viernes, 30 de diciembre de 2011
El pez y el dragón (prólogo)
sábado, 17 de diciembre de 2011
What if...? (Emilie Autumn)
Here you sit on your high-backed chair,
wonder how the view is from there;
I wouldn't know, 'cause I like to sit
upon the floor, yes upon the floor.
If you like we could play a game:
let's pretend that we are the same,
but you will have to look much closer
than you do, closer than you do.
And I'm far too tired to stay here anymore,
and I don't care what you think anyway
'cause I think you were wrong about me,
yeah, what if you were? What if you were?
And what if I'm a snowstorm burning?
What if I'm a world unturning?
What if I'm an ocean, far too shallow, much too deep?
What if I'm the kindest demon?
(something you may not believe in)
What if I'm a siren singing gentlemen to sleep?
I know you've got it figured out:
tell me what I am all about
and I just might learn a thing or two,
hundred about you, maybe about you.
I'm the end of your telescope,
I don't change just to suit your vision
'cause I am bound by a fraying rope
around my hands, tied around my hands.
And you close your eyes when I say I'm breaking free
and put your hands over both your ears
because you cannot stand to believe I'm not
the perfect girl you thought;
well, what have I got to lose?
And what if I'm a weeping willow,
laughing tears upon my pillow?
What if I'm a socialite who wants to be alone?
What if I'm a toothless leopard?
What if I'm a sheepless shepherd?
What if I'm an angel without wings to take me home?
You don't know me,
never will, never will.
I'm outside your picture frame
and the glass is breaking now.
You can't see me,
never will, never will.
If you're never gonna see...
What if I'm a crowded desert,
too much pain with little pleasure?
What if I'm the nicest place you never want to go?
What if I don't know who I am?
Will that keep us both from trying
to find out?, and when you have,
be sure to let me know.
What if I'm a snowstorm burning?
What if I'm a world unturning?
What if I'm an ocean, far too shallow, much too deep?
What if I'm the kindest demon?
(something you may not believe in)
What if I'm a siren singing gentlemen to sleep...?
Sleep...
Sleep...
Las canciones son criaturas descalzas y discretas, que te encuentran cuando estás enamorado, furioso o triste, y te enseñan a hablar en un lenguaje nuevo y a decir cosas que no sabías que sabías. Y a pesar de que la letra cuenta una historia muy diferente, siento sin ningún género de dudas que es la mía. Hace unos meses, la canción tendría que haber sido Shamandalie. Pero hoy, sólo puede ser ésta. Ésta. Ya basta.
viernes, 16 de diciembre de 2011
martes, 6 de diciembre de 2011
Un hada, una jarra, un libro de geografía
¡Y ay, tenía la piel chispeante y dorada, y la cabellera blanca como la espuma!
Pero llegó un parroquiano sediento, y se bebió al hada con la cerveza.
Así son las hadas de taberna, breves como la inspiración de una musa.
Mirad lo que he encontrado, entre arabescos erráticos, florecillas, monigotes y amargas lamentaciones de aburrimiento, en los márgenes de mi libro de Geografía Humana del curso pasado. Debía de estar sufriendo. Y hoy, llega el momento de dejar de hacerse el longuis y ponerse en serio; un año más, los exámenes están al caer. No muráis.
viernes, 11 de noviembre de 2011
Una verdad estúpida
Una chica con más escote y más maquillaje que yo se acuesta con UN chico, y es una guarra.
Allá abajo alguien se está descojonando.
sábado, 5 de noviembre de 2011
Felis Catus (Parte VIII)
Partes I, II, III, IV, V, VI y VII
-Podrías quedarte esta noche.
-¿Cómo? ¿A dormir? –pregunté, enredándome sin querer en la camiseta que estaba intentando pasarme por la cabeza. Bajé los brazos y dejé la labor de vestirme para otro momento; ya me había acostumbrado a hacer las cosas mucho más despacio para no quedar en ridículo delante de San.
-Claro que a dormir. Podríamos dormir juntos –en ese momento me saltó al regazo Ki, una japonesa de cola corta con pelaje calicó, y me miró acusadora, amusgando las orejas. En cualquier otro momento, yo habría entendido “juntos” por San y yo. En esas circunstancias, sin embargo, las cosas me quedaron mucho más claras: seríamos San, yo y los gatos.
Y a pesar del miedo anormal que aquellos animales podían llegar a provocarme, me quedé. Porque San nunca pedía ni ordenaba, pero yo siempre la obedecía. Llamé a casa y le dije a mi madre que me quedaba a dormir con Javi. No sé si me creyó, sólo recuerdo su permiso. Ni siquiera avisé a Javi para que me cubriera esa noche. No se me pasó por la cabeza. Sólo podía pensar en San, en la cama de San, en los brazos de San. Tres veces San.
Recuerdo con una claridad incómoda la cena de esa noche, San, Paula y yo sentados a la mesa con mantel de hule en la cavernosa cocina, sumidos en el olor a cebolla del piso inferior, bajo la blancura quirúrgica de dos tubos fluorescentes. Un silencio brutal. Y el tictac de un reloj de pared, que parecía esforzarse por adoptar el ritmo de mi corazón asustado. Tac. Tac. Tac. Tac. Tac. Tac…
-¿No quieres más, Isaac? –preguntó Paula de pronto, con una voz especialmente sibilina, y salté un palmo por encima de mi silla. Me atraganté con el pescado, y algo, una espina quizás, se me clavó entre la encía y una de las muelas. Empecé a toser como un descosido, más fuerte cuanto más intentaba parar, avergonzado por el espectáculo. San me miró sonriente un rato antes de alargar el brazo para darme unas palmaditas en la espalda.
-Tranquilo, Isaac, tranquilo. No te vayas a morir –dijo dulcemente.
-Eso, no te mueras –asintió Paula.
Las miré entre arcadas, primero a San, luego a Paula. Sus voces habían sido conciliadoras, casi cariñosas, pero sus miradas no. Había algo obsceno en el gesto de esos ojos, mientras bromeaban como si tal cosa sobre mi muerte. Pedí perdón muy bajito y me tragué completo el contenido de mi vaso, tratando de aliviar el escozor; funcionó con mi garganta, pero no con mi sentido común. Intenté terminarme la cena, aunque ya había perdido el apetito (¿lo había sentido en algún momento?), dolorosamente consciente de las miradas de madre e hija sobre mí, y de los susurros casi inaudibles de los gatos, que rondaban por las zonas en penumbra de la entrada y la trastienda. Me sentía encajonado entre dos bloques de oscuridad, falsamente protegido por unos fluorescentes que pronto se apagarían, dejándome a merced de las criaturas que pululaban en la sombra, esperándome. El reloj seguía avanzando, tac, tac, y yo masticaba sin ganas, y Paula y San seguían mirándome, con su vaga sonrisa idéntica en los labios, como si compartieran un chiste, como si esperaran.
En determinado momento, algo me rozó la pierna bajo la mesa; un gato, o el pie de San, no lo sé. Me hizo falta todo mi autocontrol para no volver a saltar, pero un estremecimiento me trepó por la espina dorsal y se me puso la carne de gallina, como si cientos de agujitas se abrieran paso por mi piel. Miré a San, con un gesto que debe de haber sido el de un pirado. Ella se rió.
-Qué mono eres –dijo, la voz dulce, los ojos de piedra-. Vamos arriba.
-Hay que recoger –protesté trémulo. No me movía tanto el deseo de ser educado con la madre de San como el rechazo que me provocaba la idea de salir del área iluminada y tener que subir al segundo piso en la oscuridad.
-No os preocupéis por eso –intervino Paula, monocorde-. Hoy recogeré yo. Seguro que vosotros tenéis cosas importantes de las que hablar, niños.
