Antes de nada, los que tengáis pene tal vez queráis haceros con un par de kleenex antes de continuar. Cosa de higiene. A las que tengáis vagina en principio nada, aunque una toallita húmeda para después nunca viene mal. Ah, y los menores de edad, no olvidéis mirar a vuestra espalda; mamá está vigilando. Mamá SIEMPRE está vigilando.
Enjoy ^^
El beso era
húmedo y acezante, largo, lleno de aliento robado y de suspiros. Hacía mucho
tiempo que no compartía un beso así, tan lleno de promesas y al mismo tiempo
tan delicioso por sí mismo. Deslizó las manos por el torso de él, cubierto por
una camisa de tejido tan suave que era prácticamente como tocarle la piel. Sólo
que mejor. Porque sabía que aún había piel por descubrir debajo. Palpó los
músculos tensos, las costillas, el vientre duro agitado por la respiración, los
pezones erizados, y deseó vivamente poder recorrerlo desnudo.
-¿Cómo te llamas?
–preguntó sin aliento, entre beso y beso, no iba a perderse ese beso por nada,
ni siquiera por hablar.
-Helios –su voz
era de adolescente, de adolescente tímido, aunque su ancha espalda y el vello
rubio que despuntaba en sus mejillas dijera lo contrario.
-Yo Ybelle –ya
estaba todo dicho, no necesitaba más. Metió las manos bajo la camisa y notó sus
pezones afilarse como cuchillas al llenarse las manos con el cuerpo de él,
elástico y vibrante. Enterró la nariz en su cuello, respirándolo hasta el fondo
de los pulmones, mordiéndolo, saboreándolo como si fueran a arrebatarle la
oportunidad de un momento a otro.
-E… espera…
-jadeó él, pero no opuso resistencia cuando ella se le colgó y lo derribó sobre
la cama. El susurro del colchón fue como una profecía de cosas maravillosas-.
Espera. No… -le atrapó las manos antes de que se las colara por la cintura de
los pantalones. Ella se detuvo y lo miró, con una sonrisa confusa.
-¿Qué pasa? ¿Ya
no quieres?
-No, no es eso.
Me gustas mucho… Ybelle… es sólo que…
-¿Qué? –los
labios de ella regresaron a la curva firme del cuello de él. Ahora que ya lo
había probado era incapaz de mantenerse alejada del sabor dulce de su carne-.
No pasa nada.
-No lo… ah… no lo
entiendes –sus manos, grandes y fibrosas, tentaban los antebrazos de ella, sin
decidirse a apartarla definitivamente.
-¿Qué pasa? –rió
ella desde detrás de la oreja de él-. ¿Acaso es tu primera vez?
-Eh… bueno…
supongo que sí.
No se esperaba
eso. Se separó de él para mirarlo a los ojos, tan azules como nunca los había
visto. Su cara estaba arrebolada por el deseo, pero su expresión se peleaban la
excitación y el miedo.
-¿En serio? ¿Un
hombre tan guapo como tú? No puede ser.
-Soy un poco…
raro.
-Bueno, no tengas
miedo. Lo haremos despacio, ¿sí? –y despacio fue dejando resbalar su besos por
la garganta de Helios, unos besos livianos que quemaban como hierro al rojo. Un
escalofrío lo recorrió y se transmitió al cuerpo de ella. Sí, sí, así, los dos
en un mismo ritmo. Empezó a despojarlo de su camisa, saboreando cada botón,
disfrutando de torturarse y torturarlo con la expectación.
-No, Ybelle…
-rogó, pero la voz se le quebró cuando la lengua de ella empezó a jugar con la
piel del pecho que iba quedando al descubierto-. Yo no puedo… no puedo…
-¿Por qué no
puedes? –inquirió ella, sin dejar de lamerlo lentamente, humedeciendo los
valles y colinas de su torso. Encontró uno de los pezones y lo acarició con la
lengua antes de morderlo, procurándole una descarga de placer como un
aguijonazo.
-¡Ah! Ybelle, por
favor… -pero no llegó a decirle qué-. Por favor… -las manos de ella ya tentaban
nuevamente la cintura de su pantalón y las de él las detenían una vez más. Eran
firmes, pero sudaban y temblaban. Se estaba resistiendo desesperadamente a algo
que deseaba con más desesperación si cabe. Ybelle se detuvo una vez más, sin
entender nada.
-“Por favor”
¿qué? ¿Qué te pasa, Helios? ¿Tienes miedo? –él negó con la cabeza, de repente
cabizbajo, avergonzado. Ybelle se arrepintió de su tono y cambió a uno más
dulce-. ¿Es que hay alguien a quien no quieres engañar? –otro vaivén de la
cabeza-. Entonces ¿qué ocurre?
