domingo, 28 de julio de 2013

Cuatro días en Helsinki (diario de viaje)

10/7/13
5:10 am
Veo amanecer a través del cristal de la puerta R51. El cielo aún está negro, orlado en el horizonte por el fulgor rojizo que siempre flota de noche sobre las grandes ciudades, pero se intuye por oriente la ola azulada del día que viene. O tal vez sólo sea el reflejo de la iluminación interior sobre los ventanales.
El camino en taxi hasta el aeropuerto fue tranquilo, casi tranquilizador, teniendo en cuenta lo nerviosa que estaba yo. El taxista abrió la ventanilla y el coche se llenó con el olor de la madrugada: tierra mojada, jazmín, promesas. La noche aguardaba expectante, tanto como yo, la noche sabía que algo estaba a punto de cambiar. La noche es el escenario de las fantasías y los sueños, de todas las cosas irreales y fabulosas que se piensan sólo a medias. Y si una es lo suficientemente perseverante como para estar despierta en ese momento, lo suficientemente valiente como para dejarse llevar, puede que presencie cómo una de esas fantasmagorías cruza al plano de la realidad. El velo entre ambos mundos se hace mucho más tenue cuando está silencioso y oscuro y una tiene sueño; esa es una verdad que sé desde las primeras noches en vela de mi adolescencia, hace casi diez años. Por la noche, mientras dormimos, la realidad que conocemos cambia, se mueve, hace travesuras; es de noche cuando pasan las cosas. Por eso me gusta tanto la noche. Por eso odio tanto tener que vivir de mañana.
Entretanto, el taxi rodaba, y yo escuchaba ALIVE, de Raiko, uno de los openings de la primera temporada de Naruto, no recuerdo su número exacto. Me han venido recuerdos de la adolescente que descargó esa canción, hace lo que parece una Edad, y de una época febril, alucinada, fértil, en cierta manera relacionada con ésta, con ahora. La canción, que no escuchaba entera desde hacía bastante tiempo, ha tenido la virtud de calmar mis nervios, y una extraña sensación de plenitud se ha hinchado en mi esternón, la calma en la antesala de lo desconocido. El taxi, el taxista y yo, y el aroma de la madrugada subiendo en oleadas desde el lomo húmedo de la Huerta.
Los sonidos de la mañana, el tintineo de tazas en la cafetería, el rumor de voces que va subiendo, reverberan en la cúpula de hormigón armado de este ala del aeropuerto, como en una catedral, o como en el hábitat artificial de una beluga en un acuario. Estoy relativamente tranquila, tal vez aquietada por la sorpresa de haber superado la prueba de facturar y pasar los controles sin dificultades, tal vez revitalizada por el Burn helado con el que he acompañado el donut de mi desayuno temprano (llegué a Manises cargando el aturdimiento de quien ha pasado la noche en blanco, una sensación muy familiar para alguien que, como yo, está a dos asignaturas de terminar la universidad). Aún queda un largo camino por delante, pero empiezo a sentirme más entusiasta y menos asustada. Tolkien tenía razón: hasta los más grandes viajes empiezan dando un paso fuera de casa.

19:16 (hora finesa)
Hoy ha sido un día muy largo y a duras penas consigo mantener los ojos abiertos. He conseguido llegar a Helsinki sin mayores problemas, pero los cuarenta y dos euros de taxi desde el aeropuerto de Vaanta me han escocido hasta lo más profundo. Mañana veré de conseguir un abono de transporte, porque no estoy para estas sangrías.
Una vez instalada en la habitación del albergue, he salido a comprar comida para la cena y el desayuno, y de paso he ido a explorar el barrio. Es un lugar muy tranquilo y verde, con veredas anchas y empinadas por las que da gusto caminar. He memorizado puntos importantes: museos, cafeterías, librerías y puestos de comida, amén de una catedral subterránea y varios parques. Las gaviotas, con su pico afalcatado manchado de carmín, vuelan y cantan sobre las calles, por lo que intuyo que el puerto está cerca. Me han sorprendido los cuervos; creo que nunca había visto uno tan de cerca, vivo. Aquí, los inmensos pájaros negros vuelan de un edificio a otro con la seguridad de un inquilino permanente. Su graznido, ronco y agudo a un tiempo, me gusta mucho.
Me he recogido temprano, dado el cansancio, y me he dado una larga ducha para quitarme el hastío que se me había pegado a la piel con el sudor y la grasa. Tengo los talones agrietados y un sarpullido en los tobillos por llevar las botas de trekking tantas horas seguidas. Y pensar que es sólo el primer día. Ahora escribo desde la cama, paralela a una ventana que me permite ver los edificios aledaños y las copas de los pinos de un parque cercano, recortadas contra un crepúsculo nebuloso. Cuando llegué a Helsinki llovía, y por la banda de nubes grises que cubre el horizonte parece posible que vuelva a llover antes de que caiga la noche. Durante la travesía en taxi hasta el albergue, vi algo mágico en los densos bosques de coníferas mecidas por la lluvia a ambos lados de la carretera. O tal vez sólo fuera que en mis cascos sonaba Nightwish.
Nightwish, que lleva años convirtiendo los viajes en coche en hermosos cuadros en movimiento, Nightwish cuya música siempre despierta todo lo que hay de sagrado en el paisaje. Por fin he traído su música al lugar en que nació.


