10/7/13
5:10 am
Veo amanecer a través del cristal de la puerta R51. El cielo
aún está negro, orlado en el horizonte por el fulgor rojizo que siempre flota
de noche sobre las grandes ciudades, pero se intuye por oriente la ola azulada
del día que viene. O tal vez sólo sea el reflejo de la iluminación interior
sobre los ventanales.
El camino en taxi hasta el aeropuerto fue tranquilo, casi
tranquilizador, teniendo en cuenta lo nerviosa que estaba yo. El taxista abrió
la ventanilla y el coche se llenó con el olor de la madrugada: tierra mojada,
jazmín, promesas. La noche aguardaba expectante, tanto como yo, la noche sabía
que algo estaba a punto de cambiar. La noche es el escenario de las fantasías y
los sueños, de todas las cosas irreales y fabulosas que se piensan sólo a
medias. Y si una es lo suficientemente perseverante como para estar despierta
en ese momento, lo suficientemente valiente como para dejarse llevar, puede que
presencie cómo una de esas fantasmagorías cruza al plano de la realidad. El
velo entre ambos mundos se hace mucho más tenue cuando está silencioso y oscuro
y una tiene sueño; esa es una verdad que sé desde las primeras noches en vela
de mi adolescencia, hace casi diez años. Por la noche, mientras dormimos, la
realidad que conocemos cambia, se mueve, hace travesuras; es de noche cuando
pasan las cosas. Por eso me gusta tanto la noche. Por eso odio tanto tener que
vivir de mañana.
Entretanto, el taxi rodaba, y yo escuchaba ALIVE, de Raiko,
uno de los openings de la primera temporada de Naruto, no recuerdo su número
exacto. Me han venido recuerdos de la adolescente que descargó esa canción,
hace lo que parece una Edad, y de una época febril, alucinada, fértil, en
cierta manera relacionada con ésta, con ahora. La canción, que no escuchaba
entera desde hacía bastante tiempo, ha tenido la virtud de calmar mis nervios,
y una extraña sensación de plenitud se ha hinchado en mi esternón, la calma en
la antesala de lo desconocido. El taxi, el taxista y yo, y el aroma de la
madrugada subiendo en oleadas desde el lomo húmedo de la Huerta.
Los sonidos de la mañana, el tintineo de tazas en la
cafetería, el rumor de voces que va subiendo, reverberan en la cúpula de
hormigón armado de este ala del aeropuerto, como en una catedral, o como en el
hábitat artificial de una beluga en un acuario. Estoy relativamente tranquila,
tal vez aquietada por la sorpresa de haber superado la prueba de facturar y
pasar los controles sin dificultades, tal vez revitalizada por el Burn helado
con el que he acompañado el donut de mi desayuno temprano (llegué a Manises
cargando el aturdimiento de quien ha pasado la noche en blanco, una sensación
muy familiar para alguien que, como yo, está a dos asignaturas de terminar la
universidad). Aún queda un largo camino por delante, pero empiezo a sentirme
más entusiasta y menos asustada. Tolkien tenía razón: hasta los más grandes
viajes empiezan dando un paso fuera de casa.
19:16 (hora finesa)
Hoy ha sido un día muy largo y a duras penas consigo
mantener los ojos abiertos. He conseguido llegar a Helsinki sin mayores
problemas, pero los cuarenta y dos euros de taxi desde el aeropuerto de Vaanta
me han escocido hasta lo más profundo. Mañana veré de conseguir un abono de
transporte, porque no estoy para estas sangrías.
Una vez instalada en la habitación del albergue, he salido a
comprar comida para la cena y el desayuno, y de paso he ido a explorar el
barrio. Es un lugar muy tranquilo y verde, con veredas anchas y empinadas por
las que da gusto caminar. He memorizado puntos importantes: museos, cafeterías,
librerías y puestos de comida, amén de una catedral subterránea y varios
parques. Las gaviotas, con su pico afalcatado manchado de carmín, vuelan y
cantan sobre las calles, por lo que intuyo que el puerto está cerca. Me han
sorprendido los cuervos; creo que nunca había visto uno tan de cerca, vivo.
