jueves, 27 de diciembre de 2012

Péndulo



“Yo soy la que siempre regresa. La inercia inevitable.”

Ella camina mientras el mundo hace tiempo que se transformó en un erial pedregoso, barrido por los vientos y castigado por el sol. El aire silba entre los flecos de la kufiyya con que se protege la nariz y la boca de la arena que vuela y corta; su única compañía es el chasquido seco de sus pasos.

La carretera es larga, larga y negra, se tiende como una cicatriz sobre la tierra quemada, y la meta es un eco en la memoria. La Última Ciudad. Una cúpula refulgente de blanco y azul contra el cielo pelado de la noche postapocalíptica. Un lugar donde siempre es de día. Un lugar del que todos hablan. Un paraíso que no admite visitantes.

“Yo soy quien reparte justicia por igual. Lado y lado, ambos recibirán. Quienes ahora están arriba, bajarán. Así es.”

Atrás quedaron, expuestas al silbo afilado de las arenas, las tumbas de seres queridos que no soportaron el fuego que bajó del cielo y el hambre que se expandió después. Sobre la tierra agostada, ella sigue caminando, con la vista fija en su objetivo. La Última Ciudad. No admite foráneos, pero los tendrá. Justicia, ambos lados por igual.

Sus oídos están cerrados a los rumores de esperanza que hablan de tierras intocadas más al sur, o al este, o donde sea. Lugares no lamidos por la Bomba y el sol, donde aún crecen frutas y pacen animales. No es ese su lugar, exista o no. Sus pasos la llevan siempre en recto, la garganta cerrada al hambre y la sed, la espalda y los pies indiferentes al cansancio. Tiene que llegar. En su bolsillo derecho, entre la semiautomática con cacha de marfil y la mano siempre presta a empuñarla, baila con sus pasos una Mano de Fátima.

“Yo soy la lluvia sobre la tierra que ardió. Yo soy la noche que viene después del día.”

Toda acción tiene una reacción; es una ley básica de la mecánica de un mundo que ha volado por los aires, pero ella no la olvida. Tiene que recordar. Tiene que haber justicia. Así que camina, camina, camina, una nueve milímetros sin retroceso sobre cada muslo y un rifle de caza cruzado a la espalda, los labios en silencio, pegados por la sequedad del desierto.

El horizonte se prolonga, pero no puede durar para siempre. Ella sabe adónde va. La Última Ciudad. Responsabilidad. Llegará.

“Sin compensación no hay perdón. Yo soy el intercambio equivalente. La justicia que viene.”

 Y tarde o temprano el hemisferio azul y plateado se recorta contra la noche irritada por el fuego, y ella sabe que por cada cosa que se tomó, una habrá de ser dada. La libertad viene con responsabilidad; las decisiones han de rendir cuentas tarde o temprano. Así será.

La Última Ciudad hiere la noche con su brillo equívoco. Una lágrima de opulencia sobre el rostro quemado de la tierra famélica. Un paraíso que no admite foráneos, pero los tendrá. Hay una dualidad inevitable que se ha de cumplir. Hay una manera de entrar esperándola, sea como sea, y casi puede oír las balas resonando y los pasos corriendo. Qué lucha la espera dentro, sólo puede especular. Pero habrá justicia. La habrá.

“Yo soy la inercia que siempre regresa. Yo soy la justicia que es igual para ambos. Yo soy el intercambio equivalente. Yo soy el Péndulo.”

Música: Witchcraft (Pendulum)

jueves, 20 de diciembre de 2012

De misteriosos allanadores de morada

Vale, tarde o temprano iba a tener que escribir esto. Sé que me la estoy buscando, pero no ha nacido en este mundo ser humano capaz de callarme. Ni siquiera yo.

Contarle a tus hijos que van a venir los Reyes Magos ES MENTIR.

He ahí.

Llevo sin ser partidaria de contarles estas cosas a los niños desde que, con ocho años, me enteré de que eran mis padres los que me dejaban los regalos, y no Papá Noel (en Perú es Papá Noel, no los Reyes. Salvo en las zonas rurales, donde es el niño Jesús). Para mí no fue ningún trauma; no lloré ni me pasé días devastada ante el final de un sueño. A decir verdad, me sentí bastante contenta. Mayor. Madura. Y un poco tonta por habérmelo tragado hasta ese momento, también. Pero lo que más recuerdo es una sensación tremenda de satisfacción por haber salido del engaño; de hecho me reí de contento en la cara de mi compungida madre, que parecía más disgustada por tener que contármelo que yo.