11/7/13
14:55
Escribo desde el cementerio de Hietaniemi, cuyas lindes arboladas se abren al Báltico en un pequeño golfo. La necrópolis es un lugar extraordinariamente calmo, umbrío y fresco, y las tumbas están tan bien cuidadas que incluso aquellas cuyos ocupantes murieron antes de la Gran Guerra parecían recién erigidas. Aquí no se llevan los nichos; todos y cada uno de los sepulcros están excavados en la tierra, y parecen preferirse el mármol negro (con inscripciones doradas) y el granito para los monumentos fúnebres. Éstos son, no obstante, muy sencillos y severos, con escasas concesiones a la ornamentación: una guirnalda por aquí, un medallón con el perfil del difunto por allá. En general priman las lápidas rectas y los obeliscos geométricos. No sé si se debe a la idiosincrasia local o a que es un cementerio luterano. Las gaviotas cantan, y de vez en cuando algún cuervo grazna, y pienso que ésa, y no otra, es la música que ha de acunar a los muertos: gaviotas y cuervos y el rumor de los árboles mecidos por el aliento húmedo del mar. Así el paseante, vivo, jamás olvida quién duerme bajo sus pies.
He pasado la mañana en el Museo de Historia Natural de Helsinki, un antiguo gymnasium imperial construido durante la ocupación rusa. Tiene una colección estupenda de esqueletos (incluyendo el de una ballena jorobada), animales disecados y fósiles, amén de algunos especímenes conservados en formol, todo dispuesto, no obstante, en modernos dioramas con partes interactivas. Las explicaciones estaban en finés y en sueco, al igual que todo lo demás en Helsinki, pero habían guías de audio y escritas en inglés en todas las salas. También hay varias familias suecas enterradas aquí, en Hietaniemi, y los trabajadores del sector público hablan todos sueco, aparte de finés e inglés. El peso de la burguesía suecoparlante, a pesar de ser minoría, se percibe por doquier. Es curioso cómo un Estado con una historia tan corta, subordinada durante siglos a las veleidades de dos potencias extranjeras como Suecia y Rusia, ha conseguido sin embargo conservar un idioma propio durante tantos siglos y construir una identidad cultural diferenciada lo suficientemente fuerte como para reclamar la autodeterminación. Finlandia. Se le hace tan poco caso; se sabe tan poco de su historia en el exterior. Pocos han oído la transparencia cristalina y crujiente de su idioma, como nieve a medio fundir en la boca. Finlandia, ¿quién eres?
Hora de irse; la brisa del golfo ha conseguido meterme el frío bajo la piel, y además esta mañana he sacado la Helsinki Card y hay que amortizarla. ¿Dónde estará la parada del tranvía?

18:54
De alguna manera me las he arreglado para que hayan pasado casi exactamente cuatro horas desde la última vez que cogí el cuaderno. He parado a descansar en la catedral luterana de Helsinki; por los clavos de Cristo que puedo medirme el pulso en el palpitar de los pies.
La catedral es una intimidante mole neoclásica construida en época del dominio ruso, cuando Finlandia era un gran ducado anexionado al Imperio. Doblan las campanas, ya son las siete. Hace un rato había alguien tocando el órgano en la galería superior. Estoy sentada en la nave central, casi debajo del gran candelabro dorado que cuelga de la cúpula central. Bajo tres de las cuatro pechinas (bajo la cuarta está el púlpito), en sendas hornacinas, hay estatuas de figuras importantes de la Iglesia luterana: Martín Lutero, Philipp Melanchton y Mikael Agricola, el reformador de Finlandia. Me acuerdo con una sonrisa del bueno de mi profesor de Cultura y Espiritualidad Modernas, y no tan sonriente del de Estado Moderno, al cual, pobre hombre, ya he torturado dos veces seguidas con exámenes ridículamente fallidos. Hay que ver; hace un par de días estaba furiosa con mis fracasos académicos y tenía ganas de lanzar cosas por los aires, pero hoy, aquí, el desaliento no puede tocarme. Por eso he venido. Me gusta esta ciudad.
Además, hoy los dependientes del puesto de comida mexicana donde he almorzado me han regalado una galleta. La he recibido como un regalo de parte de toda la ciudad, y me ha alegrado el resto de la tarde, a pesar de que buena parte del relleno de los tacos diera en mis pantalones antes de que consiguiera repescarlo con la tortilla. Gracias, Helsinki.
Antes de llegarme a Senantitori, donde está la catedral, he visitado el museo Ateneum, y en medio de su amplia colección de pintura finlandesa e internacional (toda de época contemporánea, pero pre-vanguardias) he visto El ángel herido, de Hugo Singen, la obra en la que se inspiró Nightwish para el videoclip de Amaranth. De alguna manera siempre acabamos volviendo al mismo sitio, parece.
Los planes para mañana son visitar el mercado portuario (las fresas en verano son famosas en Finlandia), tomar el ferry a Suomenlinna para ver la antigua fortaleza sueca, y por la tarde acercarme a la sauna de Kotiharjun, una de las pocas saunas públicas que aún funcionan. Pero antes, hoy, voy a ver si puedo llegar al puerto para ver la flota de rompehielos antes de volver al albergue.

22:39
Aún es de día. Qué bestia. No quiero ni imaginar cómo estarán en Laponia.


12/7/13
10:15
Llevo un buen rato dando vueltas por Kauppatori, pero recién he subido al ferry para Suomenlinna y tengo un lugar cómodo donde sentarme a escribir. La mañana está clara y despejada, con el cielo de color lavanda, más pálido hacia oriente. Desde aquí puedo ver la cúpula de la catedral.
Zarpamos. En Kauppatori he paseado por los puestos de comida, entre los que había varios centrados en gastronomía lapona: salmón, patatas y verduras con ajo, sopas cremosas, salchichas y pescadito frito. Todo olía de maravilla y daba ganas de comer. He comprado medio kilo de fresas en un puesto de fruta y me las he comido ahí mismo; tenían pinta de haberse hostiado contra todo lo hostiable, pues estaban machucadas y goteantes, pero de verdad que sabían estupendamente. Eso eran fresas de verdad, y no los fresones transgénicos de Mercadona.
El Báltico desde aquí es verde oliva, espumoso, y un viento helado viene de allende el horizonte, recordándonos constantemente lo cerca que estamos de los gélidos confines del mundo. De vez en cuando pasamos frente a algún islote, con sus árboles, su dársena y su casita de ladrillo y pizarra, no sé si residencias, observatorios biológicos o alguna otra cosa. Debe de ser increíble vivir así, tan cerca de la capital pero resguardado en tu propia isla.
Dios, los niños. Es lo único que empaña un poco la calma. Sé que no es su culpa, que son niños, pero qué puedo decir. Yo no soy su madre y no tengo tanta paciencia.
Ya hemos llegado.