Aquí, los inmensos pájaros negros vuelan de un edificio a otro con la seguridad
de un inquilino permanente. Su graznido, ronco y agudo a un tiempo, me gusta
mucho.
Me he recogido temprano, dado el cansancio, y me he dado una
larga ducha para quitarme el hastío que se me había pegado a la piel con el
sudor y la grasa. Tengo los talones agrietados y un sarpullido en los tobillos
por llevar las botas de trekking tantas horas seguidas. Y pensar que es sólo el
primer día. Ahora escribo desde la cama, paralela a una ventana que me permite
ver los edificios aledaños y las copas de los pinos de un parque cercano,
recortadas contra un crepúsculo nebuloso. Cuando llegué a Helsinki llovía, y
por la banda de nubes grises que cubre el horizonte parece posible que vuelva a
llover antes de que caiga la noche. Durante la travesía en taxi hasta el
albergue, vi algo mágico en los densos bosques de coníferas mecidas por la
lluvia a ambos lados de la carretera. O tal vez sólo fuera que en mis cascos
sonaba Nightwish.
Nightwish, que lleva años convirtiendo los viajes en coche
en hermosos cuadros en movimiento, Nightwish cuya música siempre despierta todo
lo que hay de sagrado en el paisaje. Por fin he traído su música al lugar en
que nació.
11/7/13
14:55
Escribo desde el cementerio de Hietaniemi, cuyas lindes
arboladas se abren al Báltico en un pequeño golfo. La necrópolis es un lugar
extraordinariamente calmo, umbrío y fresco, y las tumbas están tan bien
cuidadas que incluso aquellas cuyos ocupantes murieron antes de la Gran Guerra
parecían recién erigidas. Aquí no se llevan los nichos; todos y cada uno de los
sepulcros están excavados en la tierra, y parecen preferirse el mármol negro
(con inscripciones doradas) y el granito para los monumentos fúnebres. Éstos
son, no obstante, muy sencillos y severos, con escasas concesiones a la
ornamentación: una guirnalda por aquí, un medallón con el perfil del difunto
por allá. En general priman las lápidas rectas y los obeliscos geométricos. No
sé si se debe a la idiosincrasia local o a que es un cementerio luterano. Las
gaviotas cantan, y de vez en cuando algún cuervo grazna, y pienso que ésa, y no
otra, es la música que ha de acunar a los muertos: gaviotas y cuervos y el
rumor de los árboles mecidos por el aliento húmedo del mar. Así el paseante,
vivo, jamás olvida quién duerme bajo sus pies.
He pasado la mañana en el Museo de Historia Natural de
Helsinki, un antiguo gymnasium imperial construido durante la ocupación rusa.
Tiene una colección estupenda de esqueletos (incluyendo el de una ballena
jorobada), animales disecados y fósiles, amén de algunos especímenes
conservados en formol, todo dispuesto, no obstante, en modernos dioramas con
partes interactivas. Las explicaciones estaban en finés y en sueco, al igual
que todo lo demás en Helsinki, pero habían guías de audio y escritas en inglés
en todas las salas. También hay varias familias suecas enterradas aquí, en
Hietaniemi, y los trabajadores del sector público hablan todos sueco, aparte de
finés e inglés. El peso de la burguesía suecoparlante, a pesar de ser minoría,
se percibe por doquier. Es curioso cómo un Estado con una historia tan corta,
subordinada durante siglos a las veleidades de dos potencias extranjeras como
Suecia y Rusia, ha conseguido sin embargo conservar un idioma propio durante
tantos siglos y construir una identidad cultural diferenciada lo
suficientemente fuerte como para reclamar la autodeterminación. Finlandia. Se
le hace tan poco caso; se sabe tan poco de su historia en el exterior. Pocos
han oído la transparencia cristalina y crujiente de su idioma, como nieve a
medio fundir en la boca. Finlandia, ¿quién eres?
