perezoso y mi sexo se niega a reaccionar: exige tus dedos y tu lengua, reclama tu pene llenando el vacío inmenso en mi vientre que nació conmigo para ti. Deberías estar aquí. Aquí dentro.
Doy vueltas y muerdo las mantas, pero no son tu carne, tierna y perfumada, no son tus brazos ni tu pelo, no son tus nalgas aterciopeladas entre mis manos ni el sabor delicioso de tus labios y tu sexo. Los cuádriceps me tiran y lloran por no poder ceñirte las caderas y batirlas en una batalla interminable. Y yo sudo, y ya no tengo frío, y estoy sola. Tú duermes a cuatrocientos metros de mí, y no estás.
Es tarde. Debería dormir, pero debería estar follándote. Eso debería hacer.
El título viene de un vals criollo, mucho más amargo en su temática, pero aún así sabrosón de ritmo, que huele a carbón humeante y a mar y sabe a vino y risas. Qué calor hace para ser octubre...
jueves, 22 de octubre de 2009
Dream of Lolita
Una vez, hace tiempo, soñé que estaba en el salón de mi casa y escuchaba a alguien tocar el violín. Mi edificio está lleno de matrimonios entre los cuarenta y los sesenta y de niños que no sobrepasan los doce; como mucho alguno de ellos tocará el bombardino, pero poco más, por eso me sorprendí y me acerqué a la ventana para ver qué había cambiado. Girando la cabeza hacia la izquierda podía ver la cristalera del salón del apartamento aledaño. Y en la ventana había una chica. Iba vestida de lolita, con un traje blanco y negro, y su cara era pálida y afilada. Sus ojos almendrados estaban oscurecidos con sombra negra, pude observar justo antes de que levantara la mirada y me viera. Me sonrió, con la mejilla aún apoyada en la madera pulida del violín. Y me sentí feliz de que me sonriera.
El resto del sueño es menos típico y más irracional, como buen sueño: me invitó a su casa, me enseñó su habitación, me maquilló con una curiosa colección de afeites, nos sentamos a charlar en su cama de dos plazas con sábanas psicodélicas bajo las cuales por alguna razón acabé metida con su hermano mayor, y terminé conociendo a su madre (muy simpática, por cierto) mientras huía por el pasillo envuelta en el cobertor de colorines saltando por encima de unos cuantos preservativos negros usados.
Me desperté feliz, como si realmente acabara de hacer una amiga nueva, con los sentidos exaltados. Los sabores eran más fuertes: el queso más salado y la mermelada más dulce. Entonces me di cuenta de que ya conocía a la lolita de la ventana; era la chica de cara afilada y grandes botas de guardia civil que había visto muchas veces por la mañana en la estación, esperando al metro de las ocho y cuarto. Solía llevar unos auriculares de diadema enormes, de color rojo brillante, y de vez en cuando movía el brazo en una floritura de para-para (estoy segura de que no era tektonik, no con las botas de guardia civil, la minifalda escocesa y la corbata con imperdibles). A veces nos echábamos miradas furtivas, porque éramos las dos únicas personas vestidas de forma curiosa en la estación. Siempre deseé hablar con ella y nunca me atreví. Antes del sueño ya llevaba tiempo sin verla, y después ya no la vi más.
¿Quién era ella? ¿Y por qué siento que la quiero si ahora ni siquiera tengo claro si estuvo ahí?
El resto del sueño es menos típico y más irracional, como buen sueño: me invitó a su casa, me enseñó su habitación, me maquilló con una curiosa colección de afeites, nos sentamos a charlar en su cama de dos plazas con sábanas psicodélicas bajo las cuales por alguna razón acabé metida con su hermano mayor, y terminé conociendo a su madre (muy simpática, por cierto) mientras huía por el pasillo envuelta en el cobertor de colorines saltando por encima de unos cuantos preservativos negros usados.