12:39
Definitivamente Suomenlinna está convirtiéndose en uno de mis lugares favoritos. Es preciosa y tranquila, y tan verde y florido (toda la zona está a reventar de flores estivales) que cuesta imaginársela en invierno, cubierta de nieve y rodeada por la costra helada del Báltico. Alrededor de ochocientas personas viven aquí todo el año. Qué afortunadas.
Después de la visita guiada (la guía, Camilla, era encantadora y hablaba un inglés gramaticalmente perfecto) he bajado a la única playa de Suomenlinna, una única franja curva de arena de unos ocho metros de largo, en el fondo de un pequeño acantilado. Estaba llena de familias con niños que jugaban, buscaban rocas raras y se tiraban entusiastamente al agua poco profunda. He caminado descalza durante un rato, con el agua por debajo de las rodillas; estaba helada, pero ha sido la gloria para mis pies cansados y mis piernas congestionadas. Me hubiera quedado mucho más tiempo, pero es casi la una y aún me queda archipiélago por ver; quiero estar de vuelta en Helsinki hacia las cinco.
Ahora estoy sentada en los acantilados del lado oeste de la isla de Kustaanmiekka; girando un poco la cabeza puedo ver el puerto de Helsinki a lo lejos. Estoy rodeada de gente local tomando el sol (puedo oler su filtro solar desde aquí); las gaviotas y albatros campan a sus anchas y por todas partes revolotean unas mariposas con alas de un blanco con aguas verdosas. Oigo zumbar a varios insectos. Delante de mí, en el mar, hay una pequeña bandada de patos silvestres. Hace un rato, en la playa, probé una gota de agua del Báltico: apenas se le notaba la sal, como suele ocurrir con los mares fríos. Pienso en el Mediterráneo, con su salinidad que es como un mordisco en la lengua, y en el Pacífico, bajo el cual yo buceaba con los ojos abiertos cuando era pequeña (todos los días regresaba a casa con el humor vítreo inyectado en sangre). ¿Cuántos mares, cuántos océanos he visto ya? Se me ha olvidado contarlos.

19:28
Esta tarde, al regresar de Suomenlinna (he visitado dos museos allí: un submarino de la Segunda Guerra Mundial y la casa de Gustav Ehrensvärd, gobernador de las islas durante el período sueco) he salido a buscar la sauna de Kotiharjun, pero ha sido imposible encontrarla. La guía especificaba la calle y el número, pero la escala del plano adjunto era demasiado pequeña como para señalar cuál de todas las calles era la correcta. Bajé del metro en Sornäinën, la estación más cercana, y di un par de vueltas por la zona, pero nada. De todos modos, la abundancia de locales de striptease y de masaje tailandés, aparte de la gente (mayor) haciendo botellón en la calle, acabaron por desanimarme. La zona de Sornäinën debe de ser lo más parecido a un barrio conflictivo que tiene Helsinki.
Mañana es mi último día completo aquí (mi vuelo sale el domingo a las cuatro y pico de la tarde) así que me lo tomaré con calma; al fin y al cabo, ya he visto prácticamente todo lo que quería ver en esta primera visita. Voy a acostarme temprano hoy para poder usar la sauna del albergue, que abre para las mujeres muy temprano en la mañana (a mí nadie me impedirá darme una sauna habiendo venido a Finlandia, vive Dios), y tal vez nadar un rato en la piscina. El resto del día veré un par de museos más, pasearé en tranvía y quizá compre un par de recuerdos (un imán para la nevera de la cocina, eso seguro, y estaba pensando en un Muumin pequeño de peluche para Jose). También quiero ir a una librería (hay una en la estación de Kamppi, cerca de aquí) a ver si encuentro algún diccionario bilingüe o gramática finesa, o tal vez un libro sobre historia o mitología de Finlandia, si está en inglés. Por la noche (bueno, “noche”; estoy empezando a sospechar que aquí al sur tampoco se pone el sol en verano) me gustaría salir, más que sea una vez, y ver la vida nocturna de Helsinki. Hay un pub de metal, el Bar Bakkari, cerca de aquí, en Pohjoinen Rautatienkatu, y creo que he ahorrado lo suficiente como para permitirme una bebida (el alcohol aquí es muy caro).
Es hora de cenar, llamar a casa y recogerse. Tengo la esperanza de que el día de mañana no sea tan agotador como los tres que lo han precedido, pero en última instancia lo sufriré de igual manera: son mi último día y mi última noche en Helsinki, hay que hacer que valgan.


