sábado, 20 de julio de 2013

Monocromo (parte II)

 
Parte I


Día veintiséis
Hoy la he saludado. Qué coño. Ella me ha devuelto el saludo, y por un momento se ha olvidado de taparse la boca. Ha subido la mano a toda prisa, pero he visto los caninos dramáticamente montados sobre los incisivos, manchados por el tabaco. Pobre, debe de haber sentido vergüenza.

Día treinta y tres
Me ha invitado a ir a su piso, y he dicho que sí. No sé por qué lo he hecho. Ha sido un impulso repentino, igual que el que me llevó a pedirle fuego el otro día en el bar. Tal vez sentía curiosidad por algo que nunca había hecho, o tal vez quería sacarle el dedo al recuerdo insidioso de Mara. Tal vez sentí un ramalazo de deseo, una sensación que se ha negado a visitarme en los últimos tiempos. Tiempos grises.
La he acompañado caminando. Le he preguntado su nombre, me dijo que Desireé. Así que Carmelo y los demás tenían razón. Sin embargo he insistido. “¿Es tu nombre de verdad?” le he preguntado, y se ha quedado callada. Su sonrisa eterna, esa sonrisa gratuita, se había vuelto incómoda. Me he sentido mal por preguntar. A mí qué coño me importa, me he recriminado interiormente. Pero después de una pausa, la he oído hablar.
-En realidad me llamo Irma. Es un nombre feo –dijo, y a continuación rió, para mostrar la mala broma que era su nombre. Se ha cogido de mi brazo, y he notado que está en los huesos. Su brazo parece más una parodia de brazo, que no pesa contra el mío. Debe de ser livianísima. Seguramente puedo levantarla con una sola mano.
-Un placer. Yo soy Miguel –le he dicho, en un intento patético de ser galante. Un galán a golpe de talonario, o más bien el esqueleto gris de un galán. Pero ella ha vuelto a reír, y ha apoyado su cabeza en mi hombro. Su cráneo tampoco pesa nada, y he visto que tenía los párpados amoratados y levemente hinchados. De repente me ha parecido muy cansada.
Hemos entrado en su piso, estrecho, deprimente, sumido en una penumbra gris. Es curioso cómo el gris parece perseguirme. Desde que Mara cogió a los niños y se largó, dejándome sobras en el congelador y un palmo de narices, las cosas siempre me han parecido grises. O tal vez ya viniera de antes. Tal vez las cosas no son grises porque Mara se fue, si no que Mara se fue porque yo me había vuelto gris. No lo sé. Tanto pensar me agota. Por eso la indiferencia es tan fácil, y tan cómoda.
Pero Irma, que ya no era puta si no Irma, estaba desnudándose junto a la cama, sonriéndome, y no parecía intentar seducirme en absoluto. Sólo me sonreía, porque sonreír es gratis, y yo estaba ahí, y merecía que me sonrieran. ¿Eso pensaría ella? Su cuerpo era una sinfonía de huesecillos de pájaro y colgajos atacados por jeringuillas viejas. Huesecillos de pájaro. Cuando se ha arrodillado sobre las sábanas, me la he imaginado con alas, unas alas blancas y delicadas como ella, temblando a su espalda, desplegándose para abrazarme, reflejando en su superficie alba la poca luz de la habitación para proyectarla en la vida de otro desgraciado demasiado solo y agobiado como para follar gratis. Se ha estirado sobre la cama, y sus ojos se han cerrado inmediatamente. Debía de estar cansadísima. Me he sentado a su lado. En un susurro soñoliento, me ha invitado a coger aquello por lo que iba a pagarle. He dicho que no.
La he tapado con la sábana y le he retirado el pelo de la cara. Sus miembros y su respiración ya habían adoptado la flojedad del sueño. He sacado la tarifa estipulada de mi cartera, la he dejado sobre la mesa de noche y la he mirado. No sabría decir su edad: está detenida en algún limbo entre los dieciocho y los treinta, y la consunción amarillenta de su rostro denota los estragos que la heroína está haciendo en ella, pero es difícil decir dónde acaba la drogadicción y empieza el envejecimiento natural. Me pregunto cómo he podido pensar en follármela. Parece un cristalito roto bajo la sábana. ¿Cómo habrán hecho Carmelo y los otros para que se les ponga dura con esta chica que parece una paloma anoréxica?
Antes de largarme de ese horrible piso la miro por última vez. Lánguida, como la heroína de una novela romántica, vapuleada por la tuberculosis y demasiado frágil para defenderse. Me la imagino desmayada en un prado, con los cabellos extendidos sobre la hierba, cubierta de flores, como en una pintura prerrafaelita. Así, hasta habría podido ser bonita.

Día treinta y cinco
Ayer no la vi. Hoy se ha disculpado por haberse quedado dormida, y casi me ha parecido ver un leve rubor en sus mejillas. O en esas flacas placas de hueso que tiene en lugar de mejillas. Me pregunto si es algún truco de su oficio, o si se sonroja de verdad. Resulta difícil imaginársela mintiendo. ¿Dónde va a caber una mentira en ese cuerpo tan pequeño? Me parece una locura pensar en ella fingiendo un placer que no siente, perforada cíclicamente por uno de sus clientes.
Cuando me marcho, se sienta sobre la acera con la espalda contra una farola y hurga en su bolso. Pienso en un ángel expulsado del cielo, estampado contra la vereda en una salpicadura de plumas y sangre, mirando confuso al horrible mundo al que ha sido arrojado. Pero Irma no está triste. El que está triste soy yo.

