jueves, 27 de diciembre de 2012

Péndulo



“Yo soy la que siempre regresa. La inercia inevitable.”

Ella camina mientras el mundo hace tiempo que se transformó en un erial pedregoso, barrido por los vientos y castigado por el sol. El aire silba entre los flecos de la kufiyya con que se protege la nariz y la boca de la arena que vuela y corta; su única compañía es el chasquido seco de sus pasos.

La carretera es larga, larga y negra, se tiende como una cicatriz sobre la tierra quemada, y la meta es un eco en la memoria. La Última Ciudad. Una cúpula refulgente de blanco y azul contra el cielo pelado de la noche postapocalíptica. Un lugar donde siempre es de día. Un lugar del que todos hablan. Un paraíso que no admite visitantes.

“Yo soy quien reparte justicia por igual. Lado y lado, ambos recibirán. Quienes ahora están arriba, bajarán. Así es.”

Atrás quedaron, expuestas al silbo afilado de las arenas, las tumbas de seres queridos que no soportaron el fuego que bajó del cielo y el hambre que se expandió después. Sobre la tierra agostada, ella sigue caminando, con la vista fija en su objetivo. La Última Ciudad. No admite foráneos, pero los tendrá. Justicia, ambos lados por igual.

Sus oídos están cerrados a los rumores de esperanza que hablan de tierras intocadas más al sur, o al este, o donde sea. Lugares no lamidos por la Bomba y el sol, donde aún crecen frutas y pacen animales. No es ese su lugar, exista o no. Sus pasos la llevan siempre en recto, la garganta cerrada al hambre y la sed, la espalda y los pies indiferentes al cansancio. Tiene que llegar. En su bolsillo derecho, entre la semiautomática con cacha de marfil y la mano siempre presta a empuñarla, baila con sus pasos una Mano de Fátima.

“Yo soy la lluvia sobre la tierra que ardió. Yo soy la noche que viene después del día.”

Toda acción tiene una reacción; es una ley básica de la mecánica de un mundo que ha volado por los aires, pero ella no la olvida. Tiene que recordar. Tiene que haber justicia. Así que camina, camina, camina, una nueve milímetros sin retroceso sobre cada muslo y un rifle de caza cruzado a la espalda, los labios en silencio, pegados por la sequedad del desierto.

El horizonte se prolonga, pero no puede durar para siempre. Ella sabe adónde va. La Última Ciudad. Responsabilidad. Llegará.

“Sin compensación no hay perdón. Yo soy el intercambio equivalente. La justicia que viene.”

 Y tarde o temprano el hemisferio azul y plateado se recorta contra la noche irritada por el fuego, y ella sabe que por cada cosa que se tomó, una habrá de ser dada. La libertad viene con responsabilidad; las decisiones han de rendir cuentas tarde o temprano. Así será.

La Última Ciudad hiere la noche con su brillo equívoco. Una lágrima de opulencia sobre el rostro quemado de la tierra famélica. Un paraíso que no admite foráneos, pero los tendrá. Hay una dualidad inevitable que se ha de cumplir. Hay una manera de entrar esperándola, sea como sea, y casi puede oír las balas resonando y los pasos corriendo. Qué lucha la espera dentro, sólo puede especular. Pero habrá justicia. La habrá.

“Yo soy la inercia que siempre regresa. Yo soy la justicia que es igual para ambos. Yo soy el intercambio equivalente. Yo soy el Péndulo.”

Música: Witchcraft (Pendulum)

jueves, 20 de diciembre de 2012

De misteriosos allanadores de morada

Vale, tarde o temprano iba a tener que escribir esto. Sé que me la estoy buscando, pero no ha nacido en este mundo ser humano capaz de callarme. Ni siquiera yo.

Contarle a tus hijos que van a venir los Reyes Magos ES MENTIR.

He ahí.