-Yo no… yo no
puedo darte lo que quieres, Ybelle. Eres preciosa –la miró fugazmente a los
ojos-, Jesús, eres preciosa, Ybelle… daría lo que fuera por poder hacerte el
amor. Pero no puedo.
En sus ojos
empezaba a encharcarse una profunda tristeza. Con el sexo aún latente, Ybelle
apoyó una mano con suavidad sobre el vientre de él.
-No lo entiendo.
Los ojos de él
estaban obstinadamente clavados en sus rodillas, e Ybelle tuvo la impresión de
que Helios estaba lejos, tan lejos como se podía estar, que no estaba con ella.
-Helios –susurró,
levantándole delicadamente la barbilla para poder mirarlo a los ojos. Los dos
mares azules que le devolvieron la mirada estaban a punto de llorar-. Si puedes
hacer o no el amor, aún no lo sabes. Yo te deseo. Estoy segura de que puedes
darle a cualquier mujer lo que necesita. Si tan sólo…
-¡No! –su
brusquedad fue más fruto del dolor que de la rabia, pero Ybelle retiró asustada
la mano. Él reculó en la cama, enroscándose sobre sí mismo-. No puedo, Ybelle.
Lo sé. Créeme.
-No puedo si no
me dices…
-No. No puedo,
Ybelle. No puedo.
-Helios…
-Mira.
Con los dedos
trémulos, Helios se despojó del resto de su ropa y fue dejándola caer por el
borde de la cama. Desnudo recordaba a un héroe clásico, fibroso y ágil, pálido
como el mármol, pero cubierto de un vello rubio como el trigo, como su cabello;
cuerpo de dios griego, rostro de dios normando. Las hebras doradas creaban
volutas sobre su torso y convergían en una línea sobre su vientre, indicando el
camino a su pubis. Un pubis liso, curvado, acolchado de vello suave y de color
ceniza, entre el cual se abría, húmeda y escarlata, una grieta profunda
coronada por un diminuto capullo de rosa.
-Oh.
Los hombros de
Ybelle se relajaron y sus manos cayeron sobre las sábanas. Durante un instante
eterno no existió nada más en el mundo que la mirada de Ybelle y aquella vulva
rubia, excitada, sembrada en el lugar más inaudito. Las palabras, los hechos y
las ideas habían sido destruidos para siempre.
-Oh –repitió
Ybelle. Poco a poco, los colores y las formas volvieron al mundo, componiendo
de vuelta el cuadro que habitaba: la habitación a media luz, las sábanas
revueltas, el cuerpo de Helios, la cara de Helios, los ojos de Helios. Unos
ojos inundados por lágrimas de vergüenza que le cortaban las mejillas.
-¿Lo ves?
–sollozó, sin atreverse a mirarla, hundido en su propia humillación-. ¿Lo ves?
Claro que te deseo, Ybelle, pero soy un monstruo. Por eso nunca he estado con
nadie. Evito a las mujeres, de hecho. Tú… tú conseguiste distraerme. Que me
muera ahora mismo si no te deseo como no he deseado a nadie en mi vida –las
lágrimas salpicaban sus labios, labios de niño desvalido-. Pero no puedo darte
lo que quieres, Ybelle. Perdóname.
Siguió una larga
pausa. Ybelle tragó saliva y se echó el pelo por la espalda, mirando
intensamente a lo lejos. El cuerpo de Helios se contrajo al levantarse.
-Adiós, Ybelle.
Perdóname.
-No.
Se quedó en el
sitio, sin terminar de incorporarse.
-¿Eh?
-No. No te vayas
–los ojos de Helios, aún velados por las lágrimas, parpadearon confusos-.
Quédate.
-¿Qué?
-Ven. Ven –lo
atrajo de vuelta a sus brazos, ayudada por la laxitud de su cuerpo sorprendido,
y lo miró fijamente a los ojos-. No me importa.
-¿No te importa?
–Helios soltó una risita, triste y amarga-. Ybelle, soy un hombre con coño.
Claro que te importa.
-Eres un hombre.
Eso es todo lo que necesito saber –lo empujó hacia atrás hasta volver a
recostarlo. Al moverse para inclinarse sobre él, notó el roce de sus muslos,
aún húmedos-. Te sigo deseando, Helios. Lo que tengas entre las piernas no me
importa.