Me desperté feliz, como si realmente acabara de hacer una amiga nueva, con los sentidos exaltados. Los sabores eran más fuertes: el queso más salado y la mermelada más dulce. Entonces me di cuenta de que ya conocía a la lolita de la ventana; era la chica de cara afilada y grandes botas de guardia civil que había visto muchas veces por la mañana en la estación, esperando al metro de las ocho y cuarto. Solía llevar unos auriculares de diadema enormes, de color rojo brillante, y de vez en cuando movía el brazo en una floritura de para-para (estoy segura de que no era tektonik, no con las botas de guardia civil, la minifalda escocesa y la corbata con imperdibles). A veces nos echábamos miradas furtivas, porque éramos las dos únicas personas vestidas de forma curiosa en la estación. Siempre deseé hablar con ella y nunca me atreví. Antes del sueño ya llevaba tiempo sin verla, y después ya no la vi más.
¿Quién era ella? ¿Y por qué siento que la quiero si ahora ni siquiera tengo claro si estuvo ahí?
domingo, 18 de octubre de 2009
Caleb (parte III)
-->
Caminó durante dos días siguiendo la línea de la costa. Sabía dónde tenía que ir, siempre lo supo. Su padre apenas hablaba con su madre y a él no le daba más que órdenes muy de vez en cuando, pero una vez le oyó decirle al tabernero que había nacido unos kilómetros más al norte, cerca de un lago salado rodeado de dunas que en invierno se cubrían de nieve. Lo único que tenía que hacer era seguir el camino de los comerciantes de hielo en sentido inverso. No comió nada durante el camino: su estómago estaba seco. No durmió en ninguna parte: ya estaba dormido y siempre lo estaría. Lo único que quería era cumplir con esa última orden de su madre y exorcizarse para siempre de su presencia, que sentía en la sangre y sobre su piel como un hedor insoportable. Después, no sabía lo que haría. Quizá moriría. Le daba igual.
Cuando llegó era entrada la noche, y el cielo estaba cubierto por un manto negro de nubes que tapaba las estrellas. Hacía mucho frío. Caleb se detuvo en una de las orillas del lago, y por un momento lo único que se movió fueron los velos condensados de su aliento subiendo en el aire negro. Quinientos metros más allá, había una luz. Una cabaña muy pequeña con luz en la ventana. Y frente a la cabaña, recortada contra el fulgor, la silueta de un hombre. Con el crujido de la tierra helada bajo sus pies, Caleb se encaminó hacia la cabaña.
El hombre le oyó acercarse, pero no se volvió. Continuó cortando leña para el hogar, metódicamente, sin alterarse, y esperó a que Caleb llegara dos metros detrás de él. Sólo entonces se puso recto muy lentamente y dio la vuelta para encararse con él. Caleb no sintió nada al ver el rostro de su padre después de tantos años. Se le parecía bastante, sólo que más viejo, y también más tranquilo. La luz que iluminaba la cabaña a su espalda doraba sus contornos, y en sus ojos brillaba una luz desconocida para él. Estaba vivo.
-Has venido a matarme, ¿verdad, hijo? –dijo, y Caleb no reconoció esa voz ronca en absoluto. Se limitó a dejar que el silencio asintiera por él-. Lo entiendo. Hace años que estoy esperándote. Sabía que lo harías.
Caleb balanceó su peso de un pie a otro. No entendía, no quería entender de qué estaba hablando.
-Hace ya tiempo que comprendí mis culpas y las acepté. Lamento mucho haber entendido tan tarde que te fallé como padre –prosiguió el hombre-. Pero mi conciencia está tranquila, Caleb. Sé que tú harás justicia.
Era la primera vez en años que alguien pronunciaba su nombre. Su madre le llamaba compulsivamente con apelativos cariñosos y repugnantes, y en el pueblo hacía mucho tiempo que todos habían pasado a llamarle “señor”, utilizando el nombre de la familia. Le resultó extraño. “Soy Caleb” se dijo en silencio, casi sorprendido. “Soy Caleb y voy a matar a mi padre.”
