martes, 10 de julio de 2012

Felis Catus (parte final)



Partes I , II, III, IV, V, VI, VII, VIII y IX.
Al volver a casa aquel sábado caí rendido en la cama y me sumergí en un sueño denso muy parecido a la inconsciencia. De vez en cuando despertaba, aturdido y mareado, y me revolvía contra la almohada húmeda de sudor, con la boca seca y los ojos hinchados, antes de volver a hundirme en la oscuridad. En alguno de esos momentos de vigilia, mi lengua articuló torpemente la palabra agua, y alguien me recogió la cabeza en el hueco del brazo y me puso un vaso lleno de agua fría en los labios. Bebí con el ansia de horas y horas de terror, con algunas gotas bajándome por la barbilla y mojándome el cuello, y al terminar una mano me enjugó la cara y una voz susurró entre las sombras “descansa, hijito, descansa”. Quise decir que no quería seguir durmiendo, que tenía miedo, pero me dolía la cabeza y el sueño tiraba de mí como un ente negro y gelatinoso provisto de garras, deseoso de asfixiarme aprovechándose de mi indefensión, como el vientre de un gato, como el sexo de San. San, San, San…
Desperté de golpe, finalmente, aquella noche, mientras mi padre, con el rostro exangüe por la preocupación, agitaba un termómetro junto a mi cama. Había estado todo el día dando vueltas en la cama, me dijo, delirando sin parar, hablando de gatos, de cosas que venían. Reconocí finalmente mi habitación, y el alivio me invadió como un torrente de agua fresca al comprender que, al menos de momento, estaba a salvo. Mi madre entró en el cuarto con una taza de caldo caliente. Sonreí, agradecido, y abrí la boca obediente para que mi padre depositara el termómetro debajo de mi lengua.

El resto de la semana lo pasé sudando la fiebre, temblando a ratos, durmiendo, mirando al vacío las más de las veces. Durante todo el tiempo tuve bien presente los momentos vividos en casa de San; no intenté disuadirme de que habían ocurrido, no lo achaqué a ninguna pesadilla. San era bien real, y su casa, sus gatos y aquello que vivía en el piso de abajo lo eran también. Coloqué simplemente aquellos recuerdos en una estantería a ras de suelo en mi memoria, y los empujé bien al fondo, decidido a no dejarme arrastrar otra vez por el deseo, la nostalgia o el pánico. San había acabado, y aunque ni siquiera mi mente lo articuló en imágenes, estaba decidido: tenía que salir de allí, lo más lejos posible. Sólo a veces, durante el período vulnerable de los sueños, me asaltaba un vago e inconfundible temor, la certeza de que San estaba ahí, siempre ahí, acechándome. En cuanto me sentí capaz de pensar sin que las nébulas de la fiebre me entorpecieran, les dije a mis padres que tenían razón: me encantaba la idea de irme a estudiar a otro país.
Y así fue. Me las arreglé para alargar mi convalecencia hasta que las clases se dieron por terminadas, y entretanto mis padres, aún no sé cómo, me consiguieron una plaza de intercambio en un colegio de Londres para el curso siguiente. Me recuerdo aquellos días de principio de verano, sentado en la cama, estrujando entre las manos los folletos de la escuela, mirando intensamente al vacío para empujar a lo más hondo de mi cerebro los recuerdos negros y ambarinos de aquella última noche. No volvería a pasar. No volvería a pasar. Aquel verano salí poco; solía quedarme en casa, leyendo, a veces en inglés. Las pocas veces que salí a caminar, lo hice en dirección contraria al centro de la ciudad, lejos de mi casa, del colegio, de cualquier lugar donde San pudiera estar. Tal vez estaba convencido de que, si no pensaba en ella, tarde o temprano dejaría de latir sordamente el arañazo que me había dejado en el alma.
El día anterior a mi partida a Londres, Javi apareció inesperadamente en mi casa, para decirme adiós. Traía una coca de sal, grasienta en su papel encerado, como regalo de despedida; la visión de quien fuera mi compañero de clase y uno de mis mejores amigos, portando un almuerzo de colegial, revolvió en mí estratos olvidados de memoria y de sensaciones. Me encontré, sorprendido, con un nudo en la garganta.
-Hola –dijo Javi.
-Hola –dije yo.
-¿Cómo te encuentras? –preguntó sonriente, como si hubiéramos estado riéndonos en clase el día anterior. No llores, Isaac. No llores-. Me dijeron que estuviste malo.
-Sí, pero ya hace un montón de eso. Fue a finales de curso.
-¿Y cómo es que te vas a Londres?
-Ya ves.
-O sea que me dejas solo, ¿eh?
 -¿Y Alonso? –quise saber.
-Hace tiempo que no quedo con él. Ha empezado a ir con el grupo de Fran y éstos –explicó, con una sombra en el entrecejo. Era de esperar que, tarde o temprano, Alonso se cansara de estar pendiente de un chico infantil y de otro enamorado hasta las trancas, y acabara buscándose otros amigos. Lo sentí más por Javi que por mí.
-Lo siento, tío.
-No te preocupes –dijo inmediatamente, y volvió a sonreír-. En realidad no me quedo solo-solo.
Me miró, encogiendo un poco los hombros, con una sonrisa tímida de bebé. Sabía que quería decirme algo, pero mi cerebro estaba atontado después de tantos meses sin tratar con otros humanos.
-¿Eh?
-Pues que tengo… ya sabes. Tengo novia.
Parpadeé. Conciliar la idea de Javi con la idea de una novia me costó un par de segundos. Parecía imposible que Javi, aquel Javi con quien yo había pasado tardes enteras jugando a la consola y paseando por el pueblo, ahora fuera de la mano de una chica. ¿Sería una chica como San? No, no, mi cerebro protestó con furia: la idea de Javi obnubilado por una criatura voraz como San era obscena.
-¿Quién es?
-Andrea Roig –dijo, bajito, debatiéndose entre el orgullo y la vergüenza.
-¡¿Andrea Roig?! –exclamé, volviendo a ser por un momento el muchacho de quince años que en verdad era-. ¿La que le miraba el paquete a Ferrer?
-Pues sí, ella. ¿Qué pasa?
-¿Cómo así, tío?
-No sé, nuestros padres son amigos, así que nos veíamos en las cenas… y yo qué sé… pues eso –y se rió, sonrojado. Parecía genuina y sencillamente contento de tener a Andrea a su lado. Estaba a años luz de la persona en que San me había convertido.
-No sé, nano… ¿Andrea?
-Le gusta jugar al Call of Duty. Nos pegamos cada viciada…
No hubo más que decir. Eso era una novia: una chica que se sentaba contigo a jugar a la consola, una persona de la que le hablabas a tus padres y a tus amigos. San no había sido una novia. Había sido… San.
De repente Javi pareció incómodo.
-Lo tuyo con la pe… con Medrano…
-No, no, hace mucho tiempo que no… que no nos vemos. Ya pasó –aclaré lo más rápido que pude.
-¿Qué pasó?
-Nada, que me quitaba mucho tiempo –aquella verdad tan espantosamente mutilada fue suficiente para Javi, que asintió. No podía contarle a Javi el descenso a los abismos entre los muslos de San. No podría contárselo a nadie nunca. En ese momento me di cuenta de que era algo que nadie más sabría, por muchos años que viviera; nadie lo sabría, salvo yo. Y San.
Javi se marchó más tarde, dejándome la coca sobre la mesita de noche. Cuando salí a despedirlo, me deseó suerte y me tocó ligeramente el hombro. Al cerrar la puerta tras él, tuve una sensación de fundido a negro, como si mi vida fuese una película de George Lucas. Una escena estaba dando paso bruscamente a otra muy distinta.