Llevo sin ser partidaria de contarles estas cosas a los niños desde que, con ocho años, me enteré de que eran mis padres los que me dejaban los regalos, y no Papá Noel (en Perú es Papá Noel, no los Reyes. Salvo en las zonas rurales, donde es el niño Jesús). Para mí no fue ningún trauma; no lloré ni me pasé días devastada ante el final de un sueño. A decir verdad, me sentí bastante contenta. Mayor. Madura. Y un poco tonta por habérmelo tragado hasta ese momento, también. Pero lo que más recuerdo es una sensación tremenda de satisfacción por haber salido del engaño; de hecho me reí de contento en la cara de mi compungida madre, que parecía más disgustada por tener que contármelo que yo.

No termino de entender ese ansia que tienen las familias occidentales por continuar con la farsa todos los años (porque es una farsa, no nos engañemos. Farsa bonita, pero farsa es). La gente habla de la ilusión (por los clavos de Cristo que repiten hasta la saciedad esa palabra), de la magia, de la inocencia. Creo que ese es el concepto clave aquí, aunque más que de inocencia deberíamos hablar de ingenuidad. Los niños son nuevos en este mundo; aún no han visto del todo cómo es, y creen que sus padres son omniscientes, omnipotentes e increíblemente buenos. Si tu padre te dice que tres jinetes de camello entran por la noche en tu casa violando toda su seguridad, se comen tu turrón y te dejan regalos, le crees. Si tu padre te dice que es el dueño absoluto de la Coca Cola y que siempre que quieras tomarte una tendrás que pedirle permiso, TE LO CREES. Los niños confían ciegamente en sus padres. Para mí, contarles toda la historia de los dadores de regalos navideños, sean quienes sean, es abusar de esa confianza.

Creo que todo el montaje de los Reyes Magos responde, al menos en cierta medida, al deseo de los adultos por volver a ser niños, por volver a sentir, a través de sus hijos, la "magia" de estas fechas. Eh, es una reacción normal, creo que a muchos de nosotros nos encanta hacerle algún regalo especial a alguien, seguros de que le encantará, deseosos de ver su cara. Incluso organizar una fiesta sorpresa para alguien. La diferencia es que los regalos y las fiestas son lo que son. No resulta que pasan los años y que en realidad todo fue un timo, que no hubo tal regalo ni tal fiesta, si tal cosa fuera posible. Con los Reyes sí que pasa que, pasado un tiempo, resulta que eran mentira, que nunca estuvieron allí. Entiendo que la fascinación y la ilusión, sobre todo las infantiles, son extraordinariamente agradables, y que a veces deseamos producirlas para sentir la inmensa satisfacción de recibirlas, aunque sea de manera indirecta. Sin embargo, no creo que sea motivo suficiente para montar todo este tinglado.

Otra cosa que me produce reparos, en este caso morales, es la naturaleza de la mentira en sí. Porque, repito, es mentir. Es engañar. Los que me conocen saben que una de las fallas que más me cuesta perdonar de todas las que puede cometer un ser humano es faltar a la verdad. No creo que existan las mentiras buenas; las famosas "mentiras piadosas", sí, se dicen movidas por la piedad (o el miedo), pero eso sólo las hace más comprensibles, no menos mentira.Y no comprendo con qué autoridad moral los padres repiten una y otra vez a sus hijos que mentir está mal y que siempre hay que decir la verdad, aunque ello te gane un castigo, cuando todas las navidades afirman sin ningún pudor cosas que saben que no son ciertas y que sus hijos creen a pies juntillas; cosas que a posteriori se revelarán como mentiras y probablemente hagan a los niños pasar un mal rato. Me asombra, además, la capacidad de estas personas para escurrirse la responsabilidad de lo que hacen. Si los niños lloran y sufren cuando se enteran, en ningún momento los padres se culpan a sí mismos por haberles mentido, ni se les ocurre pensar que, si no les hubieran contado la historia de los Reyes, ahora mismo su hijo no estaría enfurruñado o hecho un mar de lágrimas ante la noticia.

