martes, 30 de agosto de 2011

Felis Catus (Parte VI)


Partes I, II, III, IV y V

A principios de febrero de ese tercero de Secundaria cumplí quince años. Tuve suerte, puesto que el aniversario cayó entre semana y pude retrasar la celebración con los amigos al sábado siguiente: Alonso había vuelto a hablarme, pero estaba más frío y arisco que de costumbre, y Javi contemplaba con tristeza la distancia que se había abierto entre nosotros. Sé que no fui el primer chico que se separó de sus amigos al echarse novia, pero al recordar ese tiempo una parte de mí echa de menos a mis amigos del instituto. San apareció en mi vida y la ocupó por completo, me exprimía una y otra vez de energía y sólo me dejaba tiempo y ganas para seguir pensando en ella.

Ya ni siquiera hablaba con mis padres, salvo algún cruce de palabras durante las comidas. Ellos seguían preocupados por mí, trataban de averiguar qué me pasaba, intentaron llamar mi atención de mi formas diferentes: me sacaban de casa, llamaban a mis amigos, me proponían que viajara, que hiciera algún intercambio, que me matriculara en alguna actividad. Pero a mí no me interesaba nada, nada que no fueran los labios de San, el cuerpo de San, la voz de San. San, San, San.

La tarde de mi cumpleaños fui a la casa de la esquina a la hora de siempre. Paula me recibió con una extraña sonrisa, casi sin labios, muy parecida a la de San. “Feliz cumpleaños” me dijo, y su felicitación fue acompañada por un coro de lastimeros maullidos que hizo eco por toda la trastienda. Los pelos de la nuca se me erizaron. Avancé a tientas por al estancia, sintiendo la presencia hostil de los gatos más fuerte que nunca. Varias veces estuve a punto de pisarle la cola a alguna gata que se atravesaba en mi camino, arrastrando las patas traseras al caminar y bufándome con ira.

-Pasa de ellas –dijo Paula-. Están en celo.

Los maullidos se multiplicaron con cada peldaño que subía, y yo iba abrazándome el cuerpo inconscientemente, deseando estar en cualquier parte menos allí. Era como un coro de fantasmas, fantasmas llorosos con terribles historias que contar. Quise cerrar los ojos, cerrar los oídos, alejarme de aquella pesadilla; quise por un momento salir corriendo de esa maldita casa y no parar hasta estar bien, bien lejos. En el rellano, uno de los gatos saltó junto a mis pies y me dio uno de los peores sustos de mi vida antes de desaparecer en la oscuridad. Me pareció que era Tora, “tigre”, uno a rayas naranjas y pardas. Lo maldije de todas las formas que sabía. Cuando llegué al piso superior, mi piel estaba mojada con sudor frío.

San estaba, como siempre, de pie en mitad de su habitación, con su desgastada ropa cubierta del pelo de sus animales. No me quitó los ojos de encima mientras entraba en el cuarto; en el salón, por lo menos seis pares de ojos de pupila vertical y fosforescencia verde hicieron otro tanto hasta que se cerré la puerta tras de mí.

-Cómo están tus gatos hoy, ¿eh? –dije, intentando que la voz no me temblara.

-Es el celo. Los vuelve locos. Llevan todo el día apareándose.

Lo dijo con tono casual. La miré mientras dejaba la chaqueta en la silla del ordenador.

-¿Y tú les dejas?

-¿Aparearse? Claro –siguió una pausa-. ¿Lo hacemos nosotros también?

-¿Cómo?

Me quedé rígido. Ella seguía mirándome.

-Tengo un regalo de cumpleaños para ti –dijo, y empezó a desnudarse.

Había acariciado, besado y lamido mil veces el sexo de San, pero era la primera vez que la veía desnuda. Cuando se hubo quitado la última prenda, se sentó en el lecho y recostó la espalda sobre las almohadas. La contemplé. El tono de su piel era leonado como la cerveza, o más bien como el ginger ale (admito que no probé de verdad el alcohol hasta un par de años más tarde). Tenía los miembros largos, las caderas estrechas y los pechos, como yo los había sentido: pequeños y redondos. Su largo pelo le caía sobre los hombros y acariciaba sus pezones castaños, tan negro como el vello de su pubis. San. San. San.

-Quítate la ropa –dijo-. Quiero verte.

La obedecí, sintiéndome torpe y ridículo, tirando mi ropa desmañadamente por el suelo. Cuando acabé, sus inmensos ojos estaban fijos en mi cuerpo y exploraban cada uno de sus rincones como habría hecho su suave lengua. Me sonrojé, pero al mismo tiempo mi miembro empezó a endurecerse, captando la atención de San. Me sentí avergonzado de mi cuerpo redondeado y sin gracia, escaso de vello, donde las formas viriles aún estaban insinuándose. Nunca sería tan hermoso como lo era San para mí. Inmerso en esos pensamientos, oí su voz desde muy lejos.

-Isaac. Ven.

