Día uno
Hoy, cuando salimos a tomar el café de media mañana, había una
puta parada en la esquina del bar. No es que yo tenga un máster en reconocer
prostitutas de calle a plena luz del día; de hecho, nunca me hubiera fijado en
ella si mis compañeros no me la hubieran señalado, entre sonrisitas cómplices. Hay
algo en mí (algo que ha visto demasiadas películas, desde luego) que espera que
las prostitutas tengan una especie de brillo decadente, un encanto rancio. Yo
qué sé, me esperaba cuanto menos el rímel corrido, o la mirada maliciosa, o el
sudor reluciente sobre una piel marchita por el uso. Pero la chica no podía ser
más vulgar. Pantalones cortos, pelo quemado por una sucesión de tintes baratos,
cigarrito entre los dedos, bolso de plástico. Chicas como esa pasan a docenas
por el parque delante de mi casa, fumando un porro tras otro. Su cara era
perfectamente olvidable, perfectamente borrable. Una puta ideal. Nunca hubiera
reparado en la obviedad de la muchacha expectante en la esquina si no me lo
hubieran dicho. Algunos la conocían ya, del puerto, del casco viejo, de alguno
de esos lugares. ¿Cómo se llamaba? Daisy, o Desireé, algo así, dijeron. Recordé
que a Mara le horrorizaban las aficiones de algunos de mis colegas, la mayoría
casados y padres de familia, que solían pasar las noches de los fines de semana
entre las ingles de ese tipo de mercenarias, por supuesto sin invitar a sus
señoras legítimas. Cuando una alusión así se colaba en la conversación, siempre
le aparecía una profunda arruga de desaprobación entre las cejas. Creo que se
sentía humillada de forma indirecta, a través de las esposas cornudas de mis
compañeros de trabajo, o tal vez temía que yo le gastara una gauchada
semejante. Nunca me preguntó, sin embargo.
Aproveché para echarle una mirada más de cerca cuando salí a
la terraza a fumar. Me miró brevemente, en algún momento, y me sonrió,
acariciándose los labios con las yemas de los dedos, invitándome sin palabras.
La ignoré por completo. Qué fácil es sentir indiferencia, me dije. Volví a
entrar. Cuando cruzamos la acera de vuelta a la oficina, ya no estaba.
Día cuatro
He vuelto a ver a la puta, en la misma esquina, cuando he
bajado a comprar tabaco al estanco aledaño al bar. Debe de acordarse de mí,
porque me ha sonreído de forma instantánea. No gracias, señorita, le he dicho
con mi desvío de ojos. Estoy en coma. Guárdese su filete para quien tenga
hambre. El estanquero me ha arrojado la cajetilla y el cambio, pero no me ha
sonreído. ¿Por qué iba sonreírme? A él no le pagan por ser complaciente. A
ella, sí. A la puta. Y la única razón por la que me sonríe es porque todavía no
tiene mi dinero. “¿Acaso a ti te cobran por sonreír? Pues entonces haz el favor
de quitar esa cara de culo” me decía mucho mi abuela cuando era pequeño y me
enfurruñaba con cualquier cosa. Lo cierto es que sonreír es gratis, pero poca
gente sonríe. Me volví a buscarla con la mirada antes de entrar en el edificio.
Seguía en la esquina, balanceándose sobre los pies estáticos, mirando a su
alrededor. Buscando. Esperando. Sonriendo.
Día seis
Está ahí otra vez. Cuando nos hemos cruzado con ella, uno de
mis compañeros la ha saludado con un tono coqueto preñado de intenciones, y
ella le ha respondido con una de esas sonrisas gratis, pellizcándose el labio
inferior. He visto que tenía cicatrices de aguja en el antebrazo. La madre que
la hizo, es una yonqui. Pobre chica.
Día once
Hoy me he girado en el asiento, tratando de hacer crujir mis
vértebras, y he mirado a la ventana para descansar los ojos de la pantalla del
ordenador. La he visto. No había caído en que la esquina del bar se ve desde la
ventana de la oficina. Lo que son las cosas. Cuando me transfirieron, lo
primero que hice fue alegrarme de haber recibido un escritorio junto a la
ventana. Y hete aquí que hará casi cinco años que no miro a través del cristal.
Soy un patético trabajólico con traje gris, me digo. Indiferencia total.
Vuelve a balancearse sobre los pies. Los mantiene juntos, con
las manos a la espalda, y traslada su peso del talón a las puntas, de las
puntas al talón, una y otra vez. De cuando en cuando cambia de postura, apoya
todo el cuerpo en una pierna, posa la mano en la cadera, saca un espejito del
bolso, enciende otro cigarrillo. A veces interpela a algún viandante. No
distingo su cara desde aquí (de hecho, no recuerdo su cara), pero intuyo que
está sonriendo. Sonreír gratis para cobrar más tarde.
