jueves, 29 de agosto de 2013

Gratia Plena

María sólo tiene quince años, pero sabe muy bien que la vida no es justa.

María lo sabe, lo sabe muy bien, y se le ocurre que es una de esas verdades fundamentales de la vida, una de esas cosas que, dichas en el momento adecuado y por la persona adecuada (una persona que, en cualquier caso, no es ella) resuenan con la sabiduría de los siglos. Porque María no es muy lista, eso se lo han repetido los adultos siempre (todos menos la yaya Manoli, y ojalá estuviera aún aquí) pero sabe que es de idiotas esperar a que la vida te regale algo. La vida no te debe nada. Y tú a ella tampoco. Así que para qué molestarse.

María tiene quince años y está embarazada. Sabe muy bien de quién, pero sabe también que eso no le va a servir. De hecho, cavila desanimada mientras se lía un porro, balanceándose en uno de los columpios del parque, las pocas cosas que María ha sabido a lo largo de su vida no le han servido nunca de nada. Porque María no es muy lista, eso lo entiende, pero también entiende que siempre ha estado en el bando perdedor, y que no tiene sentido intentar cambiarse de equipo. Hubo un tiempo en que creyó que sí, que arrimarse a la persona adecuada le sacaría las castañas del fuego. Pero no; María tiene quince años y empieza a entender, con una amargura secular, que no tiene sentido luchar contra el sino. Hija de madre depresiva, alumna conflictiva, basura poligonera; María empieza a saber (y ojalá, se dice mientras da la primera calada, no lo entendiera, ojalá no lo supiera) que todas significan lo mismo. Que la vida no es justa, y que no hay nada para ella más allá de este parque, este porro y el feto improcedente que tiene en la barriga. Ajo y agua.

María tiene quince años y está embarazada, y nunca se ha sentido tan sola.

“La vida no es justa” articulan apenas sus labios entre el humo de esa hierba que lleva su nombre (amargo símil), justo antes de darse cuenta de que, al menos en el plano físico, no está sola. Hay un hombre sentado en el columpio de enfrente.

María se pone en guardia de inmediato; en este parque, en este barrio, en esta vida de mierda, la presencia de un desconocido siempre es una amenaza difusa. Sobre todo si el desconocido en cuestión te mira fijamente con una sonrisita extraña.

El hombre en el columpio de enfrente es mayor, y sus rasgos no se distinguen mucho de los de todos los demás cincuentones que María ve a diario, pero al mismo tiempo hay algo distinto en él, algo que María intenta clasificar sin éxito. No es muy alto ni muy corpulento, tiene el pelo gris y unos ojos impresionantes, muy azules, muy redondos, y la mira fijamente, con esa sonrisa vaga, extraña. María se revuelve incómoda en el columpio.

-Hola –dice el desconocido. Tiene la voz muy suave y bien modulada; María no sabe que tal cosa existe, pero puede reconocerla si la oye. Silencio.

-Hola –dice María, porque no sabe qué más hacer. Nunca ha sido muy lista, eso está claro.

-Me llamo Gabi. ¿Y tú?

-María.

-Bien.

Vuelve a haber silencio. María se mira los pies mientras fuma; no lo ve, pero sabe que el desconocido la sigue observando con insistencia. ¿Qué coño mira? María sabe que debería mandarlo a la mierda y largarse antes de que al viejo le dé por pasarse de la raya, pero por alguna razón no lo hace. Tal vez sólo está cansada.

-¿Estás segura de que deberías estar fumando eso? –pregunta suavemente el desconocido, señalando al porro con la mano-. En tu estado…

-¿A ti qué te importa? –espeta María, antes de darse cuenta, con un salto en el estómago, de las implicaciones de lo que acaba de oír-. ¿Cómo sabes…?

-Se te nota. Soy bueno percibiendo esas cosas –dice Gabi, y su sonrisa se ensancha, sólo un poquito, acompañada por sus luminosos ojos azules. María comprende por fin por qué su expresión le resulta tan rara: le está sonriendo con aprecio, el maldito cabrón está tratando de ser amable. Tócate los huevos.

-Ah.

-¿Cómo estás?

-¿Cómo estoy de qué? –espeta María con toda la brusquedad de la que es capaz. Gabi no se inmuta.

-De lo tuyo. Con el bebé y todo eso. ¿Ya has decidido qué vas a hacer?

