Emer
tenía quince años y un natural mucho más curioso de lo que a sus padres les
hubiera gustado. Emer había crecido siendo una niña silenciosa y ausente que
metía la mano en todas partes y tendía a hacer exactamente lo contrario de lo
que se le ordenaba. Solía perderse durante horas, con su vestido de percal
blanco y una sonrisa boba colgando de la cara, como un copo de diente de león
abandonado a los vientos, y ni los castigos ni las amenazas habían conseguido
disuadirla de su empeño en desaparecer.
A
diferencia de lo que la sabiduría popular sostenía, las sangres de la pubertad
no le habían curado la manía de pasearse sola por los valles, con los pies
descalzos y las piernas llenas de arañazos; al contrario, habían exacerbado su
tendencia a la contemplación y las rarezas. Ante la desesperación de sus
padres, a los quince años Emer continuaba mirando el mundo con los ojos grandes
y perplejos de una recién nacida, aparentemente indiferente a su edad de
merecer y al abombamiento fértil de su propio cuerpo.
Por
lo que respectaba a Emer, todas aquellas consideraciones acerca del correcto
comportamiento de una señorita decente, la necesidad de atraer pretendientes o
incluso los temores a media voz de su familia a que “la niña no fuera normal”
le llegaban como vagos ecos de un asunto adulto sumamente aburrido tras la
puerta cerrada de un despacho. Si se le hubiera preguntado (y Emer hubiese
tenido a bien contestar, cosa que no ocurría siempre), probablemente apenas
recordara nada de los larguísimos sermones, las lecciones de urbanidad, los
pescozones y los tirones de oreja que sus progenitores e institutriz consideraban
oportuno dispensarle con regularidad. Su mente, como se lamentaban los
extenuados padres, parecía estar siempre en alguna otra parte, lejos, muy lejos
de la casa familiar y del extenso parque que la rodeaba. Y si se le hubiera
preguntado a Emer (y Emer hubiese tenido a bien contestar), habría sabido decir
con toda seguridad dónde se encontraba aquella consciencia huidiza: afuera.
La
casa señorial en la que había nacido Emer se erguía en el sotavento de una alta
colina que dominaba un verde y airoso valle fluvial. El río discurría entre los
pies de los montes, una cinta de plata quebrada entre sus abruptas riberas
durante la estación seca, y un formidable brazo de agua parda y turbulenta
durante los monzones. Todos los cerros del valle (menos aquel donde se alzaba
la casa, debidamente desbrozado un siglo atrás) estaban cubiertos de hierbas
altas, sotobosque y parches arbolados donde cantaban, corrían y susurraban
múltiples formas de vida secreta; durante las lluvias estacionales, los
conjuntos de castaños, fresnos y robles se convertían en grutas goteantes y
perfumadas que parecían alentar, expectantes. A veces, al amanecer, los ciervos
bajaban al valle para beber en el río; otras, la sombra de un halcón cruzaba el
suelo como un puñal de penumbra. Con los primeros calores, las plantas
florecían y hervían de vida, y las bayas rojas y dulces de los arbustos
maduraban bajo un sol esquivo. Era en aquel mundo de bosque y lluvia donde Emer
verdaderamente vivía.
