martes, 19 de abril de 2011

Felis Catus (parte II)


Parte I aquí

Santa Medrano siguió mirándome de cuando en cuando el resto de la semana, y luego el resto del mes, y todas las veces me agitaba como si me hubieran pegado un susto de muerte. Creo que salté una vez o dos. Al final, incluso Javi y Alonso se dieron cuenta de sus inspecciones y empezaron a gastarme bromas al respecto, cosa que no me hacía ni puta gracia.

-Tío, tío, ya te está mirando tu novia –se burlaba Alonso, y Javi lo celebraba con risitas por lo bajo.

-Vete a la mierda –gruñía yo.

Me encontré teniendo menos hambre de lo normal, como si viviera con el estómago permanentemente encogido por la tensión. Mis padres se preocuparon. Hasta entonces siempre había tenido buen apetito (daba cuenta de bocadillos hechos con media barra de pan cada mediodía en el colegio y solían comer y cenar con tres platos) y mi súbita languidez les pareció un síntoma inequívoco de algún transtorno adolescente. Mi madre me preguntaba una y otra vez cuánto pesaba y me repetía con voz cariñosa lo guapo y perfecto que era, nada comparado a aquellos chicos tan delgados que veía en la televisión. Cada vez que me metía en el baño, sus ojos me seguían ansiosos, como si temiera que fuera a vomitar. Mi padre rondaba por mi habitación y trató de sonsacarme si tenía malos rollos con mis compañeros o si había alguna chica de por medio. Sí que la había, por supuesto, aunque no en el modo que él se imaginaba. Podría haberle dicho que sí y acabar con todo, pero sabía que si les decía algo sobre una chica no me dejarían en paz hasta saber más de ella, y no me apetecía nada andar inventándome novias ficticias. Así que seguí negando que tuviera ningún problema, y creo que adelgacé un par de kilos.

A finales de octubre, cuando ya había pasado la gota fría y el otoño se había instalado cómodamente, empecé a dejarme la chaqueta puesta en clase, pues la mirada esporádica de Santa Medrano pasándome por la nuca bastaba para darme escalofríos. Varios profesores me preguntaron si tenía fiebre. “Tío, ve y díselo” me aconsejaba Javi. “Mándala a la mierda, dile que se vaya a tomar por culo y que deje de mirarte. Pégale un susto, a ver si le gusta”. Era más fácil de decir que de hacer. Era ella la que me asustaba a mí. ¿Qué, en todo el mundo, podía asustar a una chica como esa?

Era ya noviembre el día en que Ricardo Ferrer se levantó en clase de física y química a escribir en la pizarra en chándal, sin darse cuenta de que iba medio empalmado. Al principio no pasó nada, pero pronto oí desde mi izquierda unas traviesas risitas procedentes de Bea Bascuñana y Andrea Roig, que miraban disimuladamente la entrepierna de Ricardo y se retorcían de risa en sus asientos, entre turbadas y excitadas. Así que a las chicas también les había dado por hacer esas gilipolleces. Solté un bufido desdeñoso, y noté que, a mi espalda, alguien emitía exactamente el mismo sonido. Volví la cabeza.

Santa Medrano miraba a Bea y Andrea con el mismo desprecio con el que hacía unos segundos las miraba yo. Al percatarse de mi atención, volvió sus ojos hacia mí, y por un momento, sin que yo pudiera evitarlo, nos miramos. Me quedé petrificado, con el corazón al galope, como siempre me ocurría, y vi que sus labios volvían a curvarse en aquella extraña sonrisa casi sin labios. Aparté la mirada violentamente y me concentré tanto como pude en Ricardo (germánico para “rey valiente”), que seguía tratando de resolver un problema de formulación ajeno a la sensación que estaba causando su hinchada bragueta. Alonso soltó una risita. “Tu novia está igual que tú, ahí mirando mal a la gente” dijo. Esa vez no tuve fuerzas para cagarme en él. En eso tenía razón. Yo también miraba a los compañeros cachondos como si fueran gilipollas. ¿Y si yo estaba igual de pirado que Santa Medrano? ¿Y si era por eso por lo que ella me miraba?

Aquella tarde salí de clase, más que tenso, desanimado. Mientras andaba por el pasillo arrastrando los pies, rumiando mi desgracia, sonó un llamado que, en un principio, no juzgué para mí.

-Martínez.

-¿Qué hacemos esta tarde? –preguntaba Alonso.

-¿Nos viciamos al Warcraft? –sugirió Javi.

