¿Qué hubiera pasado, digo yo, si Blancanieves de verdad hubiera estado muerta? Si no hubiera habido beso de amor o caída con efecto Heimlich que valiera; si hubiera estado muerta y punto, y, como en el cuento, el príncipe hubiera querido llevársela a su castillo para "contemplar su belleza".
Aquí hay un necrófilo, pero yo no miro a nadie.
PD: Y Shang se enamoró de Mulan antes de saber que era una mujer. Yo sólo lo digo.
Estos son los últimos exámenes finales de mi carrera. Literalmente llevo dos semanas viviendo y durmiendo con el mismo chándal y no sé ni qué día es hoy. Cuento el pasar del tiempo por las latas vacías de Burn. Que alguien haga algo.
miércoles, 29 de mayo de 2013
domingo, 19 de mayo de 2013
Agresión sexual
Mas no hubo simbolismos,
moral, Biblia o código penal
que atenuara lo que pasó,
ninguna leyenda ni suicidio ritual;
sólo la realidad fea de una carne humillada,
de un cuerpo robado,
de un dolor que iba más allá de la vagina escarnecida
y se asentaba en la voluntad que no fue,
la sensación atroz de no ser,
de no contar,
de no importar más que como objeto de burla,
como un juguete entre las zarpas
de un Chesire misógino.
No te lo tomes así, mujer.
Es una broma.
lunes, 13 de mayo de 2013
Balada de los glens (parte III)
Parte I y parte II.
Muchas
lluvias vinieron y se fueron, y en el valle airoso del río plateado la vida
continuó su ritmo inexorable. Los ancianos murieron y las mujeres parieron, y
cada primavera los robledos se poblaban de hojas nuevas y animales recién
nacidos. En la casa abandonada del cerro del lado sur, protegida del mundo en
su anillo de espinos, las hierbas continuaron invadiendo las losas del suelo y
las pequeñas bestias anidando entre las vigas, y en todo el valle aquello que
los mortales insistían en atrapar dentro de un reloj seguía haciendo sonar su
eterna canción.
Un
día, el señor del valle murió, y su cuerpo fue depositado en el panteón
familiar. Su esposa había fallecido varios años antes, lo cual dejaba un vacío
de poder en las tierras del glen. Los arrendatarios fueron instruidos por el
capataz acerca de las últimas voluntades del señor, que disponían que un lejano
sobrino, radicado en la capital, pasaba a ser el propietario de esa tierra que
ellos habían trabajado durante generaciones. Los arrendatarios se encogieron de
hombros y esperaron sin ninguna prisa a su nuevo señor. Éste nunca llegó,
empero; en su lugar, subió un día el empinado camino hacia la casa señorial un
automóvil reluciente, seguido por una caravana de camiones de carga. El coche
aparcó frente a la escalinata de piedra que daba acceso a la casa, y de él
descendió una mujer con traje de chaqueta blanco y sombrero de ala ancha.
La
recién llegada se paró en el sendero de entrada que cruzaba el parque, dos
delicados zapatos bicolores hundiéndose en la gravilla, con las manos caídas a
los lados y la mirada oscurecida bajo el sombrero, fija en la casa. La pequeña
comitiva de bienvenida de los criados, en formación sobre la escalinata, se
revolvió incómoda.
-¿No
era un señor el que tenía que venir? –preguntó, en voz demasiado alta, una de
las criadas menores. El mayordomo, su abuelo, la reprimió de un pellizco; sin
embargo, todos oyeron la risa clara de la recién llegada al acercarse a los
empleados.
-Mi
señor primo y yo llegamos a un acuerdo el mes pasado –explicó, sacándose los
alfileres del sombrero-. Le pareció correcta la suma que ofrecí a cambio de los
derechos sobre estas tierras. Al fin y al cabo –se volvió hacia la mansión de
nuevo, con una mirada extraña-, esta es mi casa.