Hora de irse; la brisa del golfo ha conseguido meterme el
frío bajo la piel, y además esta mañana he sacado la Helsinki Card y hay que
amortizarla. ¿Dónde estará la parada del tranvía?
18:54
De alguna manera me las he arreglado para que hayan pasado
casi exactamente cuatro horas desde la última vez que cogí el cuaderno. He
parado a descansar en la catedral luterana de Helsinki; por los clavos de
Cristo que puedo medirme el pulso en el palpitar de los pies.
La catedral es una intimidante mole neoclásica construida en
época del dominio ruso, cuando Finlandia era un gran ducado anexionado al
Imperio. Doblan las campanas, ya son las siete. Hace un rato había alguien
tocando el órgano en la galería superior. Estoy sentada en la nave central,
casi debajo del gran candelabro dorado que cuelga de la cúpula central. Bajo
tres de las cuatro pechinas (bajo la cuarta está el púlpito), en sendas
hornacinas, hay estatuas de figuras importantes de la Iglesia luterana: Martín
Lutero, Philipp Melanchton y Mikael Agricola, el reformador de Finlandia. Me
acuerdo con una sonrisa del bueno de mi profesor de Cultura y Espiritualidad
Modernas, y no tan sonriente del de Estado Moderno, al cual, pobre hombre, ya
he torturado dos veces seguidas con exámenes ridículamente fallidos. Hay que
ver; hace un par de días estaba furiosa con mis fracasos académicos y tenía
ganas de lanzar cosas por los aires, pero hoy, aquí, el desaliento no puede
tocarme. Por eso he venido. Me gusta esta ciudad.
Además, hoy los dependientes del puesto de comida mexicana
donde he almorzado me han regalado una galleta. La he recibido como un regalo
de parte de toda la ciudad, y me ha alegrado el resto de la tarde, a pesar de
que buena parte del relleno de los tacos diera en mis pantalones antes de que
consiguiera repescarlo con la tortilla. Gracias, Helsinki.
Antes de llegarme a Senantitori, donde está la catedral, he visitado
el museo Ateneum, y en medio de su amplia colección de pintura finlandesa e
internacional (toda de época contemporánea, pero pre-vanguardias) he visto El
ángel herido, de Hugo Singen, la obra en la que se inspiró Nightwish para el
videoclip de Amaranth. De alguna manera siempre acabamos volviendo al mismo
sitio, parece.
Los planes para mañana son visitar el mercado portuario (las
fresas en verano son famosas en Finlandia), tomar el ferry a Suomenlinna para
ver la antigua fortaleza sueca, y por la tarde acercarme a la sauna de
Kotiharjun, una de las pocas saunas públicas que aún funcionan. Pero antes,
hoy, voy a ver si puedo llegar al puerto para ver la flota de rompehielos antes
de volver al albergue.
22:39
Aún es de día. Qué bestia. No quiero ni imaginar cómo
estarán en Laponia.
12/7/13
10:15
Llevo un buen rato dando vueltas por Kauppatori, pero recién
he subido al ferry para Suomenlinna y tengo un lugar cómodo donde sentarme a
escribir. La mañana está clara y despejada, con el cielo de color lavanda, más
pálido hacia oriente. Desde aquí puedo ver la cúpula de la catedral.
Zarpamos. En Kauppatori he paseado por los puestos de
comida, entre los que había varios centrados en gastronomía lapona: salmón,
patatas y verduras con ajo, sopas cremosas, salchichas y pescadito frito. Todo
olía de maravilla y daba ganas de comer. He comprado medio kilo de fresas en un
puesto de fruta y me las he comido ahí mismo; tenían pinta de haberse hostiado
contra todo lo hostiable, pues estaban machucadas y goteantes, pero de verdad
que sabían estupendamente. Eso eran fresas de verdad, y no los fresones
transgénicos de Mercadona.