-Martínez.

-Pensé que hoy íbamos a ir al parque –dije yo.

-Bueno, si quieres…

-Isaac.

Recién entonces me detuve y me volví a ver quién me llamaba. Horror: era Santa Medrano, acercándose a mí con su curvado flequillo y su ropa cubierta de pelos de gato. Debo de haberme quedado blanco. Javi y Alonso, a mis flancos, también se detuvieron.

-¿Qué? –pregunté, con una voz más chirriante de lo que pretendía-. ¿Qué? –repetí estúpidamente.

-El estuche –dijo ella simplemente, alcanzándome mi estuche de lápices. No tenía una voz ronca y macabra, ni tampoco aguda e irritante, como cabría esperar, si no bastante normal. No la había reconocido porque nunca se la oía hablar en clase, o al menos yo no lo recordaba.

-Adiós –dijo Santa, antes de que yo alcanzara a decir nada, y enfiló el pasillo, desapareciendo luego escaleras abajo. Alonso, Javi y yo nos quedamos en nuestro sitio como tres tontos.

-Tío, cualquiera dice “gracias” por lo menos –dijo Alonso tras una pausa.

-Cállate –espeté yo, aún chocado.

-¡Eso es que le molas, tío! –exclamó Javi, y él y Alonso entonaron un “Uuuuuuhhhh” a dúo.

Estuvieron el resto del camino a casa puteándome. Yo iba callado, dándoles de vez en cuando un empujón si se pasaban mucho. La verdad es que no estaba enfadado. ¿Sería verdad, al final, lo que decían mis amigos, que yo le molaba a Santa Medrano? La rara de clase seguía despertándome una repulsión primitiva, pero ahora notaba mezclada con ella algo de curiosidad, y otra cosa que no había sentido nunca: halago. De todos los chicos de clase, que se peinaban con esmero y se pavoneaban de sus hinchazones con pantalones ajustados, ¿sería posible que esa chica, por muy rara que fuera, se hubiera fijado en mí? No sabía qué podía significar eso. Cuando Alonso, Javi y yo nos separamos y yo seguí caminando solo hasta casa, seguía pensando en Santa. Por primera vez, el miedo había remitido un poco.

martes, 12 de abril de 2011

Muerte de gris


-No seas así. La vida no es blanca ni negra, es gris. Piensa en eso.

-¿Gris? ¡¿GRIS?! ¿Me tomas el pelo? ¿A eso es a lo que uno ha de aspirar? ¿A una vida gris?

-No quería decir eso. Lo que significa en realidad...

-Sé muy bien lo que quieres decir. Pero te diré una cosa: el punto medio no existe, no es más que una entelequia de los filósofos para tener algo en lo que ocupar la vida. Uno puede aspirar a tener paz, a tener equilibrio, ¿pero llegar al punto medio? Jamás. No es que la vida no sea ni blanca ni negra, es que es ambas. Y aún más: es de todos los colores del espectro, y aun de otros que cualquiera diría que no existen, pero están ahí. ¿Gris? Le rajaría la barriga a ese gris que tanto estimas para ver el rojo de la sangre teñir la vida, llámame loca, llámame fanática, llámame radical. Los seres humanos no podemos evitar amar y odiar. Podemos calmar nuestros impulsos, podemos sublimarlos, pero no podemos hacerlos desaparecer, y te diré otra cosa, moriremos si lo hacemos. Maldito sea tu gris. Piensa tú en eso.

-Estás loca.

-No. Estoy viva.

martes, 5 de abril de 2011

Felis Catus (parte I)


Me llamo Isaac. Mi nombre proviene de la Biblia, de uno de los hijos de Abraham y patriarca del pueblo de Israel. El desdichado fue engendrado por una madre anciana y estuvo a punto de ser sacrificado de niño, según dicen porque Yahvé exigió a su padre la vida del crío como prueba de fe para luego retractarse en el último instante; siendo viejo, su hijo Jacob lo engañó para recibir una bendición que no le correspondía. No sabría decir si era una familia peculiar o bastante normal. Sé que Isaac significa “hará reír”, pero nunca me he considerado particularmente gracioso. Obviamente mis padres eligieron mi nombre sólo porque les gustaba su sonido y no pensando en el atribulado patriarca judío. Una lástima. Muchas veces he deseado que en mi cultura se aplicara esa tradición de algunos pueblos precolombinos según la cual se tiene un nombre de niño, elegido por los padres, y otro de adulto, elegido por uno mismo y sus allegados según las propias características. Nombres como “nadé muy lejos” o “montaña que camina” dan idea cabal de la persona que uno tiene delante; Isaac, en cambio, no es más que un hijo de vecino cualquiera.

