Me llamo Isaac. Mi nombre proviene de la Biblia, de uno de los hijos de Abraham y patriarca del pueblo de Israel. El desdichado fue engendrado por una madre anciana y estuvo a punto de ser sacrificado de niño, según dicen porque Yahvé exigió a su padre la vida del crío como prueba de fe para luego retractarse en el último instante; siendo viejo, su hijo Jacob lo engañó para recibir una bendición que no le correspondía. No sabría decir si era una familia peculiar o bastante normal. Sé que Isaac significa “hará reír”, pero nunca me he considerado particularmente gracioso. Obviamente mis padres eligieron mi nombre sólo porque les gustaba su sonido y no pensando en el atribulado patriarca judío. Una lástima. Muchas veces he deseado que en mi cultura se aplicara esa tradición de algunos pueblos precolombinos según la cual se tiene un nombre de niño, elegido por los padres, y otro de adulto, elegido por uno mismo y sus allegados según las propias características. Nombres como “nadé muy lejos” o “montaña que camina” dan idea cabal de la persona que uno tiene delante; Isaac, en cambio, no es más que un hijo de vecino cualquiera.
En realidad, durante mi infancia y primera adolescencia nunca me planteé la importancia de los nombres. El nombre propio era como el olor: te seguía a todas partes y te distinguía ante los demás, aunque normalmente uno no reparara demasiado en él. No pensé en la relevancia de la elección de un nombre, la arcaica ceremonia que oculta, hasta que conocí a San.
San, San, San. Su nombre aún hace que se me erice el vello de los brazos, cuando estoy a solas y mi lengua lo pronuncia sin sonido, encerrada en mi boca como un beso. No puedo evitar recordar a Nabokov: en el colegio era Medrano, para su madre era Santa, pero conmigo fue siempre San. San. San y sus gatos. San y su ropa llena de pelos. San y su largo cabello negro, el cuerpo de San, las manos de San, la oscura y aterradora casa de San. San, San, San. Su nombre se escurre entre mis labios, resbala sobre mi lengua, es suave como el pelaje de un gato recién cepillado, extraño como los ojos verdes de un gato brillando en la oscuridad. Ella conocía la importancia de los nombres. Todos y cada uno de los animales que pululaban en su casa tenían el suyo, y juro que cada uno de ellos era tan perfecto para su portador como si hubiera nacido con él. A día de hoy no sé si ella los escogía o sólo los adivinaba. No siempre tenían que designar algo concreto, pero siempre eran los adecuados, no puedo explicar cómo. Pero ni todos ellos juntos eran tan turbadores como el de San. San, San, San.
Incluso hoy, cuando océanos de tiempo y de agua me han separado del chico que fui y me han convertido en un hombre, a veces mi teléfono suena y creo estar a punto de escuchar su voz. Incluso hoy, que he abrazado a tantas mujeres distintas, exijo siempre el nombre antes de besar unos labios. Averiguo sus significados. Los colecciono. Libros y libros sobre etimología de los nombres descansan en los anaqueles de mi pequeña biblioteca. Nombrar a alguien es tocar su alma, y dicen los aborígenes australianos que una vez alguien ha muerto ya no se puede pronunciar su nombre jamás. Hace casi treinta años que vi a San por última vez y no sé qué fue de ella. Pero aún en esta ciudad tan lejana y en esta vida tan diferente, donde la mayor parte del tiempo creo que la he olvidado, a veces me sorprendo a mí mismo diciendo su nombre, convencido de que no ha muerto. Y nada más nombrarla, San reaparece en los rincones de mi mente y de mi casa, con su sonrisa alargada de gato mirándome desde la penumbra, mostrando que aún vive, que vivirá siempre, y su nombre suena como una campana en mi profundo silencio.
San, San, San.
En el otoño de 2005 yo tenía catorce años y acababa de empezar tercero de Secundaria. Era un muchacho desmañado y no muy alto, que aún conservaba las formas suaves de la pubertad temprana. Hacía muy poco que había cambiado el chándal por los vaqueros, y no acababa de encontrarme cómodo en mi nueva situación. Algunos de mis compañeros ya habían mudado del todo la voz y empezaban a exhibir orgullosos una sombra de bigote bajo la nariz; salían por las tardes a pasear por el pueblo, bien engominados y repeinados, exhalando un tufo distintivo a perfume y sonriéndole ufanos a las chicas. Yo me hubiera sentido ridículo en tal trance. Siempre había sido bastante tímido y aún conservaba las reservas de la niñez ante el sexo opuesto; sentía el picor de un deseo vago, urgente, que aliviaba como podía, pero era incapaz de relacionar esa satisfacción fisiológica al cuerpo de una chica. Me parecía algo tan impropio que a veces me sonrojaba sólo de pensarlo.
