Parte I
Día veintiséis
Hoy la he saludado. Qué coño. Ella me ha devuelto el saludo, y
por un momento se ha olvidado de taparse la boca. Ha subido la mano a toda
prisa, pero he visto los caninos dramáticamente montados sobre los incisivos,
manchados por el tabaco. Pobre, debe de haber sentido vergüenza.
Día treinta y tres
Me ha invitado a ir a su piso, y he dicho que sí. No sé por
qué lo he hecho. Ha sido un impulso repentino, igual que el que me llevó a
pedirle fuego el otro día en el bar. Tal vez sentía curiosidad por algo que
nunca había hecho, o tal vez quería sacarle el dedo al recuerdo insidioso de
Mara. Tal vez sentí un ramalazo de deseo, una sensación que se ha negado a
visitarme en los últimos tiempos. Tiempos grises.
La he acompañado caminando. Le he preguntado su nombre, me
dijo que Desireé. Así que Carmelo y los demás tenían razón. Sin embargo he
insistido. “¿Es tu nombre de verdad?” le he preguntado, y se ha quedado
callada. Su sonrisa eterna, esa sonrisa gratuita, se había vuelto incómoda. Me
he sentido mal por preguntar. A mí qué coño me importa, me he recriminado
interiormente. Pero después de una pausa, la he oído hablar.
-En realidad me llamo Irma. Es un nombre feo –dijo, y a
continuación rió, para mostrar la mala broma que era su nombre. Se ha cogido de
mi brazo, y he notado que está en los huesos. Su brazo parece más una parodia
de brazo, que no pesa contra el mío. Debe de ser livianísima. Seguramente puedo
levantarla con una sola mano.
-Un placer. Yo soy Miguel –le he dicho, en un intento patético
de ser galante. Un galán a golpe de talonario, o más bien el esqueleto gris de
un galán. Pero ella ha vuelto a reír, y ha apoyado su cabeza en mi hombro. Su
cráneo tampoco pesa nada, y he visto que tenía los párpados amoratados y
levemente hinchados. De repente me ha parecido muy cansada.
Hemos entrado en su piso, estrecho, deprimente, sumido en una
penumbra gris. Es curioso cómo el gris parece perseguirme. Desde que Mara cogió
a los niños y se largó, dejándome sobras en el congelador y un palmo de
narices, las cosas siempre me han parecido grises. O tal vez ya viniera de
antes. Tal vez las cosas no son grises porque Mara se fue, si no que Mara se
fue porque yo me había vuelto gris. No lo sé. Tanto pensar me agota. Por eso la
indiferencia es tan fácil, y tan cómoda.
Pero Irma, que ya no era puta si no Irma, estaba desnudándose
junto a la cama, sonriéndome, y no parecía intentar seducirme en absoluto. Sólo
me sonreía, porque sonreír es gratis, y yo estaba ahí, y merecía que me
sonrieran. ¿Eso pensaría ella? Su cuerpo era una sinfonía de huesecillos de
pájaro y colgajos atacados por jeringuillas viejas. Huesecillos de pájaro.
Cuando se ha arrodillado sobre las sábanas, me la he imaginado con alas, unas
alas blancas y delicadas como ella, temblando a su espalda, desplegándose para
abrazarme, reflejando en su superficie alba la poca luz de la habitación para
proyectarla en la vida de otro desgraciado demasiado solo y agobiado como para
follar gratis. Se ha estirado sobre la cama, y sus ojos se han cerrado
inmediatamente. Debía de estar cansadísima. Me he sentado a su lado. En un
susurro soñoliento, me ha invitado a coger aquello por lo que iba a pagarle. He
dicho que no.
La he tapado con la sábana y le he retirado el pelo de la
cara. Sus miembros y su respiración ya habían adoptado la flojedad del sueño.
He sacado la tarifa estipulada de mi cartera, la he dejado sobre la mesa de
noche y la he mirado. No sabría decir su edad: está detenida en algún limbo
entre los dieciocho y los treinta, y la consunción amarillenta de su rostro denota
los estragos que la heroína está haciendo en ella, pero es difícil decir dónde
acaba la drogadicción y empieza el envejecimiento natural. Me pregunto cómo he
podido pensar en follármela. Parece un cristalito roto bajo la sábana. ¿Cómo
habrán hecho Carmelo y los otros para que se les ponga dura con esta chica que
parece una paloma anoréxica?
Antes de largarme de ese horrible piso la miro por última vez.
Lánguida, como la heroína de una novela romántica, vapuleada por la
tuberculosis y demasiado frágil para defenderse. Me la imagino desmayada en un
prado, con los cabellos extendidos sobre la hierba, cubierta de flores, como en
una pintura prerrafaelita. Así, hasta habría podido ser bonita.
Día treinta y cinco
Ayer no la vi. Hoy se ha disculpado por haberse quedado
dormida, y casi me ha parecido ver un leve rubor en sus mejillas. O en esas flacas
placas de hueso que tiene en lugar de mejillas. Me pregunto si es algún truco
de su oficio, o si se sonroja de verdad. Resulta difícil imaginársela
mintiendo. ¿Dónde va a caber una mentira en ese cuerpo tan pequeño? Me parece
una locura pensar en ella fingiendo un placer que no siente, perforada
cíclicamente por uno de sus clientes.
Cuando me marcho, se sienta sobre la acera con la espalda
contra una farola y hurga en su bolso. Pienso en un ángel expulsado del cielo,
estampado contra la vereda en una salpicadura de plumas y sangre, mirando
confuso al horrible mundo al que ha sido arrojado. Pero Irma no está triste. El
que está triste soy yo.