-Eso a ti no te importa –repone, casi muerde, María, aunque nota una leve punzada de malestar por ser tan desagradable con un hombrecillo de aspecto tan inofensivo y sonrisa tan amable.

-No, no, desde luego que no –acepta el hombre, pero no deja de sonreír. Se balancea un poco en el columpio antes de añadir-. Sólo me pareció que necesitabas hablar.

María escupe con amargura.

-Como si alguien me fuera a escuchar.

-Bueno, yo estoy aquí, ¿no?

-¿Y tú quién eres?

-Gabi –repite el hombre desconocido, y se le escapa la risa, como si acabara de contar un chiste buenísimo. A María le cuesta mucho esfuerzo no reírse también; su expresión agresiva es de momento la única defensa que le queda, pero tiene la sensación de que es físicamente imposible enfadarse con ese hombre. Así que chasquea la lengua, le da otra calada al porro y mira hacia otra parte. Sabe que el otro la sigue mirando, pero ya no le importa-. Y ¿qué dice tu madre?

María lo mira, con una agria sonrisa de incredulidad que hace saltar el abalorio negro que le decora el labio superior. Ya ni se para a preguntarse cómo sabe él que sólo vive con su madre.

-Mi madre nada, mi madre no sabe nada. Y si lo supiera… -bufa, reprimiendo un escalofrío.

-¿Si lo supiera…? –la anima Gabi.

-Pues si lo supiera me cascaría, ¿qué te crees? –escupe María, enfadada-. Ya me casca de normal cuando está borracha. Imagínate si le digo que estoy preñada. Me daría de hostias hasta dejarme los dientes de peineta. No la conoceré yo.

María se detiene un momento, dándose cuenta de que está largándole las intimidades de su roto y patético hogar a un completo desconocido. No sabe quién ni sabe cómo, pero alguien va a castigarla por esto luego. María no es muy lista, pero siempre sabe cuándo ha hablado de más, siempre lo ha sabido. Por eso los golpes y los gritos ya no la asustan. Qué coño, se dice, sacudiendo la ceniza del porro en el suelo. La cosa ya no puede ponerse peor de lo que está.

Gabi sigue sonriéndole, aunque su expresión ha cambiado, de una manera muy sutil. Sus cejas se han deslizado imperceptiblemente sobre sus ojos, dejando caer sobre ellos una delicada sombra de pena. A María siempre le ha tocado el coño la lástima ajena. Esta vez, sin embargo, no se siente agredida, si no… otra cosa.

-Lo siento –musita Gabi, y sus ojos brillan con tristeza, con un cariño triste tan intenso que hace a María sentirse incómoda. Nadie la ha mirado así desde que la yaya Manoli murió, hace dos años, y se siente indefensa ante el torrente de recuerdos que le inunda la mente. Sabe cómo defenderse de los puñetazos y de las manos que intentan meterse en sus pantalones sin permiso, aunque no siempre lo haga. Pero esto es nuevo.

-Da igual –dice María con desánimo-. Da igual. Yo ya paso de ella, tío. De ella y de todo el mundo. Yo siempre he sabido que mi madre no me va a ayudar en nada, ¿sabes? Yo no me fío de nadie. Por eso, porque mi madre es una puta borracha y pasa de mí. Así que yo paso de ella y de todos los demás. De mi madre, del Jose y de toda su mierda.

-El Jose es el padre, supongo –la voz de Gabi no ha perdido ni un ápice de su suavidad.

-Sí –replica María simplemente. ¿Para qué va a hablar del Jose ahora? ¿Serviría de algo tratar de describirlo, darle vueltas al frágil vínculo que los unió durante un par de semanas, hablarle de la soledad y el halago que la empujaron a aquellos tres insatisfactorios revolcones en el asiento trasero de su coche? Bah. Bah. María no dice nada, pero Gabi la mira, la mira y parece comprender, y no la juzga. María se encuentra añorando desesperadamente a la yaya Manoli. Ojalá Gabi fuera su abuelo.

-Y no se hace cargo.

-No lo sabe. No se lo voy a decir. ¿Pa’ qué?

-Lo siento –dice Gabi de nuevo.

-Yo lo siento más.

-¿Vas a tenerlo?