En realidad, durante mi infancia y primera adolescencia nunca me planteé la importancia de los nombres. El nombre propio era como el olor: te seguía a todas partes y te distinguía ante los demás, aunque normalmente uno no reparara demasiado en él. No pensé en la relevancia de la elección de un nombre, la arcaica ceremonia que oculta, hasta que conocí a San.

San, San, San. Su nombre aún hace que se me erice el vello de los brazos, cuando estoy a solas y mi lengua lo pronuncia sin sonido, encerrada en mi boca como un beso. No puedo evitar recordar a Nabokov: en el colegio era Medrano, para su madre era Santa, pero conmigo fue siempre San. San. San y sus gatos. San y su ropa llena de pelos. San y su largo cabello negro, el cuerpo de San, las manos de San, la oscura y aterradora casa de San. San, San, San. Su nombre se escurre entre mis labios, resbala sobre mi lengua, es suave como el pelaje de un gato recién cepillado, extraño como los ojos verdes de un gato brillando en la oscuridad. Ella conocía la importancia de los nombres. Todos y cada uno de los animales que pululaban en su casa tenían el suyo, y juro que cada uno de ellos era tan perfecto para su portador como si hubiera nacido con él. A día de hoy no sé si ella los escogía o sólo los adivinaba. No siempre tenían que designar algo concreto, pero siempre eran los adecuados, no puedo explicar cómo. Pero ni todos ellos juntos eran tan turbadores como el de San. San, San, San.

Incluso hoy, cuando océanos de tiempo y de agua me han separado del chico que fui y me han convertido en un hombre, a veces mi teléfono suena y creo estar a punto de escuchar su voz. Incluso hoy, que he abrazado a tantas mujeres distintas, exijo siempre el nombre antes de besar unos labios. Averiguo sus significados. Los colecciono. Libros y libros sobre etimología de los nombres descansan en los anaqueles de mi pequeña biblioteca. Nombrar a alguien es tocar su alma, y dicen los aborígenes australianos que una vez alguien ha muerto ya no se puede pronunciar su nombre jamás. Hace casi treinta años que vi a San por última vez y no sé qué fue de ella. Pero aún en esta ciudad tan lejana y en esta vida tan diferente, donde la mayor parte del tiempo creo que la he olvidado, a veces me sorprendo a mí mismo diciendo su nombre, convencido de que no ha muerto. Y nada más nombrarla, San reaparece en los rincones de mi mente y de mi casa, con su sonrisa alargada de gato mirándome desde la penumbra, mostrando que aún vive, que vivirá siempre, y su nombre suena como una campana en mi profundo silencio.

San, San, San.


En el otoño de 2005 yo tenía catorce años y acababa de empezar tercero de Secundaria. Era un muchacho desmañado y no muy alto, que aún conservaba las formas suaves de la pubertad temprana. Hacía muy poco que había cambiado el chándal por los vaqueros, y no acababa de encontrarme cómodo en mi nueva situación. Algunos de mis compañeros ya habían mudado del todo la voz y empezaban a exhibir orgullosos una sombra de bigote bajo la nariz; salían por las tardes a pasear por el pueblo, bien engominados y repeinados, exhalando un tufo distintivo a perfume y sonriéndole ufanos a las chicas. Yo me hubiera sentido ridículo en tal trance. Siempre había sido bastante tímido y aún conservaba las reservas de la niñez ante el sexo opuesto; sentía el picor de un deseo vago, urgente, que aliviaba como podía, pero era incapaz de relacionar esa satisfacción fisiológica al cuerpo de una chica. Me parecía algo tan impropio que a veces me sonrojaba sólo de pensarlo.

Nunca fui muy sociable, pero para aquel entonces tenía al menos un par de amigos, con los que salía de vez en cuando a pasear, jugaba a la consola y compartía los caramelos: recuerdo a Alonso (derivado de Alfonso, germánico para “listo para el combate”, aunque él no era muy peleón que digamos), alto y escuálido, con grandes dientes y una risa grave con la que celebraba los chistes verdes; y a Javier (“casa nueva” en euskera), moreno y regordete, de cejas pobladas e inocente como un crío. Me relacionaba con ellos lo suficiente como para no ser un niño solitario, supongo, aunque nunca tuve demasiados amigos y las chicas estaban completamente fuera de cuadro. Me gustaba salir a caminar, con mis amigos tal vez, aunque muchas veces iba solo. Llegué a conocer mi pueblo de palmo a palmo, y a colarme por lugares donde sólo deambulaban los gatos. Solía pensar en mis cosas, darle vueltas a pequeños asuntos o tararear canciones. Realmente no me importaba estar solo. Me gustaba. No sé si eso me convertía en un niño solitario.