Ahora sí, si alguien sugiere, en un foro público, que tal vez hayan otras opciones, que no contarle nada de los Reyes a los hijos es tan válido como sí hacerlo, aun justificando detalladamente su opinión, aquellos que consideran la tradición ineludible se molestan. Incluso se llegan a poner la leche de agresivos. Se acusa al revoltoso de malo, de traumatizado, de amargado, de no respetar la infancia y la inocencia de los niños. Qué queréis que os diga, a título personal me parece peor falta de respeto a la inocencia contarle al crío la trola de los Reyes a sabiendas de que tarde o temprano se va a dar el batacazo, que decirle la verdad desde el principio.

La cultura en la que vivimos tiene muy asumido que "los niños tienen que ser niños", y tiene muy claro también qué es ser un niño y qué no, de ahí el escándalo colectivo cuando el peque de la casa dice tacos o demuestra tener conocimientos acerca del intercambio sexual, no digamos cuando la nena cumple doce o trece años y se le empieza a asomar una sexualidad incipiente (la nena, por supuesto; a todo el mundo le parece normal, en cambio, que el nene se la machaque hasta borrarse las líneas de la mano). La criatura da muestras de no ser el dechado de pureza que se esperaba, cunde la desesperación. Horror. Pánico. Cada vez más jóvenes. El-mundo-se-resbala-por-un-abismo-de-depravación. Todos lo hemos visto. Lo cierto es que, creo yo, un niño es lo que la cultura en la que crezca diga que debe ser; el ideal construido por esa cultura se proyectará sobre la infancia, y cualquier transgresión a éste se condenará como antinatural (a lo mejor este mecanismo os resulta familiar, hm...). El ideal del infante en vigencia hoy en día es hijo de la mentalidad burguesa de la familia, creada e impuesta en el siglo XIX con el advenimiento de este grupo social, que al desplazar a la nobleza como estrato dominante creó (sí, creó, se inventó básicamente, como todos los ideales y simbologías) un código de valores propio para diferenciarse de ésta. Y este ideal es de una inocencia supina, rayana en la ignorancia y la estupidez. Los niños no han de saber nada sobre la muerte ni el sexo, han de desconocer por completo los aspectos oscuros y desagradables del mundo y del temperamento humano; las amenazas del exterior, creadas para infundir miedo y producir obdeciencia, serán lo suficientemente vagas ("gente mala", "cosas malas") como para no darle una idea cabal a los niños de qué es a lo que le deben temer. Siguiendo esto, me pregunto: ¿no eran niños entonces aquellos en la Edad Media, que nacían en una familia de campesinos y dormían en la misma cama que sus padres, con lo que los veían tener sexo cuando lo practicaban? ¿No eran niñas acaso las hijas de ciudadanos en la Roma republicana o en las polis griegas, que jugaban con muñecas entre las faldas de sus madres hasta el día en que, de golpe, se las consagraba a las diosas de la fertilidad y se las casaba con un hombre mayor? Un niño es un niño, sí; es un ser humano a medio desarrollar, con sus características propias de comprensión y pensamiento. No es cosa de ponerles porno (algo que puede llegar a ser perjudicial hasta para los adultos, si está mal seleccionado) o exponerlos a una película gore, o aterrorizarlos con detalles explícitos acerca de la guerra de los Balcanes que no te han pedido.Y aclaro esto porque sé que a alguien se le podría ocurrir acusarme de querer hacer esto con las criaturas, como resultado natural de mi depravado rechazo a los Reyes Magos. Simplemente, no entiendo cómo esta tradición encaja en el bienestar infantil.