Privado de opción a rechistar, me dejé agarrar del brazo por San, que me remolcó hacia la cortina de lana que separaba la cocina de la trastienda, con un peso muerto en el estómago que no venía del pescado asado de la cena. Antes de cruzar, me volví hacia Paula, no sé por qué: seguía sentada sin haberse movido ni un milímetro de su silla, con ambas manos apoyadas sobre la mesa, y me miraba con los ojos grandes, muy grandes, y una sonrisa larga, larga, que parecía deslizarse hacia una de sus mandíbulas conforme su cabeza se ladeaba, se ladeaba, se ladeaba. Me guiñó un ojo, y ese guiño me provocó el efecto de un grito en el oído cuando se está durmiendo. Por un momento, había visto moverse un tercer párpado sobre su ojo oscuro, oscuro y adornado por una corona verde. Después, San me arrastró a la trastienda y la oscuridad me cegó.
La luz del alumbrado público entraba rosácea por las persianas caladas de la carnicería, alargando las sombras hasta nuestros pies. La puerta a la antesala de las cámaras frigoríficas estaba abierta, y en la negrura alcancé a distinguir una enorme pieza de carne curada colgando de un gancho, como un cuerpo torturado retorciendo sus extremidades en suplicio. Quise pegarme a San, pero no la encontré; había desaparecido en la oscuridad, rumbo a las escaleras.
-¿San? –llamé, y mi voz sonó estúpidamente temblorosa.
-Estoy aquí. Va, date prisa –la oí, cinco pasos por delante de mí, en lo que debía de ser el pie de la escalera. Avancé dubitativo, alargando los brazos, caminando tan despacio como podía por temor a tropezarme con algún gato. Tras lo que pareció una eternidad, la punta de mi pie golpeó con el primer escalón.
-¿San? –volví a preguntar, demasiado asustado como para sentirme ridículo.
-¿Subes o no? –esta vez su voz sonaba ahogada y lejana, como si estuviera ya en el piso de arriba, sin mí.
-¿Por qué no me has esperado?
Silencio.
-¿San?
Me pareció oír un roce más allá de las escaleras. San, seguramente. O un gato. O…
“Haz el favor, Isaac” me dije a mí mismo. “¿Qué tienes, tres años?” Mi mano sudorosa se agarró con ansia al pasamanos, y obligué a mis piernas entumecidas a subir el primer escalón. Luego el segundo.
-Va, San, no hagas el tonto –me oí decir, tratando de poner el mismo tono que usábamos Javi, Alonso y yo cuando estábamos asustados pero no pensábamos admitirlo. Ah, pero Javi y Alonso no están aquí, dijo una voz insidiosa en mi cabeza. Estás tú solito. Puedes tratar de hacerte el guay, pero estás cagado de miedo.
Otro escalón. De repente sonó un chasquido ahogado a través del tabique, y la luz que pasaba por la cortina de lana se apagó. Una oscuridad súbita y total me bañó. Sentí en la espalda un hormigueo casi doloroso.
-¿Paula? –pregunté, esperanzado. Silencio.
El corazón empezó a dolerme contra las costillas en su frenético redoble. Otro escalón, y algo que pareció un susurro cerca de mis rodillas. Me congelé por un segundo. “Putos gatos” quise decir, pero tenía los labios tan adormecidos como las piernas; en mi boca seca, la lengua se me adhería al paladar. Otro escalón.
-¡San! –mi voz salió aguda. ¿Cuántos escalones tenía esa puta escalera? Empecé a acelerar sin darme cuenta. ¿Ese ruido provenía de mi respiración, o lo había hecho la casa? Algo me rozó las piernas y me tropecé, clavándome el borde de un peldaño debajo de la rodilla. Lágrimas de dolor y desesperación me picaron en los ojos. Traté de enderezarme, aunque los pies casi no me sostenían.
Un siseo sonó a mi espalda. Demasiado alto para provenir de un gato. Demasiado alto. Demasiado alto para un gato, me dije, no ha sido un gato, no ha sido un gato justo cuando el siseo se repitió junto a mi oreja, en mi oreja se repitió, una respiración húmeda y caliente.
-¡¡SAN!! –grité, abalanzándome sobre los escalones que quedaban, al cuerno con el saber estar y con el disimular, y antes de que me diera cuenta me había arrojado directo a los brazos de San, que me esperaba de pie al final de la escalera. Tardé unos segundos en recuperarme, y fue la voz burlona de San la que me trajo de vuelta.
-¿Qué pasa, Isaac? ¿Te da miedo la oscuridad? No lo sabía –dijo suavemente, con una risa que parecía un cascabel, acariciándome profundo el pelo y rascándome la cabeza, como haría con un niño. La aparté con más brusquedad de lo que pretendía, debido a un espasmo nervioso.
-¡No! –exclamé, sintiendo en el estómago un nudo de indignación-. Algo me tocado en la escalera. Algo me ha respirado…
-¿Un gato?
-¡No! ¡Algo!
La sonrisa de San se hizo ostensiblemente más larga.
-¿Entonces qué? ¿Un monstruo?
Quise replicar, pero de repente me di cuenta de lo ridículo de mi posición: ¿iba a ponerme allí, en el último escalón, a discutir sobre si había criaturas sobrenaturales en la escalera de una chica que no paraba de acariciarme el pecho y el vientre en la oscuridad, indicándome que lo que le interesaba de mí obviamente no era lo que creía haber notado en la escalera? Ahora que estaba cerca de San, con sus brazos rodeándome, sus dedos acariciándome y sus uñas rascándome la cabeza, el pánico que había sentido en la escalera se convertía en lo que era, una alucinación sufrida por un pobre crío incapaz de controlarse. Relajé los músculos que sin darme cuenta había tensado.
-No, no. Sería un gato, tienes razón. Es que me ha asustado, nada más –susurré, dejándome caer más profundo en su abrazo.
-¿Mi pobre Isaac tiene miedo de mis gatos? –siseó San en mi oído, su aliento cálido y húmedo, despertando con vividez recuerdos que acababa de decidir que olvidaría justo antes de lamer el lóbulo de la oreja y provocar una catástrofe allende mi cintura-. ¿Me tienes miedo a mí también? –me mordió.
-A… a veces… -balbucí, mientras sus manos me amasaban las nalgas y se deslizaban debajo de mi ropa, como lentos latigazos.
-¿A veces? –dijo San, subiendo el volumen de pronto, y oí en el fondo de su voz una ronquera grave con notas agudas al final, chirriante. Un maullido. Me mordió la boca, tal vez fuera un beso-. ¿A veces tienes miedo de mí, Isaac? –su voz sonaba extrañamente distorsionada mientras resbalaba por mi cuerpo y descendía hacia el suelo, como la ropa que cae-. ¿Miedo de mí, Isaac? –puso las rodillas en el suelo, llevándose de camino mis pantalones. Cerré los ojos y caí en una negra inconsciencia.
¡Tachán! Este capítulo, casi al completo, no estaba escrito la última vez que actualicé, y el crédito se lo debo íntegramente a Charlotte, que supo darme los ánimos que todo autor necesita, así como a Jota, que lleva sufriendo por conocer el final desde febrero XD. Gracias a los dos! Y que sepáis que ya he escrito tres páginas más. El final no queda lejos...
domingo, 16 de octubre de 2011
América
América, América,
digo tu nombre y te despliegas entera,
país a país,
selva, mar y sierra,
con una libertad que normalmente te niegan.
¿Cómo no pude perderme en tu mirada estando contigo?
¿Por qué he tenido que alejarme
para ver tu innúmera belleza,
como un charco de piedra
que gotea de norte a sur?
América, eres el mar rabioso
que muerde la costa en un alarido de espuma
y eriza la piel con su virulencia;
América, eres el grito de sirena
de las gaviotas.
Laberinto de secuoyas centinela
es América,
ardiente vegetación y humus perfumado
es América.
Las anchas praderas,
que son la mano de Dios,
se tienden al cielo orladas de lagos
y se visten de nube en invierno.
El espinazo de la Tierra
hiende con sus vértebras agudas
el velo impalpable del firmamento.
América, eres hija
de la quena y el tambor
y has amado a África,
a Europa, a Asia;
las besaste a todas
¡y qué acopio de delicias guardan tus labios!
América es la exquisitez promiscua
de la gloria y la miseria:
ahí donde Hernán y Malinche se besaron
sobre un maguey truncado
América es hija del amor y la barbarie.