El hombre que era su padre extendió el brazo y soltó el hacha que empuñaba en el suelo entre sus pies. Caleb había pensado usar la misma navaja que su madre empleó para suicidarse, pero sí, el hacha sería más efectiva. Se agachó para cogerla, la sostuvo con ambas manos mientras su padre lo miraba intensamente, sin un ápice de miedo en su cara. A la luz de la cabaña, casi parecía que sonreía. Caleb levantó el hacha sobre su cabeza y sin variar la expresión, la bajó.
El padre cerró los ojos justo antes de recibir el golpe, sordo y crujiente. Después, el cuerpo cayó al suelo y ya no se movió más.
Caleb se quedó quieto, salpicado de sangre, mientras un charco oscuro cubría el suelo bajo el cadáver y llegaba a sus pies. Dejó el hacha junto a su padre. Ya estaba hecho. Ahora sólo tenía que regresar a casa, y todo seguiría como siempre. Retrocedió un par de pasos, giró sobre sus talones y de repente sus pies se negaron a sostenerle y se encontró cara a cara con el suelo.
Vomitó a cuatro patas sobre la escarcha grisácea. Los codos le temblaban y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no caer de pleno en el charco de bilis. Permaneció en la misma posición, tratando de respirar; notaba un peso en el pecho que lo ahogaba. Desde esa altura veía a la perfección la cara partida en dos de quien en vida fue su padre. Una cara tan parecida a la suya, que sin embargo ya no hablaría, ya no reiría, ni comería, ni se movería nunca más; estaba muerto. Y él, Caleb, continuaba vivo. Pero parecía que fuera al revés. Su padre estaba en paz cuando murió, y había escapado de esa casa helada para llevar una existencia plena hasta que le llegó el día de morir. Caleb, en cambio, había pasado más de un cuarto de siglo como un cuerpo vacío, sin sentir ni desear, sin mover los brazos salvo para bajar el hacha. No recordaba el sabor de una sola comida, el tacto de un apretón de manos, ni el sonido de ninguna canción. Por primera vez en años, Caleb sintió deseos de llorar, y un pequeño gemido brotó en su garganta. Ni siquiera recordaba la música que tocaba la violinista.
Y justo entonces lo oyó. En cuanto las primeras notas llegaron a él a través del viento helado, una imagen apareció en su mente: la de una delicada marioneta mirándose los puños manchados de sangre, para luego caer al suelo, parodiando la muerte. Era la canción que tocó esa mujer aquel día. Volvió dificultosamente la mirada, y descubrió de pie frente a él una persona que antes no estaba. Era la violinista, hiriendo las cuerdas de su instrumento y mirándole fijamente, con una sonrisa huidiza en el rostro.
Caleb peleó para ponerse de rodillas, mareado y débil. La garganta le ardía. Los recuerdos de aquel juguete de pesadilla que intentaba olvidar desde la infancia daban vueltas en su cabeza. Como un autómata, levantó las manos frente a su cara, emulando al muñeco, y vio en ellas la sangre de su padre, que había resbalado por el mango del hacha. Otra imagen desplazó a las de la marioneta: la de él mismo, colgando de unos hilos invisibles movidos por fuerzas ajenas, mudo y hueco como un leño, arrastrado sin poderse negar hacia ese horror. Él era el títere.
Con un rugido Caleb se abalanzó sobre la violinista, presa de la ira por primera vez en su vida y dispuesto a partirle el cuello. La mujer lo esquivó sin problemas, tocando sin parar el violín, pero Caleb no desistió; derrapó sobre la grava helada y saltó de nuevo sobre ella, gritando de odio, aterrado y furioso.
