“Esperarás a tu príncipe azul. Aquí estarás segura” dijeron
cuando la llevaron a aquella torre, la noche de su primera sangre.
“¿Segura, de qué?” preguntó ella. La única respuesta fue la
puerta cerrándose.
Así que ella esperó. Sus doncellas la atendían y procuraban
entretenerla. La princesa crecía, los vestidos se le quedaban pequeños, y por
las noches soñaban con imágenes de vértigo y deleite. Por las mañanas, triste,
debía readaptarse a la realidad. La princesa esperaba y esperaba, esperaba al
príncipe que vendría a desposarla, anhelando su amor tanto como la caricia del
sol en sus cabellos y el viento sobre la piel. A veces, cuando sus doncellas
dormitaban, la princesa se asomaba entre los barrotes de la puerta y atisbaba
la vida del castillo, las risas de los cortesanos, las conversaciones de los
chambelanes, deseando tanto ser vista, ser escuchada, hablar… pero se sentaba,
y esperaba.
El príncipe se demoraba. Tal vez anduviera viviendo
aventuras en reinos lejanos, razonaban sus doncellas, extasiadas; matando
dragones y ganando tesoros con los que cubrirla de oro cuando llegara. La
princesa asentía; claro, así debía de ser. Y fantaseaba durante horas con su
príncipe, con sus heroicas batallas, con sus exóticas tierras. Y esperaba,
esperaba, esperaba, enclaustrada en su torre. “Vuestro amor os liberará” decían
las doncellas. Y ella esperaba, esperaba, y encerrada entre aquellos muros se
le marchitaban los ojos y se le secaba la voz, aguardando, anhelando, con las
manos vacías.
Por las noches, a veces, la princesa lloraba amargamente,
sin saber por qué. Era por su príncipe, sí, de eso estaban seguras las
doncellas. La princesa tenía dentro la áspera duda de que tal vez fuese por
otra cosa.
Hasta que una noche, en mitad de sus lágrimas, la princesa oyó crujir la puerta, que se abría por primera vez en años. A la luz de las antorchas se dibujaba la silueta tímida de uno de los chambelanes más jóvenes.
-Princesa –dijo el muchacho-. Venid. Voy a sacaros de aquí.
Y la princesa no preguntó “¿y mi príncipe?”. No preguntó
“¿qué dirán mis padres sus majestades?”. Sólo siguió al chambelán, cuidando de
no despertar a sus doncellas, ciega y sorda, arrebatada en una sed que la
privaba de razones: sed de luna, de estrellas, de tierra y de agua. El muchacho
la guió hasta el acceso trasero de la torre, escaleras abajo, y allí le abrió
la puerta.
-Huid –dijo él-. Corred. Sois libre. Yo os cubriré.
-El príncipe…
-Vendrá y no estaréis. Será para mejor.
La princesa miró al chambelán, parpadeando ante la luz
plateada de la luna, bañándose ambos en sus rayos como dos niños en el
nacimiento del mundo. No era apuesto como un príncipe, no era arrojado, rubio y
gentil de porte; era moreno, atezado y torpe, y sus manos estaban sucias. Pero
la mirada en sus ojos era húmeda y chispeante, como cubierta de estrellas, como
si amase con todas las fuerzas de la naturaleza.
-¿Por qué? –preguntó la princesa.
-Porque os amo –replicó él-. Os amo y deseo vuestra
felicidad. No soporto que estéis encerrada en esta torre ni un instante más.
Huid –y entonces el chambelán pronunció su nombre, un nombre que ella llevaba
años sin oír. Todos a su alrededor la llamaban “princesa”-. Marchaos, amada
mía, y sed feliz. No volváis a dejar que os aprisionen, pues vuestro corazón es
de gaviota y vuestra alma es pura. Llevo tantas noches escuchándoos sollozar y
cantar a la luna, anhelando una vida que os han arrebatado… -volvió a decir su
nombre, y cada vez que lo pronunciaba algo en el pecho de la princesa saltaba
de gozo-. Corred, corred por vuestra vida, y nunca volváis, nunca miréis atrás.
Y llevad siempre en vuestro corazón mi recuerdo, pues yo llevaré el vuestro.
Y con una tierna caricia el chambelán la despidió, y la
princesa echó a correr, internándose en la penumbra húmeda y perfumada de la
noche.
La princesa vendió su tiara y sus joyas en la primera ciudad
que se le cruzó por delante; compró ropa de camino, se metió una daga en la
bota y las monedas en el cinto, y echó a andar, usando por primera vez su
nombre, siendo nadie en un mar de rostros, de árboles y de amaneceres
espléndidos, observando, bebiendo, amando el mundo desplegado ante sus ojos. Y
así la que fuera princesa fue buhonera, mensajera, jornalera, amanuense,
cuentacuentos, tabernera y un sinfín de ocupaciones, y en cada una de ellas
conoció a un millar de almas, y aprendió un nuevo verso del poema épico de la
vida humana.
Si se le preguntaba en alguna ocasión, la que fuera princesa
contestaba que se había enamorado una vez, una sola vez.
-Y su amor me acompañará siempre, bendito sea –apostillaba-.
El amor nos hará libres.
Una vez, hace mucho tiempo, un chico de mi clase, alumno de intercambio del seminario, nos dijo esa maravillosa frase a Andrea y a mí. "El amor te hace libre". Nos reímos de él, pobre hombre. Teníamos dieciséis años y creíamos haber descubierto el profundo misterio del amor, una realidad ígnea, casi letal, colindante con la muerte; un sentimiento que llevaba inextricablemente aparejados el pesar y la pérdida. No se podía, creíamos, amar sin sufrir. El amor era esclavitud y punto; la idea de que el amor pudiera hacerte libre nos parecía una ingenuidad propia de un muchacho virgen tan entregado a la causa de su vocación religiosa que se había olvidado de entender cómo funcionaba el mundo real.
Hoy, comprendo lo equivocadas que estábamos. Amor es amor porque no mata; da vida en cambio, aunque a veces duela. La vida duele, es cierto, y el amor es parte de la vida. Pero el amor te eleva, te madura, te florece, el amor es un cofre interminable de maravillas, el amor es el último milagro; si no te hace libre, si no te hace desear más, si no te lo entrega todo sin quedarse jamás vacío, ¿cómo llamarlo amor?
Ahora lo entiendo. Ahora lo entiendo.
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