Y ah,
¡cuánto has sufrido!
Ríos profundos como latigazos
te cruzan la espalda.
Y ah,
¡cuán rica eres!
Posees el oro del maíz
y la flor violeta de los Andes.
¡América!
El brote y la piedra,
la fruta y la sal,
la plata y la nieve.
América es pulpa jugosa
de una fruta en verano:
América es comino y papa,
ají, carambola, camucamu y lima,
América es camote y yuca,
América es mango y frijoles,
rocoto, chocolate, café, panela,
guayaba, chirimoya y piña
es América.
Cuchillas al cielo y carne humana,
hoz y telar,
púa y mazo,
eso es América.
Generoso pecho deshecho en rosarios,
continente y mar estrellado de islas,
América:
donde los toros de Pucará
flanquean la cruz del Nazareno.
Tú arrancaste tu corazón para los dioses.
América, eres americana,
y eres europea, africana y asiática,
y aun hoy eres nativa y española,
senegalesa, china, congoleña,
británica, italiana y japonesa;
América, eres americana.
Tierra prometida,
tierra ensangrentada,
¿cuándo te verás por tus propios ojos?
Tu rostro es cobrizo,
negro,
blanco
y ámbar;
tu voz es música de charango y marimba,
aullido de lobos y coyotes,
mar rompiente, quijada y cajón.
América.
¡América!
¿Cómo no pude perderme en tu mirada
estando contigo?
sábado, 1 de octubre de 2011
Felis Catus (Parte VII)
Partes I, II, III, IV, V y VI
Terminó el invierno, y florecieron los naranjos. El intenso olor del azahar, llevado por el viento tibio de Poniente, inundaba la ciudad por entero, pero parecía detenerse siempre a las puertas de la casa de San, que seguía oscura y fría como en el otoño en que nos conocimos. A veces incluso temblaba, aunque mi piel ardiera y sudara. Tenía fiebre, ahora ya no había duda.
Creo que era ya abril cuando me di cuenta de que llevaba meses sin cortarme el pelo. No habría reparado en ello si San no me lo hubiera señalado. “Qué largo lo tienes” dijo malintencionada, rascándome la cabeza con sus uñas puntiagudas, y he de admitir que me sorprendí. Siempre me había tomado muchas molestias para mantener mi pelo, castaño y desabrido como todo en mí, lo más corto y cómodo posible. Y sin embargo, no guardaba un solo recuerdo reciente en el que me viera a mí mismo preocupándome por la longitud de mi cabello. Así se lo dije, aunque creo que hablaba más para mí mismo.
-Me absorbes el tiempo –le dije al cabo.
-También otras cosas –dijo, con una sonrisa pérfida, y me tendió de espaldas en la cama buscando mi vientre con su lengua. Ya no pude pensar más. Pero San tenía razón. No sólo me absorbía el tiempo. También estaba absorbiéndome la vida.
Más o menos por esa época Javi empezó a llamar mucho menos para quedar con Alonso y conmigo, con lo cual, ante la disyuntiva de vernos a solas o no vernos, acabamos optando tácitamente por esto último. La relación con Alonso se había enfriado definitivamente, así que tampoco notamos muchas diferencias, pero algo en el fondo de mí sabía que debería haberme preocupado más que fuera por Javier, mi otro amigo, con quien tanto había compartido y al que de repente yo dejaba desaparecer entre la niebla sin saber qué le pasaba. Habría ido tras él, le habría llamado, y de hecho me lo propuse un par de veces. Todo inútil. A la hora de la verdad, no podía pensar más que en San. San, San, San.
-San.
Ella estaba sentada en el alféizar de su ventana, mirando quedamente por el espacio que dejaba la cortina al ondear. La escasa brisa primaveral que entraba por una rendija del vidrio hacía ondear también su cabello, y su perfil se recortaba contra el blanco luminoso como un medallón. Era perfecta. San.
-San.
-¿Hmmm?
Se desperezó lenta, voluptuosamente, y bostezó mostrándome las puntas de sus caninos. Sus dedos se tensaron sobre su regazo, extendiéndose lo más separados posible para luego volver a plegarse, arañando su falda con las uñas.
-¿San significa algo, aparte de ser diminutivo de Santa?
No me miró inmediatamente. Se frotó con lentitud los ojos con el dorso de la mano; los ojos, la frente, el flequillo, la nariz, la boca. Creo que en ese momento la vi lamerse la mano, como cualquiera de sus gatos, pero en realidad no estoy seguro de lo que vi. Me miró fijamente y el anillo verde brilló en sus ojos desde el contraluz.
-San significa tres en japonés. Yo soy tres –y debe de haber sido su idea de bromear, porque me dirigió una de sus largas, largas sonrisas sin labios. San. Tres. Tres veces tres. La santísima trinidad.
San, San, San.
Una noche, ya no recuerdo cuándo, mis padres me abordaron a la hora de la cena. No habían desistido de entablar conversación conmigo a pesar de mi taimado silencio, pero mi memoria no guardaba, y no guarda, registro alguno de una sola palabra que ellos hubieran dicho. Sólo recuerdo esa vez, y ninguna más.
-Oye, ¿sabes que he estado hablando con tu tía Pilar? Carlos se va el año que viene a estudiar a Londres –Carlos era mi primo-. Debe de ser guay, ¿no?
Debo de haber gruñido algún asentimiento.
-¿No te gustaría irte a estudiar fuera, como él?
Otro gruñido. Tal vez encogiera los hombros indicando indiferencia. Algo, muy en el fondo de mí, se sentía culpable por la distancia con la que estaba tratando, no sólo a mis padres, si no a mis amigos (si es que me quedaba alguno). No fui consciente hasta más tarde de que lo que sentía era vergüenza, una vaga e indefinida vergüenza, como si estuviese haciendo algo malo negándome a examinar mi conciencia. Quería guardarme todo para San, y al mismo tiempo quería guardar todo lo de San en algún lugar recóndito, donde los asuntos vulgares de mi existencia no pudieran irrumpir. Ni siquiera las palabras cariñosas de mis padres tratando de sacarme de mi mutismo. Estaban a años luz de aquella chica que era una diosa y un demonio, que era una tríada y un monstruo, que me había dado el paraíso y podría haberme arrancado el corazón sin mover yo un dedo.
Callado, seguí comiendo.
Vale, ahora es cuando la cosa se pone interesante, porque es más o menos por aquí por donde me quedé. Se aceptan sugerencias, apremios y latigazos. ¡A jugar!
lunes, 19 de septiembre de 2011
Dómina inaprehendida
of Decadence
Y de repente,
en un pequeño vértigo,
soy consciente de todo aquello
que ocultamos y elegimos.
Nunca nadie podrá decir la Verdad,
nunca podremos contar nada
como realmente fue.
Tejido de mentiras las ciencias y las artes,
incapaz y débil el ser humano,
gloriosa Verdad inaprensible,
O Veritas Invicta!
jueves, 15 de septiembre de 2011
A cubierto!
Como coger pataletas, comer tiza para que me dé fiebre y agarrarme a las piernas de mamá para que no me lleven.
¡La facultad ha vuelto! >.<
Y con éste van cuatro. Nyarg.
martes, 30 de agosto de 2011
Felis Catus (Parte VI)
Partes I, II, III, IV y V
A principios de febrero de ese tercero de Secundaria cumplí quince años. Tuve suerte, puesto que el aniversario cayó entre semana y pude retrasar la celebración con los amigos al sábado siguiente: Alonso había vuelto a hablarme, pero estaba más frío y arisco que de costumbre, y Javi contemplaba con tristeza la distancia que se había abierto entre nosotros. Sé que no fui el primer chico que se separó de sus amigos al echarse novia, pero al recordar ese tiempo una parte de mí echa de menos a mis amigos del instituto. San apareció en mi vida y la ocupó por completo, me exprimía una y otra vez de energía y sólo me dejaba tiempo y ganas para seguir pensando en ella.