-¡¡Tú lo sabías todo, maldita!! –aulló, lanzando un puñetazo al aire justo en el sitio donde antes estaba la cara de la vagabunda. Ésta sonreía como siempre, moviéndose con una agilidad casi sobrenatural, como si flotara en el aire-. ¡¡Todo es culpa tuya!!
La violinista parecía deslizarse sobre las dunas, dejando a su paso una estela de arena, mientras esquivaba uno tras otro los golpes de Caleb. Él estaba fuera de sí, ya no le importaba su madre muerta, su padre asesinado, su vida patética, sólo quería herir, hacer daño; su corazón latía tan fuerte que lo notaba contra las costillas, creyó oírlo por primera vez. Tropezó, se hundió hasta las rodillas en la duna, masticó arena, ciego de furia y tierra, pero no paró. Entre los chillidos histéricos del violín creyó oír una leve risa, como un cascabeleo; la vagabunda se estaba riendo de él, divertida por su torpeza y su furia. Caleb, bramando de odio, se arrojó con las manos extendidas sobre ella una última vez, dispuesto a estrangular, a matar, a desollar, a sacarle los ojos, y en el lugar donde antes estaba la violinista de repente apareció el aire y el suelo helado respondió a su abrazo con un golpe en el pecho que le dejó sin respiración.
Oyó un crujido en algún lugar cercano a su corazón, y pensó que era su alma rompiéndose para siempre. Luego notó ese dolor punzante atravesando sus costillas de parte a parte. Caleb, jadeante, trató de incorporarse, pero el dolor apenas le dejó apoyarse sobre el costado. “La navaja… la navaja…” pensó, antes de empezar a llorar. Estaba perdido. Ni tan siquiera ahora se le ofrecía la oportunidad de vengarse o de redimirse. Era una marioneta con la que el mundo había jugado toda su vida, incapaz de elegir. Y en su corazón estaba surgiendo un agujero enorme, sangrante e infinito, por el que él resbalaba y caía para no volver nunca.
-Maldita… maldita… culpa tuya… -repetía sin voz, cada vez más quedo. Los zapatos de la violinista aparecieron ante sus ojos y Caleb, con sus últimas fuerzas, alzó los ojos para mirarla. Sonreía. Y entonces él oyó en su cabeza una voz; tal vez ella le hablaba sin mover los labios, o tal vez era su propia consciencia recordándole algo.
“¿Culpa mía?” decía la voz. “No te engañes, Caleb. Mereces la vida que has tenido. Las personas a tu alrededor pecaron, es cierto, de egoísmo, de hipocresía o de crueldad, pero tú jamás te rebelaste contra ellas. Te dejaste arrastrar sin pelear por algo mejor, y aquí estás. Has sido tú, y sólo tú, quien tiró tu vida por el sumidero. Ahora llora por ti, ya que nadie más lo hará”.
Y Caleb lloró, sintiendo la cálida sangre brotar de su corazón y formar un charco contra su costado, viendo cómo el mundo se oscurecía para siempre. Estaba empezando a nevar. Antes de cerrar los ojos definitivamente, vio que en la cara de la violinista aparecía una tenue sonrisa.
-Reza a tu dios, si sabes.
Y luego se marchó.
martes, 13 de octubre de 2009
Cerca, lejos, cerca, lejos, cerca...
A veces, la complejidad inabarcable del mundo me agobia. Veo a las personas, veo su infinita riqueza en matices, veo el universo que han creado sobre el planeta y la vida que viven, veo cada objeto, cada ideología, cada año y cada mota de polvo, soy consciente de la inmensa bola de Todo que construye la existencia.
Entonces me ahogo un poco. El mundo es precioso. Hay tanto que conocer, tanto que explorar, tanto por lo que luchar y tantos años por vivir. Pero es agotador verlo todo. Todas esas variantes infinitas... Es maravilloso, pero a veces es demasiado. Y me agobio, porque el Todo es inmenso y soy demasiado petisa como para que todo quepa. Es extenuante pensarlo. Es Todo.
