Al
comenzar la estación seca de sus quince años, Emer caminaba un día por la
ladera norte de uno de los montes, camino a la casa abandonada, cuando escuchó
un sonido que no había oído jamás. No era el canto de un pájaro, ni el susurro
de las hojas, aunque a ratos sonaba similar. Venía en hilachas con el viento
desde la cumbre de la loma, y la hizo pensar en el chapoteo del agua en un
arroyo, si el agua estuviera hecha de cristal fino o de metal. “¿Qué?” Emer
sacudió la cabeza. El sonido era indudablemente música, pero de un tipo nuevo y
desconocido. No sonaba como los violines y las guitarras de los trabajadores
del valle, ni como los pífanos de los pastores, y desde luego no asemejaba a
las supuestamente alegres tonadillas que su madre aniquilaba en el clavicémbalo
cuando había visitantes ilustres. Las notas, pronto descubrió Emer, no sonaban como el agua en un arroyo, si
no que le recordaban al agua en un
arroyo. De alguna manera, esa música, proviniera del instrumento que proviniese,
retrataba el agua diáfana saltando sobre las piedras pulidas del lecho del río,
jugando con la luz, como ella la había visto mil veces. Emer, tras un instante
de vacilación, empezó a correr colina arriba, siguiendo aquel sonido mágico que
había conseguido capturar el espíritu del río.
Al
acercarse a la cumbre del monte, silenciosa y furtiva como un zorro, comprobó
que, como sospechaba, la música provenía de los restos de la casa de piedra.
Ahora había cambiado: las notas que sonaban como la risa de un arroyo seguían
en el fondo, pero sobre ellas había brotado una nueva capa de armonías que
evocaba una cortina de lluvia besando las hojas de los alisos. A Emer se le
puso la carne de gallina mientras se acercaba a la casa, semioculta entre las
ramas bajas de los espinos que la rodeaban, y se asomaba discretamente por lo
que había sido la gran ventana frontal, en busca del origen de la música.
Había
alguien dentro. En lo que había sido la única habitación de la casa, allí donde
Emer había contado estrellas y buscado formas a las nubes tantas veces, había
una persona sentada de espaldas a ella sobre una banqueta. Un muchacho. Emer
tragó saliva, irracionalmente segura de que no lo había visto jamás en el
valle. Las manos del desconocido estaban delante de él, moviéndose sobre el
teclado de un instrumento que no había estado en esa casa jamás, y que sin
embargo ahora hundía sus cuatro robustas patas entre las lajas del suelo, como
si llevara siglos allí. Era un piano. Y las manos del muchacho desconocido
bailaban sobre sus teclas, haciéndolas reír, gemir y cantar con varias voces
diferentes que evocaban la esmeralda de los bosques, la plata del torrente y,
sí, incluso el rubí y el oro de los atardeceres sin nubes: todo aquello que
Emer conocía y amaba. La música era
el valle.
Emer
caminó con las rodillas trémulas a través del viejo hueco de la puerta, sin
percibir nada más en el mundo que el sonido del piano y lo poco que podía ver
de la misteriosa criatura que lo producía. El desconocido era alto, ahora lo
veía, y su espalda estrecha y fibrosa vibraba y se contraía siguiendo las
evoluciones de la música. De su cabeza, inclinada sobre el teclado, Emer sólo
podía ver el cabello oscuro que caía en rectos mechones desiguales sobre su
nuca y hombros, pero adivinó las formas angulosas del cráneo y la fuerza del
cuello. El desconocido debía de tener cuatro o cinco años más que Emer; era ya
un hombre. Sus manos, que ahora podía ver más de cerca, le parecieron
preciosas: eran grandes y esbeltas, de huesos recios, y bajo la piel lechosa se
adivinaba un sutil encaje de venas y tendones, como caminos que conectasen la
música de las teclas con su corazón. Emer ya estaba tan cerca de él que podría
haberle acariciado la nuca con el aliento, y la música, clara y cercana, le
entraba por los oídos y la llenaba entera. Su corazón latía, desbocado; sus
labios temblaban, su vientre se contraía y toda su piel ardía: la música la
había tocado en lo más profundo, la sentía casi sólida, como un puente orgánico
entre su cuerpo y el cuerpo del valle amado que evocaba. Emer se sentía
palpitar de la cabeza a los pies con un ansia rabiosa de ir más allá, de cerrar
los ojos, de abalanzarse, de correr y gritar y dejarse arrastrar, de olvidar su
nombre y perder el conocimiento y precipitarse a ser una con el núcleo vivo del
valle, que era la música. Sin pararse a pensar en lo que hacía, extendió la
mano y la posó sobre el hombro del muchacho.