Ya ni siquiera hablaba con mis padres, salvo algún cruce de palabras durante las comidas. Ellos seguían preocupados por mí, trataban de averiguar qué me pasaba, intentaron llamar mi atención de mi formas diferentes: me sacaban de casa, llamaban a mis amigos, me proponían que viajara, que hiciera algún intercambio, que me matriculara en alguna actividad. Pero a mí no me interesaba nada, nada que no fueran los labios de San, el cuerpo de San, la voz de San. San, San, San.
La tarde de mi cumpleaños fui a la casa de la esquina a la hora de siempre. Paula me recibió con una extraña sonrisa, casi sin labios, muy parecida a la de San. “Feliz cumpleaños” me dijo, y su felicitación fue acompañada por un coro de lastimeros maullidos que hizo eco por toda la trastienda. Los pelos de la nuca se me erizaron. Avancé a tientas por al estancia, sintiendo la presencia hostil de los gatos más fuerte que nunca. Varias veces estuve a punto de pisarle la cola a alguna gata que se atravesaba en mi camino, arrastrando las patas traseras al caminar y bufándome con ira.
-Pasa de ellas –dijo Paula-. Están en celo.
Los maullidos se multiplicaron con cada peldaño que subía, y yo iba abrazándome el cuerpo inconscientemente, deseando estar en cualquier parte menos allí. Era como un coro de fantasmas, fantasmas llorosos con terribles historias que contar. Quise cerrar los ojos, cerrar los oídos, alejarme de aquella pesadilla; quise por un momento salir corriendo de esa maldita casa y no parar hasta estar bien, bien lejos. En el rellano, uno de los gatos saltó junto a mis pies y me dio uno de los peores sustos de mi vida antes de desaparecer en la oscuridad. Me pareció que era Tora, “tigre”, uno a rayas naranjas y pardas. Lo maldije de todas las formas que sabía. Cuando llegué al piso superior, mi piel estaba mojada con sudor frío.
San estaba, como siempre, de pie en mitad de su habitación, con su desgastada ropa cubierta del pelo de sus animales. No me quitó los ojos de encima mientras entraba en el cuarto; en el salón, por lo menos seis pares de ojos de pupila vertical y fosforescencia verde hicieron otro tanto hasta que se cerré la puerta tras de mí.
-Cómo están tus gatos hoy, ¿eh? –dije, intentando que la voz no me temblara.
-Es el celo. Los vuelve locos. Llevan todo el día apareándose.
Lo dijo con tono casual. La miré mientras dejaba la chaqueta en la silla del ordenador.
-¿Y tú les dejas?
-¿Aparearse? Claro –siguió una pausa-. ¿Lo hacemos nosotros también?
-¿Cómo?
Me quedé rígido. Ella seguía mirándome.
-Tengo un regalo de cumpleaños para ti –dijo, y empezó a desnudarse.
Había acariciado, besado y lamido mil veces el sexo de San, pero era la primera vez que la veía desnuda. Cuando se hubo quitado la última prenda, se sentó en el lecho y recostó la espalda sobre las almohadas. La contemplé. El tono de su piel era leonado como la cerveza, o más bien como el ginger ale (admito que no probé de verdad el alcohol hasta un par de años más tarde). Tenía los miembros largos, las caderas estrechas y los pechos, como yo los había sentido: pequeños y redondos. Su largo pelo le caía sobre los hombros y acariciaba sus pezones castaños, tan negro como el vello de su pubis. San. San. San.
-Quítate la ropa –dijo-. Quiero verte.
La obedecí, sintiéndome torpe y ridículo, tirando mi ropa desmañadamente por el suelo. Cuando acabé, sus inmensos ojos estaban fijos en mi cuerpo y exploraban cada uno de sus rincones como habría hecho su suave lengua. Me sonrojé, pero al mismo tiempo mi miembro empezó a endurecerse, captando la atención de San. Me sentí avergonzado de mi cuerpo redondeado y sin gracia, escaso de vello, donde las formas viriles aún estaban insinuándose. Nunca sería tan hermoso como lo era San para mí. Inmerso en esos pensamientos, oí su voz desde muy lejos.
-Isaac. Ven.
Me deslicé en la cama junto a ella y me abrazó; sentí contra mi piel su piel lustrosa, cuerpo contra cuerpo, y mis huesos se derritieron de gozo. Sus manos se posaron sobre mi vientre y empezaron a acariciarme, pellizcarme, hostigarme a más no poder; parecía, en vez de dos manos, tener diez. San se retorcía como un junco sobre mi cuerpo, buscándome las cosquillas, picoteándome los pezones, tirándome del pelo; su lengua se multiplicaba sobre mí (creced y multiplicaos, esa fue la orden), en mis orejas, dentro de mi boca, en mi cuello, en mi glande, estaba en todas partes, como sus gatos. Por un momento perdí el sentido. Me hizo falta abrazarla con mucha fuerza para escapar de su asedio y poder tocarla.
Tuve por primera vez sus pezones en mi boca, rugosos y palpitantes sobre mi lengua. Su cuerpo desnudo era una completa maravilla, lo recorrí entero con la boca, succionándolo, dejando un rastro húmedo de saliva y marcas rojas sobre la piel. San gemía suavemente, ronroneaba, maullaba de placer. Nunca me había sumergido en su vulva hirviente y empapada con tanto ansia como ese día. Sin embargo, cuando San parecía al borde del orgasmo, me apartó con suavidad. La miré confuso, con la barbilla y la nariz aún mojados con sus fluidos.
-Quiero que me montes –dijo San, con un tono de voz ronco y grave que yo nunca le había oído. Inclinó la cabeza, y por un momento la luz que entraba a través de las cortinas dibujó una corona verde fosforescente en sus iris castaños. Mi corazón dio un vuelco.
Le costó desenrollar el preservativo alrededor de mi pene, más duro e hinchado de lo que yo pensé que podría estarlo. Después, San me volvió la grupa, situándose sobre manos y rodillas sobre la cama. La contemplé por un instante: allí estaba, donde la línea de las nalgas se ensombrecía en vello entre los muslos. Extendí un brazo y acaricié uno de sus glúteos ambarinos, deslizando los dedos hacia la humedad de su sexo; San había inclinado la parte superior del cuerpo y se sostenía sólo con una mano, masturbándose suavemente con la otra. Ronroneaba. ¿O era alguna de las gatas que pululaban por la habitación, nerviosas por el celo?
-Isaac –gruñó.
Me acerqué a ella, el sexo erguido como una lanza, apuntando al lugar al que sin duda pertenecía.
-Isaac.
Puse las manos en sus caderas. La cabeza del glande rozó la entrada de su vagina.
-Isaa-a-a-ac -maulló San, y todos los gatos de la casa maullaron a coro con ella. La penetré violentamente.
San se curvó hacia delante y exhaló un ronco y largo gemido que acabó convirtiéndose en un sonido sibilante, ahogando mi propia exclamación de placer. Aún siseando, se volvió hacia mí. Las paredes de su vagina presionaban mi sexo, palpitantes. San me miró, con su sonrisa alargada y sin labios, y vi sus afilados caninos asomándose fuera de la boca. San me miró, y vi claramente el brillo verde de sus ojos. Di un golpe con la cadera que hizo un ruido seco contra sus nalgas.
No aguanté mucho. Apenas había dado unas cuantas embestidas cuando San se puso rígida y gritó. Chilló, rugió, maulló herida por el orgasmo, clavando las uñas de la mano en que se apoyaba sobre el colchón. Bastó para que yo me corriera sin más. En el punto más alto del placer, caí sobre su espalda y la mordí en la nuca, sin cuidado, sin pensar, como el gato a la gata. Nos derrumbamos como muertos sobre la cama, vientre contra espalda.
Jadeaba. No veía nada; todo a mi alrededor era rojo y brillante como la sangre. Sangre…
Había sangre en la nuca de San; minúsculas gotitas en las marcas que le había hecho con mis dientes. Ella advirtió mi mirada culpable, y sonrió por encima de su hombro.
-No pasa nada –dijo-. No pasa nada.
Permaneció dándome la espalda largo rato, los dos aún imbricados, empapados en el mismo sudor. Mi nariz estaba hundida en su pelo. Mis latidos resonaban dentro de su pecho, como un mismo corazón.