Pero tengo un truco para cuando me pasa esto. Tomo distancia y trato de ver la Tierra, sobre la que vivimos y sobre la que todo lo que nos compone existe, dentro o fuera de nosotros, como una piedrecita cubierta de agua en mitad de un infinito más grande y desconocido. Y me hago a la idea de que, por mucho que para nosotros aquello que hemos creado, modificado o conocido lo signifique todo, en realidad no es gran cosa. La vida es sólo un zumbido imperceptible y en el Universo el sonido no viaja. No tenemos ni idea de lo que hay allá afuera, y vaya que aquello es grande.
Me recuerdo que cuando nos extingamos no va a quedar ni rastro de nuestro paso por la Tierra, y que la Tierra ya no será ningún planeta especial, si no sólo uno más, peculiar como todos, pero uno más. Y que todo aquello que nos desvela y nos rebela y todo aquello que peleamos por ser prácticamente no existe.
Y eso, extrañamente, me tranquiliza.
Entonces me ahogo un poco. El mundo es precioso. Hay tanto que conocer, tanto que explorar, tanto por lo que luchar y tantos años por vivir. Pero es agotador verlo todo. Todas esas variantes infinitas... Es maravilloso, pero a veces es demasiado. Y me agobio, porque el Todo es inmenso y soy demasiado petisa como para que todo quepa. Es extenuante pensarlo. Es Todo.
Pero tengo un truco para cuando me pasa esto. Tomo distancia y trato de ver la Tierra, sobre la que vivimos y sobre la que todo lo que nos compone existe, dentro o fuera de nosotros, como una piedrecita cubierta de agua en mitad de un infinito más grande y desconocido. Y me hago a la idea de que, por mucho que para nosotros aquello que hemos creado, modificado o conocido lo signifique todo, en realidad no es gran cosa. La vida es sólo un zumbido imperceptible y en el Universo el sonido no viaja. No tenemos ni idea de lo que hay allá afuera, y vaya que aquello es grande.
Me recuerdo que cuando nos extingamos no va a quedar ni rastro de nuestro paso por la Tierra, y que la Tierra ya no será ningún planeta especial, si no sólo uno más, peculiar como todos, pero uno más. Y que todo aquello que nos desvela y nos rebela y todo aquello que peleamos por ser prácticamente no existe.
Y eso, extrañamente, me tranquiliza.
jueves, 1 de octubre de 2009
Caleb (Parte II)
-->
Tenía ocho años el día que encontró a la violinista apoyada contra el muro trasero de su casa, sentada en el poyo donde se cortaba la leña. Estaba enfrascada jugando con una de sus marionetas, y en un principio pareció no verle.
Caleb se quedó congelado en el sitio. Había rodeado la casa para ir a buscar leña y se dio con ella, sentada contra la casa a tres metros de él; nunca había estado tan cerca de la vagabunda.
Como ella no daba muestras de haber percibido su presencia, la atención de Caleb se desvió hacia la marioneta que pendía de sus dedos. Representaba a un niño, y la violinista lo manejaba hábilmente de modo que parecía que la miraba y mantenía una conversación con ella. No emitía una sola palabra, pero miraba fijamente al títere y hacía gestos de asombro y de atención ante los ágiles movimientos de sus miembros de madera, como si estuviera explicándole una historia. Caleb quedó tan fascinado por el realismo del juguete que, sin darse cuenta, dio un paso hacia ella.
Ella lo miró. Al niño se le heló la sangre. No había girado la cabeza, tan sólo había movido los ojos, unos ojos muy abiertos y delineados con algo que parecía carbón. La cabeza seguía violentamente inclinada sobre el hombro izquierdo, lo cual le daba un aspecto demencial. Asustado de repente, Caleb no se atrevía a moverse. Y entonces, la marioneta lentamente giró hasta encararse con él.