-¿Y si no qué voy a hacer? Los abortos cuestan un cojón, y necesito la autorización de mi madre y no sé qué puñetas. Me tocará tenerlo… -la voz de María se quiebra, de rabia y de desamparo, porque no es muy lista pero sabe que no tiene planes para el crío, que está jodida y el bebé también, que no tienen a nadie, que mañana se podría desangrar en el baño del colegio y nadie la echaría de menos. El porro arde lentamente entre sus dedos, desatendido. María guarda silencio, y le chirrían los dientes.

-¿Estás bien? –pregunta suavemente Gabi.

-¡¡NO!! –prorrumpe María, y de repente algo en su interior revienta, como un globo demasiado hinchado, como el puto preservativo que nunca usó-. ¡No, no estoy bien, joder! ¿Cómo voy a estar bien? –escupe de nuevo y golpea las cadenas del columpio con las manos, furiosa-. Estoy jodida, coño. Estoy sola y estoy preñada y a nadie le importa una puta mierda.

Sin que María se dé apenas cuenta, todos los dolores, todos los olvidos, todas las espinas pequeñitas que llevan años doliéndole entre las costillas vuelan por los aires en un estallido de rabia, y a María le falta boca para escupirlas todas, la puta montaña de basura que constituye su mugrienta vida: grita que está harta, que está harta del colegio y de sus compañeros y de los profesores que la miran con asco y la llaman choni pero luego se la cascan mirándole el tanga y lo sabe, que no se crean que no porque lo sabe, está harta de la borracha de su madre y de toda su mierda y de la gente que la quiere ayudar y en realidad no porque nunca hacen una puta mierda y sólo la miran con pena penita pena joder y está harta por el crío, por su hijo, coño, porque no tiene nada ni tiene a nadie y va a tener una vida de mierda como ella y los dos están jodidos ya, están tan jodidos, tan…

María patea el suelo con más rabia de la que creía contener y se aferra con fuerza a las cadenas del columpio, mordiéndose la lengua, luchando por no ponerse a llorar. Llorar delante de la gente no, eso no. Tarda un rato en apercibirse de que Gabi se ha levantado del otro columpio y ha caminado hacia ella, y se ha puesto en cuclillas, dejando sus ojazos azules al nivel de los suyos. Las manos de Gabi se ponen debajo de su barbilla, casi sin tocarla, como si ella fuera lo más bonito, lo más delicado del mundo. No llores, María, qué tonta eres.

-Hagas lo que hagas –susurra Gabi-, no pierdas la fe. No pierdas la esperanza. Nunca, María. Ten fe.

-¿Fe en qué? –pregunta María desafiante, y la voz le tiembla.

-En ti –algo se vuelca en el estómago de María-. Da igual lo que te digan. Da igual lo que te repitan. Nunca lo escuches. Eres importante, María. Eres hermosa y perfecta; todo lo que hayas sufrido, todo el desprecio que has recibido no pueden cambiar eso. Recuerda siempre que alguien te ama.

-A mí no me quiere nadie –balbucea María, y una puta lágrima se le escapa, corriéndole el lápiz de ojos.

-Sí. Alguien te quiere –insiste Gabi-. Nunca olvides eso. Estás viva, María. Vive. Tienes una vida, no dejes que te la arranquen. Se te ha concedido tal gracia… -por un instante parece que es Gabi el que se va a poner a llorar. Le aprieta las manos, sonriendo, sus ojos no podían estar más abiertos-. Vive y ten fe, María. Lucha. Eres insustituible. Eres necesaria. Eres amada.

Gabi le besa la frente, apretándole los hombros, y se levanta para marcharse. Antes de salir de su campo de visión, dejándola conmocionada y llorosa en el columpio, le toca el hombro. “Ten fe”. María oye un abanicar, un sonido de viento a su espalda. Cuando se vuelve, Gabi ha desaparecido.

María tira el porro al suelo.


Nueve meses más tarde, una adolescente da a luz a un niño en la maternidad del hospital público de la ciudad. “Otra”, comenta el personal sanitario, otra quinceañera preñada, qué plaga. La muchacha, sin embargo, no muestra ni el terror indefenso ni el apego histérico de otras adolescentes recién paridas; recibe a su hijo con una sonrisa tranquila y lo acuna contra su pecho, mirando por la ventana. El niño, en honor de una bisabuela que no llegará a conocer, se llama Manuel.

-Eres importante, y te quiero –susurra María a su hijo-. Tú y yo haremos muchas, muchas cosas. Y muy grandes.