Nunca fui muy sociable, pero para aquel entonces tenía al menos un par de amigos, con los que salía de vez en cuando a pasear, jugaba a la consola y compartía los caramelos: recuerdo a Alonso (derivado de Alfonso, germánico para “listo para el combate”, aunque él no era muy peleón que digamos), alto y escuálido, con grandes dientes y una risa grave con la que celebraba los chistes verdes; y a Javier (“casa nueva” en euskera), moreno y regordete, de cejas pobladas e inocente como un crío. Me relacionaba con ellos lo suficiente como para no ser un niño solitario, supongo, aunque nunca tuve demasiados amigos y las chicas estaban completamente fuera de cuadro. Me gustaba salir a caminar, con mis amigos tal vez, aunque muchas veces iba solo. Llegué a conocer mi pueblo de palmo a palmo, y a colarme por lugares donde sólo deambulaban los gatos. Solía pensar en mis cosas, darle vueltas a pequeños asuntos o tararear canciones. Realmente no me importaba estar solo. Me gustaba. No sé si eso me convertía en un niño solitario.
Así que ese otoño, cuando entré en mi nueva clase por primera vez, no estaba pensando, como otros de mis compañeros, en las chicas con que nos tocaría compartirla. Por los pasillos había oído comentarios excitados (“la Laura, tío, qué buena se ha puesto”, “joder qué tetas les han salido a algunas”), pero no entendía a qué tanto alboroto, y a veces me daba la impresión de que los autores de tales apreciaciones tampoco lo entendían muy bien. Todos teníamos la sensación de que sentir atracción hacia las formas femeninas, hablar de ellas, valorarlas y celebrarlas ruidosamente era una especie de ceremonia de entrada a la adolescencia, pero a mí, a pesar de que los escotes me llamaban vagamente la atención, no me resultaba demasiado impactante todavía el hecho de que las chicas tuvieran pechos. Cuando me asignaron el salón de clase, me las arreglé para sentarme junto a Alonso y Javi, y me sentí contento con ello.
La profesora tutora de ese año se llamaba Encarna. Otro nombre de reminiscencias religiosas, aunque éste un poco más cristiano y más abstracto que el mío: Encarnación. Esos nombres femeninos siempre me han espantado: Encarnación, Inmaculada, Dolores, Martirio; todos ellos evocan en mí rancias imágenes de sacrificio y sublimación que me huelen, de alguna manera, a carne cruda. Encarna, otra vez alejada de las evocaciones de su nombre, era relativamente joven y muy enérgica. Nos hizo callar con voz tonante varias veces antes de proceder a pasar lista, y unas cuantas más mientras duró la revista.
-Isaac Martínez –dijo en voz alta, y yo levanté la mano. Me volví de inmediato a charlar con Alonso y Javi, cuando el silencio aún era más o menos aceptable, pero tras otros dos Martínez un nombre de la lista acaparó toda la atención de la clase.
-Santa Medrano –dijo Encarna seriamente, y un murmullo recorrió al alumnado.
-¡PE-luda! –exclamó de pronto una voz en el fondo del aula, y la chanza fue celebrada con una carcajada general y algunos chillidos alborotadores.
-¡A CALLAR! –gritó Encarna sin amilanarse.
-¿Está en nuestra clase? –me susurró Alonso-. ¿La peluda?
-Está ahí –dijo Javi, señalando sin disimulo. Me volteé a mirar. Estaba sentada junto a la ventana.
A pesar de mi timidez y mi natural poco dado al desorden, tener amigos fijos e intervenir lo justo en clase me habían servido casi siempre para librarme del acoso pasando por un tío más o menos normal. Santa Medrano, por el contrario, era una rarita en toda regla y lo había sido desde que íbamos a preescolar. No se le conocía ningún amigo y yo al menos nunca la había visto hablando con nadie. Siempre llevaba ropa un tanto amplia para su tamaño y lo suficientemente poco infantil para resultar equívoca: amplios jerseys de punto, gruesas faldas de vuelo hasta la rodilla, guardapolvos, botas de lluvia y blusas cuyas mangas le tapaban los dedos. Todas sus prendas, invariablemente, estaban siempre cubiertas de pelos de gato de arriba abajo, de ahí su mote. Su pelo era negro, largo hasta la cintura, y el anticuado flequillo estaba cortado muy recto sobre unos ojos enormes y oscuros que parecían siempre ausentes. Yo sabía que vivía no muy lejos del colegio, en una gran casa esquinera con una carnicería, propiedad de su familia, en la planta baja; había pasado por delante un millón de veces durante mis largos paseos, pero eso era todo lo que sabía de ella. Habíamos compartido clase un par de veces en primaria, pero desde entonces no había vuelto a coincidir con ella. Viéndola allí, sentada mirando por la ventana, ajena a las burlas con que la clase había recibido su nombre, me pareció que no había cambiado nada desde sexto. Seguía igual de atontada.