13/7/13
13:55
Como en Kauppatori, bajo un tenderete, junto al mar y con el sonido de las gaviotas de fondo. Es un cúmulo de clichés del tamaño de una casa, pero qué puedo decir, estoy a gusto. Además, no podía dejar sin probar esa sopa cremosa de salmón y patatas que ayer perfumaba el ambiente del puerto. Tiene nata y perejil, y está deliciosa.
La mañana ha sido muy tranquila; por primera vez no me duelen los pies pasado el mediodía. Me he levantado a las seis y media y me he encaminado a la sauna de la residencia, que está en un edificio aledaño. La piscina, cubierta, estaba en el mismo recinto. La verdad, he estado en varias saunas antes, en otros hoteles, pero ésta ha sido diferente: se notaba en el ambiente que la mayor parte de usuarias estaban acostumbradas a frecuentar sitios así para socializar, y no como parte de un circuito de spa. Enseguida me hice al ritmo que llevaban todas: sauna, ducha, piscina y de vuelta a la sauna. El agua de la piscina estaba bastante fría, pero el contraste, sorprendentemente, me resultó agradable. He notado a lo largo del día que mis piernas incipientemente varicosas me lo han agradecido mucho. La primera vez que entré a la piscina después de la sauna, volví antes al vestuario para ponerme el bikini, pero pronto noté que la mayoría de las usuarias, sobre todo las de más edad, nadaban desnudas, tal y como habían entrado a la sauna. Y pensé “¿por qué no?”. Raramente tiene una la posibilidad de andar desnuda por un sitio público, menos nadar sin ropa, así que dejé mi bikini mojado en el vestuario la siguiente vez.
A decir verdad, hubo algo extrañamente liberador en poder estar desnuda con otra gente sin mayores consecuencias. Nadar sin bañador en aquel agua fría, con la carne de gallina y los pechos flotando, fue sorprendentemente satisfactorio. En Moncada, en el gimnasio, normalmente voy del vestuario a la ducha y viceversa sin taparme con la toalla; estoy muy cómoda con mi cuerpo y en el ambiente adecuado descubrirlo no me produce ningún pudor. El problema es que allá, en el gimnasio, no hay tal ambiente, porque soy casi la única que no se tapa con la toalla antes de vestirse. No hay nada de malo en marcar límites en la propia intimidad, claro está, pero es una lástima porque hoy, en la sauna, había un ambiente magnífico. Éramos un grupo de mujeres de diferentes edades, desnudas o semidesnudas: jóvenes delgadas o rollizas, y señoras mayores con celulitis y varices, todas mostrando sus cuerpos sin artificios. Pechos colgantes, vientres abombados, pezones nudosos, pubis sin depilar (de hecho, es la primera vez en mucho tiempo en que veo uno que no es el mío); cuerpos humanos tal y como son, y no como quieren que creamos que deben ser. Encontré la experiencia muy saludable, no sólo en el obvio plano físico (porque la sensación de bienestar me duró toda la mañana) si no también en el psicológico: en esta era de cirugía estética, desórdenes alimenticios y dismorfia corporal, realizar este tipo de actividades, desnudarse en grupo, hacer ejercicio, podrían tal vez, y sólo tal vez, recordarnos cómo somos en realidad, sanarnos un poco de la histeria por una perfección física que no existe, ayudarnos a recuperar la autoestima perdida y el respeto por nuestros propios cuerpos. Entiendo por primera vez el atractivo y la transgresión del nudismo: se trata de reclamar el cuerpo, de reafirmarlo, de reventar el fetiche sexual de la desnudez para poder verla como el estado natural de un cuerpo que merece respeto y cariño. Debemos reclamar nuestro cuerpo desnudo y negarnos a que se nos haga sentir vergüenza de él; una vergüenza que ya no nace de la inmoralidad de una sexualidad reprimida, si no justamente de lo contrario, de la división obscena entre el ideal inalcanzable de unos medios hipersexualizados y la modesta honestidad de un cuerpo verdadero. Hoy, desnuda en la sauna, he sido libre.
Después de la sauna he caminado hasta Aleksanterinkatu, donde he subido a un tranvía de la línea 4 y he dejado que diera la vuelta completa por toda la ciudad. Después del agotamiento de los últimos días, ha sido maravilloso poder pasear sin tener que caminar. El resto de la mañana lo he pasado en el Museo de Arte de Helsinki, donde había varias exposiciones, agrupadas bajo el título “Happy End?”, centradas en el malestar de la sociedad posmoderna y en las dudas acerca del futuro. Suena bastante pedante, pero las propuestas me gustaron mucho. Una de las exposiciones, audiovisual, incluso venía acompañada de un documental en el que los artistas explicaban los conceptos desarrollados en las diversas obras expuestas, lo que me pareció interesantísimo. Nunca he sido muy fan del arte moderno, pero creo que voy a tener que empezar a reconsiderarlo.
Tenía pensado ir a visitar la catedral ortodoxa de Helsinki nada más terminar de comer, pero el día está tan bonito y estoy tan relajada que creo que voy a pasear un rato por el puerto antes de seguir camino. Desde luego, me gusta especialmente hacer las cosas a mi ritmo, lento. Vivo en el mundo equivocado, je.


14/7/13
9:44
Ya estoy sentada en el autobús que me llevará al aeropuerto de Vaanta. Estoy un poco triste. Echo de menos a mi gente y tengo ganas de verla, pero también me entristece tener que dejar Helsinki. He sido muy feliz aquí. Siento que he hecho amistad con la ciudad; una amistad sudorosa y polvorienta, forjada en circunstancias inesperadas, pero aún así tierna y acogedora. Es extraño cómo las ciudades tienen su propia personalidad, su carácter, su voz, incluso un cuerpo propio. Ahora que soy adulta recién estoy empezando a conocer a Valencia, y a Lima, dios me perdone, nunca he podido conocerla lo suficiente; pero hete aquí que aterrizo sola en un país completamente desconocido y acabo sintiendo un cariño inmenso por esta capital, por Helsinki, con su Báltico verde y su puerto, con sus gaviotas y sus cuervos, con su olor a café, sus melenas rubias y sus ojos azules, con todo lo que la hace ser quien es. Tal vez porque es la primera ciudad extranjera que visito sola, siento esta conexión tan fuerte con ella; tal vez es que la ciudad es joven, como yo. Porque Helsinki tiene varios siglos, pero hace menos de uno que es capital de un estado autónomo, y algo en ella parece denotarlo. Conocerla ha sido cruzarse con una compañera, con otra universitaria mochilera con pantalones de viaje y pies cansados, con la cual sentarse a airear las botas y hablar, y callar mientras te cuenta anécdotas de su pasado.
La ciudad y sus alrededores desfilan ante mis ojos y noto nacer en mi garganta un pequeño nudo. Mi hermana me llamaría tonta si me oyera, pero qué puedo hacer. Me apena dejar esta ciudad en la que me he sentido bienvenida, este lugar que ha conseguido que piense en mi albergue como “mi casa”. Por ahí se va a mi casa, puedo ver mi casa desde aquí. Cada imagen que veo por la ventanilla es un lugar al que digo adiós. Adiós, Hietaniemenkatu; adiós, estación de Kamppi; adiós, puerto de Kauppatori; adiós, catedral; adiós, Senantintori; adiós. Ayer, en el Bakkari, brindé calladamente por la ciudad. Algún día regresaré.