Así que ese otoño, cuando entré en mi nueva clase por primera vez, no estaba pensando, como otros de mis compañeros, en las chicas con que nos tocaría compartirla. Por los pasillos había oído comentarios excitados (“la Laura, tío, qué buena se ha puesto”, “joder qué tetas les han salido a algunas”), pero no entendía a qué tanto alboroto, y a veces me daba la impresión de que los autores de tales apreciaciones tampoco lo entendían muy bien. Todos teníamos la sensación de que sentir atracción hacia las formas femeninas, hablar de ellas, valorarlas y celebrarlas ruidosamente era una especie de ceremonia de entrada a la adolescencia, pero a mí, a pesar de que los escotes me llamaban vagamente la atención, no me resultaba demasiado impactante todavía el hecho de que las chicas tuvieran pechos. Cuando me asignaron el salón de clase, me las arreglé para sentarme junto a Alonso y Javi, y me sentí contento con ello.

La profesora tutora de ese año se llamaba Encarna. Otro nombre de reminiscencias religiosas, aunque éste un poco más cristiano y más abstracto que el mío: Encarnación. Esos nombres femeninos siempre me han espantado: Encarnación, Inmaculada, Dolores, Martirio; todos ellos evocan en mí rancias imágenes de sacrificio y sublimación que me huelen, de alguna manera, a carne cruda. Encarna, otra vez alejada de las evocaciones de su nombre, era relativamente joven y muy enérgica. Nos hizo callar con voz tonante varias veces antes de proceder a pasar lista, y unas cuantas más mientras duró la revista.

-Isaac Martínez –dijo en voz alta, y yo levanté la mano. Me volví de inmediato a charlar con Alonso y Javi, cuando el silencio aún era más o menos aceptable, pero tras otros dos Martínez un nombre de la lista acaparó toda la atención de la clase.

-Santa Medrano –dijo Encarna seriamente, y un murmullo recorrió al alumnado.

-¡PE-luda! –exclamó de pronto una voz en el fondo del aula, y la chanza fue celebrada con una carcajada general y algunos chillidos alborotadores.

-¡A CALLAR! –gritó Encarna sin amilanarse.

-¿Está en nuestra clase? –me susurró Alonso-. ¿La peluda?

-Está ahí –dijo Javi, señalando sin disimulo. Me volteé a mirar. Estaba sentada junto a la ventana.

A pesar de mi timidez y mi natural poco dado al desorden, tener amigos fijos e intervenir lo justo en clase me habían servido casi siempre para librarme del acoso pasando por un tío más o menos normal. Santa Medrano, por el contrario, era una rarita en toda regla y lo había sido desde que íbamos a preescolar. No se le conocía ningún amigo y yo al menos nunca la había visto hablando con nadie. Siempre llevaba ropa un tanto amplia para su tamaño y lo suficientemente poco infantil para resultar equívoca: amplios jerseys de punto, gruesas faldas de vuelo hasta la rodilla, guardapolvos, botas de lluvia y blusas cuyas mangas le tapaban los dedos. Todas sus prendas, invariablemente, estaban siempre cubiertas de pelos de gato de arriba abajo, de ahí su mote. Su pelo era negro, largo hasta la cintura, y el anticuado flequillo estaba cortado muy recto sobre unos ojos enormes y oscuros que parecían siempre ausentes. Yo sabía que vivía no muy lejos del colegio, en una gran casa esquinera con una carnicería, propiedad de su familia, en la planta baja; había pasado por delante un millón de veces durante mis largos paseos, pero eso era todo lo que sabía de ella. Habíamos compartido clase un par de veces en primaria, pero desde entonces no había vuelto a coincidir con ella. Viéndola allí, sentada mirando por la ventana, ajena a las burlas con que la clase había recibido su nombre, me pareció que no había cambiado nada desde sexto. Seguía igual de atontada.

