domingo, 21 de abril de 2013

Balada de los glens (Parte II)

Parte I

Al comenzar la estación seca de sus quince años, Emer caminaba un día por la ladera norte de uno de los montes, camino a la casa abandonada, cuando escuchó un sonido que no había oído jamás. No era el canto de un pájaro, ni el susurro de las hojas, aunque a ratos sonaba similar. Venía en hilachas con el viento desde la cumbre de la loma, y la hizo pensar en el chapoteo del agua en un arroyo, si el agua estuviera hecha de cristal fino o de metal. “¿Qué?” Emer sacudió la cabeza. El sonido era indudablemente música, pero de un tipo nuevo y desconocido. No sonaba como los violines y las guitarras de los trabajadores del valle, ni como los pífanos de los pastores, y desde luego no asemejaba a las supuestamente alegres tonadillas que su madre aniquilaba en el clavicémbalo cuando había visitantes ilustres. Las notas, pronto descubrió Emer, no sonaban como el agua en un arroyo, si no que le recordaban al agua en un arroyo. De alguna manera, esa música, proviniera del instrumento que proviniese, retrataba el agua diáfana saltando sobre las piedras pulidas del lecho del río, jugando con la luz, como ella la había visto mil veces. Emer, tras un instante de vacilación, empezó a correr colina arriba, siguiendo aquel sonido mágico que había conseguido capturar el espíritu del río.
Al acercarse a la cumbre del monte, silenciosa y furtiva como un zorro, comprobó que, como sospechaba, la música provenía de los restos de la casa de piedra. Ahora había cambiado: las notas que sonaban como la risa de un arroyo seguían en el fondo, pero sobre ellas había brotado una nueva capa de armonías que evocaba una cortina de lluvia besando las hojas de los alisos. A Emer se le puso la carne de gallina mientras se acercaba a la casa, semioculta entre las ramas bajas de los espinos que la rodeaban, y se asomaba discretamente por lo que había sido la gran ventana frontal, en busca del origen de la música.
Había alguien dentro. En lo que había sido la única habitación de la casa, allí donde Emer había contado estrellas y buscado formas a las nubes tantas veces, había una persona sentada de espaldas a ella sobre una banqueta. Un muchacho. Emer tragó saliva, irracionalmente segura de que no lo había visto jamás en el valle. Las manos del desconocido estaban delante de él, moviéndose sobre el teclado de un instrumento que no había estado en esa casa jamás, y que sin embargo ahora hundía sus cuatro robustas patas entre las lajas del suelo, como si llevara siglos allí. Era un piano. Y las manos del muchacho desconocido bailaban sobre sus teclas, haciéndolas reír, gemir y cantar con varias voces diferentes que evocaban la esmeralda de los bosques, la plata del torrente y, sí, incluso el rubí y el oro de los atardeceres sin nubes: todo aquello que Emer conocía y amaba. La música era el valle.
Emer caminó con las rodillas trémulas a través del viejo hueco de la puerta, sin percibir nada más en el mundo que el sonido del piano y lo poco que podía ver de la misteriosa criatura que lo producía. El desconocido era alto, ahora lo veía, y su espalda estrecha y fibrosa vibraba y se contraía siguiendo las evoluciones de la música. De su cabeza, inclinada sobre el teclado, Emer sólo podía ver el cabello oscuro que caía en rectos mechones desiguales sobre su nuca y hombros, pero adivinó las formas angulosas del cráneo y la fuerza del cuello. El desconocido debía de tener cuatro o cinco años más que Emer; era ya un hombre. Sus manos, que ahora podía ver más de cerca, le parecieron preciosas: eran grandes y esbeltas, de huesos recios, y bajo la piel lechosa se adivinaba un sutil encaje de venas y tendones, como caminos que conectasen la música de las teclas con su corazón. Emer ya estaba tan cerca de él que podría haberle acariciado la nuca con el aliento, y la música, clara y cercana, le entraba por los oídos y la llenaba entera. Su corazón latía, desbocado; sus labios temblaban, su vientre se contraía y toda su piel ardía: la música la había tocado en lo más profundo, la sentía casi sólida, como un puente orgánico entre su cuerpo y el cuerpo del valle amado que evocaba. Emer se sentía palpitar de la cabeza a los pies con un ansia rabiosa de ir más allá, de cerrar los ojos, de abalanzarse, de correr y gritar y dejarse arrastrar, de olvidar su nombre y perder el conocimiento y precipitarse a ser una con el núcleo vivo del valle, que era la música. Sin pararse a pensar en lo que hacía, extendió la mano y la posó sobre el hombro del muchacho.
Las manos del desconocido se detuvieron lentamente y la música del valle fue apagándose. No, corrigió Emer, no se apagó; ahora que había descubierto cómo sonaba su voz, el valle seguía cantando en su propio idioma, a través del río, la lluvia y las hojas de los árboles. El desconocido se levantó de la banqueta, y se volvió hacia ella, muy despacio. Emer quiso retroceder, pero sus pies estaban clavados al suelo, apenas dejando un palmo de distancia entre ella y el otro. Los ojos del muchacho eran grandes y oscuros, con largas pestañas negras, y la miraban serenos, comprensivos, sabios. Quiso hablarle, explicarse, pero su cerebro se negó a enviar ninguna idea coherente a su boca, así que buscó refugio metiendo las manos en los bolsillos de su delantal, donde sus dedos encontraron un puñado de frambuesas recién cortadas. El joven del piano seguía mirándola; su camisa llevaba los primeros botones desabrochados, dejando al descubierto una parte de su pálido pecho, que subía y bajaba, como si estuviera agitado por algo. Sin saber qué más hacer, Emer atrapó una frambuesa con dedos temblorosos y se la ofreció a modo de obsequio conciliador. Lo normal hubiera sido ponerla en la palma de la mano para que él la tomara, pero, siguiendo un impulso inexplicable, la retuvo entre las yemas de los dedos y se la acercó a la boca, como habría hecho con un niño. El muchacho la miró intensamente unos eternos segundos más antes de inclinarse muy, muy lentamente y tomar la frambuesa entre sus labios. Al hacerlo, acarició los dedos de Emer con la boca, humedeciéndolos levemente, como por casualidad. Ella sintió que sus huesos se fundían; en sus oídos la música del valle se mezclaba con un zumbido aturdido, como si tuviera la audición tan sensibilizada como la piel. Sin poder resistir más el impulso de tocar a aquel hombre, Emer dejó que sus dedos resbalaran desde la barbilla hasta la parte de su torso que quedaba al descubierto, donde encontró la piel fresca y sedosa como la nata. Emer suspiró. El hombre la rodeó con sus brazos y la besó.
Emer se abandonó por completo al muchacho y a la música, que eran uno, e hizo el amor con el valle. Se perdió en el arroyo corcoveante de la boca que la besaba, bebió su aliento, jugó con su lengua, y dejó a sus manos libres para que explorasen el cuerpo de él, largo y firme, los músculos tensos bajo la piel como peces vivos, los mechones de vello que crecían en los rincones umbríos como el musgo en las rocas. Lo despojó de su ropa sin darse apenas cuenta, recorriéndolo con los dedos, con la boca, con todo su propio cuerpo: aferró con fuerza la curvatura de su espalda, se restregó contra la carne dura de su vientre, aspiró el perfume a leña que emanaba de su piel, lamió tiernamente el miembro rígido como la madera que se apretaba contra ella, fustigándola, acariciándola, mojándola con su rocío. Sin saber cómo, Emer se encontró desnuda, de pie sobre el suelo de piedra, con los riñones apoyados en el teclado del piano, tan lejos del pudor que padres y preceptores habían intentado instilarle que no acertó ni a sonrojarse. El joven se arrodilló ante ella, besándole lentamente los pechos hasta dejar los pezones relucientes como flores de madrugada. Descendió por su vientre, trazando con su boca húmeda una larga, muy larga y muy lenta línea recta que fue a fundirse con la grieta de su vulva, hinchada y resbaladiza, cuando la lengua de él se hundió en ella y acarició un lugar que la hizo sollozar de placer. Fue siguiendo ese eje longitudinal que el cuerpo de Emer se partió en dos cuando el orgasmo la golpeó, echada sobre la espalda y hundiendo las uñas en la columna de su amante, y de su cuerpo roto surgió un estallido de pájaros y lluvia y viento, y las montañas engulleron sus gritos y los devolvieron en forma de música, y Emer y el valle fueron uno.