Este relato aún está pendiente de algunas correcciones, pero he decidido publicarlo tal cual, a ver si podéis encontrar alguna falla y comentármela.
La próxima vez que hablemos, estaré en la orilla del Pacífico. No os comáis los unos a los otros. 

martes, 27 de agosto de 2013

Ya ha terminado todo.
Las notas, los créditos, el expediente. La solicitud del título.
Acabará el verano, y no tendré adónde ir.
Tengo miedo.

lunes, 12 de agosto de 2013

La muerte y las palabras


-Refectorio, scriptorium, biblioteca -dijo Guillermo-. De nuevo la biblioteca. Venancio murió en el Edificio, y muy probablemente en la biblioteca.

-¿Por qué justo en la biblioteca?

-Trato de ponerme en el lugar del asesino. Si Venancio hubiese muerto, asesinado, en el refectorio, en la cocina o en el scriptorium, ¿por qué no dejarlo allí? Pero si murió en la biblioteca, habría que llevarlo a otro sitio, ya sea porque en la biblioteca nunca lo habrían descubierto (y quizás al asesino le interesaba precisamente que lo descubrieran), o bien porque quizás el asesino no desea que la atención se concentre en la biblioteca.

-¿Y por qué podría interesarle al asesino que lo descubrieran?

-No lo sé. Son hipótesis. ¿Quién te asegura que el asesino mató a Venancio porque lo odiaba? Podría haberlo matado, como a cualquier otro, para significar otra cosa.

-Omni mundi creatura, quasi liber et scriptura... -murmuré-. Pero ¿qué tipo de signo sería?

-Eso es lo que no sé. Pero no olvidemos que también existen signos que sólo parecen tales, pero que no tienen sentido, como "blitiri" o "bu-ba-baff"...

-¡Sería atroz matar a un hombre para decir bu-ba-baff!

-Sería atroz -comentó Guillermo- matar a un hombre para decir Credo in unum Deum...

(El nombre de la rosa - Umberto Eco)

sábado, 3 de agosto de 2013

Monocromo (parte III)


Parte I
Parte II


Día sesenta y dos
Me ha preguntado si no tengo ropa de otros colores, de otras formas. “Visto de traje porque en la oficina nos lo piden” le explico. “Pero sí tengo ropa de otros colores. Azul marino, negro, beige…” “Sí, pero…”, dice ella, y abandona la frase después de una pausa. Sé lo que está pensando. Todos esos colores son grises en el fondo. Mi vida es monocromática, Irma. Sólo tú a veces apareces con una luminosidad absurda, con mejillas de rosa y cuerpo de sábana blanca besada por el sol. Pero no le digo nada. Y ella me sonríe con sus ojos infinitos.

Día sesenta y cinco
Hoy me la encontré ya atardecido, cuando volvía de dejar a los niños en casa de Mara. Sentada en su esquina bajo la farola, abrazándose las rodillas, la cara blanca y cérea, brillante de un sudor perlado como las lágrimas de una Mater Dolorosa. He odiado a esa aguja voraz que ha devorado todo cuanto ella tiene y que sigue presente hasta en su ausencia, comiéndosela por dentro. He tenido un golpe de locura y la he levantado en brazos en mitad de la calle, delante del bar donde almuerzo, enfrente del local donde trabajo, allí mismo he abrazado a una prostituta y me la he llevado en volandas a mi coche. Era tan ligera que me han dado ganas de llorar, y sin embargo temblaba con una fuerza que me sacudía entero.
Me ha arañado, me ha escupido, ha tirado al suelo mis libros y las pilas de revistas que siempre acumulo pero nunca leo. Ha balbuceado frases incoherentes y ha intentado huir. La he abrazado con todo el ímpetu que me permitía su esqueleto de cristal, mojándome con su sudor helado y dejando que sus estremecimientos penetraran en mí hasta hacerme castañetear los dientes.
-Me voy a morir –la he oído musitar ya de madrugada, el aliento acre de hambre y miseria.
-No, no, nada de eso –la he acunado como haría con uno de mis hijos-. Sólo es el mono. Se te pasará.
-Mono –ha repetido ella, y ha roto a reír, una risa histérica, trizada en llanto-. Mono. Mono. Monocromático –ha dicho, me ha señalado, y se ha vuelto a reír. Y tiene razón.
Me he dormido estrechamente anudado a ella. No recordaba haber sujetado a alguien con tanta fuerza desde que era joven y creía que el amor era lo único que tenía.
“Creía”. Miguel, eres un estúpido.
Cuando me he despertado, ella se había marchado a morir un poco más. Sin embargo, el que sintió esa pequeñita muerte fui yo.