El rostro del muñeco, pintado con maestría, era el de un niño triste y muy pálido, con el cabello oscuro y sin vida y unas pronunciadas ojeras. Caleb entendió al instante que era una miniatura de él mismo, y eso lo asustó aún más. Debajo de los ojos dilatados de la violinista, en sus oscuros labios, apareció una levísima sonrisa. Sus dedos culebrearon, y la marioneta empezó a moverse de nuevo, esta vez lentamente, componiendo una suerte de danza que expresaba una infinita tristeza. El pequeño muñeco se llevaba las manos al pecho, daba vueltas sobre sí con desesperación, se inclinaba hasta tocar el suelo con la frente. En cada uno de sus movimientos Caleb vio una gran soledad: su propia soledad, con la angustia y el miedo siempre a punto de asomar la cabeza a través del silencio. Casi podía oír sus sollozos, aunque estaba seguro de que la violinista no había emitido ningún sonido. El movimiento del títere era cada vez más hipnótico, más triste y desesperado, hasta que de repente se detuvo, mirándolo a él, y alzó las diminutas manecitas de madera. Ahí, sobre los puños delicadamente esculpidos, Caleb vio brillar algo rojo que parecía sangre. Y entonces se oyó un chasquido y la marioneta cayó al suelo de golpe, desmadejada.
El niño retrocedió, helado de miedo. A pesar de que sabía que no era más que un juguete, dentro de él sintió la convicción de que algo horrible había sucedido. Miró a la cara de la violinista, que seguía en la misma posición, con la mano aún extendida y los hilos cortados anudados a los dedos, y vio una sonrisa más ancha, como de loca. Caleb no sabía que las sonrisas también podían ser crueles. Dio un paso atrás, y luego otro, y luego echó a correr lo más lejos posible de ella, sintiendo sus enormes ojos clavados insistentemente en su espalda. Se escondió en la leñera de la taberna y permaneció ahí durante horas, abrazándose las rodillas, temblando, preguntándose qué lo había asustado tanto. La madre lo encontró al atardecer, histérica después de haberlo buscado todo el día. Le cruzó la cara dos veces y se pasó toda la noche gritando y llorando, dando vueltas por la casa, hasta que le sangró la nariz y cayó desfallecida en la cama. Caleb, totalmente blanco, permaneció sentado y no durmió en toda la noche. Creía entender que algo en su destino había cambiado, pero no se atrevía a pensarlo.
* * *
Los años continuaron siendo iguales en la aldea colgada del acantilado sobre el plomizo mar, y Caleb creció y se convirtió en un hombre gris y silencioso. Era alto y fuerte, pero bajo sus anchas espaldas aún yacía un niño asustado abrazándose las rodillas, rogando por que todo terminara. La madre, por su parte, se había convertido en una mujer paranoica y consumida, envejecida antes de tiempo por el peso del rencor. Greñas grises le cubrían la cabeza y sus ojos hundidos ardían febriles, mirando el mundo con una desconfianza rayana en el asco. Caleb acabó teniendo que ocuparse hasta de los más mínimos detalles de su existencia, puesto que finalmente perdió el juicio con los años. Aquel hombre robusto y de voz grave como un trueno, por cuyas venas aún corría algo de sangre, se pasaba las horas atendiendo a su madre como a una muñeca, peinándola, lavándola y llevándola en brazos al lecho, calmándola en sus ataques de histeria, sintiendo la misma mezcla de dependencia y repugnancia que cuando era niño. Estaba atrapado por la delicada telaraña que su madre había tejido desde que nació. Ya no se acordaba de la cara de su padre.
La violinista siguió acudiendo al pueblo todos los años con las primeras lluvias, pero Caleb llevaba años sin acercársele. Le tenía terror, aunque su mente era incapaz de hilvanar un razonamiento para explicar por qué. El títere triste cayendo al suelo como muerto con los puñitos ensangrentados seguía apareciendo en sus pesadillas, pero nunca se lo nombró a nadie. No hablaba con nadie, ni siquiera consigo mismo. Había gastado sus años de juventud callando de puro terror.
