Caress the one, the
never fading
rain in your heart,
the tears of
snow-white sorrow;
caress the one, the
hiding
amaranth, in the land
of the daybreak…
Había una vez, un hombre muy solo.
No tenía familia, y los amigos que tuvo alguna vez hacía
tiempo que por diversas razones habían partido lejos. Aquel hombre sólo se
tenía a sí mismo, pero poseía una prodigiosa imaginación. Desde niño era capaz
de imaginar paisajes fabulosos y de convocar, con sólo desearlo, una saga de
criaturas fantásticas que le hiciesen compañía. Mientras fue un niño, le bastó
con eso, pero ahora había crecido y se sentía infinitamente solo. Su casa era
grande y lóbrega, llena de ecos, y cada vez que abría una de las múltiples
habitaciones sin usar un hálito helado le lamía la cara. Por las noches el
silencio era tan intenso que el hombre solo podía oír reverberar los latidos de
su propio corazón.
Un día, sin embargo, aquel hombre tan solo tuvo una idea.
Toda su vida había transcurrido plagando el mundo de otros mundos nuevos y más
acogedores, y creando personajes tan reales que ciertamente podía oír sus voces
y sus pasos. Si su imaginación era realmente tan poderosa, ¿por qué no iba a
poder crear a alguien bueno y cariñoso que le hiciese compañía, y diera calor a
su corazón helado por la soledad? Eso, eso haría, y con una nueva resolución
brillando en sus ojos se puso manos a la obra.
Poco a poco construyó a una mujer para que fuese su
compañera. Le dio forma utilizando deseos, añoranzas y recuerdos de las
personas a las que había amado y habían partido, así como imágenes y
sensaciones de todas las cosas bellas que conocía y de otras que inventó. Puso
en ella estrofas de canciones, flores, miel, tierra húmeda, planetas brillantes
en el cielo, palabras de amor, partituras, el olor de la pólvora y de las
largas noches de verano. Finalmente, una noche dio la puntada culmen a su obra,
y le susurró al oído su nombre, palabra mágica con la que cobraría vida.
La mujer abrió los ojos e inhaló bruscamente, sorprendida
ante el aletear del alma que se le había insuflado. El hombre, conmovido, la
rodeó con sus brazos y la acunó contra su pecho, sintiendo por primera vez en
años que el frío de la soledad remitía en su corazón. Ella le devolvió el
abrazo, avasallada por el deseo de algo que no conocía, pues cada uno de los
pedazos de los que estaba hecha recordaba el amor. Luego, sin embargo, se puso
rígida. Apartó al hombre sujetándolo por los hombros y le agarró la muñeca, que
acercó a su oído intrigada, mientras él la dejaba hacer, asustado. Ella fue buscando
hacia arriba del brazo de él el origen de su desazón, hasta pegar el oído a su
pecho, donde escuchó atentamente durante unos latidos. Después lo rechazó con
un grito.
Pronto el hombre comprendió que a su compañera le faltaba un
corazón; un corazón propio, a través del cual sentir el mundo al que había
nacido y al compañero que respiraba anhelante a su lado. Sin él, nunca sería
capaz de amar ni tendría sentido su existencia, construida en base a los deseos
de otro. Sin un corazón, estaba condenada a la soledad.
Intentó dárselo de todas las formas posibles. Probó con una
rosa roja, con un carbón incandescente, con gotas de su propia sangre. Todo en
vano. Todos los corazones se helaron en su pecho y acabaron marchitándose,
incapaces de bombear sangre, incapaces de sentir. Ni los mayores esfuerzos de
su imaginación le sirvieron para darle a la compañera que había creado la
capacidad de amar; comprendió, desolado, que ni la imaginación más desbordante
podría jamás evocar el amor. Entretanto, la mujer sin corazón languidecía
silente, ciega y sorda ante la riqueza del mundo, con unas lágrimas negras y
grasas corriéndole por las mejillas. La enorme casa seguía fría, silenciosa.
Un día, finalmente, el hombre solo comprendió qué era lo que
tenía que hacer para rescatar a la mujer de su soledad. Ella era un eco apagado
de algo que él había deseado, y nunca lo amaría porque estaba incapacitada para
amar; el amor no podía obligarse a crecer sólo por el anhelo egoísta de
sentirlo, debía nacer y ser entregado, debía expandir sus ramas al sol y crecer
como un árbol, extendiendo sus raíces hasta el último rincón húmedo de la vida.
El amor sólo se engendraba con amor, eso era todo. Así que el hombre, dispuesto
a todo, como había de ser, se abrió el pecho con una navaja y se sacó el
corazón.
La mujer lo miró sorprendida mientras él se acercaba,
empapado en sangre, con la mano levantada ofreciéndole un racimo de amarantos
rojos, una piedra preciosa, una criatura recién nacida acurrucada en la palma.
