miércoles, 23 de septiembre de 2015

El diario secreto de Deméter

Dicen que durante el invierno, Perséfone está en los infiernos, y que Deméter se lamenta y se lamenta, y que por eso la vida en la tierra se marchita y muere. Dicen que no es hasta la primavera, en que su hija regresa, que Deméter despierta de su duelo, y la vida retorna.

Mienten.

¿Quién tuvo la idea de que el invierno es estéril, y de que es en verano cuando la vida bulle? Un nórdico, sin duda. Pero se equivoca. ¿Qué saben los norteños de los veranos inmisericordes? ¿Qué saben los norteños del ardiente estío mediterráneo, que desciende sobre la tierra como el aliento de un dragón y lo quema todo, todo, las flores y el alma, y que dejan la tierra parda, pelada, temblando de fiebre? ¿Qué saben ellos del silencio al rojo quebrado sólo por el gemido de las cigarras, el sol de plomo fundido sobre los campos, qué saben ellos de sequía y de polvo, de la sed de la tierra, de un mundo que arde hasta dejar sólo la costra reseca y una esperanza sudorosa, jadeante de que en algún momento el fuego ha de apagarse? ¿Qué saben ellos, en fin, del alivio del otoño, del regalo de las primeras lluvias, del fresco beso de la brisa, de la vida que se asoma de su madriguera cuando el alquitrán en llamas vuelve a ser mundo?

Nada. No saben nada.

Mientras el verano prende candela a la tierra, Perséfone se esconde entre las sombras del Tártaro, y Deméter llora y duerme, acurrucada bajo las piedras como la serpiente que hiberna, soñando con fruta y cereales mientras afuera el sol abrasa el rostro del mundo. Es en otoño, cuando el agua vuelve; es en otoño, que el sol recula; es en otoño, cuando las noches se alargan y los candiles se encienden y el frío alivia las llagas de la tierra quemada que Perséfone asciende y Deméter despierta, y ofrece su abrazo redentor a los mortales. Cuando la sequía ha terminado y las lluvias empapan su khiton Deméter camina entre nosotros, ofreciendo sus dones. Y su corona es de uva y granada, de setas e higos, de membrillo y castaña, Deméter con sus mejillas doradas de manzana y sus cabellos color de nuez y sus manos generosas de trigo, rebosantes de dones. El calor ha terminado, es hora de despertar, es hora de revivir. ¡Salve, Cloé, salve Malófora, que devuelves la vida a la tierra, que renaces tras el fuego!

Dicen que Deméter se lamenta en invierno, y que es en primavera cuando vuelve a la vida.

Mienten.


Y como Deméter que renace tras el duelo, después del calor del verano yo también despierto,
y vuelvo a la vida.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Elegía de Madre Orca

Madre Orca era la reina de los mares.

Madre Orca era más vieja que la tierra, y desde luego tan vieja como las aguas; de dónde vino, nadie era lo suficientemente anciana como para saberlo. Quizá los dioses la pusieron en el océano para que guardara eternamente su alma. Quizá nació al mismo tiempo que el mar, su existencia ligada indefectiblemente al azul de las profundidades. Madre Orca era, desde siempre, reina de los mares. Y durante siglos había nadado, y hasta el fin del mundo nadaría, millas eternas de agua oscura, un fantasma de sombra y luz danzando entre las olas: Madre Orca, guardiana del océano, titánide del poder. Madre de todos los mares.

Madre Orca era una vieja guerrera, y su reluciente cuerpo blanquinegro estaba cruzado, como un mapa, por cicatrices de antiguas batallas; guardaba el recuerdo del sabor de la sangre y el alarido de sus enemigos, y en su enorme corazón el fuego de la libertad y el inabarcable amor del mar.

A Madre Orca le quitaron a sus hijos. Los hombres vinieron, con sus barcos como cuchillos, intrusos, intrusos, y se llevaron a sus hijos. Los hombres vinieron, con sus redes y sus arpones, y arrancaron del agua a los cachorros del mar. El bien mayor, lo llamaron; un futuro mejor, una oportunidad de saber. Títeres. Mascotas. Muertes lentas a la deriva en piscinas de miseria, endogamia y circo. A Madre Orca le quitaron a sus hijos. Y Madre Orca nunca olvidó, y nunca perdonó.

Madre Orca juró venganza, y su alarido perforador se oyó resonar a través de todos y cada uno de los mares y océanos del mundo, y llegó hasta las magras islas que los hombres llaman Tierra. Pues no es más que su inherente arrogancia lo que impulsa a esas criaturas a llamar tierra a un mundo cubierto casi por completo de agua. Agua oscura, el dominio de Madre Orca. Y hasta la tierra llegó su rugido de dolor y de odio, y resonó en sus pesadillas, e hizo sangrar sus tímpanos. Los hombres se llevaron a los hijos de Madre Orca. Los hombres lo pagarían con su carne.

Y lo pagaron. La luna, compañera del mar, iluminó con su frío resplandor las tripas que flotaban entre las olas; Madre Orca nadaba negligente, herida y orgullosa, sus hijos vengados, pero jamás devueltos al mar. Aquellos a quienes la Tierra roba ya jamás regresan. Y Madre Orca lloraría eternamente lágrimas de aceite por sus hijos robados, por el mar huérfano, por la crueldad de los hombres; y en las noches azules bajo la luna saltaría sobre las aguas como un ángel de los mares, duelo y poder, la fuerza primigenia que arrebató las vidas de quienes la hirieron y las entregó en sacrificio al océano. ¿Qué es el rojo de una sangre frente al azul inmenso del mar?

Madre Orca era la reina de los mares. Emperatriz de luto, augusta y terrible; diosa de las profundidades, guardiana de las olas. Madre Orca aún guarda las aguas, velando porque nunca más vengan los hombres a robarse a los hijos del mar.

En noches como ésta se la oye cantar su epopeya de poder y gemido.

Madre Orca, reina de los mares.