-Te quiero, San.
Ella se volvió sobre el colchón, lentamente. Volvió a sonreír. Sin labios.
-¿Eso crees?
Volvió a hacerme el amor más veces esa tarde. Los gatos maullaron sin cesar, rondándonos, olisqueándonos, apareándose a nuestro alrededor mientras San acababa con los restos de mi virginidad. Aquella noche, en la ducha, descubrí que tenía la espalda cubierta de arañazos.
Como podéis observar, le he añadido a esta entrada la etiqueta de "erótico". ¿Debería hacerlo con todas las partes del relato, o sólo con las subidas de tono? ¿Qué opináis?
sábado, 27 de agosto de 2011
De personas y de árboles
jueves, 21 de julio de 2011
It all ended...
Tengo veintiún años, pero ese día en el cine me partí de risa, grité, me asusté, tuve el corazón a mil, lloré y pataleé como una niña. No se me podía haber hecho mayor regalo. Algún día, en una casa distinta a la que estoy ahora, en un lugar distinto a donde vivo ahora, en una vida distinta a la que tengo ahora, crecerán otros niños. Pero los siete libros de colores, viejos y gastados por tantas ricas lecturas, seguirán siendo los mismos. Y la muerte, el deseo de trascendencia, la lealtad, la autosuperación, el crecimiento, el valor, la lucha, y sobre todo el amor incondicional como la única arma que derrota a la muerte, permanecerán incólumes.
Gracias, Joanne, por los últimos diez años de mi vida.
sábado, 2 de julio de 2011
Felis Catus (Parte V)
Regresé a casa de aquella primera tarde con San en estado de gracia. Estaba alucinado, drogado, estupefacto, radiante: mi cuerpo era una fuente de luz que irradiaba al mundo. Si mis padres notaron mi enorme sonrisa de imbécil, no dijeron nada. Pensé en llamar a Alonso y a Javi, contarles lo que me había pasado, pero me rebelé de inmediato contra la idea: lo que había hecho con San en era sólo mío, quería saborearlo, evocarlo, sorber cada sensación, oler el aroma de su piel en mis dedos. Contarlo tan rápido habría sido reducirlo a una mera anécdota. No. No lo diría de momento. Era sólo mío. Mío y de San.
Ha habido mucho amor en mi vida después de eso, de incontables formas distintas, con mujeres muy diferentes entre sí, en lugares dispares, cometiendo todas las audacias. Ninguna de esas cópulas, ni las más perversas, ni las más aeróbicas, ni las más largas, ni las más experimentadas, ni siquiera la primera de todas, han sido ni de lejos tan excitantes como aquel orgasmo casi simultáneo con San, tocándonos como los colegiales que éramos mientras sus gatos nos observaban. Tan sólo el recuerdo del olor a incienso, los suspiros de San y sus caricias bastan para inflamarme como un loco. Las primeras veces, como descubrí amargamente más tarde, permanecen en la memoria con una intensidad que no se repetirá jamás. Uno intentará emularla más tarde de todas las maneras posibles, pero será inútil. Sólo hay una primera vez, y he vivido recordando la mía desde entonces.
Empecé a ir a casa de San todas las tardes. Nada me importaba, más que esas horas después de clase en las que estaba con ella. Me sentía destemplado, aturdido y tembloroso, como si estuviera enfermo, aunque en realidad nunca me había sentido mejor. Caminaba por la calle, fingía escuchar en clase, jugaba con Javi y Alonso, y continuamente sentía los besos y las caricias de San en mi cuerpo, ardiendo como quemaduras. La oscura casa de San, llena de contrastes y de gatos, era el único lugar del mundo donde quería estar.
Todas mis visitas seguían el mismo patrón emocional. Al principio, frente a la puerta lateral de su casa, sentía nervios, como si fuera la primera vez. Cuando su madre me abría y me escrutaba, con aquellos ojos que San había heredado, me sobresaltaba invariablemente. La peor parte era atravesar toda la casa hasta su habitación: la trastienda de la carnicería, con su olor a cebolla, estaba siempre oscura, y a veces veía tras la puerta abierta del cuartito de las máquinas la mesa de mármol llena de sangre, o un barreño lleno de carne picada muy roja. Alguna vez, incluso, la madre de San (se llamaba Paula, “pequeña”, y lo cierto es que era bastante bajita) me abrió la puerta con un cuchillo en la mano o el delantal de plástico salpicado de sangre. Todas las veces que atravesé aquella trastienda oscura y siniestra pasé un miedo irracional, el mismo miedo helado de la primera vez. No me aliviaba hasta ver a San, de pie en su habitación, dándome la bienvenida. Pero la inquietud nunca desaparecía del todo; estaban los gatos.
Realmente nunca he sabido a ciencia cierta cuántos gatos vivían en esa casa. Aunque hubiera intentado contarlos, algunos se parecían mucho y otros aparecían sólo esporádicamente; a veces eran ocho y otras veinte, pero siempre estaban ahí, mirándome. Había gatos comunes, rayados y a manchas; había persas, balineses, rusos, angoras y siameses; incluso tenían un gato esfinge, Atotis, al que nunca vi moverse y que sin embargo solía aterrorizarme desde su cesta, mirándome fijamente como un fantasma de ojos descomunales y piel pelada.
Los gatos se deslizaban por la casa como sombras, sin hacer ruido sobre sus patitas acolchadas, y salían de los lugares más inverosímiles. Sus maullidos, ronroneos y bufidos venían de todas partes y de ninguna a la vez; estaban por doquier. A veces, mientras San y yo nos acariciábamos, los gatos daban vueltas por su habitación, siempre mirándonos, como si vigilaran todos y cada uno de nuestros movimientos. Su continua presencia escrutadora me hacía sentir incómodo, pero San nunca dio muestras de sentir lo mismo, y me guardé mis impresiones para no parecer cobarde. Lo cierto era que nunca me habían disgustado los gatos, pero las criaturas de casa de San conseguían ponerme nervioso. Casi tanto como ella. A pesar de todo, soportaba el miedo una y otra vez con tal de volver a verla.
A Alonso y Javi ya no los veía tanto. Solía pasar buena parte de mi tiempo libre con San, y cuando no estaba con ella, andaba tan obnubilado recordándola que a veces no me acordaba de quedar con mis viejos amigos.
-Joder, Isi, por lo menos podías fingir que te interesa –me espetó Alonso un día, tras colarme el cuarto gol en el Pro Evolution una tarde en mi casa-. Estás todo el día babeando por la peluda, tío, das asco.
-¿Eh? –balbucí yo, tras una pausa.
Alonso hizo un gesto exasperado, tiró el mando de la Play Station y se largó sin más. Javi y yo nos quedamos sentados y callados, sin saber qué decir. Miré a Javi. Sus ojos estaban tristes. Quise hablar con él, explicarle qué me pasaba, pero algo dentro de mí me dijo que Javi, que a fin de cuentas aún era un niño, no lo habría entendido. Seguimos jugando, pero no volvimos a hablar durante el resto de la tarde.
San solía escucharme atentamente, con los ojos inmensos siempre dilatados, aunque no siempre me contestaba, y cuando lo hacía, sus respuestas no siempre eran coherentes. A veces pasábamos mucho rato sin decir nada, y cuando yo ya creía que le pasaba algo, decía cualquier cosa, tuviera o no que ver con el último tema tocado. Hablaba mucho de nombres, siempre me hablaba de los nombres.
-Los seres humanos no eligen su nombre –dijo una vez, recostada entre mis brazos-. Escogen el mejor nombre para cosas que descubren o inventan. A veces pasan horas, días o meses pensando en un buen nombre. Pero tienen que cargar toda su vida con un nombre que no han elegido y que no les corresponde. Tal vez por eso tienen la manía de nombrarlo todo.
En escasos momentos como ese, parecía tremendamente lúcida. No solía hablar tanto.
-Los seres humanos somos muy curiosos –dije yo.
-Sí, los seres humanos son muy curiosos –puntualizó ella.