El Báltico desde aquí es verde oliva, espumoso, y un viento
helado viene de allende el horizonte, recordándonos constantemente lo cerca que
estamos de los gélidos confines del mundo. De vez en cuando pasamos frente a
algún islote, con sus árboles, su dársena y su casita de ladrillo y pizarra, no
sé si residencias, observatorios biológicos o alguna otra cosa. Debe de ser
increíble vivir así, tan cerca de la capital pero resguardado en tu propia
isla.
Dios, los niños. Es lo único que empaña un poco la calma. Sé
que no es su culpa, que son niños, pero qué puedo decir. Yo no soy su madre y
no tengo tanta paciencia.
Ya hemos llegado.
12:39
Definitivamente Suomenlinna está convirtiéndose en uno de
mis lugares favoritos. Es preciosa y tranquila, y tan verde y florido (toda la
zona está a reventar de flores estivales) que cuesta imaginársela en invierno,
cubierta de nieve y rodeada por la costra helada del Báltico. Alrededor de
ochocientas personas viven aquí todo el año. Qué afortunadas.
Después de la visita guiada (la guía, Camilla, era
encantadora y hablaba un inglés gramaticalmente perfecto) he bajado a la única
playa de Suomenlinna, una única franja curva de arena de unos ocho metros de
largo, en el fondo de un pequeño acantilado. Estaba llena de familias con niños
que jugaban, buscaban rocas raras y se tiraban entusiastamente al agua poco
profunda. He caminado descalza durante un rato, con el agua por debajo de las
rodillas; estaba helada, pero ha sido la gloria para mis pies cansados y mis
piernas congestionadas. Me hubiera quedado mucho más tiempo, pero es casi la
una y aún me queda archipiélago por ver; quiero estar de vuelta en Helsinki
hacia las cinco.
Ahora estoy sentada en los acantilados del lado oeste de la
isla de Kustaanmiekka; girando un poco la cabeza puedo ver el puerto de
Helsinki a lo lejos. Estoy rodeada de gente local tomando el sol (puedo oler su
filtro solar desde aquí); las gaviotas y albatros campan a sus anchas y por
todas partes revolotean unas mariposas con alas de un blanco con aguas
verdosas. Oigo zumbar a varios insectos. Delante de mí, en el mar, hay una
pequeña bandada de patos silvestres. Hace un rato, en la playa, probé una gota
de agua del Báltico: apenas se le notaba la sal, como suele ocurrir con los
mares fríos. Pienso en el Mediterráneo, con su salinidad que es como un
mordisco en la lengua, y en el Pacífico, bajo el cual yo buceaba con los ojos
abiertos cuando era pequeña (todos los días regresaba a casa con el humor
vítreo inyectado en sangre). ¿Cuántos mares, cuántos océanos he visto ya? Se me
ha olvidado contarlos.
19:28
Esta tarde, al regresar de Suomenlinna (he visitado dos
museos allí: un submarino de la Segunda Guerra Mundial y la casa de Gustav
Ehrensvärd, gobernador de las islas durante el período sueco) he salido a
buscar la sauna de Kotiharjun, pero ha sido imposible encontrarla. La guía
especificaba la calle y el número, pero la escala del plano adjunto era demasiado
pequeña como para señalar cuál de todas las calles era la correcta. Bajé del
metro en Sornäinën, la estación más cercana, y di un par de vueltas por la
zona, pero nada. De todos modos, la abundancia de locales de striptease y de
masaje tailandés, aparte de la gente (mayor) haciendo botellón en la calle,
acabaron por desanimarme. La zona de Sornäinën debe de ser lo más parecido a un
barrio conflictivo que tiene Helsinki.
