domingo, 28 de octubre de 2012

...et anima radians


Cuerpo exhausto,
alma radiante;
mis miembros no pesan,
soy leve, soy aire.
Una vez, dos veces,
golpea y no descanses;
tres y cuatro veces,
no te detengas, adelante.
Corre hasta el fondo de tu pecho,
corre hasta que el corazón estalle,
corre hasta que muera el tiempo
y a tu miedo le falte el aire.
Que el mundo abrace la ira
que surca los caminos de tu sangre.
Palma, dorso, palma: eres fuego.
Puño, canto, codo: eres aire.
Brazo, rodilla, brazo: eres agua.
Sudor y silencio: no eres nadie.
Y nada puede borrar
lo que tu cuerpo ya sabe,
lo que tu carne ha aprendido
no pueden arrebatarte;
cuando tus puños vuelen
y tu consciencia descanse
y ya no pienses más en ti,
¡corre hasta que el cuerpo aguante!
Que tu frente no descienda,
que tus brazos nunca bajen,
que no tiemblen tus rodillas,
que tu fuerza no desmaye;
tu alma será libre
cuando tus nudillos sangren
y olvides el cuidado
de las penas que no valen;
hasta que el ego desaparezca,
hasta que el dolor se apague.
Y seas fluida como el fuego
y liviana como el aire...
Cuerpo exhausto,
alma radiante.

Música: EdenEcho (Kamelot)

martes, 16 de octubre de 2012

Un cierto sabor a maldad


El mes pasado vi al Demonio. Quedamos para tomar el té. Levantó la tetera al rojo con las manos desnudas y sirvió en mi taza un Pu Ehr ardiente y rojizo como el infierno.
-El té me recuerda al hogar –dijo sonriente, y yo estuve de acuerdo, aunque probablemente por razones diferentes-. ¿Sangre, querida? –inquirió, levantando un elegante jarrito para la leche. Dije que sí, por supuesto.
Durante toda la velada estuvo mirándome con esa sonrisa pícara por encima del borde de su taza. Su rostro era hermoso y cruel como la primera luz del alba, y estaba teñido por el sabor terroso y metálico del té que me había servido.
En un momento dado le sonreí, y mis dientes deben de haber estado rojos por la sangre, porque sus ojos chispearon, risueños.
-¿No estás asustada, querida?
-No, para nada.
-¿A pesar de que sabes quién soy?
-Justamente por eso –expliqué-. Tú no eres humano. Los humanos dan miedo porque son imprevisibles. Igual te quieren que te traicionan.
-¿Te incluyes?
-Me incluyo –proseguí-. Tú, por el contrario, eres lo que eres. Nadie osaría escandalizarse de que le sirvieras sangre en el té, o de que le mordieras una arteria, o qué sé yo. Eso es lo bueno de ti. Saberlo me tranquiliza.
-Entonces, no me temes.
-No. Te acepto como eres. Eres un cabrón sádico, pero me gustas así.
-Pero qué postura tan interesante. ¿Cómo le llamáis los mortales a eso?
-Amor, supongo.
-Oh. Desde luego, los mortales sois muy curiosos –dijo, y sonrió serpentino.
Cuando se acabó el té, me tiró sobre la mesita y rodamos entre los cupcakes, jadeando y gritando y haciendo cosas tan innombrables como deliciosas. Sus besos sabían a té, a sangre y a algo más; gratitud tal vez, incluso cariño. Me dormí sobre el mantel, cubierta de sangre y glaseado de limón, ahíta de placer y azúcar.
Ahora, cada vez que huelo a Pu Ehr, mi sexo se hincha y humedece, excitado por los recuerdos. Cuando noto el sabor de la sangre, sin embargo, se me hace un nudo en la garganta y son los ojos los que se me humedecen, con lágrimas de una emoción más inconfesable que cualquiera de las perversiones a las que hayamos podido jugar. A veces me muerdo la lengua a propósito, y cuando la sangre fluye, metálica, mi corazón se acelera.
Creo que estoy enamorada.