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Tenía ocho años el día que encontró a la violinista apoyada contra el muro trasero de su casa, sentada en el poyo donde se cortaba la leña. Estaba enfrascada jugando con una de sus marionetas, y en un principio pareció no verle.
Caleb se quedó congelado en el sitio. Había rodeado la casa para ir a buscar leña y se dio con ella, sentada contra la casa a tres metros de él; nunca había estado tan cerca de la vagabunda.
Como ella no daba muestras de haber percibido su presencia, la atención de Caleb se desvió hacia la marioneta que pendía de sus dedos. Representaba a un niño, y la violinista lo manejaba hábilmente de modo que parecía que la miraba y mantenía una conversación con ella. No emitía una sola palabra, pero miraba fijamente al títere y hacía gestos de asombro y de atención ante los ágiles movimientos de sus miembros de madera, como si estuviera explicándole una historia. Caleb quedó tan fascinado por el realismo del juguete que, sin darse cuenta, dio un paso hacia ella.
Ella lo miró. Al niño se le heló la sangre. No había girado la cabeza, tan sólo había movido los ojos, unos ojos muy abiertos y delineados con algo que parecía carbón. La cabeza seguía violentamente inclinada sobre el hombro izquierdo, lo cual le daba un aspecto demencial. Asustado de repente, Caleb no se atrevía a moverse. Y entonces, la marioneta lentamente giró hasta encararse con él.
El rostro del muñeco, pintado con maestría, era el de un niño triste y muy pálido, con el cabello oscuro y sin vida y unas pronunciadas ojeras. Caleb entendió al instante que era una miniatura de él mismo, y eso lo asustó aún más. Debajo de los ojos dilatados de la violinista, en sus oscuros labios, apareció una levísima sonrisa. Sus dedos culebrearon, y la marioneta empezó a moverse de nuevo, esta vez lentamente, componiendo una suerte de danza que expresaba una infinita tristeza. El pequeño muñeco se llevaba las manos al pecho, daba vueltas sobre sí con desesperación, se inclinaba hasta tocar el suelo con la frente. En cada uno de sus movimientos Caleb vio una gran soledad: su propia soledad, con la angustia y el miedo siempre a punto de asomar la cabeza a través del silencio. Casi podía oír sus sollozos, aunque estaba seguro de que la violinista no había emitido ningún sonido. El movimiento del títere era cada vez más hipnótico, más triste y desesperado, hasta que de repente se detuvo, mirándolo a él, y alzó las diminutas manecitas de madera. Ahí, sobre los puños delicadamente esculpidos, Caleb vio brillar algo rojo que parecía sangre. Y entonces se oyó un chasquido y la marioneta cayó al suelo de golpe, desmadejada.
El niño retrocedió, helado de miedo. A pesar de que sabía que no era más que un juguete, dentro de él sintió la convicción de que algo horrible había sucedido. Miró a la cara de la violinista, que seguía en la misma posición, con la mano aún extendida y los hilos cortados anudados a los dedos, y vio una sonrisa más ancha, como de loca. Caleb no sabía que las sonrisas también podían ser crueles. Dio un paso atrás, y luego otro, y luego echó a correr lo más lejos posible de ella, sintiendo sus enormes ojos clavados insistentemente en su espalda. Se escondió en la leñera de la taberna y permaneció ahí durante horas, abrazándose las rodillas, temblando, preguntándose qué lo había asustado tanto. La madre lo encontró al atardecer, histérica después de haberlo buscado todo el día. Le cruzó la cara dos veces y se pasó toda la noche gritando y llorando, dando vueltas por la casa, hasta que le sangró la nariz y cayó desfallecida en la cama. Caleb, totalmente blanco, permaneció sentado y no durmió en toda la noche. Creía entender que algo en su destino había cambiado, pero no se atrevía a pensarlo.