Día cuarenta y uno
Hoy ha llovido. Le he ofrecido mi paraguas y me ha rechazado. Dice que le gusta mojarse, y para demostrármelo me ha sonreído abiertamente con sus dientes desviados, extendiendo las manos para recibir la lluvia. Se balanceaba en el globo de luz naranja de la farola de su esquina, que llenaba de reflejos su ropa mojada. La he visto bailando entre pompas de jabón, agitando las ráfagas de luz de un vestido dorado, riendo sin parar. Después ha pasado un coche, y ha vuelto a ser la prostituta heroinómana con la que no pude acostarme.

Día cuarenta y cinco
Hoy la he visto chutándose. Estaba atrapado en una de esas desesperantes noches de insomnio que tengo con frecuencia, en las que vago penosamente por las calles oscuras, trazando un paseo fútil hasta la gasolinera o la tienda de veinticuatro horas. Inútil, sí, pero siempre es mejor que el aburrimiento asesino de las horas tirado en la cama, mirando al techo, atosigado por pensamientos y recuerdos que no deseo. Dios mío, cuánto me aburro, ahora me doy cuenta.
No he reparado en la persona sentada en el portal de uno de los edificios hasta que ha pasado un coche noctámbulo y ha iluminado con sus faros la silueta enroscada sobre sí misma y las piernas blanquecinas de una chica paloma. He tardado en reconocerla. Su pelo, descolorido con algo que empiezo a pensar que es lejía, le tapaba la cara mientras inclinaba la cabeza para sujetar la goma entre los dientes. Cuando se ha echado hacia atrás, los ojos semicerrados en un abotargamiento sintético, me he acercado y la he llamado. Creo que me ha visto. Se le han llenado los ojos de lágrimas. Las he visto brillar en la oscuridad cuando esos ojos tan grandes suyos se han convertido en dos rajas blancas, dos heridas plateadas, dos navajas curvadas. He oído el tictictic de la jeringuilla cayéndose al suelo, luego he retrocedido a trompicones y he huido de allí.

Día cincuenta
Llevo un par de días caminando junto a ella. No me atrevo a robarle mucho tiempo, porque sé que puedo espantar a potenciales clientes, y no me creo tan especial como para merecer tal despilfarro. Alguna vez ha aceptado un café, o un bocadillo. Come con ganas, y a cada mordisco le brillan los ojos, y puedo ver al angelito sonriente que debe de haber sido, con las mejillas coloradas en una carita redonda y cobriza, como dos rosas. Le pregunto si le gustan las rosas. Se ríe de mí. “Nunca me han emocionado las flores, me parecen una horterada” me dice, escupiendo pedacitos de pan. Debe de pasar mucha hambre. Debe de inyectarse en las putas venas varias comidas al día. Cada vez que recuerdo a Irma cayéndose en el portal veo, oigo y huelo la porcelana de una muñeca articulada destrozándose contra el suelo. Entre los añicos, aún se ve la sonrisa pintada, rota en varios pedazos. Trato de apartar esas ideas de mi mente.

Día cincuenta y dos
Le he comprado una rosa. Roja. Tengo la mala manía de hacer exactamente lo contrario de lo que se me dice en este tipo de asuntos. Mara se ponía histérica: “¡¿Qué parte de ‘no quiero regalos de San Valentín’ no has entendido, Miguel?!” Hubieron momentos en los que dudaba de si lo hacía por hacerla feliz o por hacerla rabiar. Aún lo dudo.
Irma ha mirado confusa la flor y me ha dirigido (gratis) una sonrisa incómoda. No tenía pinta de saber qué hacer con un regalo semejante. He roto el tallo dentro de la mano y le he puesto la rosa detrás de la oreja. Se ha quedado flotando como un sol color sangre en un nido de paja reseca. Se ha vuelto a sonrojar. Por un momento, cuando ella empezó a alejarse por la calle, me sentí estúpido, como ese niño que expone sus ideas disparatadas ante un público adulto que ríe disimuladamente, humillando su lógica infantil con su deleite ante la divina inocencia. Pero luego se ha vuelto a mirarme, y ha soltado una carcajada, haciéndome ver lo tonto que soy al regalarle tal cosa. Y eso, por absurdo que parezca, ha hecho que deje de sentirme estúpido.

Día cincuenta y nueve
Hoy se le ha caído una bolsita de polvo blanco del bolso. La ha recogido casi con tanta ansia como acomete los bocadillos que compartimos de vez en cuando. “Uf, menos mal, era pura” ha dicho con ligereza. He oído los sermones moralistas de Mara resonando en mis orejas y no he podido repetirlos. Pero he hablado. “Eso te puede matar, Irma”. “Ya lo sé”, me dice. Eso es todo lo que dice.

Día sesenta y uno
Está muy cansada. Hoy nos hemos sentado en un banco del parque y se ha dormido durante un par de minutos sobre mi hombro. Su peso casi inexistente derrumbándose sobre mí, parte a parte, miembro a miembro, me ha parecido el movimiento más exquisito que he visto en mucho tiempo, más económico y delicado que cualquier danza. Estoy convencido de que, si alguien intentara penetrarla, se rompería en pedazos. No sé si es el caballo o algún tipo de VIH o sólo el cansancio de una vida miserable, pero se romperá. Y algo en mí tiembla cuando lo pienso.

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