No soy partidaria de ocultar las cosas a los niños, eso es todo. Hay que adecuar las explicaciones a su edad, de modo que vayan comprendiendo su mundo, ampliando sus horizontes y adquiriendo conocimientos; su curiosidad y su inocencia (una inocencia bien entendida, una capacidad de maravillarse y conmoverse por todo lo que es nuevo) son prodigiosas, y en un ambiente adecuado pueden hacer florecer a una persona razonable, imaginativa e inteligente. Pero ocultar las cosas bajo un tupido velo, guardando las experiencias desagradables para más tarde, porque "ya habrá tiempo cuando sean mayores de que las descubran", es una receta segura para un palazo en la cara. O como fue en mi caso, para una adolescente irritable, desencantada y cabreada con todo porque siente que el mundo la ha timado. Los niños vienen a este mundo a descubrirlo, a empaparse de él, y eso sólo ocurrirá una vez. Y creo que los padres deben señalarles y enseñarles siempre que puedan las cosas maravillosas que hay en él, porque las hay a raudales, si uno tiene voluntad de verlas. Pero no se les puede ocultar que también ocurren cosas tristes o desagradables; si el batacazo de los Reyes Magos se defiende como parte indisoluble del crecimiento, yo creo que aceptar, progresivamente, que en el mundo hay muerte, dolor, hambre, violencia e injusticia está mucho más ligado a la madurez y al crecimiento personal, incluso en niños pequeños. No hay por qué mentirle diciéndole que el gatito se ha escapado, cuando en realidad ha muerto; la muerte no desaparecerá sólo por cerrar los ojos a ella, y su comprensión es uno de los mayores trances de la vida. Tampoco hay por qué contarle que tres señores desconocidos le dejan regalos todas las navidades porque sí, pero no a su vecinito, porque sus papás no tienen trabajo. Ni a los niños que se mueren de hambre en África, a ellos no les deja ni comida. ¿Qué vas a decirle, que los Reyes no visitan a la gente pobre?

Lo gracioso de todo esto, es que si tengo hijos los Reyes Magos van a entrar en nuestra casa sí o sí; se ha dado la contingencia de que el señor con el que me acuesto es fanático acérrimo de sus majestades y fue bastante tolerante con el descubrimiento de la farsa, así que piensa llevarla a cabo con nuestra progenie cueste lo que cueste. En fin. Yo no soy quién para prohibir nada; lo que quiero es no imponer, no prohibir. Simplemente me mantendré al margen y no daré explicaciones que no se me hayan pedido. Y el día que vengan a preguntarme si los reyes existen, tengan ocho años o tengan tres, sé que sólo hay una respuesta válida para mí. La verdad.

¡¡Yyyyyy esto ha sido el especial navideño de Belsan!! XD
Pasadlo bien, comed mucho, recibid regalos guays (no olvidéis hacerlos también) y tratad de no matar a vuestros parientes coñazo. Y a los que no sigan las tradiciones judeocristianas, pues... ola ke ase.
Es broma. A vosotros también os amo X3

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Cáliz


Antes de nada, los que tengáis pene tal vez queráis haceros con un par de kleenex antes de continuar. Cosa de higiene. A las que tengáis vagina en principio nada, aunque una toallita húmeda para después nunca viene mal. Ah, y los menores de edad, no olvidéis mirar a vuestra espalda; mamá está vigilando. Mamá SIEMPRE está vigilando.
Enjoy ^^ 
 

El beso era húmedo y acezante, largo, lleno de aliento robado y de suspiros. Hacía mucho tiempo que no compartía un beso así, tan lleno de promesas y al mismo tiempo tan delicioso por sí mismo. Deslizó las manos por el torso de él, cubierto por una camisa de tejido tan suave que era prácticamente como tocarle la piel. Sólo que mejor. Porque sabía que aún había piel por descubrir debajo. Palpó los músculos tensos, las costillas, el vientre duro agitado por la respiración, los pezones erizados, y deseó vivamente poder recorrerlo desnudo.

-¿Cómo te llamas? –preguntó sin aliento, entre beso y beso, no iba a perderse ese beso por nada, ni siquiera por hablar.

-Helios –su voz era de adolescente, de adolescente tímido, aunque su ancha espalda y el vello rubio que despuntaba en sus mejillas dijera lo contrario.