No termino de entender ese ansia que tienen las familias occidentales por continuar con la farsa todos los años (porque es una farsa, no nos engañemos. Farsa bonita, pero farsa es). La gente habla de la ilusión (por los clavos de Cristo que repiten hasta la saciedad esa palabra), de la magia, de la inocencia. Creo que ese es el concepto clave aquí, aunque más que de inocencia deberíamos hablar de ingenuidad. Los niños son nuevos en este mundo; aún no han visto del todo cómo es, y creen que sus padres son omniscientes, omnipotentes e increíblemente buenos. Si tu padre te dice que tres jinetes de camello entran por la noche en tu casa violando toda su seguridad, se comen tu turrón y te dejan regalos, le crees. Si tu padre te dice que es el dueño absoluto de la Coca Cola y que siempre que quieras tomarte una tendrás que pedirle permiso, TE LO CREES. Los niños confían ciegamente en sus padres. Para mí, contarles toda la historia de los dadores de regalos navideños, sean quienes sean, es abusar de esa confianza.

Creo que todo el montaje de los Reyes Magos responde, al menos en cierta medida, al deseo de los adultos por volver a ser niños, por volver a sentir, a través de sus hijos, la "magia" de estas fechas. Eh, es una reacción normal, creo que a muchos de nosotros nos encanta hacerle algún regalo especial a alguien, seguros de que le encantará, deseosos de ver su cara. Incluso organizar una fiesta sorpresa para alguien. La diferencia es que los regalos y las fiestas son lo que son. No resulta que pasan los años y que en realidad todo fue un timo, que no hubo tal regalo ni tal fiesta, si tal cosa fuera posible. Con los Reyes sí que pasa que, pasado un tiempo, resulta que eran mentira, que nunca estuvieron allí. Entiendo que la fascinación y la ilusión, sobre todo las infantiles, son extraordinariamente agradables, y que a veces deseamos producirlas para sentir la inmensa satisfacción de recibirlas, aunque sea de manera indirecta. Sin embargo, no creo que sea motivo suficiente para montar todo este tinglado.

Otra cosa que me produce reparos, en este caso morales, es la naturaleza de la mentira en sí. Porque, repito, es mentir. Es engañar. Los que me conocen saben que una de las fallas que más me cuesta perdonar de todas las que puede cometer un ser humano es faltar a la verdad. No creo que existan las mentiras buenas; las famosas "mentiras piadosas", sí, se dicen movidas por la piedad (o el miedo), pero eso sólo las hace más comprensibles, no menos mentira.Y no comprendo con qué autoridad moral los padres repiten una y otra vez a sus hijos que mentir está mal y que siempre hay que decir la verdad, aunque ello te gane un castigo, cuando todas las navidades afirman sin ningún pudor cosas que saben que no son ciertas y que sus hijos creen a pies juntillas; cosas que a posteriori se revelarán como mentiras y probablemente hagan a los niños pasar un mal rato. Me asombra, además, la capacidad de estas personas para escurrirse la responsabilidad de lo que hacen. Si los niños lloran y sufren cuando se enteran, en ningún momento los padres se culpan a sí mismos por haberles mentido, ni se les ocurre pensar que, si no les hubieran contado la historia de los Reyes, ahora mismo su hijo no estaría enfurruñado o hecho un mar de lágrimas ante la noticia.

Ahora sí, si alguien sugiere, en un foro público, que tal vez hayan otras opciones, que no contarle nada de los Reyes a los hijos es tan válido como sí hacerlo, aun justificando detalladamente su opinión, aquellos que consideran la tradición ineludible se molestan. Incluso se llegan a poner la leche de agresivos. Se acusa al revoltoso de malo, de traumatizado, de amargado, de no respetar la infancia y la inocencia de los niños. Qué queréis que os diga, a título personal me parece peor falta de respeto a la inocencia contarle al crío la trola de los Reyes a sabiendas de que tarde o temprano se va a dar el batacazo, que decirle la verdad desde el principio.