Y un día de invierno, la madre murió. Caleb había bajado apenas unos minutos al pueblo para comprar cuerda, y cuando volvió se la encontró dando vueltas alrededor de la mesa con un gran tajo en la garganta, llenándolo todo de sangre. Lo miró con una sonrisa lacrimosa antes de desplomarse, y Caleb avanzó muy lentamente hacia ella. Sabía que no había nada que hacer; la madre aún empuñaba su navaja de afeitar. La cogió en brazos como quien levanta a un ave despanzurrada, y la miró inexpresivo. Entre los borborigmos sanguinolentos que salían de su boca, creyó entender algo.
-Tu… maldito padre… la culpa de todo… eres mi hijo… venganza.
Venganza. Caleb miró al vacío mientras su madre se convulsionaba un par de veces, ahogándose en su propia sangre, y luego se extinguía para siempre. No sintió nada. Venganza. Era el último deseo de su madre, esa vieja zorra que había convertido su vida en un infierno desde que lo expulsó de sus frías entrañas. Caleb sacó de su mano la navaja, la limpió en las ropas de su madre, la dobló, se la metió en el cinto, cogió la capa y salió de casa. No hubo ningún cambio y nadie en el pueblo notó nada. Tal vez Caleb tampoco. Ya estaba demasiado entumecido. No vio ni oyó a la vagabunda, subiendo la cuesta hacia su casa tocando una melodía deprimente en el violín.
Parte dos arriba. A lo mejor voy a tener que tardar un poco más entre parte y parte para manteneros en vilo XD
viernes, 25 de septiembre de 2009
Caleb (parte I)
There’s a man in this world who has never smiled.
You may know his tragedy, the later years, by heart.
In the beginning there was a mother, father and a child,
a troubled little silent boy whose life they were to destroy
known to us from this day on like his father, Caleb.
(Tony Kakko)
En una isla del mar del Norte, colgada sobre los acantilados de la costa oriental, existe una aldea cuyo nombre vulgar debería ser sustituido por Tristeza. La mitad del año la lluvia y la nieve se precipitan sobre los tejados, dejando a su paso un rastro de silencio; el resto un denso velo de niebla tapa eternamente el sol. Lejos del círculo de casas, sobre la última lengua de roca que cae abruptamente en el mar helado, una cabaña solitaria de maderas grises de salitre parece darle la espalda al mundo. Allí se crió un niño al que sus padres llamaron Caleb.
Caleb creció callado y ojeroso, sin jugar con los demás niños, que le daban la espalda por aburrido. Los adultos lo miraban con desconfianza, preguntándose qué le pasaba al pobre crío, ya que sus padres siempre habían sido gente normal, si se ignoraba el excéntrico emplazamiento de su vivienda. El padre, elegante, recto, severo pero caballeroso, la madre carismática, conversadora, de trato fácil. Nadie sabía de dónde había salido un niño fantasma. Salvo Caleb.
Sólo él oía por las noches los gritos, los vasos rotos, los muebles patinando por el suelo y estrellándose contra la pared, las palabras de odio. Ah, esas palabras de odio. Durante años Caleb las llevaría ardiendo en los oídos. Cada noche se acurrucaba en la cama, sin atreverse a apagar el velador y abrazándose las rodillas, rezando lo poco que sabía por que todo acabara pronto. Cada noche, invariablemente, la madre entraba en su habitación con los ojos duros y los puños apretados, y se sentaba en la cama con él. Sus brazos se cernían en torno a los hombros y la cabeza del niño, apretándolo posesivamente contra sí y meciéndolo, como si él hubiera estado llorando; en realidad, era ella la que quería llorar y jamás lo hizo.