Había
crecido recorriendo palmo a palmo los senderos de pastor que cruzaban los
montes y explorando cada rincón del valle como una extensión natural de los
jardines de su casa, a pesar de las histéricas advertencias paternales sobre
fieras rabiosas y hombres con difusas malas intenciones. Conocía los lugares
donde el agua para beber brotaba como una lámina de cristal sobre la roca, y
las raíces umbrías donde crecían setas traslúcidas; podía reconocer las
carreras de una ardilla entre el ramaje y distinguirlas de las pisadas de
tejones y salamandras. Sabía en qué sitios anidaban los distintos pájaros por
su canto, y dónde excavaban su madriguera los conejos; había memorizado, sin
saber sus nombres, en qué momento del año abría cada flor. Charlaba desde
pequeña con los pastores que conducían a las vacas y cabras por el monte, así
había aprendido cuáles de las humildes cabañas que salpicaban las laderas
albergaban a una familia de arrendatarios y cuáles eran meros refugios para la
lluvia que ella podía usar cuando quisiera. Entre los edificios de esta última
clase, el favorito de Emer eran los restos abandonados de lo que había sido una
casa de piedra, semioculta por un macizo de espinos blancos, descubierta con
indecible deleite hacía años casi en la cumbre de uno de los cerros al sur del
valle. Su techo de pizarra a medio derrumbar ofrecía un refugio perfecto para
contemplar la lluvia sin dejarse empapar por ella, y al mismo tiempo actuaba de
espléndido mirador para enmarcar las nubes que pasaban o los guiños de las
estrellas. Emer había pasado innumerables tardes de tormenta y mañanas
despejadas tumbada sobre las lajas del suelo, invadidas por la hierba,
respirando el aroma de la tierra mojada y escuchando en silencio el eco sordo
del latir del valle.
Para
Emer, hija única de padres distantes en una casa inmensa y vacía, aquel glen
era su hogar, su patio de juegos, su mejor amigo. Amaba al valle con la
seguridad absoluta que sienten los niños hacia quien los protege. Con los años
había desarrollado todas las sutilezas y arterías posibles para dar esquinazo a
ayas, institutrices y capataces empeñados en alejarla de ese único lugar donde
se sentía querida. En aquellos montes se había caído, arañado, cortado y
torcido todo lo posible; la habían picado insectos, mordido culebras, se había
roto un brazo y una vez estuvo a punto de despacharse de una septicemia por el
mordisco de un tejón. Nada de eso la disuadió de seguir escapándose para volver
a los bosques del valle. La mansión de su familia era un claustro helado y
oscuro; su verdadera casa estaba afuera.
Emer
tenía quince años al finalizar aquellos monzones, y sus desconsolados padres
temían que tal vez fuera un caso perdido. Lo cierto era que empezaban a
preferir excusar a su hija con una indisposición ante las visitas antes que
tener que enzarzarse en la batalla agotadora que suponía bañarla, vestirla y
peinarla adecuadamente para presentarla en sociedad, por no hablar del temor
constante de que, una vez presentada, Emer se las arreglara para camuflarse con
el papel de pared y escabullirse una vez más de la casa pateando los zapatos.
La niña estaba salvaje, se lamentaban los señores del valle, viendo destrozados
sus nervios y sus sueños de trascendencia. Tal vez, aunque no se atrevían a
decirlo en voz alta, Emer fuera una de esas criaturas defectuosas, condenadas
por la naturaleza a una vida de improductividad y pasmo, y a ellos dos no les
quedara más que resignarse a dejar morir su nombre y entregar su hacienda a una
rama secundaria de la familia. Algún pecado habrían cometido, se decían
desolados, para ser castigados con una hija de aspecto e inteligencia
conejiles.