Los señores del glen no dieron crédito cuando su hija reapareció de su excursión aquella noche, embarrada y radiante, y anunció que deseaba aprender a tocar el piano. ¿Qué milagro, se preguntaron, qué prodigio de la naturaleza había hecho que de repente su hija, hasta entonces suspendida en un limbo de inmadurez, sintiera interés por un pasatiempo de señorita decente? Emer contempló impávida las evoluciones de sus anonadados padres, y volvió a expresar sus intenciones con la voz clara y una voluntad nueva ardiendo en los ojos. Los señores, una vez repuestos de su asombro, decidieron no dejar tiempo a su hija para cambiar de opinión y al amanecer siguiente despacharon a uno de sus criados con correo urgente al pueblo más cercano. Un par de semanas más tarde se presentó en la mansión de la montaña una profesora de expresión adusta, alta y fibrosa, con la blusa estrechamente abotonada. Se instaló con Emer frente a un piano rescatado del sótano y reparado para tal fin, y la casa se llenó con los vacilantes intentos de la muchacha por crear música. Recibía dos horas de clases regulares al día, pero una vez la maestra se había retirado a la hospedería donde se alojaba, valle abajo, Emer continuaba empeñada ante el teclado, una y otra vez, sin que nadie se lo pidiera, apretándose la lengua entre los dientes mientras perseguía las notas y desentrañaba las partituras. En secreto, aparte de sus ejercicios de solfeo y armonía, juntaba torpemente sus primeras notas.
Regresó un par de veces a la casa abandonada del monte en el lado sur, pero no había nadie allí, como ya se imaginaba. El muchacho misterioso que la había iniciado en los secretos de la música y de la vida nunca regresaría; Emer lo asumió tranquilamente, tal y como asumía los otros mecanismos inevitables de la vida del valle. Siguió saliendo a pasear por los montes, pero sus padres vieron con alivio que sus lecciones de piano la absorbían de tal modo que sus escapadas pasaron a ser esporádicas; a veces, incluso, se estaba quieta el tiempo suficiente como para meter el peine entre sus greñas pelirrojas y recogerlas en un peinado adecuado a su edad. Cuando se sentaba al piano, para Emer el resto del mundo se apagaba, y en cada nota conquistada latían la luz, la lluvia, la hierba y la vida del valle que amaba.
Emer pasó sentada en la banqueta del piano toda aquella estación seca y las lluvias del año siguiente; el monzón vino, se fue y volvió, Emer cumplió dieciséis años y luego diecisiete, sentada sobre el teclado, repitiendo, corrigiendo, memorizando, componiendo a escondidas. Al comenzar la estación seca de sus diecisiete años, en cuanto el río crecido se retiró a su dentado lecho de plata, Emer volvió a salir de su casa. Ni sus padres ni su maestra la vieron, y asumieron que sería otro de sus paseos, una extravagancia que probablemente nunca se le iría del todo. Los habitantes del valle sí que la vieron, vestida de pantalón y chaleco de lana, con botas de viaje, un atadito de ropa a la espalda y una escopeta cruzada sobre el hombro. Supieron, antes de que en la casa se elevaran las voces de alarma y espanto, que la patroncita se había ido para no volver.