-Tu padre es un hombre tan malo, tan malo, cariño… -decía, metiendo sus dedos entre el pelo de Caleb y mirando al vacío, lejos de él-. Se merece todas las desgracias del mundo. Mira cómo nos hace sufrir, a ti y a mí…
Caleb sólo deseaba que todo acabara; odiaba a su madre cuando se comportaba así, pero al mismo tiempo temía al significado de sus palabras, a la figura altiva y gélida de su padre. Su padre que nunca estaba, que casi nunca le hablaba, que apenas le miraba. Su padre que parecía querer más a los vecinos sin nombre del pueblo que a su propio hijo. Por eso Caleb, con un retortijón de asco y miedo en el estómago, se abandonaba a los abrazos manipuladores de su madre, buscando protección de algo que no sabía precisar. Se pasaba los grises días solo en la casa, temiendo que llegara la noche y todo volviera a empezar. Los meses de cielo encapotado los gritos nocturnos eran lo único que quebraba la monotonía de su vida, pero en los meses de frío llegaba la violinista.
Todos los años, indefectiblemente con el primer temporal de otoño, aparecía en el pueblo debajo de una espesa capa de piel y un sombrero encerado sobre cuyas alas chorreaba la lluvia, llamando a la puerta de la única taberna. Todos la estaban esperando. Al entrar se quitaba la capa para dejarla a secar junto al fuego, como un ritual, y revelaba el fardo a su espalda donde guardaba el violín y otros distintos tipos de maravillas, y su pelo blanco con destellos plateados, corto y despeinado como una nube de lluvia. Los aldeanos se alegraban de verla llegar para animar los días fríos; poco más había que hacer en esa época, salvo esperar.
Al día siguiente la violinista se echaba a la calle con un sombrero de copa negro sobre los cabellos blancos, tocando su instrumento mientras andaba, atrayendo a niños y demás paseantes. Daba vueltas por los diversos poblados de los alrededores, encantando a la gente con su música y produciendo de su fardo curiosos juguetes e ingenios con los que entretener, extendiendo el sombrero de copa para que los espectadores depositaran sus monedas. Nunca hablaba, sólo daba las gracias con una inclinación de cabeza. Nadie sabía dónde vivía el resto del año, o qué edad tenía su rostro atemporal. Tampoco les importaba mucho.
Caleb la seguía siempre a una distancia prudencial, sin atreverse a acercarse o a darle dinero, aunque le gustaban sus juegos. Los niños del pueblo le ignoraban y los adultos le tenían pena, y él había crecido solo con sus padres: era un hijo del miedo y se lo tenía a todo y a todos. Sin embargo, se alegraba cada primer día de otoño al despertar con las lluvias, sabiendo que ella llegaría. Sentía un levemente cálido agradecimiento hacia ella en su frío corazón; sin su música, la vida sería sencillamente un erial gris salpicado de hambrientas zarzas de angustia.
Los años de la infancia de Caleb se sucedieron uno detrás de otro, sin ningún cambio en el horizonte plagado de niebla. Y un día, el padre desapareció. Nada en el pueblo se movió y nadie le dijo nada; esa noche, después de los gritos se oyó un inusual portazo y luego llegó el silencio. La madre no vino a abrazarle esa noche. Esperó sentada en la mesa a que Caleb saliera de la habitación cuando el alba gris empezó a iluminar los tablones de la cabaña, y se arrojó sin un sonido a estrecharlo. Sus brazos eran más fríos y asfixiantes que nunca, y Caleb se sintió invadido por un inexplicable horror. Sus ojitos ojerosos se llenaron de lágrimas de miedo cuando oyó a la madre susurrar con voz gélida, acariciando, casi arañando sus cabellos.
-Se fue, el muy maldito se fue… nos ha dejado solos, mira cómo nos ha dejado. El muy maldito…
Caleb no llegó a entender por qué no sentía nada.
Cuento inspirado por la canción homónima de Sonata Arctica. Iré subiendo la continuación en los próximos días.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)