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Era la chica más guapa que nadie había visto por ese pueblo nunca. La mujer más hermosa que habían visto, eso era. No sólo tenía rasgos armoniosos, si no que en cada rincón de su ser, en el color de sus ojos, en la forma deliciosa de sus labios, en las curvas de su cuerpo perfecto, en sus andares, se escondía el secreto de aquello que los mortales llamaban belleza. Decenas de ojos la seguían por la calle cuando paseaba y sus admiradores paladeaban su nombre como si de una golosina se tratase. Ya había rechazado a unos cuantos. Todos creían que era la típica belleza frívola y cruel, empeñada en romper los corazones de los hombres. Pero nadie se había molestado en hablar con ella.
Por las noches, cuando el pueblo dormía, la mujer hermosa se enfundaba los guantes y el delantal de cuero, y trabajaba el metal con ahínco. Batía con el martillo las piezas incandescentes una a una, las enfriaba, las moldeaba, las acoplaba unas a otras. No fabricaba joyas con que adornarse: su casa estaba llena de objetos fantásticos, algunos delicados, otros grotescos, creados por ella. Nunca era tan feliz como cuando golpeaba una y otra vez contra el yunque, empapada de sudor y manchada de hollín, el brazo tenso, los dientes apretados. Sentía el gozo de crear la belleza como un regalo de los dioses. Y se preguntaba por qué, a cambio, la habían castigado con un cuerpo tan bonito.
Porque nadie sabía nada de ella. Incluso aquellos jóvenes que deliraban de amor bajo su ventana y que lloraban amargamente su rechazo, llamándola ninfa, furia, arpía, sabían de sus anhelos, de sus ideas, de qué la hacía feliz. Ni siquiera conocían la existencia de su ejército de maravillas y espantos de acero, con los que ella jugaba por las noches, ebria de soledad. Nadie veía más allá de su cara preciosa y de su refulgente carne. Para ellos era sólo una mujer hermosa, nada más les parecía importante de ella. Y la chica más guapa que nadie había visto lloraba a pulmón partido cuando le daban la espalda, odiando su maldita suerte, la criatura más sola del mundo.
Un día, uno de sus pretendientes, herido en el orgullo al ser rechazado por enésima vez, le espetó a la cara lo que nadie se había atrevido a decirle. “Demasiado guapa”, masculló lleno de rencor. “Lo tienes todo y crees que te mereces algo mejor que alguien vulgar como yo”. Y algo dentro de ella se quebró. Con un aullido de ira, les escupió en las mejillas y lo apartó de un empujón con una fuerza que el muchacho no se esperaba de una chica tan bonita. Entró en su casa al galope y echó el cerrojo, los ojos llorando de cólera. Cruzó los pasillos repartiendo patadas a diestro y siniestro, desbaratando la perfecta armonía de sus amigos metálicos, dispuesta a acabar con todo de una vez. Entró en el taller y sin calzarse los guantes ni el delantal encendió la fragua y colocó la pieza en la que había estado trabajando la noche anterior. A cada martillazo, chispas y ardientes esquirlas salpicaban su delicada piel, marcándola para siempre y provocándole un exquisito dolor, pero no se detuvo; en su rostro bañando en sudor se veía una salvaje expresión de triunfo. Cuando consideró que la pieza estaba lista, la dejó enfriar en un barril con agua y echó mano de unas tijeras con mango de marfil que estaban al rojo vivo en la fragua.
En el tocador se asomó al espejo y miró su cara. Aun bañada de sudor y enmarcada por una melena de loca, seguía siendo preciosa. La mujer más bella del mundo. Escupió a su propio reflejo, odiándolo como jamás había odiado ser vivo. Y después, sin mediar gesto, se metió las tijeras abiertas en la boca y se rajó la mejilla hasta el pómulo. Gritó, y acto seguido aplicó el metal aún ardiendo sobre su ojo y pómulo derechos, dejando un alargado valle de carne chamuscada. Tardó algo más de lo esperado, y al separar las tijeras algunos fragmentos de carne adherida al metal al rojo se desprendieron, dejando caer un reguero de sangre sobre su regazo. El párpado quedó entero, pero irreversiblemente apergaminado, como la piel de un pescado al palo. La ex mujer más hermosa del mundo sonrió al espejo con su nueva sonrisa, enseñando los dientes tintos en sangre. Se levantó trastabillando y volvió al taller. En el barril aún estaba la piececilla que acababa de terminar, ya fría; la cogió amorosamente y la llevó al banco de trabajo, donde la ensambló con cuidado en el artefacto al que estaba destinada. Una mano izquierda mecánica, exquisitamente planeada sobre un sistema de muelles y bielas, lista para moverse, como el primer ser de barro esperando a que un dios lo tocara para infundirle vida. Puso su mano verdadera junto al ingenio mecánico. Estaba segura de que funcionaría, ya la había probado. Sólo necesitaría hacer las ligaduras necesarias, y sabía hacerlas.
Del cesto de las herramientas grandes cogió el hacha más pesada y se dirigió al yunque. Cualquiera que, impotente, la hubiese contemplado entonces, habría visto un monstruo pavoroso, embadurnado de hollín, sudor, babas y sangre, surgiendo de entre las llamas del infierno con un arma de espanto en ristre y mostrando su hórrida dentadura. Habría asegurado, traumatizado para siempre, que el brillo en sus ojos era maldad pura.
Pero eran lágrimas de felicidad. Cayeron sobre su muñeca izquierda antes de que bajara el hacha.
El pueblo en pleno tardó toda una generación en sobreponerse a la desgracia. ¿Por qué, se preguntaban, los dioses habrían dado vida a una criatura tan perfecta para luego arrebatarle todos sus dones? Pobre, pobrecita niña tan linda, qué había pasado, qué le habían hecho… nadie se atrevió a preguntárselo. Pronto descubrieron que en realidad pocos hablaban con ella, aparte de las frases de cortesía o los halagos apasionados de sus enamorados. Si alguien sintió vergüenza al darse cuenta, no lo demostró. Y la vida en el pueblo, a pesar del horror colectivo, siguió.
Desde entonces, los recién llegados siempre se detenían a observar disimuladamente a la mujer de la cara desfigurada que empujaba su carrito, lleno de juguetes y artículos de metal, dando vueltas por el pueblo y sus alrededores. A pesar del temor de los niños y de la repugnancia encubierta de los adultos, siempre acababa acercándosele alguien a comprar una cuchara, una sierra, o tal vez una flor modelada delicadamente en hojalata, y en seguida surgía la conversación. Y el visitante descubría su voz profunda y cálida, su sonrisa torcida, su sentido del humor, con una broma siempre a flor de labios. A veces, para divertir a un niño reacio, modelaba en el momento algún animalito con alambre, moviendo diestramente sus dos manos, la orgánica y la mecánica. La mujer monstruosa se ganaba en seguida a cualquiera. Al alejarse, los recién llegados se encontraban con los murmullos de la gente del pueblo y las antiguas fotos. “Era más guapa, guapísima, pobrecita…” Y los visitantes convenían en que era una lástima. Sin embargo, nuevamente nadie le preguntaba su opinión.
Porque la muchacha mutilada, cuando andaba los caminos con su cargamento de ingenios, el pelo acariciado por el viento, y regalaba parte de su creación a quienes la necesitaban, era más feliz de lo que pensó que jamás sería. Había nacido para dar belleza al mundo y por fin se le permitía hacerlo. Nunca se había sentido tan hermosa.