-Yo Ybelle –ya estaba todo dicho, no necesitaba más. Metió las manos bajo la camisa y notó sus pezones afilarse como cuchillas al llenarse las manos con el cuerpo de él, elástico y vibrante. Enterró la nariz en su cuello, respirándolo hasta el fondo de los pulmones, mordiéndolo, saboreándolo como si fueran a arrebatarle la oportunidad de un momento a otro.

-E… espera… -jadeó él, pero no opuso resistencia cuando ella se le colgó y lo derribó sobre la cama. El susurro del colchón fue como una profecía de cosas maravillosas-. Espera. No… -le atrapó las manos antes de que se las colara por la cintura de los pantalones. Ella se detuvo y lo miró, con una sonrisa confusa.

-¿Qué pasa? ¿Ya no quieres?

-No, no es eso. Me gustas mucho… Ybelle… es sólo que…

-¿Qué? –los labios de ella regresaron a la curva firme del cuello de él. Ahora que ya lo había probado era incapaz de mantenerse alejada del sabor dulce de su carne-. No pasa nada.

-No lo… ah… no lo entiendes –sus manos, grandes y fibrosas, tentaban los antebrazos de ella, sin decidirse a apartarla definitivamente.

-¿Qué pasa? –rió ella desde detrás de la oreja de él-. ¿Acaso es tu primera vez?

-Eh… bueno… supongo que sí.

No se esperaba eso. Se separó de él para mirarlo a los ojos, tan azules como nunca los había visto. Su cara estaba arrebolada por el deseo, pero su expresión se peleaban la excitación y el miedo.

-¿En serio? ¿Un hombre tan guapo como tú? No puede ser.

-Soy un poco… raro.

-Bueno, no tengas miedo. Lo haremos despacio, ¿sí? –y despacio fue dejando resbalar su besos por la garganta de Helios, unos besos livianos que quemaban como hierro al rojo. Un escalofrío lo recorrió y se transmitió al cuerpo de ella. Sí, sí, así, los dos en un mismo ritmo. Empezó a despojarlo de su camisa, saboreando cada botón, disfrutando de torturarse y torturarlo con la expectación.

-No, Ybelle… -rogó, pero la voz se le quebró cuando la lengua de ella empezó a jugar con la piel del pecho que iba quedando al descubierto-. Yo no puedo… no puedo…

-¿Por qué no puedes? –inquirió ella, sin dejar de lamerlo lentamente, humedeciendo los valles y colinas de su torso. Encontró uno de los pezones y lo acarició con la lengua antes de morderlo, procurándole una descarga de placer como un aguijonazo.

-¡Ah! Ybelle, por favor… -pero no llegó a decirle qué-. Por favor… -las manos de ella ya tentaban nuevamente la cintura de su pantalón y las de él las detenían una vez más. Eran firmes, pero sudaban y temblaban. Se estaba resistiendo desesperadamente a algo que deseaba con más desesperación si cabe. Ybelle se detuvo una vez más, sin entender nada.

-“Por favor” ¿qué? ¿Qué te pasa, Helios? ¿Tienes miedo? –él negó con la cabeza, de repente cabizbajo, avergonzado. Ybelle se arrepintió de su tono y cambió a uno más dulce-. ¿Es que hay alguien a quien no quieres engañar? –otro vaivén de la cabeza-. Entonces ¿qué ocurre?

-Yo no… yo no puedo darte lo que quieres, Ybelle. Eres preciosa –la miró fugazmente a los ojos-, Jesús, eres preciosa, Ybelle… daría lo que fuera por poder hacerte el amor. Pero no puedo.

En sus ojos empezaba a encharcarse una profunda tristeza. Con el sexo aún latente, Ybelle apoyó una mano con suavidad sobre el vientre de él.

-No lo entiendo.

Los ojos de él estaban obstinadamente clavados en sus rodillas, e Ybelle tuvo la impresión de que Helios estaba lejos, tan lejos como se podía estar, que no estaba con ella.