Ella caminó hacia él, atraída por el fulgor de aquella llama que irradiaba toda
la luz y el calor de un mundo agradecido, y él la recibió en un abrazo. La besó
dulcemente en la frente mientras depositaba el corazón arrancado en el boquete
de su pecho.
Se oyó un latido. Luego otro.
La mujer miró al hombre, con los ojos radiantes y una enorme
sonrisa. El hombre oyó un ruido corto y rítmico, como el tañir de una campana,
o como las olas chocando en el rompiente. ¡La mujer se reía! Y el sonido de su
risa hacía abrirse las flores, arder los tizones y sonar la música de que
estaba hecha.
Se llevó las manos al pecho y sintió, maravillada, el redoble de su nuevo corazón y toda la belleza contenida en él, fluyendo lentamente por sus venas para hacerla sentir, por primera vez, el cosquilleo de la vida en la piel, el pánico, el ansia, la plenitud. Empezó a caminar por la casa, luego a correr y finalmente a bailar en el jardín, alzando los brazos al cielo y riendo sin parar, apresurándose para llegar a cada rincón de las habitaciones y llenarlas con su luz, bebiéndose el claroscuro, los recuerdos y los ecos de su nuevo mundo. El hombre la contemplaba absorto desde el jardín, con los brazos caídos a los lados y el agujero en su pecho sangrando lentamente. La mujer saltó sobre los rosales, rodó hecha un mar de risas y le tendió los brazos desde la hojarasca, cubierta de pétalos rojos y de cortes sangrantes. El hombre sin corazón se arrodilló a su lado y ella le rodeó el cuello con los brazos, le besó la boca y los puso a ambos de pie, abrazándolo, tocándolo, dando vueltas y riendo, riendo siempre. Tras un último beso, la mujer se separó de él, saltó la cancela del jardín y se alejó por el camino rumbo al mundo, y el eco de su risa se fue apagando en el sendero hasta desaparecer del todo.
El hombre sin corazón se volvió a quedar solo en la inmensa
y fría casa, sin nadie que le hiciese compañía, privado de su corazón y por
tanto de la imaginación creadora que habría podido salvarlo. Se habría sentido
desolado por el abandono de la mujer, que se había marchado llevándose todo
cuanto había amado y deseado, pero con el pecho vacío, la música de la vida (la
alegre, y también la triste) se había apagado. Por las noches, ya ni siquiera
el eco de su corazón ausente le recordaba su propia existencia. Así pasó el tiempo
en aquella casa helada, respirando sin vivir, con un jardín marchito y un
hálito polar que se le iba metiendo poco a poco entre el pecho hueco y el alma.
Una mañana gris, después de un período indefinido y gris, el
hombre sin corazón oyó pasos en la hojarasca del jardín. Levantó los ojos sin
curiosidad, siguiendo un instinto casi olvidado, y vio una figura de pie junto
a la cancela.
Era ella, aunque tardó un poco en reconocerla. En su pelo
brillaba el púrpura de cientos de amaneceres, y en sus mejillas había florecido
el rocío de la madrugada y el reflejo de la luna sobre el mar. Caminó hacia él,
sonriéndole con todo el amor que él había imaginado y aún más, y el hombre sin
corazón sintió que se le comunicaba una calidez renovada, algo que había sentido
por última vez cuando ella lo besó, y que había olvidado.
La mujer se metió la mano en el pecho y se sacó el corazón
que él le había entregado, y extendió el brazo, ofreciéndoselo. El hombre hasta
entonces solitario lo tocó, descubriendo sorprendido su rostro bañado en
lágrimas. Un relámpago recorrió su brazo y llenó hasta desbordar su pecho con
gritos, ideales, sueños, hojas jóvenes, agua y estrellas. La mujer había salido
al mundo con su corazón nuevo a vivir, a llorar, a reír y a sentir todo aquello,
y había vuelto, devolviéndoselo lleno de vida. Cuando las manos de los dos se
ciñeron en torno al corazón sintieron la contracción de un latido bajo los
dedos, y como un eco, algo saltó en el pecho del hombre. Extático y anonadado,
vio que ella también lloraba.
-Me regalaste la posibilidad de vivir –dijo, con una voz que
era todas las voces y todos los vientos-. La única manera justa de
agradecértelo es hacer otro tanto.
-No puedo quedármelo –balbució él, con la voz oxidada por el
silencio.
-No será necesario. Hay suficiente para los dos –y lo besó.
En una noche, todas las flores del jardín volvieron a
abrirse. Desde aquel día, en una casa que ya nunca más sería ni oscura, ni
helada, ni triste, vivieron dos seres que compartían el mismo corazón.
Música: Amaranth (Nightwish)
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