San era sinuosa, ágil y aterciopelada como un gato, mucho más de lo que en un principio me había parecido bajo su ropa ancha y gruesa. A veces se ovillaba a mi lado, se frotaba contra mi flanco, me acariciaba y me lamía por tantos sitios distintos que no sabía por dónde esperarla. A veces pasábamos horas enteras acostados frente a frente, regalándonos con besos interminables y húmedos y diciendo nuestros nombres una y otra vez, ciegos de excitación. En momentos así sentía que habría podido eyacular sólo con un roce. Desear a San, satisfacerla, recibirla una y otra vez me hacían quedar agotado, pero ella nunca se cansaba, siempre quería más, y yo, oh, yo también, no podía evitarlo. Alguna vez me dio la impresión de que me consumía toda la energía.
Un día San me saltó encima sin previo aviso y se metió mi sexo semierecto en la boca. Por un momento me quedé rígido; no tuve tiempo de protestar, de sorprenderme o de sentir vergüenza. El placer me llenó por completo, se extendió por mi cuerpo en oleadas tan intensas que me provocaron una violenta convulsión. Su boca era fresca y húmeda, como su sexo, y su lengua era de las lenguas más suaves que jamás me han tocado: tersa y sedosa como un gatito recién nacido. Recuerdo que todo el tiempo mantuvo sus ojos fijos en mí, grandes, abiertos, mirándome sin pestañear, provocándome escalofríos que hacían que mi estómago se contrajera. Noté un mareo etílico que se iba apoderando de mí; me agarré a las sábanas y fui resbalando, resbalando, hasta caer en el orgasmo como en un precipicio. Me costó no gritar. Me encontré derrumbado sobre la cama, húmedo de sudor, y vi a San a mi lado, lamiéndose el semen de los labios como un gato hubiera hecho con la leche. Yo estaba agotado, pero respondí de inmediato cuando ella me atrajo hacia sí y me enseñó cómo hacer otro tanto con su sexo. Cuando le provoqué el orgasmo estaba sin aliento y sus jugos me goteaban por la barbilla, pero volvía a estar enhiesto y deseoso de ella. San, mimosa, volvió a tomar mi pene entre sus labios y seguimos así toda la tarde, tomando el relevo una y otra vez hasta que pensé que iba a desmayarme. Esa tarde volví a casa como borracho y me quedé dormido antes de las diez.
Creo que adelgacé otro par de kilos esos meses.
lunes, 20 de junio de 2011
En el jardín
"Cuando estoy sola pienso en ti. Me masturbo pensando en ti. ¿Lo sabías? Y pienso que nos podríamos casar, y tener hijos. Joder, Chimo, ¿no ves que te quiero?"
Vahina Giocante en Lila dit ça, de Ziad Doueiri.
domingo, 5 de junio de 2011
sábado, 28 de mayo de 2011
Felis Catus (parte IV)
San empezó a acompañarme a casa a partir de ese día, siempre desde el punto en el que yo me separaba de mis amigos. También se acercaba a veces a mí durante el recreo, con su invariable bocadillo de atún, e intercambiábamos un par de palabras. Javi y Alonso cada vez alucinaban más y trataban de sonsacarme datos como fuera, pero yo estaba alelado y apenas oía lo que decían. De un tiempo a esa parte, todo tenía que ver con San: los ojos de San mirándome, los dedos de San rozando los míos mientras andábamos, la ropa de San cubierta de pelos de gato. San estaba en todas partes y yo me descubría agitado y febril, erizado como un gato, con la sonrisa alargada de San martilleando en mi mente. Un día, mientras me masturbaba en la ducha, con la mente en blanco, el rostro felino de San apareció ante mis ojos y tuve un orgasmo tan violento que el semen casi me salpicó la barbilla. Después me sentí avergonzado como nunca, pero ya no había marcha atrás. San estaba en todas partes, y yo estaba condenado.
San me cogió la mano el último día de clase antes de las vacaciones de Navidad, camino a casa. Creí que se me paraba el corazón. Su mano era más pequeña que la mía, y las uñas sobresalían un poco de la línea de la yema. Me arañó al sujetarme, y las líneas que sus uñas dejaron ardieron como el fuego sobre mi piel.
-¿Me das tu teléfono? –dijo de repente.
-¿Mi teléfono?
-Para poder llamarte a casa. En vacaciones no nos veremos en clase. Así podrás venir a mi casa, ¿te acuerdas? Tengo gatos.
La verdad era que no había vuelto a sacar el tema desde aquella primera vez, y yo no lo recordaba. Le escribí mi teléfono en un trocito de papel de libreta. Al cogerlo me acarició suavemente la mano, y no pude evitar acercarme a ella.
-San –dije suavemente.
-¿Sí?
-Prométeme que me llamarás.
-Te lo prometo.
-San.
-¿Sí?
-San…
Se acercó tanto a mí que nuestras narices se rozaron. Desplegó los labios, y por un instante pensé que iba a besarme. Luego noté su lengua, fina y muy, muy suave, lamiendo la comisura de mi boca y jugueteando en la línea que había entre mis labios. Después me sonrió, con esa sonrisa suya sin labios, y se marchó como siempre, con brusquedad, dejándome con una erección incipiente y un conato de infarto.
Siempre había pensado que la poesía amorosa y las canciones románticas eran horteradas. Supongo que como a mí, a muchos otros niños les ha tocado tragarse sus opiniones al llegar a la adolescencia. Ahora, maldita sea, entendía demasiado bien las palabras “robar el corazón” que tanto repetían aquellos versos. San se había robado el mío, y estaba por robarme a mí también.
Me aterrorizaba que San no me llamara. Pasé los dos días de Navidad colgando de un hilo y maldiciéndome. ¿Por qué coño no le pedí su teléfono yo a ella? Podría haberla llamado, no habría tenido que esperar… Al día siguiente de Navidad, finalmente ocurrió: sonó el teléfono y yo me obligué a disimular, esperando a que mi madre lo cogiera, cuando lo que deseaba era salir disparado y arrebatarle el auricular. Mi madre apareció en mi habitación con una media sonrisa y el teléfono en la mano. “San, para ti”, dijo, como esperando a que le diera más detalles. Yo simplemente cogí el aparato con manos temblorosas y esperé a que se fuera.
-¿San?
-Hola. ¿Te gustaría venir a mi casa esta tarde? Podemos jugar.
Siempre tan brusca. Era como si no le hubieran enseñado a tratar con la gente de pequeña. A mí ya no me importaba.
-Sí. Sí que quiero.
-Bien, pásate sobre las cinco y media. ¿Sabes dónde es, verdad?
A las cinco y veinte me encontré a mí mismo tocando el timbre de una puerta lateral de la casa, demasiado febril como para sentir vergüenza de mí mismo. Esperé durante unos segundos que me parecieron eternos; luego, la puerta crujió, oí sonar tres cerraduras, y finalmente se abrió la hoja y vi aparecer a la mujer de nariz aguileña, la madre de San. Me miró de hito en hito, y por un instante ambas se parecieron muchísimo.
-¿Eres Isaac?
-Sí.
-Pasa. Está arriba.
Entré. Me encontré en una especie de amplio recibidor sin ventanas, con las paredes cubiertas de azulejos azul claro. En la pared a mi izquierda distinguí las puertas de un armario en la penumbra, y al fondo una pared de cristal esmerilado, con una puerta entreabierta, que separaba otro recinto. Me pareció entrever una mesa de mármol y un par de máquinas muy grandes. A mi derecha, unas gruesas cortinas de lana daban acceso a una cocina familiar, que parecía totalmente fuera de lugar. Olía intensamente a cebolla.
Di un paso en la oscuridad y tropecé con algo. Miré a mis pies. Dos ojos de un verde fosforescente se encendieron en la oscuridad, y sentí un roce suave contra las piernas.
-Pirata, ¿eres tú? –dijo la madre de San-. No molestes a los invitados. Anda, fuera – empujó al gato con el pie y yo seguí andando, cohibido, y poco a poco notando porciones de la penumbra que se movían perezosamente, bostezando, maullando y encendiendo unos ojos brillantes como linternas verdes. Me pareció oír un bufido admonitorio, y de repente sentí miedo, un miedo desconfiado y frío que no se parecía en nada al que alguna vez hubiera sentido por San. ¿Qué hacía yo en esa casa lúgubre y fétida, llena de gatos?