Por la noche, antes de acostarme, pasé un largo rato en el baño, vestido sólo con el pantalón del pijama, mirándome al espejo. Trataba de reconocerme, de volver a encontrarme, de asegurarme que yo seguía siendo yo después de los tiempos extraños pasados con San. Vi en mi pecho y en mi vientre los vacíos dejados por el peso perdido en los meses de delirio, nuevos valles y promontorios de músculo y hueso que creaban claroscuros desconocidos en una piel más sensible de lo que recordaba. Me palpé sorprendido las costillas, las caderas, los brazos; pasé los dedos entre los mechones crecidos de mi pelo y por los ángulos de mi mandíbula, descubriendo que la pelusa de melocotón que cubría mis mejillas se había vuelto oscura y gruesa. Me miré a los ojos en el espejo, me descubrí serio, contenido, denso, me costó reconocer como mía esa mirada de hombre preñada de historias y de secretos. Definitivamente el Isaac que había empezado aquel curso era una persona muy distinta al muchacho que al día siguiente se marchaba a Londres, me dije, mientras andaba de puntillas por el pasillo para echar mano de la maquinilla de afeitar de mi padre. Al día siguiente él fingió no darse cuenta de la masacre que me había hecho en la cara tratando de rasurar mis cuatro pelos ridículos, pero creo que le vi una risita medio orgullosa, medio enternecida escondida en las comisuras de los labios, mientras me despedía en el aeropuerto.

* * *

Estuve un año fuera, viviendo en un mundo verde y húmedo, confundido entre docenas de otros colegiales pálidos a los que les parecía extremadamente gracioso el acento con el que pronunciaba su idioma. El aire siempre recién lavado de aquel país, sus tormentas constantes, el frío purificador de su invierno, sus largas noches, fueron como un bálsamo para mi alma convaleciente de quemaduras de tercer grado. Londres me recibió entre sus brazos frescos como una novia conciliadora capaz de comprender y de amar a alguien con un pasado perverso, como yo. A veces pensaba en Javi, lejos allá en el sur, caminando de la mano de Andrea, los dos tranquilos y felices por el mero hecho de su compañía, aprendiendo sin prisa las sutilezas del amor cotidiano, y creí hacerme una idea de cómo era aquello de enamorarse sin dejarse la sangre por el camino. Una vez, caminando hacia mi nuevo colegio en una madrugada azul-grisácea, me detuve en seco, me bajé la bufanda y saqué la nariz para meterme hasta el fondo de los pulmones una bocanada de aire helado, expulsándolo luego con la delectación de un fumador. Era la primera vez en mucho tiempo que respiraba sin sentir el peso de un saco de piedras en el pecho. El frío me picó en los ojos, y un par de lágrimas rodaron por mis mejillas al tiempo que descubría que mi garganta se quebraba en un sollozo transparente. Al fin era libre de llorar por San, como cualquier adolescente por un amor perdido.