Carmelo se ha acercado para informarme de un pequeño cambio en
mi ruta del jueves, y me ha sorprendido mirando embobado a la pequeña puta
parada en la esquina del bar. Ha hecho una broma a mi costa, a la cual he
contestado con una risita enlatada antes de volverme hacia la pantalla. Mi
mirada ha tropezado con la foto enmarcada de Cesare y Bruno, a la derecha del
ordenador. “Cualquiera de ellas es la hija de alguien” me dijo una vez Mara, no
recuerdo a santo de qué. Probablemente respecto a la amoralidad de mis
compañeros. Qué pesada se ponía a veces con ese tema.
¿De quién será hija ella?
Día doce
Está ahí otra vez. Me ha sonreído de nuevo. La he vuelto a
ignorar.
Día trece
Sonrisa otra vez. Desde luego es inmune al desánimo. Mis
compañeros siguen haciéndole bromas de vez en cuando, al pasar a por el café o
al salir a fumar. Ella les corresponde con una sonrisa que pretende ser tímida,
semiescondiendo la boca tras los nudillos. Algunos deben de haberla catado ya.
Me siento extraño al pensarlo. ¿Cómo será ver pasar todos los días a diferentes
personas con las que te has acostado, y sentir la más completa indiferencia?
Pues igual que ves pasar todos los días a diferentes personas que influyen en
tu vida sin dar un céntimo por ellas, me contesto. Ella también lleva un traje
gris, de alguna manera. Y hoy el día está gris.
Día diecinueve
Puta. La palabra es como un escupitajo. Se dispara con la p,
la metralla salta con la t, y erige una muralla. Una muralla que separa a dos
personas y hace que instantáneamente dejen de serlo: pasan a ser el que paga y
la que cobra. Puta, y deja de ser persona y mujer, pasa a ser sólo su coño,
sólo su oficio. Al igual que yo, para los demás ella no es más que el trabajo
que desempeña. No tiene motivaciones, miedos ni risas; no lleva fotos en la
cartera, no fue al colegio, no tiene familia. Sólo es puta. Animal de corral.
Pobre chica.
Día veinte
Me he cruzado con ella mientras llevaba a los niños a dar una
vuelta al centro comercial. Ha sonreído de nuevo, pesada de narices. He tardado
unos segundos de más en apartar la vista; creo que he estado a punto de
saludarla. Al fin y al cabo, creo que la conozco un poco. La veo casi todos los
días. Sé que trabaja vendiendo sexo, sé que algunos de mis colegas se han
acostado con ella, sé que no puede evitar balancearse sobre los pies cuando
está inquieta, y sé que se mete caballo y que va a morir joven. Estoy casi
convencido de que en realidad estoy sintiendo pena de mí mismo, a través de
ella.
Día veinticinco
La he mirado largamente durante la pausa del café, y han
vuelto a haber bromas al respecto. Sin mediar un solo pensamiento, me he
levantado de la mesa y he salido por la puerta del bar, directo hacia ella. Las
chanzas se han acallado de repente, se han convertido en susurros. No sé si me
he levantado para no tener que oír más estupideces, para demostrar algo o para
darles razón para reírse. Vaya usted a saber. He ido directo hacia ella, digo,
y casi sobre ella, porque no llegué a frenar a tiempo. Se ha reído, tapándose
levemente los labios con los dedos.
-¿Tienes fuego? –le he espetado, casi agresivo, apuntándola
con un cigarrillo. Ha asentido, sonriendo siempre, ha sacado el mechero y lo ha
encendido sin dejar de mirarme. Tiene los ojos muy grandes. En un descuido he
descubierto por qué se tapa la boca cuando se ríe: tiene los dientes torcidos.
Feúcha, la pobre.
Mientras me alejaba he intentado imaginármela como una de esas
putas hollywoodienses llenas de glamour decadente, con el pelo sensualmente
alborotado, el maquillaje corrido sobre el rostro sudoroso y un mohín de
suficiencia en los labios. No he podido. Están esos ojos muy grandes, fijos y
curiosos, y esa sonrisita gratuita. Una sonrisa de niña. Me he acordado de
aquella foto de Mara de pequeña, haciendo de ángel anunciador en un belén
viviente de su colegio, con esa cara de disgusto que yo había llegado a conocer
y a detestar con los años. A Mara le daba una vergüenza espantosa que yo la
viera de esa guisa, con la cara redonda y sin paletas. Pero esta chica, Daisy,
o Desireé, o como se llame, habría hecho de ángel sonriendo. Estaba seguro.
La he visualizado con la túnica de percal blanco y la aureola
de papel dorado, al volverme una última vez a su esquina. En mi cabeza, no se
veía estúpida en absoluto. Después, he vuelto a entrar al bar y a enfrentarme a
una nueva oleada de bromas infantiles.
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