domingo, 18 de octubre de 2009

Caleb (parte III)



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Caminó durante dos días siguiendo la línea de la costa. Sabía dónde tenía que ir, siempre lo supo. Su padre apenas hablaba con su madre y a él no le daba más que órdenes muy de vez en cuando, pero una vez le oyó decirle al tabernero que había nacido unos kilómetros más al norte, cerca de un lago salado rodeado de dunas que en invierno se cubrían de nieve. Lo único que tenía que hacer era seguir el camino de los comerciantes de hielo en sentido inverso. No comió nada durante el camino: su estómago estaba seco. No durmió en ninguna parte: ya estaba dormido y siempre lo estaría. Lo único que quería era cumplir con esa última orden de su madre y exorcizarse para siempre de su presencia, que sentía en la sangre y sobre su piel como un hedor insoportable. Después, no sabía lo que haría. Quizá moriría. Le daba igual.

Cuando llegó era entrada la noche, y el cielo estaba cubierto por un manto negro de nubes que tapaba las estrellas. Hacía mucho frío. Caleb se detuvo en una de las orillas del lago, y por un momento lo único que se movió fueron los velos condensados de su aliento subiendo en el aire negro. Quinientos metros más allá, había una luz. Una cabaña muy pequeña con luz en la ventana. Y frente a la cabaña, recortada contra el fulgor, la silueta de un hombre. Con el crujido de la tierra helada bajo sus pies, Caleb se encaminó hacia la cabaña.

El hombre le oyó acercarse, pero no se volvió. Continuó cortando leña para el hogar, metódicamente, sin alterarse, y esperó a que Caleb llegara dos metros detrás de él. Sólo entonces se puso recto muy lentamente y dio la vuelta para encararse con él. Caleb no sintió nada al ver el rostro de su padre después de tantos años. Se le parecía bastante, sólo que más viejo, y también más tranquilo. La luz que iluminaba la cabaña a su espalda doraba sus contornos, y en sus ojos brillaba una luz desconocida para él. Estaba vivo.

-Has venido a matarme, ¿verdad, hijo? –dijo, y Caleb no reconoció esa voz ronca en absoluto. Se limitó a dejar que el silencio asintiera por él-. Lo entiendo. Hace años que estoy esperándote. Sabía que lo harías.

Caleb balanceó su peso de un pie a otro. No entendía, no quería entender de qué estaba hablando.

-Hace ya tiempo que comprendí mis culpas y las acepté. Lamento mucho haber entendido tan tarde que te fallé como padre –prosiguió el hombre-. Pero mi conciencia está tranquila, Caleb. Sé que tú harás justicia.

Era la primera vez en años que alguien pronunciaba su nombre. Su madre le llamaba compulsivamente con apelativos cariñosos y repugnantes, y en el pueblo hacía mucho tiempo que todos habían pasado a llamarle “señor”, utilizando el nombre de la familia. Le resultó extraño. “Soy Caleb” se dijo en silencio, casi sorprendido. “Soy Caleb y voy a matar a mi padre.”

El hombre que era su padre extendió el brazo y soltó el hacha que empuñaba en el suelo entre sus pies. Caleb había pensado usar la misma navaja que su madre empleó para suicidarse, pero sí, el hacha sería más efectiva. Se agachó para cogerla, la sostuvo con ambas manos mientras su padre lo miraba intensamente, sin un ápice de miedo en su cara. A la luz de la cabaña, casi parecía que sonreía. Caleb levantó el hacha sobre su cabeza y sin variar la expresión, la bajó.

El padre cerró los ojos justo antes de recibir el golpe, sordo y crujiente. Después, el cuerpo cayó al suelo y ya no se movió más.

Caleb se quedó quieto, salpicado de sangre, mientras un charco oscuro cubría el suelo bajo el cadáver y llegaba a sus pies. Dejó el hacha junto a su padre. Ya estaba hecho. Ahora sólo tenía que regresar a casa, y todo seguiría como siempre. Retrocedió un par de pasos, giró sobre sus talones y de repente sus pies se negaron a sostenerle y se encontró cara a cara con el suelo.

Vomitó a cuatro patas sobre la escarcha grisácea. Los codos le temblaban y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no caer de pleno en el charco de bilis. Permaneció en la misma posición, tratando de respirar; notaba un peso en el pecho que lo ahogaba. Desde esa altura veía a la perfección la cara partida en dos de quien en vida fue su padre. Una cara tan parecida a la suya, que sin embargo ya no hablaría, ya no reiría, ni comería, ni se movería nunca más; estaba muerto. Y él, Caleb, continuaba vivo. Pero parecía que fuera al revés. Su padre estaba en paz cuando murió, y había escapado de esa casa helada para llevar una existencia plena hasta que le llegó el día de morir. Caleb, en cambio, había pasado más de un cuarto de siglo como un cuerpo vacío, sin sentir ni desear, sin mover los brazos salvo para bajar el hacha. No recordaba el sabor de una sola comida, el tacto de un apretón de manos, ni el sonido de ninguna canción. Por primera vez en años, Caleb sintió deseos de llorar, y un pequeño gemido brotó en su garganta. Ni siquiera recordaba la música que tocaba la violinista.