-Helios –susurró, levantándole delicadamente la barbilla para poder mirarlo a los ojos. Los dos mares azules que le devolvieron la mirada estaban a punto de llorar-. Si puedes hacer o no el amor, aún no lo sabes. Yo te deseo. Estoy segura de que puedes darle a cualquier mujer lo que necesita. Si tan sólo…

-¡No! –su brusquedad fue más fruto del dolor que de la rabia, pero Ybelle retiró asustada la mano. Él reculó en la cama, enroscándose sobre sí mismo-. No puedo, Ybelle. Lo sé. Créeme.

-No puedo si no me dices…

-No. No puedo, Ybelle. No puedo.

-Helios…

-Mira.

Con los dedos trémulos, Helios se despojó del resto de su ropa y fue dejándola caer por el borde de la cama. Desnudo recordaba a un héroe clásico, fibroso y ágil, pálido como el mármol, pero cubierto de un vello rubio como el trigo, como su cabello; cuerpo de dios griego, rostro de dios normando. Las hebras doradas creaban volutas sobre su torso y convergían en una línea sobre su vientre, indicando el camino a su pubis. Un pubis liso, curvado, acolchado de vello suave y de color ceniza, entre el cual se abría, húmeda y escarlata, una grieta profunda coronada por un diminuto capullo de rosa.

-Oh.

Los hombros de Ybelle se relajaron y sus manos cayeron sobre las sábanas. Durante un instante eterno no existió nada más en el mundo que la mirada de Ybelle y aquella vulva rubia, excitada, sembrada en el lugar más inaudito. Las palabras, los hechos y las ideas habían sido destruidos para siempre.

-Oh –repitió Ybelle. Poco a poco, los colores y las formas volvieron al mundo, componiendo de vuelta el cuadro que habitaba: la habitación a media luz, las sábanas revueltas, el cuerpo de Helios, la cara de Helios, los ojos de Helios. Unos ojos inundados por lágrimas de vergüenza que le cortaban las mejillas.

-¿Lo ves? –sollozó, sin atreverse a mirarla, hundido en su propia humillación-. ¿Lo ves? Claro que te deseo, Ybelle, pero soy un monstruo. Por eso nunca he estado con nadie. Evito a las mujeres, de hecho. Tú… tú conseguiste distraerme. Que me muera ahora mismo si no te deseo como no he deseado a nadie en mi vida –las lágrimas salpicaban sus labios, labios de niño desvalido-. Pero no puedo darte lo que quieres, Ybelle. Perdóname.

Siguió una larga pausa. Ybelle tragó saliva y se echó el pelo por la espalda, mirando intensamente a lo lejos. El cuerpo de Helios se contrajo al levantarse.

-Adiós, Ybelle. Perdóname.

-No.

Se quedó en el sitio, sin terminar de incorporarse.

-¿Eh?

-No. No te vayas –los ojos de Helios, aún velados por las lágrimas, parpadearon confusos-. Quédate.

-¿Qué?

-Ven. Ven –lo atrajo de vuelta a sus brazos, ayudada por la laxitud de su cuerpo sorprendido, y lo miró fijamente a los ojos-. No me importa.

-¿No te importa? –Helios soltó una risita, triste y amarga-. Ybelle, soy un hombre con coño. Claro que te importa.

-Eres un hombre. Eso es todo lo que necesito saber –lo empujó hacia atrás hasta volver a recostarlo. Al moverse para inclinarse sobre él, notó el roce de sus muslos, aún húmedos-. Te sigo deseando, Helios. Lo que tengas entre las piernas no me importa.

-Por favor, no me mientas –dijo Helios, pero no dijo nada más porque la boca de Ybelle cubrió la suya, llenándosela de besos diminutos, lamiendo tiernamente la curva de sus labios, buscando la lengua de él con la suya para volver a beber de su saliva y de su aliento. Ybelle notó contra su boca una protesta sofocada que pronto se disolvió en un suspiro placentero.