10:38
Desayuno café con leche y un bollo de canela; es lo más cercano a un pulla que he encontrado. A ese respecto no he tenido suerte.
En la barra de la cafetería, delante de mí, hay dos hombres fornidos y rubios, muy escandinavos, con uniforme de la policía. Pasa a mi lado un hombre mayor, negro, con un abultado gorro de lana en el que probablemente habrá embutido unas rastas muy largas, portando una guitarra en su funda. Luego una familia musulmana; la hija adolescente lleva un hijab de camuflaje, a juego con su camiseta. Al otro lado de la terminal 2, un equipo infantil, todos con medallas al cuello, alborota desde la escalera mientras un congestionado entrenador grita “Asseyez-vous! Asseyez-vous!” ¿Adónde irá esta gente? Mi avión no embarca hasta las tres. Me espera un largo día.

16:55
Embarcada ya en el avión a Madrid, no queda si no esperar a despegar. Vuelvo a casa, sí, pero también dejo mi casa.
En la sala de espera frente a la puerta de embarque ya empecé a escuchar castellano por todas partes; en las caras se veía que más de la mitad del pasaje iba ocupado por gente española. Me sabe mal decirlo, pero las conversaciones a gritos y la charla intrascendente, salpicada de expresiones machistas, me puso de muy mal humor. Tampoco es que sea muy difícil ponerme de mal humor, eso lo admito, pero venía flotando en una nube de bienestar después de mis días en Helsinki, y la vuelta a la realidad ha sido amarga. Los fineses son gente más callada. No es que sean fríos; de hecho, los he notado extraordinariamente amables y solícitos. Pero no son muy amigos de la conversación superficial. A veces, cuando iba andando por la calle en Helsinki y pasaba por delante de la terraza de un bar, veía que la gente que se sentaba junta a tomar algo no conversaba, simplemente saboreaba su bebida y callaba, tomando el sol. Otras veces sí que hablaban, claro está, pero en ocasiones no. Varias veces he leído que a los fineses no les incomoda callar en grupo, y parece ser cierto. A decir verdad, ha sido muy relajante estar unos días sola en esta ciudad tan silenciosa, hablando solo lo estrictamente necesario. Me encanta hablar, y es cierto que si se me da pie apenas cierro la boca, pero a veces hay que callar. El silencio es bueno. Podría aplicárselo el madrileño gritón sentado detrás de mí, porque a fe mía que está acabando conmigo. Ejem.
El avión se mueve. La cabeza del Muumin de peluche que le he comprado a Jose asoma por la cremallera de mi mochila; su suavidad es reconfortante, ya que aún estoy un poco triste.
Despegamos. Adiós, Helsinki; adiós Finlandia. Volveremos a vernos.

Id a Helsinki, criaturas. Es guay. Y recordad, a nadie le amarga un comentario ^^

sábado, 20 de julio de 2013

Monocromo (parte II)

 
Parte I


Día veintiséis
Hoy la he saludado. Qué coño. Ella me ha devuelto el saludo, y por un momento se ha olvidado de taparse la boca. Ha subido la mano a toda prisa, pero he visto los caninos dramáticamente montados sobre los incisivos, manchados por el tabaco. Pobre, debe de haber sentido vergüenza.

Día treinta y tres
Me ha invitado a ir a su piso, y he dicho que sí. No sé por qué lo he hecho. Ha sido un impulso repentino, igual que el que me llevó a pedirle fuego el otro día en el bar. Tal vez sentía curiosidad por algo que nunca había hecho, o tal vez quería sacarle el dedo al recuerdo insidioso de Mara. Tal vez sentí un ramalazo de deseo, una sensación que se ha negado a visitarme en los últimos tiempos. Tiempos grises.
La he acompañado caminando. Le he preguntado su nombre, me dijo que Desireé. Así que Carmelo y los demás tenían razón. Sin embargo he insistido. “¿Es tu nombre de verdad?” le he preguntado, y se ha quedado callada. Su sonrisa eterna, esa sonrisa gratuita, se había vuelto incómoda. Me he sentido mal por preguntar. A mí qué coño me importa, me he recriminado interiormente. Pero después de una pausa, la he oído hablar.
-En realidad me llamo Irma. Es un nombre feo –dijo, y a continuación rió, para mostrar la mala broma que era su nombre. Se ha cogido de mi brazo, y he notado que está en los huesos. Su brazo parece más una parodia de brazo, que no pesa contra el mío. Debe de ser livianísima. Seguramente puedo levantarla con una sola mano.
-Un placer. Yo soy Miguel –le he dicho, en un intento patético de ser galante. Un galán a golpe de talonario, o más bien el esqueleto gris de un galán. Pero ella ha vuelto a reír, y ha apoyado su cabeza en mi hombro. Su cráneo tampoco pesa nada, y he visto que tenía los párpados amoratados y levemente hinchados. De repente me ha parecido muy cansada.
Hemos entrado en su piso, estrecho, deprimente, sumido en una penumbra gris. Es curioso cómo el gris parece perseguirme. Desde que Mara cogió a los niños y se largó, dejándome sobras en el congelador y un palmo de narices, las cosas siempre me han parecido grises. O tal vez ya viniera de antes. Tal vez las cosas no son grises porque Mara se fue, si no que Mara se fue porque yo me había vuelto gris. No lo sé. Tanto pensar me agota. Por eso la indiferencia es tan fácil, y tan cómoda.
Pero Irma, que ya no era puta si no Irma, estaba desnudándose junto a la cama, sonriéndome, y no parecía intentar seducirme en absoluto. Sólo me sonreía, porque sonreír es gratis, y yo estaba ahí, y merecía que me sonrieran. ¿Eso pensaría ella? Su cuerpo era una sinfonía de huesecillos de pájaro y colgajos atacados por jeringuillas viejas. Huesecillos de pájaro. Cuando se ha arrodillado sobre las sábanas, me la he imaginado con alas, unas alas blancas y delicadas como ella, temblando a su espalda, desplegándose para abrazarme, reflejando en su superficie alba la poca luz de la habitación para proyectarla en la vida de otro desgraciado demasiado solo y agobiado como para follar gratis. Se ha estirado sobre la cama, y sus ojos se han cerrado inmediatamente. Debía de estar cansadísima. Me he sentado a su lado. En un susurro soñoliento, me ha invitado a coger aquello por lo que iba a pagarle. He dicho que no.
La he tapado con la sábana y le he retirado el pelo de la cara. Sus miembros y su respiración ya habían adoptado la flojedad del sueño. He sacado la tarifa estipulada de mi cartera, la he dejado sobre la mesa de noche y la he mirado. No sabría decir su edad: está detenida en algún limbo entre los dieciocho y los treinta, y la consunción amarillenta de su rostro denota los estragos que la heroína está haciendo en ella, pero es difícil decir dónde acaba la drogadicción y empieza el envejecimiento natural. Me pregunto cómo he podido pensar en follármela. Parece un cristalito roto bajo la sábana. ¿Cómo habrán hecho Carmelo y los otros para que se les ponga dura con esta chica que parece una paloma anoréxica?
Antes de largarme de ese horrible piso la miro por última vez. Lánguida, como la heroína de una novela romántica, vapuleada por la tuberculosis y demasiado frágil para defenderse. Me la imagino desmayada en un prado, con los cabellos extendidos sobre la hierba, cubierta de flores, como en una pintura prerrafaelita. Así, hasta habría podido ser bonita.