Mañana es mi último día completo aquí (mi vuelo sale el
domingo a las cuatro y pico de la tarde) así que me lo tomaré con calma; al fin
y al cabo, ya he visto prácticamente todo lo que quería ver en esta primera
visita. Voy a acostarme temprano hoy para poder usar la sauna del albergue, que
abre para las mujeres muy temprano en la mañana (a mí nadie me impedirá darme
una sauna habiendo venido a Finlandia, vive Dios), y tal vez nadar un rato en
la piscina. El resto del día veré un par de museos más, pasearé en tranvía y
quizá compre un par de recuerdos (un imán para la nevera de la cocina, eso
seguro, y estaba pensando en un Muumin pequeño de peluche para Jose). También
quiero ir a una librería (hay una en la estación de Kamppi, cerca de aquí) a
ver si encuentro algún diccionario bilingüe o gramática finesa, o tal vez un
libro sobre historia o mitología de Finlandia, si está en inglés. Por la noche
(bueno, “noche”; estoy empezando a sospechar que aquí al sur tampoco se pone el
sol en verano) me gustaría salir, más que sea una vez, y ver la vida nocturna
de Helsinki. Hay un pub de metal, el Bar Bakkari, cerca de aquí, en Pohjoinen
Rautatienkatu, y creo que he ahorrado lo suficiente como para permitirme una
bebida (el alcohol aquí es muy caro).
Es hora de cenar, llamar a casa y recogerse. Tengo la
esperanza de que el día de mañana no sea tan agotador como los tres que lo han
precedido, pero en última instancia lo sufriré de igual manera: son mi último
día y mi última noche en Helsinki, hay que hacer que valgan.
13/7/13
13:55
Como en Kauppatori, bajo un tenderete, junto al mar y con el
sonido de las gaviotas de fondo. Es un cúmulo de clichés del tamaño de una
casa, pero qué puedo decir, estoy a gusto. Además, no podía dejar sin probar
esa sopa cremosa de salmón y patatas que ayer perfumaba el ambiente del puerto.
Tiene nata y perejil, y está deliciosa.
La mañana ha sido muy tranquila; por primera vez no me
duelen los pies pasado el mediodía. Me he levantado a las seis y media y me he
encaminado a la sauna de la residencia, que está en un edificio aledaño. La
piscina, cubierta, estaba en el mismo recinto. La verdad, he estado en varias
saunas antes, en otros hoteles, pero ésta ha sido diferente: se notaba en el
ambiente que la mayor parte de usuarias estaban acostumbradas a frecuentar
sitios así para socializar, y no como parte de un circuito de spa. Enseguida me
hice al ritmo que llevaban todas: sauna, ducha, piscina y de vuelta a la sauna.
El agua de la piscina estaba bastante fría, pero el contraste,
sorprendentemente, me resultó agradable. He notado a lo largo del día que mis
piernas incipientemente varicosas me lo han agradecido mucho. La primera vez
que entré a la piscina después de la sauna, volví antes al vestuario para
ponerme el bikini, pero pronto noté que la mayoría de las usuarias, sobre todo
las de más edad, nadaban desnudas, tal y como habían entrado a la sauna. Y
pensé “¿por qué no?”. Raramente tiene una la posibilidad de andar desnuda por
un sitio público, menos nadar sin ropa, así que dejé mi bikini mojado en el
vestuario la siguiente vez.