Se besaron largamente, con la misma sed del principio, pero demorándola todo lo que podían, conteniendo los deseos de arrebatarse, sintiendo la excitación prisionera como una cuchillada entre las piernas. Labios, lengua, un torrente de fuego líquido, los susurros de un río enfurecido, dos alientos moribundos aferrándose el uno del otro. Ybelle fue desnudándose mientras corcoveaba sobre él, piel contra piel, mientras sus manos acariciaban con una dulzura letal todo su cuerpo, incluyendo el delicado triángulo donde yacía la excitación de Helios.

-No… no tienes que hacerlo, Ybelle…

-Shhhh… -y los dedos de Ybelle jugaron con el vello rubio de su sexo, dibujando una bifurcación en torno de la grieta entre los labios, presionando apenas lo justo para rozar y no rozar la corola encendida del clítoris-. Tendremos que aprender los dos, ¿sí?

-Y-Ybelle…

-Tranquilo, mi amor –pasó la palma por encima de la curva de aquella vulva, tocando el clítoris con una caricia de mariposa, antes de deslizar sus dedos un poco más abajo y sumergirlos en la cavidad hirviente de su vagina. Estaba tan húmedo como ella. Helios había dejado de hablar, sólo jadeaba y se ondulaba sobre las sábanas, mientras Ybelle iba marcando a fuego una línea de besos desde su pecho hasta su vientre y más abajo, su boca buscando encontrarse con sus dedos. Ella sabía, él también, y la ansiedad los estaba matando a los dos-. Haz lo que yo haga, ¿de acuerdo?

-Sí…

Ybelle besó con reverencia el vello rubio del pubis antes de bajar a encontrarse con el clítoris, hinchado y expectante. Lo lamió una sola vez. Helios contuvo un grito con la mano sobre la boca.

-No te calles –susurró Ybelle-. Hazlo –y lo miró fijamente a los ojos mientras descendía sobre aquella flor y la lamía, lenta y profundamente, a veces rápida, a veces dulce, con los dedos pulsando dentro de la vagina, tal y como ella hubiera deseado para sí. Helios suspiró, con las lágrimas secas sobre la cara, y empezó a rodar cuesta abajo hacia un deleite insospechado, una agonía deliciosa, un regalo que creía no merecer.

La noche fue larga. Helios no supo cuándo había estallado la primera vez, si antes o después de lanzarse sobre Ybelle, de besar su boca y probar la sal de su propio sexo, de lamer las pequeñas violetas de sus pechos, de abrazar sus caderas y hundir su rostro en el agua profunda oculta entre sus muslos, un pequeño pétalo húmedo sobre su lengua. Tampoco supo cuántas veces habían llegado al final, los dos, gritando y sin resuello, abandonando el aliento en la boca del otro, en las manos del otro, en la lengua del otro. Ybelle se ceñía a su cintura y danzaba sobre el eje de sus dos sexos, maravillándolos de que un roce tan delicado pudiera desencadenar un placer tan intenso; él la cubría con su cuerpo y le bebía los gemidos de la boca mientras movía sus caderas contra las de ella –“sí, sí, así, los dos en un mismo ritmo”. Ybelle gritaba mientras él la lamía como ella le había enseñado, él gritaba con la lengua de Ybelle apuñalándolo entre las piernas, gritaban los dos en un orgasmo al unísono y ya no sabían qué labios estaban besando ni dónde empezaban y dónde acababan, si eran dos cuerpos o tan sólo uno.

Cuando por fin se derrumbaron exhaustos, hechos un nudo de cuerpos, la saliva de Helios sabía al sexo de Ybelle, o tal vez el sexo de Ybelle sabía a su saliva, tal vez sus sexos gemelos eran uno solo, tal vez. Ybelle descansaba sobre su pecho, medio dormida, marcada en la piel por sus dientes, saciada de placer y dichosa. Helios acarició su pelo oscuro con una de las manos con las que le había hecho el amor, como jamás creyó posible. Escondió sus labios contra el cabello de ella.

-Gracias –susurró-. Gracias, Ybelle. Gracias para siempre.

-Gracias… -repitió ella, soñolienta.