La cultura en la que vivimos tiene muy asumido que "los niños tienen que ser niños", y tiene muy claro también qué es ser un niño y qué no, de ahí el escándalo colectivo cuando el peque de la casa dice tacos o demuestra tener conocimientos acerca del intercambio sexual, no digamos cuando la nena cumple doce o trece años y se le empieza a asomar una sexualidad incipiente (la nena, por supuesto; a todo el mundo le parece normal, en cambio, que el nene se la machaque hasta borrarse las líneas de la mano). La criatura da muestras de no ser el dechado de pureza que se esperaba, cunde la desesperación. Horror. Pánico. Cada vez más jóvenes. El-mundo-se-resbala-por-un-abismo-de-depravación. Todos lo hemos visto. Lo cierto es que, creo yo, un niño es lo que la cultura en la que crezca diga que debe ser; el ideal construido por esa cultura se proyectará sobre la infancia, y cualquier transgresión a éste se condenará como antinatural (a lo mejor este mecanismo os resulta familiar, hm...). El ideal del infante en vigencia hoy en día es hijo de la mentalidad burguesa de la familia, creada e impuesta en el siglo XIX con el advenimiento de este grupo social, que al desplazar a la nobleza como estrato dominante creó (sí, creó, se inventó básicamente, como todos los ideales y simbologías) un código de valores propio para diferenciarse de ésta. Y este ideal es de una inocencia supina, rayana en la ignorancia y la estupidez. Los niños no han de saber nada sobre la muerte ni el sexo, han de desconocer por completo los aspectos oscuros y desagradables del mundo y del temperamento humano; las amenazas del exterior, creadas para infundir miedo y producir obdeciencia, serán lo suficientemente vagas ("gente mala", "cosas malas") como para no darle una idea cabal a los niños de qué es a lo que le deben temer. Siguiendo esto, me pregunto: ¿no eran niños entonces aquellos en la Edad Media, que nacían en una familia de campesinos y dormían en la misma cama que sus padres, con lo que los veían tener sexo cuando lo practicaban? ¿No eran niñas acaso las hijas de ciudadanos en la Roma republicana o en las polis griegas, que jugaban con muñecas entre las faldas de sus madres hasta el día en que, de golpe, se las consagraba a las diosas de la fertilidad y se las casaba con un hombre mayor? Un niño es un niño, sí; es un ser humano a medio desarrollar, con sus características propias de comprensión y pensamiento. No es cosa de ponerles porno (algo que puede llegar a ser perjudicial hasta para los adultos, si está mal seleccionado) o exponerlos a una película gore, o aterrorizarlos con detalles explícitos acerca de la guerra de los Balcanes que no te han pedido.Y aclaro esto porque sé que a alguien se le podría ocurrir acusarme de querer hacer esto con las criaturas, como resultado natural de mi depravado rechazo a los Reyes Magos. Simplemente, no entiendo cómo esta tradición encaja en el bienestar infantil.

No soy partidaria de ocultar las cosas a los niños, eso es todo. Hay que adecuar las explicaciones a su edad, de modo que vayan comprendiendo su mundo, ampliando sus horizontes y adquiriendo conocimientos; su curiosidad y su inocencia (una inocencia bien entendida, una capacidad de maravillarse y conmoverse por todo lo que es nuevo) son prodigiosas, y en un ambiente adecuado pueden hacer florecer a una persona razonable, imaginativa e inteligente. Pero ocultar las cosas bajo un tupido velo, guardando las experiencias desagradables para más tarde, porque "ya habrá tiempo cuando sean mayores de que las descubran", es una receta segura para un palazo en la cara. O como fue en mi caso, para una adolescente irritable, desencantada y cabreada con todo porque siente que el mundo la ha timado. Los niños vienen a este mundo a descubrirlo, a empaparse de él, y eso sólo ocurrirá una vez. Y creo que los padres deben señalarles y enseñarles siempre que puedan las cosas maravillosas que hay en él, porque las hay a raudales, si uno tiene voluntad de verlas. Pero no se les puede ocultar que también ocurren cosas tristes o desagradables; si el batacazo de los Reyes Magos se defiende como parte indisoluble del crecimiento, yo creo que aceptar, progresivamente, que en el mundo hay muerte, dolor, hambre, violencia e injusticia está mucho más ligado a la madurez y al crecimiento personal, incluso en niños pequeños. No hay por qué mentirle diciéndole que el gatito se ha escapado, cuando en realidad ha muerto; la muerte no desaparecerá sólo por cerrar los ojos a ella, y su comprensión es uno de los mayores trances de la vida. Tampoco hay por qué contarle que tres señores desconocidos le dejan regalos todas las navidades porque sí, pero no a su vecinito, porque sus papás no tienen trabajo. Ni a los niños que se mueren de hambre en África, a ellos no les deja ni comida. ¿Qué vas a decirle, que los Reyes no visitan a la gente pobre?

Lo gracioso de todo esto, es que si tengo hijos los Reyes Magos van a entrar en nuestra casa sí o sí; se ha dado la contingencia de que el señor con el que me acuesto es fanático acérrimo de sus majestades y fue bastante tolerante con el descubrimiento de la farsa, así que piensa llevarla a cabo con nuestra progenie cueste lo que cueste. En fin. Yo no soy quién para prohibir nada; lo que quiero es no imponer, no prohibir. Simplemente me mantendré al margen y no daré explicaciones que no se me hayan pedido. Y el día que vengan a preguntarme si los reyes existen, tengan ocho años o tengan tres, sé que sólo hay una respuesta válida para mí. La verdad.

¡¡Yyyyyy esto ha sido el especial navideño de Belsan!! XD
Pasadlo bien, comed mucho, recibid regalos guays (no olvidéis hacerlos también) y tratad de no matar a vuestros parientes coñazo. Y a los que no sigan las tradiciones judeocristianas, pues... ola ke ase.
Es broma. A vosotros también os amo X3