* * *
Los años continuaron siendo iguales en la aldea colgada del acantilado sobre el plomizo mar, y Caleb creció y se convirtió en un hombre gris y silencioso. Era alto y fuerte, pero bajo sus anchas espaldas aún yacía un niño asustado abrazándose las rodillas, rogando por que todo terminara. La madre, por su parte, se había convertido en una mujer paranoica y consumida, envejecida antes de tiempo por el peso del rencor. Greñas grises le cubrían la cabeza y sus ojos hundidos ardían febriles, mirando el mundo con una desconfianza rayana en el asco. Caleb acabó teniendo que ocuparse hasta de los más mínimos detalles de su existencia, puesto que finalmente perdió el juicio con los años. Aquel hombre robusto y de voz grave como un trueno, por cuyas venas aún corría algo de sangre, se pasaba las horas atendiendo a su madre como a una muñeca, peinándola, lavándola y llevándola en brazos al lecho, calmándola en sus ataques de histeria, sintiendo la misma mezcla de dependencia y repugnancia que cuando era niño. Estaba atrapado por la delicada telaraña que su madre había tejido desde que nació. Ya no se acordaba de la cara de su padre.
La violinista siguió acudiendo al pueblo todos los años con las primeras lluvias, pero Caleb llevaba años sin acercársele. Le tenía terror, aunque su mente era incapaz de hilvanar un razonamiento para explicar por qué. El títere triste cayendo al suelo como muerto con los puñitos ensangrentados seguía apareciendo en sus pesadillas, pero nunca se lo nombró a nadie. No hablaba con nadie, ni siquiera consigo mismo. Había gastado sus años de juventud callando de puro terror.
Y un día de invierno, la madre murió. Caleb había bajado apenas unos minutos al pueblo para comprar cuerda, y cuando volvió se la encontró dando vueltas alrededor de la mesa con un gran tajo en la garganta, llenándolo todo de sangre. Lo miró con una sonrisa lacrimosa antes de desplomarse, y Caleb avanzó muy lentamente hacia ella. Sabía que no había nada que hacer; la madre aún empuñaba su navaja de afeitar. La cogió en brazos como quien levanta a un ave despanzurrada, y la miró inexpresivo. Entre los borborigmos sanguinolentos que salían de su boca, creyó entender algo.
-Tu… maldito padre… la culpa de todo… eres mi hijo… venganza.
Venganza. Caleb miró al vacío mientras su madre se convulsionaba un par de veces, ahogándose en su propia sangre, y luego se extinguía para siempre. No sintió nada. Venganza. Era el último deseo de su madre, esa vieja zorra que había convertido su vida en un infierno desde que lo expulsó de sus frías entrañas. Caleb sacó de su mano la navaja, la limpió en las ropas de su madre, la dobló, se la metió en el cinto, cogió la capa y salió de casa. No hubo ningún cambio y nadie en el pueblo notó nada. Tal vez Caleb tampoco. Ya estaba demasiado entumecido. No vio ni oyó a la vagabunda, subiendo la cuesta hacia su casa tocando una melodía deprimente en el violín.
Parte dos arriba. A lo mejor voy a tener que tardar un poco más entre parte y parte para manteneros en vilo XD
Arrggg adios a mi teoria. Hijo de la venganza cuantos idiotas se ven movidos por hilos invisibles a librar guerras que no les incumben. Malditos titiriteros diabolicos, a y reitero lo dicho..... que asco me produce la madre.
ResponderEliminarLo que me ha dejado a cuadros es: El violinista era la? Dios ya no se ni leer.
Pero Tzun... lo de la violinista está puesto desde el principio!! Cómo lees tú? XD
ResponderEliminarEs que como violinista es tanto macho como hembra y como me fijo solo en el genero del sustantivo pues me pasa a veces. Mierda de articulos.
ResponderEliminarPd: Que al fin y al cabo tenia un 50% de margen de acierto.
Desde luego... hace un par de entradas alguno se desgañitaban acerca de las abismales diferencias entre sexos y ahora alguien confunde macho con hembra sólo por no fijarse en una palabra de dos letras. Los dioses intentan decirnos algo... XD
ResponderEliminarPS: ¡Lee mis artículos o serás fulminado por un rayo, mortal! XD
Hay que ver... tanto me desgañite?
ResponderEliminarTe lo iba a decir desde que lo lei hace cosa de dos semanas junto con el otro... no nos hagas esto! Por favor no nos dejes en vilo y publica pronto la continuación.
ResponderEliminarAis, estoy viviendo en Barcelona por mi cuenta y no dispongo de tanto tiempo como antes, menos mal que en cerca de un mes ya he logrado aclimatarme y no me es tan tedioso cocinar y limpiar.
Salud!