Y después cayeron dormidos.

domingo, 28 de octubre de 2012

...et anima radians


Cuerpo exhausto,
alma radiante;
mis miembros no pesan,
soy leve, soy aire.
Una vez, dos veces,
golpea y no descanses;
tres y cuatro veces,
no te detengas, adelante.
Corre hasta el fondo de tu pecho,
corre hasta que el corazón estalle,
corre hasta que muera el tiempo
y a tu miedo le falte el aire.
Que el mundo abrace la ira
que surca los caminos de tu sangre.
Palma, dorso, palma: eres fuego.
Puño, canto, codo: eres aire.
Brazo, rodilla, brazo: eres agua.
Sudor y silencio: no eres nadie.
Y nada puede borrar
lo que tu cuerpo ya sabe,
lo que tu carne ha aprendido
no pueden arrebatarte;
cuando tus puños vuelen
y tu consciencia descanse
y ya no pienses más en ti,
¡corre hasta que el cuerpo aguante!
Que tu frente no descienda,
que tus brazos nunca bajen,
que no tiemblen tus rodillas,
que tu fuerza no desmaye;
tu alma será libre
cuando tus nudillos sangren
y olvides el cuidado
de las penas que no valen;
hasta que el ego desaparezca,
hasta que el dolor se apague.
Y seas fluida como el fuego
y liviana como el aire...
Cuerpo exhausto,
alma radiante.

Música: EdenEcho (Kamelot)

martes, 16 de octubre de 2012

Un cierto sabor a maldad


El mes pasado vi al Demonio. Quedamos para tomar el té. Levantó la tetera al rojo con las manos desnudas y sirvió en mi taza un Pu Ehr ardiente y rojizo como el infierno.
-El té me recuerda al hogar –dijo sonriente, y yo estuve de acuerdo, aunque probablemente por razones diferentes-. ¿Sangre, querida? –inquirió, levantando un elegante jarrito para la leche. Dije que sí, por supuesto.
Durante toda la velada estuvo mirándome con esa sonrisa pícara por encima del borde de su taza. Su rostro era hermoso y cruel como la primera luz del alba, y estaba teñido por el sabor terroso y metálico del té que me había servido.
En un momento dado le sonreí, y mis dientes deben de haber estado rojos por la sangre, porque sus ojos chispearon, risueños.
-¿No estás asustada, querida?
-No, para nada.
-¿A pesar de que sabes quién soy?
-Justamente por eso –expliqué-. Tú no eres humano. Los humanos dan miedo porque son imprevisibles. Igual te quieren que te traicionan.
-¿Te incluyes?
-Me incluyo –proseguí-. Tú, por el contrario, eres lo que eres. Nadie osaría escandalizarse de que le sirvieras sangre en el té, o de que le mordieras una arteria, o qué sé yo. Eso es lo bueno de ti. Saberlo me tranquiliza.
-Entonces, no me temes.
-No. Te acepto como eres. Eres un cabrón sádico, pero me gustas así.
-Pero qué postura tan interesante. ¿Cómo le llamáis los mortales a eso?
-Amor, supongo.
-Oh. Desde luego, los mortales sois muy curiosos –dijo, y sonrió serpentino.
Cuando se acabó el té, me tiró sobre la mesita y rodamos entre los cupcakes, jadeando y gritando y haciendo cosas tan innombrables como deliciosas. Sus besos sabían a té, a sangre y a algo más; gratitud tal vez, incluso cariño. Me dormí sobre el mantel, cubierta de sangre y glaseado de limón, ahíta de placer y azúcar.
Ahora, cada vez que huelo a Pu Ehr, mi sexo se hincha y humedece, excitado por los recuerdos. Cuando noto el sabor de la sangre, sin embargo, se me hace un nudo en la garganta y son los ojos los que se me humedecen, con lágrimas de una emoción más inconfesable que cualquiera de las perversiones a las que hayamos podido jugar. A veces me muerdo la lengua a propósito, y cuando la sangre fluye, metálica, mi corazón se acelera.
Creo que estoy enamorada.