Día cuarenta y uno
Hoy ha llovido. Le he ofrecido mi paraguas y me ha rechazado.
Dice que le gusta mojarse, y para demostrármelo me ha sonreído abiertamente con
sus dientes desviados, extendiendo las manos para recibir la lluvia. Se
balanceaba en el globo de luz naranja de la farola de su esquina, que llenaba
de reflejos su ropa mojada. La he visto bailando entre pompas de jabón,
agitando las ráfagas de luz de un vestido dorado, riendo sin parar. Después ha
pasado un coche, y ha vuelto a ser la prostituta heroinómana con la que no pude
acostarme.
Día cuarenta y cinco
Hoy la he visto chutándose. Estaba atrapado en una de esas
desesperantes noches de insomnio que tengo con frecuencia, en las que vago
penosamente por las calles oscuras, trazando un paseo fútil hasta la gasolinera
o la tienda de veinticuatro horas. Inútil, sí, pero siempre es mejor que el
aburrimiento asesino de las horas tirado en la cama, mirando al techo,
atosigado por pensamientos y recuerdos que no deseo. Dios mío, cuánto me
aburro, ahora me doy cuenta.
No he reparado en la persona sentada en el portal de uno de
los edificios hasta que ha pasado un coche noctámbulo y ha iluminado con sus
faros la silueta enroscada sobre sí misma y las piernas blanquecinas de una
chica paloma. He tardado en reconocerla. Su pelo, descolorido con algo que
empiezo a pensar que es lejía, le tapaba la cara mientras inclinaba la cabeza
para sujetar la goma entre los dientes. Cuando se ha echado hacia atrás, los
ojos semicerrados en un abotargamiento sintético, me he acercado y la he
llamado. Creo que me ha visto. Se le han llenado los ojos de lágrimas. Las he
visto brillar en la oscuridad cuando esos ojos tan grandes suyos se han
convertido en dos rajas blancas, dos heridas plateadas, dos navajas curvadas.
He oído el tictictic de la jeringuilla cayéndose al suelo, luego he retrocedido
a trompicones y he huido de allí.
Día cincuenta
Llevo un par de días caminando junto a ella. No me atrevo a
robarle mucho tiempo, porque sé que puedo espantar a potenciales clientes, y no
me creo tan especial como para merecer tal despilfarro. Alguna vez ha aceptado
un café, o un bocadillo. Come con ganas, y a cada mordisco le brillan los ojos,
y puedo ver al angelito sonriente que debe de haber sido, con las mejillas
coloradas en una carita redonda y cobriza, como dos rosas. Le pregunto si le
gustan las rosas. Se ríe de mí. “Nunca me han emocionado las flores, me parecen
una horterada” me dice, escupiendo pedacitos de pan. Debe de pasar mucha
hambre. Debe de inyectarse en las putas venas varias comidas al día. Cada vez
que recuerdo a Irma cayéndose en el portal veo, oigo y huelo la porcelana de una
muñeca articulada destrozándose contra el suelo. Entre los añicos, aún se ve la
sonrisa pintada, rota en varios pedazos. Trato de apartar esas ideas de mi
mente.
Día cincuenta y dos
Le he comprado una rosa. Roja. Tengo la mala manía de hacer
exactamente lo contrario de lo que se me dice en este tipo de asuntos. Mara se
ponía histérica: “¡¿Qué parte de ‘no quiero regalos de San Valentín’ no has
entendido, Miguel?!” Hubieron momentos en los que dudaba de si lo hacía por
hacerla feliz o por hacerla rabiar. Aún lo dudo.
Irma ha mirado confusa la flor y me ha dirigido (gratis) una
sonrisa incómoda. No tenía pinta de saber qué hacer con un regalo semejante. He
roto el tallo dentro de la mano y le he puesto la rosa detrás de la oreja. Se
ha quedado flotando como un sol color sangre en un nido de paja reseca. Se ha
vuelto a sonrojar. Por un momento, cuando ella empezó a alejarse por la calle,
me sentí estúpido, como ese niño que expone sus ideas disparatadas ante un
público adulto que ríe disimuladamente, humillando su lógica infantil con su
deleite ante la divina inocencia. Pero luego se ha vuelto a mirarme, y ha
soltado una carcajada, haciéndome ver lo tonto que soy al regalarle tal cosa. Y
eso, por absurdo que parezca, ha hecho que deje de sentirme estúpido.
Día cincuenta y nueve
Hoy se le ha caído una bolsita de polvo blanco del bolso. La
ha recogido casi con tanta ansia como acomete los bocadillos que compartimos de
vez en cuando. “Uf, menos mal, era pura” ha dicho con ligereza. He oído los
sermones moralistas de Mara resonando en mis orejas y no he podido repetirlos.
Pero he hablado. “Eso te puede matar, Irma”. “Ya lo sé”, me dice. Eso es todo
lo que dice.
Día sesenta y uno
Está muy cansada. Hoy nos hemos sentado en un banco del parque
y se ha dormido durante un par de minutos sobre mi hombro. Su peso casi
inexistente derrumbándose sobre mí, parte a parte, miembro a miembro, me ha
parecido el movimiento más exquisito que he visto en mucho tiempo, más
económico y delicado que cualquier danza. Estoy convencido de que, si alguien
intentara penetrarla, se rompería en pedazos. No sé si es el caballo o algún
tipo de VIH o sólo el cansancio de una vida miserable, pero se romperá. Y algo
en mí tiembla cuando lo pienso.
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