-Por favor, no me
mientas –dijo Helios, pero no dijo nada más porque la boca de Ybelle cubrió la
suya, llenándosela de besos diminutos, lamiendo tiernamente la curva de sus
labios, buscando la lengua de él con la suya para volver a beber de su saliva y
de su aliento. Ybelle notó contra su boca una protesta sofocada que pronto se
disolvió en un suspiro placentero.
Se besaron
largamente, con la misma sed del principio, pero demorándola todo lo que
podían, conteniendo los deseos de arrebatarse, sintiendo la excitación
prisionera como una cuchillada entre las piernas. Labios, lengua, un torrente
de fuego líquido, los susurros de un río enfurecido, dos alientos moribundos
aferrándose el uno del otro. Ybelle fue desnudándose mientras corcoveaba sobre
él, piel contra piel, mientras sus manos acariciaban con una dulzura letal todo
su cuerpo, incluyendo el delicado triángulo donde yacía la excitación de Helios.
-No… no tienes
que hacerlo, Ybelle…
-Shhhh… -y los
dedos de Ybelle jugaron con el vello rubio de su sexo, dibujando una
bifurcación en torno de la grieta entre los labios, presionando apenas lo justo
para rozar y no rozar la corola encendida del clítoris-. Tendremos que aprender
los dos, ¿sí?
-Y-Ybelle…
-Tranquilo, mi
amor –pasó la palma por encima de la curva de aquella vulva, tocando el
clítoris con una caricia de mariposa, antes de deslizar sus dedos un poco más
abajo y sumergirlos en la cavidad hirviente de su vagina. Estaba tan húmedo
como ella. Helios había dejado de hablar, sólo jadeaba y se ondulaba sobre las
sábanas, mientras Ybelle iba marcando a fuego una línea de besos desde su pecho
hasta su vientre y más abajo, su boca buscando encontrarse con sus dedos. Ella
sabía, él también, y la ansiedad los estaba matando a los dos-. Haz lo que yo
haga, ¿de acuerdo?
-Sí…
Ybelle besó con
reverencia el vello rubio del pubis antes de bajar a encontrarse con el
clítoris, hinchado y expectante. Lo lamió una sola vez. Helios contuvo un grito
con la mano sobre la boca.
-No te calles
–susurró Ybelle-. Hazlo –y lo miró fijamente a los ojos mientras descendía
sobre aquella flor y la lamía, lenta y profundamente, a veces rápida, a veces
dulce, con los dedos pulsando dentro de la vagina, tal y como ella hubiera
deseado para sí. Helios suspiró, con las lágrimas secas sobre la cara, y empezó
a rodar cuesta abajo hacia un deleite insospechado, una agonía deliciosa, un
regalo que creía no merecer.
La noche fue
larga. Helios no supo cuándo había estallado la primera vez, si antes o después
de lanzarse sobre Ybelle, de besar su boca y probar la sal de su
propio sexo, de lamer las pequeñas violetas de sus pechos, de abrazar sus
caderas y hundir su rostro en el agua profunda oculta entre sus muslos, un
pequeño pétalo húmedo sobre su lengua. Tampoco supo cuántas veces habían
llegado al final, los dos, gritando y sin resuello, abandonando el aliento en
la boca del otro, en las manos del otro, en la lengua del otro. Ybelle se ceñía
a su cintura y danzaba sobre el eje de sus dos sexos, maravillándolos de que un
roce tan delicado pudiera desencadenar un placer tan intenso; él la cubría con
su cuerpo y le bebía los gemidos de la boca mientras movía sus caderas contra
las de ella –“sí, sí, así, los dos en un mismo ritmo”. Ybelle gritaba mientras él la lamía como ella le había enseñado, él
gritaba con la lengua de Ybelle apuñalándolo entre las piernas, gritaban los
dos en un orgasmo al unísono y ya no sabían qué labios estaban besando ni dónde
empezaban y dónde acababan, si eran dos cuerpos o tan sólo uno.
Cuando por fin se
derrumbaron exhaustos, hechos un nudo de cuerpos, la saliva de Helios sabía al
sexo de Ybelle, o tal vez el sexo de Ybelle sabía a su saliva, tal vez sus
sexos gemelos eran uno solo, tal vez. Ybelle descansaba sobre su pecho, medio
dormida, marcada en la piel por sus dientes, saciada de placer y dichosa.
Helios acarició su pelo oscuro con una de las manos con las que le había hecho
el amor, como jamás creyó posible. Escondió sus labios contra el cabello de
ella.
-Gracias
–susurró-. Gracias, Ybelle. Gracias para siempre.
-Gracias…
-repitió ella, soñolienta.
Y después cayeron
dormidos.