-¡Santa Medrano Ruix! –bramó Encarna, y Santa, con un sobresalto, pareció reparar finalmente en que se le llamaba y levantó un brazo con expresión bovina. Las risas y burlas se redoblaron, pero una vez Encarna constató su asistencia y procedió a los gritos de rigor para aquietar el escándalo, Santa Medrano volvió a mirar por la ventana con los labios separados y los ojos perdidos. Sí, no había cambiado ni un ápice. Pirada como siempre. Estaba a punto de volverme para seguir hablando con Javi y Alonso, cuando de repente Santa giró la cabeza y me miró.
Me asusté mucho. Me asusté más de lo que sería normal asustarse al ser sorprendido mirando a alguien. Luego no pude explicármelo, pero cuando Santa volvió bruscamente la cabeza y me miró con sus ojos pardos enormemente abiertos, mi corazón saltó y mi estómago se encogió sobre sí mismo, tanto como si de repente ella hubiera aparecido a mi espalda gritando. Fue sólo un segundo, un segundo que se me hizo larguísimo, pero pude distinguir perfectamente la sombra de una sonrisa en su alargada boca, tan apretada que apenas se veían los labios. Luego, simplemente apartó la mirada y volvió a buscar asuntos más acordes a su interés a través de la ventana.
Me volví al frente, junto a mis amigos, pero tardé aún un momento en recuperar el aliento y el hilo de la conversación. Seguí la charla de Alonso y Javi y los gritos regulares de Encarna con cierto éxito, pero durante el resto de ese primer día no pude evitar ser consciente en todo momento de la presencia de Santa Medrano a mis espaldas. ¿Por qué me había turbado tanto? No hacía más que preguntármelo, pero no había ninguna respuesta disponible, sólo conseguía irritarme conmigo mismo por mi estupidez. La rarita del colegio mira a Isaac e Isaac se pone como un loco. Joder, es una tía rara, no una psicópata, me dije, aunque no la conocía lo suficiente como para trazar la línea entre ambos términos. Cuando nos dejaron irnos a casa, más temprano de lo normal, recogí mi mochila y seguí a mis amigos, obligándome a no mirar atrás. La cosa fue bien hasta que llegué a la puerta; una vez allí, como la mujer de Lot (otra figura bíblica) no me resistí a volverme. Y durante un fugaz instante, antes de que la masa de estudiantes me arrastrara al pasillo, vi los ojos enormes y almendrados de Santa Medrano, fijos en mí como en una pesadilla. No me convertí en estatua de sal, pero me faltó poco. Javi y Alonso no entendieron por qué les metí tanta prisa en llegar a casa.
Aquella tarde, mi paseo de siempre me llevó sin darme cuenta hasta la casa de Santa Medrano. Me enfurecí como un chiquillo al reparar en dónde estaba, y tuve que contenerme para no darle una patada a una señal de Stop en plena calle. Disgustado, miré a la casa, que se alzaba sobre la acera opuesta. La persiana metálica de la carnicería de la planta baja estaba levantada, y a través de las puertas de vidrio vi a varios clientes, la mayoría señoras mayores, esperando su turno. Detrás del expositor donde se alineaban cortes de carne, embutidos, patés y alguna que otra conserva casera, estaba la dependienta de siempre, que suponía sería la madre de Santa. Tenía una nariz aguileña que no se parecía en nada a la de su hija; pero, ahora lo veía, el pelo, aunque más corto, era igual de negro, y los ojos grandes y ojerosos eran también similares. Miré más arriba, y vi dos ventanas muy amplias, cubiertas por airosas cortinas blancas que se agitaban lánguidamente de vez en cuando. ¿Sería alguna de ellas la de su dormitorio? ¿Estaría ella mirándome a través de las cortinas, con sus ojos muy abiertos y su extraña sonrisa? La idea de ser observado me volvió a disparar el corazón e hizo que se me humedecieran las manos. De repente, Santa Medrano, la marginada del colegio, me daba un miedo espantoso. Salí de ahí lo más rápido que pude sin parecer que huía, y volví directamente a casa. Procuré no pensar en ella en toda la tarde; sin embargo, cada vez que su imagen, fugazmente, se colaba en mi consciencia, mi corazón latía con fuerza, y mi estómago se contraía con una ansiedad que hasta entonces desconocía.
Post Scriptum: Aaaaahhh, qué difícil es decidir por dónde partir los relatos para subirlos al blog... Habéis de saber que he empezado a subir este cuento porque no está terminado, y pensé que tal vez debería añadir un "factor de vergüenza" para cumplir el plazo. Así que ya podéis perseguirme con la fusta, los diodos de electroshock y las antorchas encendidas para que lo termine de una fucking vez.