Día treinta y cinco
Ayer no la vi. Hoy se ha disculpado por haberse quedado dormida, y casi me ha parecido ver un leve rubor en sus mejillas. O en esas flacas placas de hueso que tiene en lugar de mejillas. Me pregunto si es algún truco de su oficio, o si se sonroja de verdad. Resulta difícil imaginársela mintiendo. ¿Dónde va a caber una mentira en ese cuerpo tan pequeño? Me parece una locura pensar en ella fingiendo un placer que no siente, perforada cíclicamente por uno de sus clientes.
Cuando me marcho, se sienta sobre la acera con la espalda contra una farola y hurga en su bolso. Pienso en un ángel expulsado del cielo, estampado contra la vereda en una salpicadura de plumas y sangre, mirando confuso al horrible mundo al que ha sido arrojado. Pero Irma no está triste. El que está triste soy yo.

Día cuarenta y uno
Hoy ha llovido. Le he ofrecido mi paraguas y me ha rechazado. Dice que le gusta mojarse, y para demostrármelo me ha sonreído abiertamente con sus dientes desviados, extendiendo las manos para recibir la lluvia. Se balanceaba en el globo de luz naranja de la farola de su esquina, que llenaba de reflejos su ropa mojada. La he visto bailando entre pompas de jabón, agitando las ráfagas de luz de un vestido dorado, riendo sin parar. Después ha pasado un coche, y ha vuelto a ser la prostituta heroinómana con la que no pude acostarme.

Día cuarenta y cinco
Hoy la he visto chutándose. Estaba atrapado en una de esas desesperantes noches de insomnio que tengo con frecuencia, en las que vago penosamente por las calles oscuras, trazando un paseo fútil hasta la gasolinera o la tienda de veinticuatro horas. Inútil, sí, pero siempre es mejor que el aburrimiento asesino de las horas tirado en la cama, mirando al techo, atosigado por pensamientos y recuerdos que no deseo. Dios mío, cuánto me aburro, ahora me doy cuenta.
No he reparado en la persona sentada en el portal de uno de los edificios hasta que ha pasado un coche noctámbulo y ha iluminado con sus faros la silueta enroscada sobre sí misma y las piernas blanquecinas de una chica paloma. He tardado en reconocerla. Su pelo, descolorido con algo que empiezo a pensar que es lejía, le tapaba la cara mientras inclinaba la cabeza para sujetar la goma entre los dientes. Cuando se ha echado hacia atrás, los ojos semicerrados en un abotargamiento sintético, me he acercado y la he llamado. Creo que me ha visto. Se le han llenado los ojos de lágrimas. Las he visto brillar en la oscuridad cuando esos ojos tan grandes suyos se han convertido en dos rajas blancas, dos heridas plateadas, dos navajas curvadas. He oído el tictictic de la jeringuilla cayéndose al suelo, luego he retrocedido a trompicones y he huido de allí.

Día cincuenta
Llevo un par de días caminando junto a ella. No me atrevo a robarle mucho tiempo, porque sé que puedo espantar a potenciales clientes, y no me creo tan especial como para merecer tal despilfarro. Alguna vez ha aceptado un café, o un bocadillo. Come con ganas, y a cada mordisco le brillan los ojos, y puedo ver al angelito sonriente que debe de haber sido, con las mejillas coloradas en una carita redonda y cobriza, como dos rosas. Le pregunto si le gustan las rosas. Se ríe de mí. “Nunca me han emocionado las flores, me parecen una horterada” me dice, escupiendo pedacitos de pan. Debe de pasar mucha hambre. Debe de inyectarse en las putas venas varias comidas al día. Cada vez que recuerdo a Irma cayéndose en el portal veo, oigo y huelo la porcelana de una muñeca articulada destrozándose contra el suelo. Entre los añicos, aún se ve la sonrisa pintada, rota en varios pedazos. Trato de apartar esas ideas de mi mente.

