Al día siguiente, Santa y yo nos cruzamos en clase al ir a buscar nuestro asiento. Nos miramos fugazmente, y los dos murmuramos un “hola”. Me senté en silencio, ajeno a las risas de mis amigos. ¡Me había saludado! ¿Eso significaba que le gustaba, o sólo que era educada? Por un momento lamenté no haber prestado atención a Alonso, Ricardo y otros compañeros cuando hablaban de chicas. Bah, no, eso ni hablar. Me había saludado porque ahora éramos conocidos. “¿Qué te pasa, Isaac? ¿Estás tonto?”. No pude, sin embargo, sustraerme a la tentación de girar la cabeza para ver qué hacía. Ahí estaba Santa, mirándome fijamente con sus ojos marrones y enormes y su sonrisa sibilina. Y ahí estaba, cómo no, mi corazón jodiendo la marrana y poniéndose a latir como un loco.
Me giré espantado, acezando, y noté calor en las mejillas. Maldije interiormente todo lo maldecible cuando Alonso, coreado por Javi, entonó un cántico que rezaba “¡S’ha puesto colorao! ¡S’ha puesto colorao!” Quise matarlos ahí mismo, pero antes de que concretara mis planes de venganza, oí una risa clara y bajita, proveniente de la ventana. Santa se estaba riendo. Por un momento nuestros ojos se cruzaron, y vi en los suyos un brillo travieso que no estaba allí antes. Por primera vez fui consciente de lo mucho que Santa Medrano había crecido desde primaria.
Mis amigos estuvieron molestándome el resto del día por mi sonrojo en clase, como era de esperar. Lo estuvieron haciendo durante todo el camino a casa, ya por la tarde, hasta que nos separamos. Lo que no era ya tanto de esperar era que Santa Medrano me estuviera esperando en la siguiente esquina, aún con su mochila del colegio y sus ojos enormemente abiertos, como siempre. Me quedé tieso en el sitio.
-¿Te acompaño? –dijo simplemente.
Mi primer impulso fue gritar “¡No!”
-Eh… sí. Si quieres.
Se puso a mi lado y caminamos a la par un buen rato, en silencio. Yo casi no podía respirar de lo alborotado que tenía el pulso. Cuando el silencio llegaba a un límite incómodo, la oí hablar:
-Entonces te llamas Isaac.
-Sí –dije estúpidamente.
-Isaac fue un tío con muchos problemas.
-¿Cómo?
Me contó la historia. Yo recordaba vagamente haberla oído alguna vez en la catequesis, antes de hacer la Primera Comunión, pero fue casi como si la oyera por primera vez.
-No te pega mucho el nombre –dijo al terminar-. No pareces muy atormentado.
-Ah –nunca había oído a alguien de mi edad usar la palabra “atormentado”.
Siguió otro largo silencio. Ya estábamos cerca de mi casa. De repente caí en la cuenta de que hacía rato que habíamos pasado de largo la suya.
-Y tú te llamas… Santa, ¿eh? –dije, por decir algo.
-Sí, pero quiero que me llames San –respondió con inesperado ímpetu, encarándose conmigo. Me miró de hito en hito, con aquellos ojos suyos enormes que parecían nunca pestañear, y un escalofrío me bajó por la espalda.
-¿Por qué? –pregunté, con un hilo de voz.
-Porque a mí Santa tampoco me pega. Quiero que me llames San –repitió, imperiosa.
-San –dije, dejando deslizar su nombre por mi boca una primera e inolvidable vez. Sentí al decirlo un curioso cosquilleo en los lados de la lengua, que se fue extendiendo paulatinamente por mi barbilla, mi garganta y el resto de mi cuerpo. Se me puso la carne de gallina-. San –dije otra vez, en un susurro, casi una súplica. De repente su cara estaba muy cerca de la mía. Tenía la nariz pequeña y redonda, a diferencia de su madre, y a esa distancia podía distinguir un brillo verdoso formando una corona en sus iris marrones. Sus pestañas, en las que nunca había reparado, eran largas, oscuras y espesas, curvadas hacia arriba. No era tan fea, Santa Medrano, ahora que había pasado a ser San. En realidad, era bastante bonita. Muy bonita.
De súbito, San se separó de mí.
-¿Te gustaría venir a mi casa? Tengo gatos –dijo, como si el anterior momento nunca hubiera sucedido. Me quedé cojudo.
-¿Eh?
-Que si te gustaría venir a mi casa un día. A jugar.
-Eh… s-sí…
-Qué bien. Tengo que irme. Nos vemos mañana –y en una exhalación se dio la vuelta y desapareció calle abajo, dejándome parado como un capullo en mitad de la calle.
Caminé sonámbulo los metros que me separaban de mi casa, subí las escaleras, entré en el apartamento, me metí en mi habitación y pasé tumbado en la cama el resto de la tarde. No tenía ganas de jugar con la consola, ni de usar el ordenador, ni de leer o ver la televisión. No hice los deberes, ni siquiera salí a pasear, como era usual. La escena que acababa de vivir colmaba cada centímetro de mí; me sentía lleno de una sustancia espesa e intensa que podría derramar si me movía mucho y que mi cuerpo ansiaba absorber con fruición. Todavía no sabía si Santa (San, San, era San) me gustaba o me daba miedo, pero sabía que necesitaba volver a verla con urgencia, y sabía también que pensar en ella me descolocaba el pulso y erizaba hasta el último vello de mi cuerpo, incluso en lugares en los que aún no me había salido. Me ocurriría siempre con ella, y aún hoy, que ya no está, a veces me sigue ocurriendo.
Aquella noche soñé con San. Cuando desperté a la mañana siguiente, tenía una erección de caballo.
Por partes. Uno, estoy con Isaac esa niña da miedo. Cuando a dicho lo de jugar no podido evitar pensar en Saw cuando suelta eso de "Vamos a jugar a un juego. Vivir o morir tu decides" XD.
ResponderEliminardos, en el fondo San me da pena, toda ella huele a tragedia. No se, es extraño, es como si hubiera tenido que crecer demasiado rapido.
Y tres, el final, como decirlo M'ha matao XD. Sencillamente muy bueno, no me lo esperaba, pense que iba a tener una pesadilla o algo del estilo.
Nena, ya va siendo hora de la cuarta parte, eh?? xD
ResponderEliminar