Me deslicé en la cama junto a ella y me abrazó; sentí contra mi piel su piel lustrosa, cuerpo contra cuerpo, y mis huesos se derritieron de gozo. Sus manos se posaron sobre mi vientre y empezaron a acariciarme, pellizcarme, hostigarme a más no poder; parecía, en vez de dos manos, tener diez. San se retorcía como un junco sobre mi cuerpo, buscándome las cosquillas, picoteándome los pezones, tirándome del pelo; su lengua se multiplicaba sobre mí (creced y multiplicaos, esa fue la orden), en mis orejas, dentro de mi boca, en mi cuello, en mi glande, estaba en todas partes, como sus gatos. Por un momento perdí el sentido. Me hizo falta abrazarla con mucha fuerza para escapar de su asedio y poder tocarla.

Tuve por primera vez sus pezones en mi boca, rugosos y palpitantes sobre mi lengua. Su cuerpo desnudo era una completa maravilla, lo recorrí entero con la boca, succionándolo, dejando un rastro húmedo de saliva y marcas rojas sobre la piel. San gemía suavemente, ronroneaba, maullaba de placer. Nunca me había sumergido en su vulva hirviente y empapada con tanto ansia como ese día. Sin embargo, cuando San parecía al borde del orgasmo, me apartó con suavidad. La miré confuso, con la barbilla y la nariz aún mojados con sus fluidos.

-Quiero que me montes –dijo San, con un tono de voz ronco y grave que yo nunca le había oído. Inclinó la cabeza, y por un momento la luz que entraba a través de las cortinas dibujó una corona verde fosforescente en sus iris castaños. Mi corazón dio un vuelco.

Le costó desenrollar el preservativo alrededor de mi pene, más duro e hinchado de lo que yo pensé que podría estarlo. Después, San me volvió la grupa, situándose sobre manos y rodillas sobre la cama. La contemplé por un instante: allí estaba, donde la línea de las nalgas se ensombrecía en vello entre los muslos. Extendí un brazo y acaricié uno de sus glúteos ambarinos, deslizando los dedos hacia la humedad de su sexo; San había inclinado la parte superior del cuerpo y se sostenía sólo con una mano, masturbándose suavemente con la otra. Ronroneaba. ¿O era alguna de las gatas que pululaban por la habitación, nerviosas por el celo?

-Isaac –gruñó.

Me acerqué a ella, el sexo erguido como una lanza, apuntando al lugar al que sin duda pertenecía.

-Isaac.

Puse las manos en sus caderas. La cabeza del glande rozó la entrada de su vagina.

-Isaa-a-a-ac -maulló San, y todos los gatos de la casa maullaron a coro con ella. La penetré violentamente.

San se curvó hacia delante y exhaló un ronco y largo gemido que acabó convirtiéndose en un sonido sibilante, ahogando mi propia exclamación de placer. Aún siseando, se volvió hacia mí. Las paredes de su vagina presionaban mi sexo, palpitantes. San me miró, con su sonrisa alargada y sin labios, y vi sus afilados caninos asomándose fuera de la boca. San me miró, y vi claramente el brillo verde de sus ojos. Di un golpe con la cadera que hizo un ruido seco contra sus nalgas.

No aguanté mucho. Apenas había dado unas cuantas embestidas cuando San se puso rígida y gritó. Chilló, rugió, maulló herida por el orgasmo, clavando las uñas de la mano en que se apoyaba sobre el colchón. Bastó para que yo me corriera sin más. En el punto más alto del placer, caí sobre su espalda y la mordí en la nuca, sin cuidado, sin pensar, como el gato a la gata. Nos derrumbamos como muertos sobre la cama, vientre contra espalda.

Jadeaba. No veía nada; todo a mi alrededor era rojo y brillante como la sangre. Sangre…

Había sangre en la nuca de San; minúsculas gotitas en las marcas que le había hecho con mis dientes. Ella advirtió mi mirada culpable, y sonrió por encima de su hombro.

-No pasa nada –dijo-. No pasa nada.

Permaneció dándome la espalda largo rato, los dos aún imbricados, empapados en el mismo sudor. Mi nariz estaba hundida en su pelo. Mis latidos resonaban dentro de su pecho, como un mismo corazón.

-Te quiero, San.

Ella se volvió sobre el colchón, lentamente. Volvió a sonreír. Sin labios.

-¿Eso crees?

Volvió a hacerme el amor más veces esa tarde. Los gatos maullaron sin cesar, rondándonos, olisqueándonos, apareándose a nuestro alrededor mientras San acababa con los restos de mi virginidad. Aquella noche, en la ducha, descubrí que tenía la espalda cubierta de arañazos.


Como podéis observar, le he añadido a esta entrada la etiqueta de "erótico". ¿Debería hacerlo con todas las partes del relato, o sólo con las subidas de tono? ¿Qué opináis?

sábado, 27 de agosto de 2011

De personas y de árboles

Los pedantes nos repiten desde hace dos mil años que las mujeres tienen el espíritu más ágil y los hombres más solidez; que las mujeres tienen más delicadeza en las ideas y los hombres más fuerza de atención. Un palurdo de París que se paseaba hace tiempo por los jardines de Versalles dedujo de todo lo que veía que los árboles nacen podados.

Henri-Marie Beyle (Stendhal)