Siento curiosidad. ¿Este lo estáis leyendo, o lo habéis pasado de largo por su longitud? Es muy difícil elegir por dónde cortar un relato unitario, y tal vez la entrada anterior era demasiado larga. Calma, sólo queda una tercera y última parte.

domingo, 14 de abril de 2013

Corola


Mi sexo
no es una herida.
No.
Mi vulva no es un tajo sangrante
ni una llaga que supura;
yo no estoy herida,
no estoy dañada,
nadie me ha cortado en dos.
Sangraré cada mes
y florecerán los lirios rojos
entre mis piernas
pero mi sangre no es una condena al dolor,
no estoy rota,
no estoy maldita.
Mi sexo no es una herida.
Mi sexo es una flor.
Y en él se abre,
húmeda de rocío,
la vida
como un cáliz de placeres
y no un vaso de sagrado sufrimiento.
Vivo
cuando el sexo mío vibra,
cuando sangra
y también cuando no;
mi sexo es una corola encendida
donde masculinas abejas
liban las lluvias de un deseo
extenso y constante
que se burla de los estadios de la luna
y no responde más que a sí mismo.
Mi sexo está vivo,
mi vulva respira y ríe,
mi coño es una rosa
orientada al sol,
entera, sana, orgullosa.
Mi sexo es un beso vertical,
mi sexo es un abrazo
bermejo e infinito como el horizonte;
mi sexo no es la vaina
de una espada sanguinolenta
si no una mano abierta
tendida a la eternidad del cosmos.
Mi sexo no es una herida.
Mi sexo es una flor.

Recordad que los comentarios son grandemente apreciados. Os quiero. Queredme (sonrisa maníaca).

sábado, 6 de abril de 2013

Lady in the tower

¿Y si la dama de Shalott no hubiera muerto por amor a un hombre?

¿Y si sir Lancelot, tan hermoso él a lomos de su caballo, lejos, tan lejos de la dama encerrada (acallada, hechizada y sin nombre) fuera realmente lo que ella siempre deseó, no como amante, si no como ser humano? ¿Y si él fuera aquello que ella ansiaba y no podía tener?

La libertad. La vida vicaria. Oh, cuántas veces la dama lo sacrificó todo por amor al valeroso doncel, quizá amando más la idea de esa vida libre y rica que el hombre que la vivía.

Tal vez, sólo tal vez, la dama de Shalott se echó en brazos de una muerte injusta sólo para sentir una única vez el viento en la cara, el sol en los ojos, ver el mundo en el esplendor del crepúsculo antes de dormir para siempre. Tal vez Lancelot sólo fue una excusa. Tal vez.

Tal vez.