Día sesenta y ocho
A veces, cuando la veo caminar hacia mí, tan despacio, como si fuera a evaporarse en cualquier momento, contemplo las líneas de luz y sombra que bailan sobre su silueta e imagino que explosiona en una cascada de pétalos blancos. Sé que podría pasar en cualquier momento. El viento se la va a llevar. Desde que lo sé, abrazo más a Cesare y a Bruno, los abrazo con fuerza, hasta que me rechazan avergonzados. Ahora recuerdo el horror de sentir arrancado algo que amas, y el alivio anestésico de la indiferencia, que convierte todo en gris: las palabras, la carne, la ropa, el aliento. Pero ya no puedo volver a ese lugar. Irma se está muriendo.

Día setenta y cuatro
Sus manos son pequeñas y temblorosas como aves. Cada vez está más delgada. Y sin embargo, su cara consumida, sus ojos enormes, sus dientes torcidos, siguen siendo plateados cuando hay luna suficiente.

Día setenta y nueve
Hoy me ha comentado, como si tal cosa, que de pequeña siempre soñaba con visitar París. Vaya, ella también ha visto demasiadas películas. Observo los charcos de luz y sombra en su perfil, me la imagino con medias de rayas, jersey de punto, bombín negro, fumando bajo su farola, diciendo “salut, chèri”. Y sonrío. Yo. Sonrío gratis.
No tengo fuerzas ni maldad para intentar engañarnos diciéndole alguna tontería como “algún día te llevaré a París”. Pero le sonrío, y ella me sonríe con los labios trémulos y azules. Sonrío y le estrecho la mano, sonrío y la abrazo, sonrío y le regalo rosas, sonrío y le salvo la vida en otra vida que no puede ser, durante los escasos segundos en los que sonrío. Sonrío, sonrío, sonrío.

Día ochenta y tres
A veces la sostengo mientras se inyecta. Me muero cada vez que lo hace. Veo cómo se va un poquito, un pedacito cada vez. Su sonrisa torcida y sus ojos grandes se marchitan, pero yo no siento que me arranquen nada, sólo la abrazo y le sonrío cuando ella no puede. Irma está aquí, Irma se está muriendo, Irma bajo una lluvia de purpurina dorada, Irma con flores en el pelo, Irma riéndose a carcajadas, Irma prerrafaelita, Irma amada Irma.

Día noventa y dos
Hoy murió Irma. Se ha ido. Liviana como un pájaro, blanca y evaporada contra las sábanas de esa cama en la que no trabajó para mí. Un rayo de luz moteado de polvo entraba a través de las persianas manchadas de su dormitorio. Luz dorada, amarilla y naranja. He mirado a través de la ventana, recordando todas las veces en las que la vi desde el cristal de mi oficina. El cielo estaba despejado. Había un árbol pequeño junto a la entrada. Un niño de chaqueta roja cruzaba la calle con su mochila. Irma se ha ido.
Y sin embargo aún veo su sonrisa de niña si cierro los ojos. Me pregunto si yo seré capaz de seguir sonriendo, ahora que ella ya no está.

Día noventa y cuatro
Sí soy capaz. Hoy he sonreído a mis hijos, largamente, un montón de veces. Sí soy capaz.

Día ciento seis
Hoy le he sonreído al estanquero. Él a mí no, pero no me importa. Soy capaz. Pienso en Irma.

Día ciento treinta
Esta noche he tenido un sueño agradable. He soñado con Mara, en la época en la que éramos jóvenes y nos queríamos. En el sueño, nos sonreíamos, nos besábamos, y sentía con perfecta claridad la simple dicha de estar en su compañía. La sensación de plenitud ha persistido al despertar y a todo lo largo de mi día, como sólo pueden hacerlo los sueños. Después del trabajo, he ido a recoger a los niños y he visto a la Mara de verdad, quince años y muchos pesares después, y le he sonreído desde la puerta. Ella me ha devuelto la sonrisa, sorprendida tal vez.
Creo que voy a tirar todos los malditos trajes grises a la basura.