Las
manos del desconocido se detuvieron lentamente y la música del valle fue
apagándose. No, corrigió Emer, no se apagó; ahora que había descubierto cómo
sonaba su voz, el valle seguía cantando en su propio idioma, a través del río,
la lluvia y las hojas de los árboles. El desconocido se levantó de la banqueta,
y se volvió hacia ella, muy despacio. Emer quiso retroceder, pero sus pies
estaban clavados al suelo, apenas dejando un palmo de distancia entre ella y el
otro. Los ojos del muchacho eran grandes y oscuros, con largas pestañas negras,
y la miraban serenos, comprensivos, sabios. Quiso hablarle, explicarse, pero su
cerebro se negó a enviar ninguna idea coherente a su boca, así que buscó
refugio metiendo las manos en los bolsillos de su delantal, donde sus dedos
encontraron un puñado de frambuesas recién cortadas. El joven del piano seguía mirándola;
su camisa llevaba los primeros botones desabrochados, dejando al descubierto
una parte de su pálido pecho, que subía y bajaba, como si estuviera agitado por
algo. Sin saber qué más hacer, Emer atrapó una frambuesa con dedos temblorosos
y se la ofreció a modo de obsequio conciliador. Lo normal hubiera sido ponerla
en la palma de la mano para que él la tomara, pero, siguiendo un impulso
inexplicable, la retuvo entre las yemas de los dedos y se la acercó a la boca,
como habría hecho con un niño. El muchacho la miró intensamente unos eternos
segundos más antes de inclinarse muy, muy lentamente y tomar la frambuesa entre
sus labios. Al hacerlo, acarició los dedos de Emer con la boca, humedeciéndolos
levemente, como por casualidad. Ella sintió que sus huesos se fundían; en sus
oídos la música del valle se mezclaba con un zumbido aturdido, como si tuviera
la audición tan sensibilizada como la piel. Sin poder resistir más el impulso
de tocar a aquel hombre, Emer dejó que sus dedos resbalaran desde la barbilla
hasta la parte de su torso que quedaba al descubierto, donde encontró la piel
fresca y sedosa como la nata. Emer suspiró. El hombre la rodeó con sus brazos y
la besó.
Emer
se abandonó por completo al muchacho y a la música, que eran uno, e hizo el
amor con el valle. Se perdió en el arroyo corcoveante de la boca que la besaba,
bebió su aliento, jugó con su lengua, y dejó a sus manos libres para que
explorasen el cuerpo de él, largo y firme, los músculos tensos bajo la piel
como peces vivos, los mechones de vello que crecían en los rincones umbríos
como el musgo en las rocas. Lo despojó de su ropa sin darse apenas cuenta,
recorriéndolo con los dedos, con la boca, con todo su propio cuerpo: aferró con
fuerza la curvatura de su espalda, se restregó contra la carne dura de su
vientre, aspiró el perfume a leña que emanaba de su piel, lamió tiernamente el
miembro rígido como la madera que se apretaba contra ella, fustigándola,
acariciándola, mojándola con su rocío. Sin saber cómo, Emer se encontró
desnuda, de pie sobre el suelo de piedra, con los riñones apoyados en el
teclado del piano, tan lejos del pudor que padres y preceptores habían
intentado instilarle que no acertó ni a sonrojarse. El joven se arrodilló ante
ella, besándole lentamente los pechos hasta dejar los pezones relucientes como
flores de madrugada. Descendió por su vientre, trazando con su boca húmeda una
larga, muy larga y muy lenta línea recta que fue a fundirse con la grieta de su
vulva, hinchada y resbaladiza, cuando la lengua de él se hundió en ella y
acarició un lugar que la hizo sollozar de placer. Fue siguiendo ese eje
longitudinal que el cuerpo de Emer se partió en dos cuando el orgasmo la
golpeó, echada sobre la espalda y hundiendo las uñas en la columna de su
amante, y de su cuerpo roto surgió un estallido de pájaros y lluvia y viento, y
las montañas engulleron sus gritos y los devolvieron en forma de música, y Emer
y el valle fueron uno.
