Una de las cosas más duras que nos toca aprender es que en el mundo real, allá afuera, no hay monstruos.
Los monstruos viven dentro de nosotros; susurran sus horrores a nuestros oídos cuando callamos, y esperan a que nos durmamos para meternos el brazo por el culo y conseguir sacar lo peor de nosotros. No hay más monstruo que la maldad y la desidia infinitas de que son capaces los seres humanos, y eso es algo que la mayor parte de la gente, por activa o por pasiva, tiene asumido: prueba de ello es el gran éxito que tienen hoy en día las historias (libros, películas, series) en que el lado del bien y el del mal ya no están perfectamente delimitados, historias donde se abunda en la abyección a la que puede llegar una persona hasta entonces perfectamente buena cuando es arrastrada por las circunstancias. Hasta ahí, bien.
Sin embargo, la misma gente que alaba hasta el infinito estas historias por su realismo suele tener dificultades para reconocer otra realidad, hermana de ésta, que en mi experiencia resulta muy dolorosa de asumir: que, dado que en la vida real no existen monstruos, las cosas horribles que ocurren en el mundo las hacen personas que son buenas en algún grado.
"Tengo un amigo que es de España 2000. Es súper buen tío, sólo que… bueno…" Sólo que odia a los inmigrantes y al colectivo LGTB y se lo pasa genial humillándolos y luchando para que el gobierno les niegue derechos básicos. Un pequeño fallo de carácter. "Pero luego tiene amigos que son de México, ¿sabes? Y se porta muy bien con ellos". Y estos amigos comprenden que, obviamente, el fascista en cuestión es una buena persona. Vamos, ¡ha estado con ellos en la misma mesa y no les ha reventado la cabeza con un bate!
Y lo más incómodo de este caso es que probablemente, en varios aspectos de su vida, sean, en efecto, buenas personas. Muchas veces nos cruzamos con información sobre Hitler, la cara del Mal por antonomasia en la cultura occidental: que era vegetariano, que estaba muy enamorado de Eva Braun, que era encantador con los niños. Y la gente flipa. "¿Has visto? ¿Has visto?" Hay una dislocación terrible en esta imagen: ¿cómo ese engendro del mal que todos odiamos podía ser tan bueno en la vida privada? Se hacen muchas bromas sobre esto; todos hemos dicho alguna vez lo de "un día voy a matar a alguien y saldrán mis vecinos en la tele diciendo que era muy bueno y que siempre saludaba". Se hacen bromas, pero raramente se hace uno cargo de lo que ello implica.
Si en este mundo no existen los monstruos, entonces, las personas que cometen los peores crímenes son
iguales a nosotros. No pertenecen a una depravada especie aparte, no hay una muralla infranqueable que nos separe a nosotros, la "buena gente", de esos degenerados. Los violadores tienen mamá y papá, los asesinos son los mejores amigos del mundo, los genocidas se enamoran. Son
personas. Y para muchos de nosotros, esto resulta insoportable; ¿cómo creer que pertenecemos a la misma especie, al mismo grupo que esos engendros? ¿Cómo pensar que podrían ser nuestros amigos, nuestros hijos, nuestra pareja, que podríamos ser
nosotros?
Ah, pero el caso es que lo somos. La capacidad de sentir amor, la ternura, la bondad desinteresada no siempre excluyen la crueldad y la malicia. Y nadie está a salvo de ello. Una sociedad que tilda la maldad de "locura" (estigmatizando, de paso, a los enfermos mentales), que desestima a los perpetradores como "monstruos" y se atrinchera en la falsa seguridad de que "su" gente (ellos mismos) jamás haría tal cosa, contribuye al silencio y a la pervivencia de la violencia de cualquier tipo, pues no la reconoce cuando la ve en el rostro de sus seres queridos, y la deja medrar sin una segunda mirada. "¿Mi niño? Mi niño no mataría una mosca". Nunca, JAMÁS hay que olvidar que podríamos ser nosotros; nunca jamás hemos de dejar de ser críticos, con nuestro comportamiento, con el de aquellos que amamos, pues nadie está mágicamente exento de dañar y destruir, y una buena intención no sirve para devolver una vida robada.
Los monstruos de que nos advirtieron en la niñez están dentro de nosotros. Pero sólo saldrán a matar si nos negamos a luchar contra ellos.