Y justo entonces lo oyó. En cuanto las primeras notas llegaron a él a través del viento helado, una imagen apareció en su mente: la de una delicada marioneta mirándose los puños manchados de sangre, para luego caer al suelo, parodiando la muerte. Era la canción que tocó esa mujer aquel día. Volvió dificultosamente la mirada, y descubrió de pie frente a él una persona que antes no estaba. Era la violinista, hiriendo las cuerdas de su instrumento y mirándole fijamente, con una sonrisa huidiza en el rostro.

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Caleb peleó para ponerse de rodillas, mareado y débil. La garganta le ardía. Los recuerdos de aquel juguete de pesadilla que intentaba olvidar desde la infancia daban vueltas en su cabeza. Como un autómata, levantó las manos frente a su cara, emulando al muñeco, y vio en ellas la sangre de su padre, que había resbalado por el mango del hacha. Otra imagen desplazó a las de la marioneta: la de él mismo, colgando de unos hilos invisibles movidos por fuerzas ajenas, mudo y hueco como un leño, arrastrado sin poderse negar hacia ese horror. Él era el títere.

Con un rugido Caleb se abalanzó sobre la violinista, presa de la ira por primera vez en su vida y dispuesto a partirle el cuello. La mujer lo esquivó sin problemas, tocando sin parar el violín, pero Caleb no desistió; derrapó sobre la grava helada y saltó de nuevo sobre ella, gritando de odio, aterrado y furioso.

-¡¡Tú lo sabías todo, maldita!! –aulló, lanzando un puñetazo al aire justo en el sitio donde antes estaba la cara de la vagabunda. Ésta sonreía como siempre, moviéndose con una agilidad casi sobrenatural, como si flotara en el aire-. ¡¡Todo es culpa tuya!!

La violinista parecía deslizarse sobre las dunas, dejando a su paso una estela de arena, mientras esquivaba uno tras otro los golpes de Caleb. Él estaba fuera de sí, ya no le importaba su madre muerta, su padre asesinado, su vida patética, sólo quería herir, hacer daño; su corazón latía tan fuerte que lo notaba contra las costillas, creyó oírlo por primera vez. Tropezó, se hundió hasta las rodillas en la duna, masticó arena, ciego de furia y tierra, pero no paró. Entre los chillidos histéricos del violín creyó oír una leve risa, como un cascabeleo; la vagabunda se estaba riendo de él, divertida por su torpeza y su furia. Caleb, bramando de odio, se arrojó con las manos extendidas sobre ella una última vez, dispuesto a estrangular, a matar, a desollar, a sacarle los ojos, y en el lugar donde antes estaba la violinista de repente apareció el aire y el suelo helado respondió a su abrazo con un golpe en el pecho que le dejó sin respiración.

Oyó un crujido en algún lugar cercano a su corazón, y pensó que era su alma rompiéndose para siempre. Luego notó ese dolor punzante atravesando sus costillas de parte a parte. Caleb, jadeante, trató de incorporarse, pero el dolor apenas le dejó apoyarse sobre el costado. “La navaja… la navaja…” pensó, antes de empezar a llorar. Estaba perdido. Ni tan siquiera ahora se le ofrecía la oportunidad de vengarse o de redimirse. Era una marioneta con la que el mundo había jugado toda su vida, incapaz de elegir. Y en su corazón estaba surgiendo un agujero enorme, sangrante e infinito, por el que él resbalaba y caía para no volver nunca.

-Maldita… maldita… culpa tuya… -repetía sin voz, cada vez más quedo. Los zapatos de la violinista aparecieron ante sus ojos y Caleb, con sus últimas fuerzas, alzó los ojos para mirarla. Sonreía. Y entonces él oyó en su cabeza una voz; tal vez ella le hablaba sin mover los labios, o tal vez era su propia consciencia recordándole algo.

“¿Culpa mía?” decía la voz. “No te engañes, Caleb. Mereces la vida que has tenido. Las personas a tu alrededor pecaron, es cierto, de egoísmo, de hipocresía o de crueldad, pero tú jamás te rebelaste contra ellas. Te dejaste arrastrar sin pelear por algo mejor, y aquí estás. Has sido tú, y sólo tú, quien tiró tu vida por el sumidero. Ahora llora por ti, ya que nadie más lo hará”.

Y Caleb lloró, sintiendo la cálida sangre brotar de su corazón y formar un charco contra su costado, viendo cómo el mundo se oscurecía para siempre. Estaba empezando a nevar. Antes de cerrar los ojos definitivamente, vio que en la cara de la violinista aparecía una tenue sonrisa.

-Reza a tu dios, si sabes.

Y luego se marchó.

4 comentarios:

  1. jajajaja. Muy bueno, el giro de la violinista como parca/destino/conciencia a sido muy habil.

    Gracias por matarlos a todos.

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  2. Deeeee nada! (pose guay con dedo-pistola y guiño de ojo). Me alegro de que te guste.

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  3. La foto es de Jenni Tapanila, ¿no?
    Mia.

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  4. Wow... buena historia O O!!

    Me gusta la reflexión que le hace la violinista; realmente, esas personas que no hacen nada por cambiar su suerte y sólo hacen que culpar a los demás son despreciables (conste que me incluyo a mí misma en las ocasiones en que he hecho eso XD). Espero nuevos relatos!!

    See ya!!

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