Día cincuenta y dos
Le he comprado una rosa. Roja. Tengo la mala manía de hacer exactamente lo contrario de lo que se me dice en este tipo de asuntos. Mara se ponía histérica: “¡¿Qué parte de ‘no quiero regalos de San Valentín’ no has entendido, Miguel?!” Hubieron momentos en los que dudaba de si lo hacía por hacerla feliz o por hacerla rabiar. Aún lo dudo.
Irma ha mirado confusa la flor y me ha dirigido (gratis) una sonrisa incómoda. No tenía pinta de saber qué hacer con un regalo semejante. He roto el tallo dentro de la mano y le he puesto la rosa detrás de la oreja. Se ha quedado flotando como un sol color sangre en un nido de paja reseca. Se ha vuelto a sonrojar. Por un momento, cuando ella empezó a alejarse por la calle, me sentí estúpido, como ese niño que expone sus ideas disparatadas ante un público adulto que ríe disimuladamente, humillando su lógica infantil con su deleite ante la divina inocencia. Pero luego se ha vuelto a mirarme, y ha soltado una carcajada, haciéndome ver lo tonto que soy al regalarle tal cosa. Y eso, por absurdo que parezca, ha hecho que deje de sentirme estúpido.

Día cincuenta y nueve
Hoy se le ha caído una bolsita de polvo blanco del bolso. La ha recogido casi con tanta ansia como acomete los bocadillos que compartimos de vez en cuando. “Uf, menos mal, era pura” ha dicho con ligereza. He oído los sermones moralistas de Mara resonando en mis orejas y no he podido repetirlos. Pero he hablado. “Eso te puede matar, Irma”. “Ya lo sé”, me dice. Eso es todo lo que dice.

Día sesenta y uno
Está muy cansada. Hoy nos hemos sentado en un banco del parque y se ha dormido durante un par de minutos sobre mi hombro. Su peso casi inexistente derrumbándose sobre mí, parte a parte, miembro a miembro, me ha parecido el movimiento más exquisito que he visto en mucho tiempo, más económico y delicado que cualquier danza. Estoy convencido de que, si alguien intentara penetrarla, se rompería en pedazos. No sé si es el caballo o algún tipo de VIH o sólo el cansancio de una vida miserable, pero se romperá. Y algo en mí tiembla cuando lo pienso.

viernes, 5 de julio de 2013

Monocromo (parte I)


Día uno
Hoy, cuando salimos a tomar el café de media mañana, había una puta parada en la esquina del bar. No es que yo tenga un máster en reconocer prostitutas de calle a plena luz del día; de hecho, nunca me hubiera fijado en ella si mis compañeros no me la hubieran señalado, entre sonrisitas cómplices. Hay algo en mí (algo que ha visto demasiadas películas, desde luego) que espera que las prostitutas tengan una especie de brillo decadente, un encanto rancio. Yo qué sé, me esperaba cuanto menos el rímel corrido, o la mirada maliciosa, o el sudor reluciente sobre una piel marchita por el uso. Pero la chica no podía ser más vulgar. Pantalones cortos, pelo quemado por una sucesión de tintes baratos, cigarrito entre los dedos, bolso de plástico. Chicas como esa pasan a docenas por el parque delante de mi casa, fumando un porro tras otro. Su cara era perfectamente olvidable, perfectamente borrable. Una puta ideal. Nunca hubiera reparado en la obviedad de la muchacha expectante en la esquina si no me lo hubieran dicho. Algunos la conocían ya, del puerto, del casco viejo, de alguno de esos lugares. ¿Cómo se llamaba? Daisy, o Desireé, algo así, dijeron. Recordé que a Mara le horrorizaban las aficiones de algunos de mis colegas, la mayoría casados y padres de familia, que solían pasar las noches de los fines de semana entre las ingles de ese tipo de mercenarias, por supuesto sin invitar a sus señoras legítimas. Cuando una alusión así se colaba en la conversación, siempre le aparecía una profunda arruga de desaprobación entre las cejas. Creo que se sentía humillada de forma indirecta, a través de las esposas cornudas de mis compañeros de trabajo, o tal vez temía que yo le gastara una gauchada semejante. Nunca me preguntó, sin embargo.
Aproveché para echarle una mirada más de cerca cuando salí a la terraza a fumar. Me miró brevemente, en algún momento, y me sonrió, acariciándose los labios con las yemas de los dedos, invitándome sin palabras. La ignoré por completo. Qué fácil es sentir indiferencia, me dije. Volví a entrar. Cuando cruzamos la acera de vuelta a la oficina, ya no estaba.

Día cuatro
He vuelto a ver a la puta, en la misma esquina, cuando he bajado a comprar tabaco al estanco aledaño al bar. Debe de acordarse de mí, porque me ha sonreído de forma instantánea. No gracias, señorita, le he dicho con mi desvío de ojos. Estoy en coma. Guárdese su filete para quien tenga hambre. El estanquero me ha arrojado la cajetilla y el cambio, pero no me ha sonreído. ¿Por qué iba sonreírme? A él no le pagan por ser complaciente. A ella, sí. A la puta. Y la única razón por la que me sonríe es porque todavía no tiene mi dinero. “¿Acaso a ti te cobran por sonreír? Pues entonces haz el favor de quitar esa cara de culo” me decía mucho mi abuela cuando era pequeño y me enfurruñaba con cualquier cosa. Lo cierto es que sonreír es gratis, pero poca gente sonríe. Me volví a buscarla con la mirada antes de entrar en el edificio. Seguía en la esquina, balanceándose sobre los pies estáticos, mirando a su alrededor. Buscando. Esperando. Sonriendo.