Los
señores del glen no dieron crédito cuando su hija reapareció de su excursión
aquella noche, embarrada y radiante, y anunció que deseaba aprender a tocar el
piano. ¿Qué milagro, se preguntaron, qué prodigio de la naturaleza había hecho
que de repente su hija, hasta entonces suspendida en un limbo de inmadurez,
sintiera interés por un pasatiempo de señorita decente? Emer contempló impávida
las evoluciones de sus anonadados padres, y volvió a expresar sus intenciones
con la voz clara y una voluntad nueva ardiendo en los ojos. Los señores, una
vez repuestos de su asombro, decidieron no dejar tiempo a su hija para cambiar
de opinión y al amanecer siguiente despacharon a uno de sus criados con correo
urgente al pueblo más cercano. Un par de semanas más tarde se presentó en la
mansión de la montaña una profesora de expresión adusta, alta y fibrosa, con la
blusa estrechamente abotonada. Se instaló con Emer frente a un piano rescatado
del sótano y reparado para tal fin, y la casa se llenó con los vacilantes
intentos de la muchacha por crear música. Recibía dos horas de clases regulares
al día, pero una vez la maestra se había retirado a la hospedería donde se
alojaba, valle abajo, Emer continuaba empeñada ante el teclado, una y otra vez,
sin que nadie se lo pidiera, apretándose la lengua entre los dientes mientras
perseguía las notas y desentrañaba las partituras. En secreto, aparte de sus
ejercicios de solfeo y armonía, juntaba torpemente sus primeras notas.
Regresó
un par de veces a la casa abandonada del monte en el lado sur, pero no había
nadie allí, como ya se imaginaba. El muchacho misterioso que la había iniciado
en los secretos de la música y de la vida nunca regresaría; Emer lo asumió
tranquilamente, tal y como asumía los otros mecanismos inevitables de la vida
del valle. Siguió saliendo a pasear por los montes, pero sus padres vieron con
alivio que sus lecciones de piano la absorbían de tal modo que sus escapadas
pasaron a ser esporádicas; a veces, incluso, se estaba quieta el tiempo
suficiente como para meter el peine entre sus greñas pelirrojas y recogerlas en
un peinado adecuado a su edad. Cuando se sentaba al piano, para Emer el resto
del mundo se apagaba, y en cada nota conquistada latían la luz, la lluvia, la
hierba y la vida del valle que amaba.
Emer
pasó sentada en la banqueta del piano toda aquella estación seca y las lluvias
del año siguiente; el monzón vino, se fue y volvió, Emer cumplió dieciséis años
y luego diecisiete, sentada sobre el teclado, repitiendo, corrigiendo,
memorizando, componiendo a escondidas. Al comenzar la estación seca de sus
diecisiete años, en cuanto el río crecido se retiró a su dentado lecho de
plata, Emer volvió a salir de su casa. Ni sus padres ni su maestra la vieron, y
asumieron que sería otro de sus paseos, una extravagancia que probablemente
nunca se le iría del todo. Los habitantes del valle sí que la vieron, vestida de
pantalón y chaleco de lana, con botas de viaje, un atadito de ropa a la espalda
y una escopeta cruzada sobre el hombro. Supieron, antes de que en la casa se
elevaran las voces de alarma y espanto, que la patroncita se había ido para no
volver.
Siento curiosidad. ¿Este lo estáis leyendo, o lo habéis pasado de largo por su longitud? Es muy difícil elegir por dónde cortar un relato unitario, y tal vez la entrada anterior era demasiado larga. Calma, sólo queda una tercera y última parte.
Yo no lo había visto T^T lo he leido del tirón. I LIKE IT. Me gusta ir al grano, tu sabeh xD en serio, me encanta la empanada esta.
ResponderEliminar¿"Empanada" es por Emer? XD, si te gusta esto, espera al final. Creo que estarás muy satisfecha con el rumbo de los acontecimientos ^^
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