-¡Santa Medrano Ruix! –bramó Encarna, y Santa, con un sobresalto, pareció reparar finalmente en que se le llamaba y levantó un brazo con expresión bovina. Las risas y burlas se redoblaron, pero una vez Encarna constató su asistencia y procedió a los gritos de rigor para aquietar el escándalo, Santa Medrano volvió a mirar por la ventana con los labios separados y los ojos perdidos. Sí, no había cambiado ni un ápice. Pirada como siempre. Estaba a punto de volverme para seguir hablando con Javi y Alonso, cuando de repente Santa giró la cabeza y me miró.

Me asusté mucho. Me asusté más de lo que sería normal asustarse al ser sorprendido mirando a alguien. Luego no pude explicármelo, pero cuando Santa volvió bruscamente la cabeza y me miró con sus ojos pardos enormemente abiertos, mi corazón saltó y mi estómago se encogió sobre sí mismo, tanto como si de repente ella hubiera aparecido a mi espalda gritando. Fue sólo un segundo, un segundo que se me hizo larguísimo, pero pude distinguir perfectamente la sombra de una sonrisa en su alargada boca, tan apretada que apenas se veían los labios. Luego, simplemente apartó la mirada y volvió a buscar asuntos más acordes a su interés a través de la ventana.

Me volví al frente, junto a mis amigos, pero tardé aún un momento en recuperar el aliento y el hilo de la conversación. Seguí la charla de Alonso y Javi y los gritos regulares de Encarna con cierto éxito, pero durante el resto de ese primer día no pude evitar ser consciente en todo momento de la presencia de Santa Medrano a mis espaldas. ¿Por qué me había turbado tanto? No hacía más que preguntármelo, pero no había ninguna respuesta disponible, sólo conseguía irritarme conmigo mismo por mi estupidez. La rarita del colegio mira a Isaac e Isaac se pone como un loco. Joder, es una tía rara, no una psicópata, me dije, aunque no la conocía lo suficiente como para trazar la línea entre ambos términos. Cuando nos dejaron irnos a casa, más temprano de lo normal, recogí mi mochila y seguí a mis amigos, obligándome a no mirar atrás. La cosa fue bien hasta que llegué a la puerta; una vez allí, como la mujer de Lot (otra figura bíblica) no me resistí a volverme. Y durante un fugaz instante, antes de que la masa de estudiantes me arrastrara al pasillo, vi los ojos enormes y almendrados de Santa Medrano, fijos en mí como en una pesadilla. No me convertí en estatua de sal, pero me faltó poco. Javi y Alonso no entendieron por qué les metí tanta prisa en llegar a casa.

Aquella tarde, mi paseo de siempre me llevó sin darme cuenta hasta la casa de Santa Medrano. Me enfurecí como un chiquillo al reparar en dónde estaba, y tuve que contenerme para no darle una patada a una señal de Stop en plena calle. Disgustado, miré a la casa, que se alzaba sobre la acera opuesta. La persiana metálica de la carnicería de la planta baja estaba levantada, y a través de las puertas de vidrio vi a varios clientes, la mayoría señoras mayores, esperando su turno. Detrás del expositor donde se alineaban cortes de carne, embutidos, patés y alguna que otra conserva casera, estaba la dependienta de siempre, que suponía sería la madre de Santa. Tenía una nariz aguileña que no se parecía en nada a la de su hija; pero, ahora lo veía, el pelo, aunque más corto, era igual de negro, y los ojos grandes y ojerosos eran también similares. Miré más arriba, y vi dos ventanas muy amplias, cubiertas por airosas cortinas blancas que se agitaban lánguidamente de vez en cuando. ¿Sería alguna de ellas la de su dormitorio? ¿Estaría ella mirándome a través de las cortinas, con sus ojos muy abiertos y su extraña sonrisa? La idea de ser observado me volvió a disparar el corazón e hizo que se me humedecieran las manos. De repente, Santa Medrano, la marginada del colegio, me daba un miedo espantoso. Salí de ahí lo más rápido que pude sin parecer que huía, y volví directamente a casa. Procuré no pensar en ella en toda la tarde; sin embargo, cada vez que su imagen, fugazmente, se colaba en mi consciencia, mi corazón latía con fuerza, y mi estómago se contraía con una ansiedad que hasta entonces desconocía.


Post Scriptum: Aaaaahhh, qué difícil es decidir por dónde partir los relatos para subirlos al blog... Habéis de saber que he empezado a subir este cuento porque no está terminado, y pensé que tal vez debería añadir un "factor de vergüenza" para cumplir el plazo. Así que ya podéis perseguirme con la fusta, los diodos de electroshock y las antorchas encendidas para que lo termine de una fucking vez.