Volví a casa el verano siguiente, varios centímetros más alto y con varios kilos de más, gracias sobre todo a los impresionantes desayunos que me servía mi familia de acogida. Hice el bachillerato de humanidades en un colegio distinto, localizado en otra ciudad de la zona, al que me desplazaba todas las mañanas en bicicleta; después de aquellos dos últimos años, partí a la capital a estudiar filología inglesa. Me concedieron beca de intercambio dos veces, y ambas volví a Londres; al finalizar mis estudios, conseguí otra beca de investigación y me trasladé definitivamente. Me despedí de mi ciudad, de mis padres, de Javi, de Andrea y de su hijo nonato, metí mis botas Wellington en la maleta, y me planté en aquella ciudad nórdica dispuesto a empezar de cero. No había vuelto a ver, ni a oír hablar, de San en siete años.
Fue en mi pueblo natal donde desperté a la vida, entre los brazos de San; es aquí, sin embargo, donde he decantado pacientemente todas las experiencias de mi vida hasta convertirme en la persona que soy. De todas las personas que diariamente bajan por mi calle camino a la estación de metro de Lancaster Gate, el español silencioso que pasea a un perro labrador es el que menos cuchicheos despierta en el vecindario. Mis vecinos me tienen por un serio y pacífico profesor universitario, un cuarentón amable que vive la confortable vida de un soltero sin estrecheces, recibiendo a colegas en mi apartamento en Inverness Terrace, viendo a una mujer de vez en cuando, trotando con su perro cuando no está trabajando en la facultad. A veces, yo también lo creo. Sin embargo, sé que debajo de todos los estratos de paz que esta ciudad me ha dado aún queda un núcleo ardiente que tanta lluvia no ha conseguido apagar, y que, espero, jamás se apague. Es la esencia de la criatura que despertó el día que una muchacha llamada San (San, San) la miró a los ojos; es la voz de un hombre joven, enfebrecido de deseo, lleno de apetito por la vida, capaz de precipitarse a lo más profundo con tal de saciar la sed de un beso. Ése también soy yo, no sirve de nada negarlo. 

San vive conmigo a cada paso. A veces pasan largas temporadas sin recordarla, y llego a creer que la he olvidado; pero entonces una mirada desconocida, un nombre, los pasos furtivos de un gato por la calle la traen de vuelta a mi memoria, confirmándome que ni siquiera todos estos años son suficientes para borrarla, y su nombre vuelve a rodar entre mis labios como alguna vez hicieron su boca y su cuerpo. Hay noches en las que deambulo en silencio por Hyde Park hasta que cierran, otras veces me refugio en Saint James en horario de servicio y tirito en los últimos bancos. En estas ocasiones, en las que el fantasma de San me sigue de cerca, no busco realmente huir de mis recuerdos, si no alivio para la fiebre que éstos despiertan. San fue mi adolescencia, fue la primavera de mi vida, el comienzo de todo, y si Pedro negó tres veces, tres veces Isaac afirmará su recuerdo; en ocasiones, cuando me siento solo, convoco su presencia inmarcesible y ella aparece, extraña, burlona, amenazante, a llenar los rincones vacíos de mi casa y a hacerme sentir joven y pleno de nuevo. San no envejece en mi memoria, y tal vez tampoco haya envejecido nunca. Tal vez ella, y su lóbrega casa, y su madre silenciosa, y su manada de gatos, e incluso aquello que nunca he dudado que vi en la planta baja de su casa, estaban hechas de una sustancia eterna, tal vez yo estaba destinado a conocerla y a amarla para conocer y amar mi propia vida. Tal vez, sólo tal vez, San era yo: mis miedos, mis sueños oscuros, mis deseos y mis capacidades aún por descubrir, vestidos con un ropaje distinto. Casi treinta años han pasado, pero San, la diosa gata, la diablesa, la quinceañera equívoca, la rarita de clase, la novia pérfida, sigue siendo la única leyenda de mi vida. San dulce y terrible, San monstruosa y hambrienta, San mi primer amor.
San.
San.
San.

Yyyyyyyyyyyy FIN ^^. Después de un año y pico, señoras y señores, he aquí la "esperada" culminación de Felis Catus. Aún tengo que corregir el texto al completo (ha acabado convirtiéndose en una novela corta, así a lo tonto), pero no temáis, así es como acaba la historia de Isaac y San, a los que ahora por fin puedo dejar descansar. Tengo la esperanza de que hayáis llegado aquí con por lo menos un poco de curiosidad; si lleváis leyendo desde el principio, gracias por vuestra fidelidad y paciencia. Y no os vayáis, aún hay mucho más.
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