-Adelante, pasa, está arriba –repitió la madre de San, empujándome por el hombro a través del recibidor. Noté más roces de los gatos en las piernas, más miradas verdes clavadas en mí, ruidos de advertencia. Atravesé la cocina tieso como una tabla y me encontré con una suerte de salita de estar que la separaba de la carnicería y las cámaras frigoríficas. Toda la luz que entraba provenía de la tienda abierta; no había una sola lámpara encendida.
-Arriba la tienes –dijo una vez más la madre, mirándome de una forma extraña por encima de su orgullosa nariz. Me señalaba una puerta que se abría a unas escaleras, justo al lado del pequeño sofá de la salita. Subí despavorido, y a mitad de camino casi me caí al descubrir a un gato, a rayas grises, sentado muy recto en el rellano y observándome fijamente con unas pupilas dilatadas que, de alguna manera, me recordaron a San.
Para mi sorpresa, la casa del piso superior era luminosa y bonita, y estaba perfumada con incienso. Atravesé un pasillo del cual partían los baños y la terraza, donde tres o cuatro gatos tomaban el sol, y desemboqué en un salón comedor decorado con velas y libros antiguos. Una de las dos puertas que salían de él estaba abierta; detrás, de pie en medio de su habitación, estaba San.
De repente el horror que me había provocado aquella casa oscura y llena de gatos fue cosa del pasado.
-Hola –dijo San, seria-. Pasa.
Caminé dubitativo y entré en su dormitorio. Ahí estaba la ventana con las cortinas blancas, y aún otra, situada justo encima de la puerta lateral por la que había entrado. El cabecero de la cama, de hierro forjado pintado de blanco, tocaba el centro de la pared que quedaba a mi izquierda. San se sentó tranquilamente sobre el colchón en cuanto franqueé el umbral.
-Cierra la puerta.
-¿Cerrar la puerta? –nunca antes había ido a la casa de una chica, pero me dio la impresión de que cerrar la puerta estando juntos sería un poco excesivo.
-Sí. Cierra la puerta. No pasa nada.
La obedecí, callado, y al terminar vi que ponía su mano sobre el colchón, junto a ella, invitándome a sentarme. Me senté.
La habitación estaba pintada de índigo. El armario, de puertas torneadas, también era blanco. Había un escritorio con un ordenador y varias estanterías con libros. Y gatos por todas partes: en los libros, en fotos, en dibujos y cuadros sobre la pared, en figurillas de barro. Dos gatos de verdad, uno gris y blanco y otro negro de pecho blanco y pelo largo, descansaban perezosos sobre el tapete que cubría el suelo frente a la cama.
-Éste es Fantasma y ésta Sanguis.
-¿Sanguis?
-Sanguis es sangre en latín. La llamamos así porque tiene un temperamento sanguíneo.
-¿Sanguíneo?
-Quiere decir que se enfada con facilidad.
Cuando estaba con San siempre me sentía así, tan aturdido que a veces sólo podía repetir como un tonto lo que ella decía. Traté de parecer más avispado.
-¿Y Fantasma?
-Es de los más sigilosos. Nunca lo oyes venir.
-Será bueno robando comida –traté de ser gracioso.
-Roba muchas cosas –dijo San, y me miró. Le sostuve la mirada, con el corazón en la garganta. ¿Cómo puñetas se las arreglaría para no pestañear? Tragué saliva, me atraganté, tosí disimuladamente y desvié la vista. Demonios.
-Bueno –dije, cuando el ataque de tos remitió. Ella no había hecho un solo sonido en todo ese tiempo-, dijiste que viniera para jugar. ¿Qué juegas?
-Juegos… -susurró San.
-¿Juegas al Warcraft? Mis amigos y yo últimamente estamos muy enganchados al Lineage. ¿Lo conoces?
-No me refería a eso –dijo San, y súbitamente me puso una mano en la rodilla. Warcraft, Lineage y demás juegos online se fueron al carajo. Todo lo que existía en el mundo éramos San, yo y su mano sobre mi rodilla.
-¿A… a qué quieres jugar, entonces?
-Quiero jugar contigo –susurró San, muy cerca de mi nariz. Incluso la piel del bigote que no tenía pareció erizarse cuando sentí sus labios acercándose a los míos. La sangre me retumbaba en los oídos, creí que iba a explotar de un momento a otro. Una vez más, su suave lengua emergió de entre sus labios para acariciar los míos, y sentí que me fundía entero. Después se abrió paso entre mis labios, y los suyos se unieron. Me estaba besando, alcancé a pensar estúpidamente antes de sentir su lengua cosquilleando mi paladar; entonces todos mis pensamientos se disolvieron en su saliva.
En aquel momento todo yo era mi boca, pegada a la suya; mis labios que se unían y desunían a los suyos con un susurro casi imperceptible, picoteados por sus dientecitos puntiagudos; mi lengua enredada en la suya sin saber muy bien lo que estaba haciendo. En algún momento ella se sentó a horcajadas sobre mí, y entonces noté mi sexo endurecido contra los pantalones; ella también lo estaría notando. Me separé, avergonzado, y ella me miró con esa sonrisa suya tan rara, sin labios.
-¿Qué pasa? –preguntó, ladina, juguetona.
-Es que… es que…
-No pasa nada. Es normal. A todos nos pasa igual –me dijo suavemente al oído, acariciándome el pecho. Yo ya no podía hablar-. No te preocupes. No pasa nada –su voz era seda, su lengua humedecía el lóbulo de mi oreja y sus dientes lo mordisqueaban y su mano empezaba a bajar y sus dedos buscaban más allá de mi cintura…
Me estremecí de pies a cabeza cuando su mano se cerró en torno a mi sexo, piel contra piel. Estaba más excitado que en toda mi vida. Se me escapó un pequeño gemido cuando empezó a moverla arriba y abajo, haciendo la piel del prepucio danzar sobre el glande. Me sentí morir de placer. Nunca hubiera imaginado que sensaciones así existieran. La otra mano de San cogió la mía, la derecha, y la colocó sobre su pecho, sin dejar de acariciarme. Noté el seno pequeño, elástico y firme, del tamaño exacto del hueco de mi mano, a través de la tela de la blusa. No llevaba sujetador, pero yo no lo hubiera adivinado. Tratando de descubrir qué hacer con la escasa consciencia que me quedaba, apreté suavemente aquel pecho, y noté la punzada del pezón erecto contra la palma. Lo apreté entre los dedos en un estremecimiento de placer, y San suspiró profundamente.
-¿Lo ves? –me dijo. Se bajó de mi regazo y se recostó de costado en la cama; yo la imité, y quedamos frente a frente. Tomó mi mano de nuevo y esta vez la llevó debajo de su falda de punto, entre sus piernas-. Mira –dijo en un susurro, y bajo su guía mis dedos pasaron por debajo de la línea de su ropa interior y hallaron una zona cubierta de vello suave, tras la cual se abría una grieta carnosa y muy húmeda.
-¿Lo ves? –repitió San, entrecortada-. Yo también lo estoy. A todos nos pasa –exploré su sexo con los dedos, oyendo sus suspiros, y noté una pequeña protuberancia. Debía de ser aquel misterioso clítoris del que había oído hablar alguna vez en el colegio, porque San tembló cuando la toqué-. Sí, acaríciame ahí. Por favor, Isaac…
Por alguna razón me excitó lo indecible que dijera mi nombre. Jugué con ella suavemente, temiendo hacerle daño, y San empezó a rodar hacia el placer al ritmo que yo seguía. Se transformó en agua: agua que culebreaba por la cama en éxtasis y se derramaba por su sexo hacia mis dedos. En algún momento me desabrochó los pantalones y volvió a acariciar mi pene como antes. El placer fue tan intenso que se me contrajo el estómago, y noté en la base de la espalda un calor que se fue extendiendo a todo mi cuerpo.