Día seis
Está ahí otra vez. Cuando nos hemos cruzado con ella, uno de mis compañeros la ha saludado con un tono coqueto preñado de intenciones, y ella le ha respondido con una de esas sonrisas gratis, pellizcándose el labio inferior. He visto que tenía cicatrices de aguja en el antebrazo. La madre que la hizo, es una yonqui. Pobre chica.

Día once
Hoy me he girado en el asiento, tratando de hacer crujir mis vértebras, y he mirado a la ventana para descansar los ojos de la pantalla del ordenador. La he visto. No había caído en que la esquina del bar se ve desde la ventana de la oficina. Lo que son las cosas. Cuando me transfirieron, lo primero que hice fue alegrarme de haber recibido un escritorio junto a la ventana. Y hete aquí que hará casi cinco años que no miro a través del cristal. Soy un patético trabajólico con traje gris, me digo. Indiferencia total.
Vuelve a balancearse sobre los pies. Los mantiene juntos, con las manos a la espalda, y traslada su peso del talón a las puntas, de las puntas al talón, una y otra vez. De cuando en cuando cambia de postura, apoya todo el cuerpo en una pierna, posa la mano en la cadera, saca un espejito del bolso, enciende otro cigarrillo. A veces interpela a algún viandante. No distingo su cara desde aquí (de hecho, no recuerdo su cara), pero intuyo que está sonriendo. Sonreír gratis para cobrar más tarde.
Carmelo se ha acercado para informarme de un pequeño cambio en mi ruta del jueves, y me ha sorprendido mirando embobado a la pequeña puta parada en la esquina del bar. Ha hecho una broma a mi costa, a la cual he contestado con una risita enlatada antes de volverme hacia la pantalla. Mi mirada ha tropezado con la foto enmarcada de Cesare y Bruno, a la derecha del ordenador. “Cualquiera de ellas es la hija de alguien” me dijo una vez Mara, no recuerdo a santo de qué. Probablemente respecto a la amoralidad de mis compañeros. Qué pesada se ponía a veces con ese tema.
¿De quién será hija ella?

Día doce
Está ahí otra vez. Me ha sonreído de nuevo. La he vuelto a ignorar.

Día trece
Sonrisa otra vez. Desde luego es inmune al desánimo. Mis compañeros siguen haciéndole bromas de vez en cuando, al pasar a por el café o al salir a fumar. Ella les corresponde con una sonrisa que pretende ser tímida, semiescondiendo la boca tras los nudillos. Algunos deben de haberla catado ya. Me siento extraño al pensarlo. ¿Cómo será ver pasar todos los días a diferentes personas con las que te has acostado, y sentir la más completa indiferencia? Pues igual que ves pasar todos los días a diferentes personas que influyen en tu vida sin dar un céntimo por ellas, me contesto. Ella también lleva un traje gris, de alguna manera. Y hoy el día está gris.

Día diecinueve
Puta. La palabra es como un escupitajo. Se dispara con la p, la metralla salta con la t, y erige una muralla. Una muralla que separa a dos personas y hace que instantáneamente dejen de serlo: pasan a ser el que paga y la que cobra. Puta, y deja de ser persona y mujer, pasa a ser sólo su coño, sólo su oficio. Al igual que yo, para los demás ella no es más que el trabajo que desempeña. No tiene motivaciones, miedos ni risas; no lleva fotos en la cartera, no fue al colegio, no tiene familia. Sólo es puta. Animal de corral. Pobre chica.

Día veinte
Me he cruzado con ella mientras llevaba a los niños a dar una vuelta al centro comercial. Ha sonreído de nuevo, pesada de narices. He tardado unos segundos de más en apartar la vista; creo que he estado a punto de saludarla. Al fin y al cabo, creo que la conozco un poco. La veo casi todos los días. Sé que trabaja vendiendo sexo, sé que algunos de mis colegas se han acostado con ella, sé que no puede evitar balancearse sobre los pies cuando está inquieta, y sé que se mete caballo y que va a morir joven. Estoy casi convencido de que en realidad estoy sintiendo pena de mí mismo, a través de ella.

Día veinticinco
La he mirado largamente durante la pausa del café, y han vuelto a haber bromas al respecto. Sin mediar un solo pensamiento, me he levantado de la mesa y he salido por la puerta del bar, directo hacia ella. Las chanzas se han acallado de repente, se han convertido en susurros. No sé si me he levantado para no tener que oír más estupideces, para demostrar algo o para darles razón para reírse. Vaya usted a saber. He ido directo hacia ella, digo, y casi sobre ella, porque no llegué a frenar a tiempo. Se ha reído, tapándose levemente los labios con los dedos.
-¿Tienes fuego? –le he espetado, casi agresivo, apuntándola con un cigarrillo. Ha asentido, sonriendo siempre, ha sacado el mechero y lo ha encendido sin dejar de mirarme. Tiene los ojos muy grandes. En un descuido he descubierto por qué se tapa la boca cuando se ríe: tiene los dientes torcidos. Feúcha, la pobre.
Mientras me alejaba he intentado imaginármela como una de esas putas hollywoodienses llenas de glamour decadente, con el pelo sensualmente alborotado, el maquillaje corrido sobre el rostro sudoroso y un mohín de suficiencia en los labios. No he podido. Están esos ojos muy grandes, fijos y curiosos, y esa sonrisita gratuita. Una sonrisa de niña. Me he acordado de aquella foto de Mara de pequeña, haciendo de ángel anunciador en un belén viviente de su colegio, con esa cara de disgusto que yo había llegado a conocer y a detestar con los años. A Mara le daba una vergüenza espantosa que yo la viera de esa guisa, con la cara redonda y sin paletas. Pero esta chica, Daisy, o Desireé, o como se llame, habría hecho de ángel sonriendo. Estaba seguro.
La he visualizado con la túnica de percal blanco y la aureola de papel dorado, al volverme una última vez a su esquina. En mi cabeza, no se veía estúpida en absoluto. Después, he vuelto a entrar al bar y a enfrentarme a una nueva oleada de bromas infantiles.