En
ese momento la mujer del traje se quitó el sombrero, y una cascada de pelo del
color de las frambuesas se derramó por su espalda, refulgente sobre el lino
blanco de la chaqueta. “Es la patroncita” corrieron los susurros entre los
criados mayores. Entretanto, varios porteadores habían echado pie a tierra
desde los camiones y empezaban a descargar los bultos: muebles, alfombras,
varias armas de fuego muy ornadas, un arpa y un violonchelo en sus estuches. El
servicio observó con especial curiosidad un par de carteles publicitarios de
conciertos de salón, enmarcados, en los que se veía pintada la elegante figura
de una pianista pelirroja, Dana O’Hara.
-El
nombre de mi familia era demasiado conocido –musitó la nueva señora, más para
sí que para el personal de la casa; sus ojos estaban fijos en un nuevo objeto
que los porteadores descargaban haciendo equilibrios-. Por favor, cuidado con
ése. Mucho cuidado. Se me va la vida con él.
Era
un piano de cola, blanco y magnífico, con las entrañas rojizas, como un eco de
su dueña. Se alzó sobre los brazos de los porteadores como un ave olímpica de
alas desplegadas, oscureciendo el sendero con su sombra. Cuando el sol acarició
su tapa, una ráfaga de luz cegó momentáneamente a los asistentes,
comunicándoles la majestad incontestable del instrumento: el verdadero nuevo
señor de aquellas tierras acababa de tomar posesión.
Una
de las criadas más ancianas, que recordaba claramente a la niña con cara de
conejo que había nacido en la casa señorial, se acercó a la dueña a preguntarle
qué se le ofrecía. Le pareció ver brillar una lágrima en sus ojos grises, ahora
vueltos hacia el parque y más allá, hacia la pendiente que bajaba al valle como
una catarata verde, y hacia las orgullosas montañas, coronadas de niebla y sol,
que se mojaban los pies en la cinta de plata del río. Vio cómo se le levantaba
el pecho bajo la chaqueta cruzada, hinchándose con el aire del glen, y cómo el
viento desordenaba su cabello en un estallido rojo como el atardecer. La
anciana criada hubiese jurado que las orejas de la señora temblaban y se
esponjaban como las de un zorro, buscando captar hasta la última hoja danzante,
la última gota de rocío, la respiración de la tierra, la risa del río. No la
estaba oyendo.
-¿Señora…?
–volvió a llamar.
-Ya
estoy en casa –dijo Emer, y sonrió.
*
* *
Varias
décadas más tarde, cuando dos representantes de una importante empresa maderera
acudieron a la vieja casa señorial para exponer al propietario la conveniencia
de venderles las tierras del glen y partir a un retiro más cómodo en la ciudad,
se encontraron con una anciana de crenchas grises de pie en la puerta, vestida
de blanco y blandiendo una escopeta cargada.
lunes, 6 de mayo de 2013
Le morte d'Arthur y otras bizarradas
-Aproxímate, Bedivere.
-Mi rey y señor Arturo.
-El fin de mi vida se acerca. Ten, toma a Excalibur, llévala al curso de agua más cercano y ahí arrójala. Habrá de volver cuando sea llamada por un nuevo rey.
-Así se hará, mi rey.
(Un rato)
-¿Y bien, Bedivere? ¿La arrojaste al agua?
-Hombre, arrojar, arrojar lo que se dice...
-Oh, Bedivere, no lo demores más. Siento que mis fuerzas menguan. Haz como te ordeno.
-Sí, majestad.
(Otro rato)
-¿La arrojaste, Bedivere?
-No exactamente...
-Bedivere, querido, tengo un agujero de tamaño considerable en el hígado. Por favor arroja a Excalibur al agua.
-Vale.
(Aun otro rato)
-¿Ya, Bedivere?
-Eh, bueno...
-BEDIVERE, COJONES, ESTOY A PUNTO DE CASCARLA, HAZ EL PUTO FAVOR DE TIRAR LA MALDITA EXCALIBUR EN LA JODIDA CHARCA. YA.
-Jo.
Bueno, pues... estaba en un cursillo de libre elección... sobre las mitologías heroicas... y estaba puesta de cafeína... y se acercan los exámenes... no sé muy bien qué pasó.
Me gradúo, men. What O.o
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