A decir verdad, hubo algo extrañamente liberador en poder
estar desnuda con otra gente sin mayores consecuencias. Nadar sin bañador en
aquel agua fría, con la carne de gallina y los pechos flotando, fue
sorprendentemente satisfactorio. En Moncada, en el gimnasio, normalmente voy
del vestuario a la ducha y viceversa sin taparme con la toalla; estoy muy
cómoda con mi cuerpo y en el ambiente adecuado descubrirlo no me produce ningún
pudor. El problema es que allá, en el gimnasio, no hay tal ambiente, porque soy
casi la única que no se tapa con la toalla antes de vestirse. No hay nada de
malo en marcar límites en la propia intimidad, claro está, pero es una lástima
porque hoy, en la sauna, había un ambiente magnífico. Éramos un grupo de
mujeres de diferentes edades, desnudas o semidesnudas: jóvenes delgadas o
rollizas, y señoras mayores con celulitis y varices, todas mostrando sus
cuerpos sin artificios. Pechos colgantes, vientres abombados, pezones nudosos,
pubis sin depilar (de hecho, es la primera vez en mucho tiempo en que veo uno
que no es el mío); cuerpos humanos tal y como son, y no como quieren que
creamos que deben ser. Encontré la experiencia muy saludable, no sólo en el
obvio plano físico (porque la sensación de bienestar me duró toda la mañana) si
no también en el psicológico: en esta era de cirugía estética, desórdenes
alimenticios y dismorfia corporal, realizar este tipo de actividades,
desnudarse en grupo, hacer ejercicio, podrían tal vez, y sólo tal vez,
recordarnos cómo somos en realidad, sanarnos un poco de la histeria por una
perfección física que no existe, ayudarnos a recuperar la autoestima perdida y
el respeto por nuestros propios cuerpos. Entiendo por primera vez el atractivo
y la transgresión del nudismo: se trata de reclamar el cuerpo, de reafirmarlo,
de reventar el fetiche sexual de la desnudez para poder verla como el estado
natural de un cuerpo que merece respeto y cariño. Debemos reclamar nuestro
cuerpo desnudo y negarnos a que se nos haga sentir vergüenza de él; una
vergüenza que ya no nace de la inmoralidad de una sexualidad reprimida, si no
justamente de lo contrario, de la división obscena entre el ideal inalcanzable
de unos medios hipersexualizados y la modesta honestidad de un cuerpo
verdadero. Hoy, desnuda en la sauna, he sido libre.
Después de la sauna he caminado hasta Aleksanterinkatu,
donde he subido a un tranvía de la línea 4 y he dejado que diera la vuelta
completa por toda la ciudad. Después del agotamiento de los últimos días, ha
sido maravilloso poder pasear sin tener que caminar. El resto de la mañana lo
he pasado en el Museo de Arte de Helsinki, donde había varias exposiciones,
agrupadas bajo el título “Happy End?”, centradas en el malestar de la sociedad
posmoderna y en las dudas acerca del futuro. Suena bastante pedante, pero las
propuestas me gustaron mucho. Una de las exposiciones, audiovisual, incluso
venía acompañada de un documental en el que los artistas explicaban los
conceptos desarrollados en las diversas obras expuestas, lo que me pareció
interesantísimo. Nunca he sido muy fan del arte moderno, pero creo que voy a
tener que empezar a reconsiderarlo.
Tenía pensado ir a visitar la catedral ortodoxa de Helsinki
nada más terminar de comer, pero el día está tan bonito y estoy tan relajada
que creo que voy a pasear un rato por el puerto antes de seguir camino. Desde
luego, me gusta especialmente hacer las cosas a mi ritmo, lento. Vivo en el
mundo equivocado, je.
14/7/13
9:44
Ya estoy sentada en el autobús que me llevará al aeropuerto
de Vaanta. Estoy un poco triste. Echo de menos a mi gente y tengo ganas de verla,
pero también me entristece tener que dejar Helsinki. He sido muy feliz aquí.
Siento que he hecho amistad con la ciudad; una amistad sudorosa y polvorienta,
forjada en circunstancias inesperadas, pero aún así tierna y acogedora. Es
extraño cómo las ciudades tienen su propia personalidad, su carácter, su voz,
incluso un cuerpo propio. Ahora que soy adulta recién estoy empezando a conocer
a Valencia, y a Lima, dios me perdone, nunca he podido conocerla lo suficiente;
pero hete aquí que aterrizo sola en un país completamente desconocido y acabo
sintiendo un cariño inmenso por esta capital, por Helsinki, con su Báltico
verde y su puerto, con sus gaviotas y sus cuervos, con su olor a café, sus
melenas rubias y sus ojos azules, con todo lo que la hace ser quien es. Tal vez
porque es la primera ciudad extranjera que visito sola, siento esta conexión
tan fuerte con ella; tal vez es que la ciudad es joven, como yo. Porque
Helsinki tiene varios siglos, pero hace menos de uno que es capital de un
estado autónomo, y algo en ella parece denotarlo. Conocerla ha sido cruzarse
con una compañera, con otra universitaria mochilera con pantalones de viaje y
pies cansados, con la cual sentarse a airear las botas y hablar, y callar
mientras te cuenta anécdotas de su pasado.
