“Yo soy la que siempre regresa. La inercia inevitable.”
Ella camina mientras el mundo
hace tiempo que se transformó en un erial pedregoso, barrido por los vientos y
castigado por el sol. El aire silba entre los flecos de la kufiyya con que se
protege la nariz y la boca de la arena que vuela y corta; su única compañía es
el chasquido seco de sus pasos.
La carretera es larga, larga y
negra, se tiende como una cicatriz sobre la tierra quemada, y la meta es un eco
en la memoria. La Última Ciudad. Una cúpula refulgente de blanco y azul contra
el cielo pelado de la noche postapocalíptica. Un lugar donde siempre es de día.
Un lugar del que todos hablan. Un paraíso que no admite visitantes.
“Yo soy quien reparte justicia por igual. Lado y lado, ambos recibirán.
Quienes ahora están arriba, bajarán. Así es.”
Atrás quedaron, expuestas al
silbo afilado de las arenas, las tumbas de seres queridos que no soportaron el
fuego que bajó del cielo y el hambre que se expandió después. Sobre la tierra
agostada, ella sigue caminando, con la vista fija en su objetivo. La Última
Ciudad. No admite foráneos, pero los tendrá. Justicia, ambos lados por igual.
Sus oídos están cerrados a los
rumores de esperanza que hablan de tierras intocadas más al sur, o al este, o
donde sea. Lugares no lamidos por la Bomba y el sol, donde aún crecen frutas y
pacen animales. No es ese su lugar, exista o no. Sus pasos la llevan siempre en
recto, la garganta cerrada al hambre y la sed, la espalda y los pies
indiferentes al cansancio. Tiene que llegar. En su bolsillo derecho, entre la
semiautomática con cacha de marfil y la mano siempre presta a empuñarla, baila
con sus pasos una Mano de Fátima.
“Yo soy la lluvia sobre la tierra que ardió. Yo soy la noche que viene
después del día.”
Toda acción tiene una reacción;
es una ley básica de la mecánica de un mundo que ha volado por los aires, pero
ella no la olvida. Tiene que recordar. Tiene que haber justicia. Así que
camina, camina, camina, una nueve milímetros sin retroceso sobre cada muslo y un rifle de caza
cruzado a la espalda, los labios en silencio, pegados por la sequedad del
desierto.
El horizonte se prolonga, pero no
puede durar para siempre. Ella sabe adónde va. La Última Ciudad.
Responsabilidad. Llegará.
“Sin compensación no hay perdón. Yo soy el intercambio equivalente. La
justicia que viene.”
Y tarde o temprano el hemisferio azul y
plateado se recorta contra la noche irritada por el fuego, y ella sabe que por
cada cosa que se tomó, una habrá de ser dada. La libertad viene con
responsabilidad; las decisiones han de rendir cuentas tarde o temprano. Así
será.
La Última Ciudad hiere la noche
con su brillo equívoco. Una lágrima de opulencia sobre el rostro quemado de la
tierra famélica. Un paraíso que no admite foráneos, pero los tendrá. Hay una dualidad
inevitable que se ha de cumplir. Hay una manera de entrar esperándola, sea como sea, y casi puede
oír las balas resonando y los pasos corriendo. Qué lucha la espera dentro, sólo
puede especular. Pero habrá justicia. La habrá.
“Yo soy la inercia que siempre regresa. Yo soy la justicia que es
igual para ambos. Yo soy el intercambio equivalente. Yo soy el Péndulo.”
Música: Witchcraft (Pendulum)
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