-San –jadeé.
-Isaac.
-San. San, San, San…
Me corrí con su nombre en los labios y los ojos húmedos como su sexo; ella se corrió encogida contra mi vientre, llamándome mientras mi eyaculación ponía perdidas las sábanas y le manchaba las rodillas. En aquel momento a ninguno de los dos le importó. Recuperamos el aliento acurrucados el uno contra el otro.
-San –susurré, y su nombre después del orgasmo era más erótico y más íntimo que nada en el mundo.
-¿Sí?
-¿Habías hecho esto antes?
-¿Por qué?
-Por saberlo.
-¿Tú qué crees?
Me miró fijamente, con aquellos ojos de gato, enormes y abiertos. No supe qué contestar. Nunca lo supe. Después de un rato, ella se levantó para limpiarse y yo decidí hacer otro tanto, sintiéndome súbitamente avergonzado. Su madre estaba en la casa, ¿y si nos había oído?
Cuando me incorporé sobre la cama, vi que Sanguis y Fantasma estaban sentados muy rectos sobre el tapete, mirándome fijamente, tan fijamente como su ama. En sus ojos redondos y fosfóricos vi reflejados mi placer y el de San, y una extraña comprensión, como si nos hubieran espiado sabiendo perfectamente lo que hacían. Fue entonces cuando volví a sentir miedo.
miércoles, 18 de mayo de 2011
Reflejo del amor
Uno aprieta las tuercas. Aprieta los puños. Aprieta los dientes, los músculos, los párpados. Aprieta las vendas de los nudillos. Aprieta las ballenas del corset, aprieta los movimientos, las poses, aprieta la goma de la máscara, las ideas. Para vivir, para seguir, para luchar, hay que apretar, y no desvanecerse nunca.
Para no ser, hay que soltar. Soltar las manos. Aflojar el cuerpo. Dejar ir la consciencia más allá de los prietos confines razonables. Para no ser, para ser, hay que abandonarse con lágrimas en los ojos. Sólo cuando ya no estamos aferrados y ya no tememos que nada nos haga daño, desaparece el dolor. Y entonces, la belleza, la luz y la vida nos traspasarán con un rayo palpitante de amor. Nuestras fibras, sueltas, desanudadas, ligeras, lo dejarán pasar, sin dolor, sin sangre, sin herida.
Nuestra mera existencia es el espejo donde Dios se mira.
martes, 10 de mayo de 2011
Felis Catus (parte III)
Al día siguiente, Santa y yo nos cruzamos en clase al ir a buscar nuestro asiento. Nos miramos fugazmente, y los dos murmuramos un “hola”. Me senté en silencio, ajeno a las risas de mis amigos. ¡Me había saludado! ¿Eso significaba que le gustaba, o sólo que era educada? Por un momento lamenté no haber prestado atención a Alonso, Ricardo y otros compañeros cuando hablaban de chicas. Bah, no, eso ni hablar. Me había saludado porque ahora éramos conocidos. “¿Qué te pasa, Isaac? ¿Estás tonto?”. No pude, sin embargo, sustraerme a la tentación de girar la cabeza para ver qué hacía. Ahí estaba Santa, mirándome fijamente con sus ojos marrones y enormes y su sonrisa sibilina. Y ahí estaba, cómo no, mi corazón jodiendo la marrana y poniéndose a latir como un loco.
Me giré espantado, acezando, y noté calor en las mejillas. Maldije interiormente todo lo maldecible cuando Alonso, coreado por Javi, entonó un cántico que rezaba “¡S’ha puesto colorao! ¡S’ha puesto colorao!” Quise matarlos ahí mismo, pero antes de que concretara mis planes de venganza, oí una risa clara y bajita, proveniente de la ventana. Santa se estaba riendo. Por un momento nuestros ojos se cruzaron, y vi en los suyos un brillo travieso que no estaba allí antes. Por primera vez fui consciente de lo mucho que Santa Medrano había crecido desde primaria.
Mis amigos estuvieron molestándome el resto del día por mi sonrojo en clase, como era de esperar. Lo estuvieron haciendo durante todo el camino a casa, ya por la tarde, hasta que nos separamos. Lo que no era ya tanto de esperar era que Santa Medrano me estuviera esperando en la siguiente esquina, aún con su mochila del colegio y sus ojos enormemente abiertos, como siempre. Me quedé tieso en el sitio.
-¿Te acompaño? –dijo simplemente.
Mi primer impulso fue gritar “¡No!”
-Eh… sí. Si quieres.
Se puso a mi lado y caminamos a la par un buen rato, en silencio. Yo casi no podía respirar de lo alborotado que tenía el pulso. Cuando el silencio llegaba a un límite incómodo, la oí hablar:
-Entonces te llamas Isaac.
-Sí –dije estúpidamente.
-Isaac fue un tío con muchos problemas.
-¿Cómo?
Me contó la historia. Yo recordaba vagamente haberla oído alguna vez en la catequesis, antes de hacer la Primera Comunión, pero fue casi como si la oyera por primera vez.
-No te pega mucho el nombre –dijo al terminar-. No pareces muy atormentado.
-Ah –nunca había oído a alguien de mi edad usar la palabra “atormentado”.
Siguió otro largo silencio. Ya estábamos cerca de mi casa. De repente caí en la cuenta de que hacía rato que habíamos pasado de largo la suya.
-Y tú te llamas… Santa, ¿eh? –dije, por decir algo.
-Sí, pero quiero que me llames San –respondió con inesperado ímpetu, encarándose conmigo. Me miró de hito en hito, con aquellos ojos suyos enormes que parecían nunca pestañear, y un escalofrío me bajó por la espalda.
-¿Por qué? –pregunté, con un hilo de voz.
-Porque a mí Santa tampoco me pega. Quiero que me llames San –repitió, imperiosa.
-San –dije, dejando deslizar su nombre por mi boca una primera e inolvidable vez. Sentí al decirlo un curioso cosquilleo en los lados de la lengua, que se fue extendiendo paulatinamente por mi barbilla, mi garganta y el resto de mi cuerpo. Se me puso la carne de gallina-. San –dije otra vez, en un susurro, casi una súplica. De repente su cara estaba muy cerca de la mía. Tenía la nariz pequeña y redonda, a diferencia de su madre, y a esa distancia podía distinguir un brillo verdoso formando una corona en sus iris marrones. Sus pestañas, en las que nunca había reparado, eran largas, oscuras y espesas, curvadas hacia arriba. No era tan fea, Santa Medrano, ahora que había pasado a ser San. En realidad, era bastante bonita. Muy bonita.
De súbito, San se separó de mí.
-¿Te gustaría venir a mi casa? Tengo gatos –dijo, como si el anterior momento nunca hubiera sucedido. Me quedé cojudo.
-¿Eh?
-Que si te gustaría venir a mi casa un día. A jugar.
-Eh… s-sí…
-Qué bien. Tengo que irme. Nos vemos mañana –y en una exhalación se dio la vuelta y desapareció calle abajo, dejándome parado como un capullo en mitad de la calle.
Caminé sonámbulo los metros que me separaban de mi casa, subí las escaleras, entré en el apartamento, me metí en mi habitación y pasé tumbado en la cama el resto de la tarde. No tenía ganas de jugar con la consola, ni de usar el ordenador, ni de leer o ver la televisión. No hice los deberes, ni siquiera salí a pasear, como era usual. La escena que acababa de vivir colmaba cada centímetro de mí; me sentía lleno de una sustancia espesa e intensa que podría derramar si me movía mucho y que mi cuerpo ansiaba absorber con fruición. Todavía no sabía si Santa (San, San, era San) me gustaba o me daba miedo, pero sabía que necesitaba volver a verla con urgencia, y sabía también que pensar en ella me descolocaba el pulso y erizaba hasta el último vello de mi cuerpo, incluso en lugares en los que aún no me había salido. Me ocurriría siempre con ella, y aún hoy, que ya no está, a veces me sigue ocurriendo.
Aquella noche soñé con San. Cuando desperté a la mañana siguiente, tenía una erección de caballo.