La ciudad y sus alrededores desfilan ante mis ojos y noto
nacer en mi garganta un pequeño nudo. Mi hermana me llamaría tonta si me oyera,
pero qué puedo hacer. Me apena dejar esta ciudad en la que me he sentido
bienvenida, este lugar que ha conseguido que piense en mi albergue como “mi
casa”. Por ahí se va a mi casa, puedo ver mi casa desde aquí. Cada imagen que
veo por la ventanilla es un lugar al que digo adiós. Adiós, Hietaniemenkatu;
adiós, estación de Kamppi; adiós, puerto de Kauppatori; adiós, catedral; adiós,
Senantintori; adiós. Ayer, en el Bakkari, brindé calladamente por la ciudad.
Algún día regresaré.
10:38
Desayuno café con leche y un bollo de canela; es lo más
cercano a un pulla que he encontrado.
A ese respecto no he tenido suerte.
En la barra de la cafetería, delante de mí, hay dos hombres
fornidos y rubios, muy escandinavos, con uniforme de la policía. Pasa a mi lado
un hombre mayor, negro, con un abultado gorro de lana en el que probablemente
habrá embutido unas rastas muy largas, portando una guitarra en su funda. Luego
una familia musulmana; la hija adolescente lleva un hijab de camuflaje, a juego
con su camiseta. Al otro lado de la terminal 2, un equipo infantil, todos con
medallas al cuello, alborota desde la escalera mientras un congestionado
entrenador grita “Asseyez-vous! Asseyez-vous!” ¿Adónde irá esta gente? Mi avión
no embarca hasta las tres. Me espera un largo día.
16:55
Embarcada ya en el avión a Madrid, no queda si no esperar a
despegar. Vuelvo a casa, sí, pero también dejo mi casa.
En la sala de espera frente a la puerta de embarque ya
empecé a escuchar castellano por todas partes; en las caras se veía que más de
la mitad del pasaje iba ocupado por gente española. Me sabe mal decirlo, pero
las conversaciones a gritos y la charla intrascendente, salpicada de
expresiones machistas, me puso de muy mal humor. Tampoco es que sea muy difícil
ponerme de mal humor, eso lo admito, pero venía flotando en una nube de
bienestar después de mis días en Helsinki, y la vuelta a la realidad ha sido amarga.
Los fineses son gente más callada. No es que sean fríos; de hecho, los he
notado extraordinariamente amables y solícitos. Pero no son muy amigos de la
conversación superficial. A veces, cuando iba andando por la calle en Helsinki
y pasaba por delante de la terraza de un bar, veía que la gente que se sentaba
junta a tomar algo no conversaba, simplemente saboreaba su bebida y callaba,
tomando el sol. Otras veces sí que hablaban, claro está, pero en ocasiones no.
Varias veces he leído que a los fineses no les incomoda callar en grupo, y
parece ser cierto. A decir verdad, ha sido muy relajante estar unos días sola
en esta ciudad tan silenciosa, hablando solo lo estrictamente necesario. Me
encanta hablar, y es cierto que si se me da pie apenas cierro la boca, pero a
veces hay que callar. El silencio es bueno. Podría aplicárselo el madrileño
gritón sentado detrás de mí, porque a fe mía que está acabando conmigo. Ejem.
El avión se mueve. La cabeza del Muumin de peluche que le he
comprado a Jose asoma por la cremallera de mi mochila; su suavidad es
reconfortante, ya que aún estoy un poco triste.
Despegamos. Adiós, Helsinki; adiós Finlandia. Volveremos a
vernos.
Id a Helsinki, criaturas. Es guay. Y recordad, a nadie le amarga un comentario ^^