Desconocían,
pues nunca la habían visto, a la criatura completamente distinta que era Emer
cuando vagaba sola por el valle. Entonces, con el corazón tranquilo de saberse
lejos de las paredes oprimentes de la casa y de las zarpas que querían
retenerla dentro, su mirada brillante se desplegaba como las alas de un ave
sobre la tenue sonrisa de sus labios, y lo que en los salones de sus padres se
veía estúpido aparecía como un espejo que devolvía reflejada toda la belleza a
su alcance. Con los pulmones esponjados por el aire limpio y húmedo de los
bosques, y los pies hundidos hasta el tobillo en humus y barro, la torpeza
desgarbada de Emer se convertía en una ágil concentración, y la expresión
pasmada de sus ojos pasaba a ser intensa y curiosa. Era allí a donde
pertenecía, a los árboles añosos, las cascadas secretas y los animales
furtivos, a las hogueras de los pastores y a los cuentos campesinos, y a la
casa abandonada que siempre la recibía con los brazos abiertos de una verdadera
familia. La única cosa que Emer tenía por segura en el mundo era la belleza
amorosa de aquel glen, que vivía en sus entrañas y sin embargo se revelaba
nueva cada día. Las gotas plateadas de lluvia resbalando sobre el tapiz
orgánico del suelo sin apenas tocarlo, las delicadas nervaduras de las hojas de
los robles, el aroma delicioso de la materia viva, los atardeceres despejados
cayendo sobre el final del valle como un río desbordado de sangre y oro: aquel
valle tenía un poder que Emer no podía explicar, una fuerza que se le metía
debajo de la piel haciendo que le pesara el corazón y que a veces le picaran
los ojos. Allí, libre de cinchas y de obligaciones, en el único lugar donde era
feliz, Emer sentía su cuerpo y su alma crecer y dilatarse. Era muy consciente
del viento desordenando su pelo, del olor del bosque bajándole por la nariz y
llenándole la boca, del latido constante de su corazón que hacía vibrar la
fruta verde de sus pechos. La niña atrofiada que sus padres creían detenida en un
estado permanente de idiotez despertaba en el valle, alerta y palpitante,
mirándolo todo con ojos relucientes de inteligencia, y se llevaba las manos al
vientre y a los muslos, sorprendida de aquella urgencia febril que había nacido
en ella y que parecía temblar, como un eco, bajo la propia piel del valle.
A
veces Emer se preguntaba si estaría enamorada de él. Apenas prestaba atención a
las clases de literatura que le impartía su institutriz (las recordaba en su
mayor parte como un montón inconexo de palabras floridas), pero retenía el
concepto del amor, que parecía ser el motivo principal de los poetas para
ejercer, de preferencia usando abundantemente términos como “belleza”,
“corazón” y “ardiente”. Había inferido que el amor era una inclinación violenta
hacia una persona, un deseo incontenible que no conocía límites ni barreras
para ser saciado, un gozo inenarrable en compañía del otro, del que sin embargo
sólo se hablaba amargamente cuando ya se había perdido. Lo más cercano a esos
delirios que Emer conocía era esa sensación abstracta e intensa que el valle
despertaba en ella, y el deseo incontestable de volver una y otra vez a sus
brazos; pero en su corazón no había lugar para el horrible quebranto de la
pérdida de que hablaban los autores. El valle sólo significaba regocijo para
ella, y a pesar de todo alguna vez deseó ser poeta ella también, para conocer
la manera de expresar con palabras cómo aquel paisaje verde y húmedo le robaba
el aliento, sin parecer estúpida en el proceso, pero descartó la idea
rápidamente. Las palabras eran meros conjuntos de letras, normalmente pequeños,
en los que era imposible que cupiera un valle completo con todas sus maravillas
(máxime cuando quien las utilizaba no sabía escribir correctamente la mayoría
de ellas, como era el caso de Emer).
No, jamás se podría escribir un poema
sobre el valle, Emer estaba segura. Prefería en todo caso las leyendas orales
que contaban los habitantes de la zona en sus humildes fiestas y en los corros
de pastores donde rodaban las botellas de whiskey: historias protagonizadas por
ingenuos pastorcillos, animales parlantes y esquivas criaturas feéricas;
historias del valle, que transcurrían en el valle, sobre príncipes convertidos
en ciervos y pícaros espíritus vegetales que adoptaban forma masculina para
seducir a las incautas. Emer había preguntado varias veces a las matronas
locales qué demonios era eso de seducir, pero ellas se limitaban a reír a
carcajadas hasta que sus grandes pechos se balanceaban al unísono, confirmando
la creencia de Emer de que los adultos no eran tan inteligentes como querían
hacerle creer. La única cosa que entristecía a aquella criatura que sus padres
creían demasiado simple para un sentimiento delicado como el pesar, era que
ninguna de esas canciones y leyendas populares daban una idea de cuán hermoso y
digno de amor era ese valle, con sus montañas verdes, su río plateado y su
cortina de lluvias. Si había alguna manera de expresar tal cosa, pensaba Emer,
desde luego no pasaba por las palabras.
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