miércoles, 23 de febrero de 2011
viernes, 4 de febrero de 2011
Hay un lugar en América
Llevo ya un par de días aquí. Tengo la curiosa sensación de haber vuelto a casa, o tal vez de haber creado aquí una casa. Es difícil de decir.
Hay un lugar en América, lejos del Caribe y de todos los estereotipos de América Latina. Aquí no hay playas blancas con mar tibio y azul, sobre cuyas arenas pasean gentes mulatas con el ritmo de la salsa en las caderas. No justamente aquí, al menos.
Aquí casi siempre está nublado, y en verano, al atardecer, la luz del sol se cuela a través de la neblina y tiñe la luz de color ladrillo. El sol siempre se acuesta en el mar. Y el mar, mal llamado Pacífico, es un ente helado y embravecido, del color del cemento, que muerde una y otra vez la orilla con olas de cuatro metros. Su estruendo sacude hasta el alma.
Aquí nunca llueve. La humedad que flota en el aire puede encrespar hasta al más tieso, pero nunca llueve: sólo en invierno cae de vez en cuando una leve llovizna que con las justas llega a humedecer los contornos. El polvo de las montañas se adhiere a las plantas, los edificios y los objetos, y bajo la bruma, todo es pardo-gris.
Las gentes de aquí tienen la cara ancha y cobriza y el pelo duro y negro. Las gentes de aquí tienen la piel color del chocolate, los labios gruesos y el pelo negro y rizado. Las gentes de aquí tienen la tez ambarina y los ojos rasgados. Las gentes de aquí tienen la piel blanca y los ojos claros. Las gentes de aquí tienen todas las gradaciones de colores y formas que hay entre medias.
Aquí una fiesta es una fiesta. Hay música, bebidas y risas, pero sobre todo baile. La menor provocación es suficiente para patear los zapatos y arrancarse con un festejo o una marinera: entonces los esclavos angoleños, los inmigrantes serranos y los señores criollos bailan al mismo son.
La comida es tan deliciosa como siempre recuerdo, llena de añoranza. La fruta de verano es carnosa, jugosa y encendida de color, llena de pulpa, de sabor intenso y dulce. Los postres, complejos y delicados, conservan entre sus capas de manjarblanco y merengue los susurros castos de los conventos de clausura y la chacota alegre de la cocina de las matronas. El omnipresente ají y el rocoto siguen tiñendo de fuego los platos e incendiando las lenguas, invitando a la cerveza, el pan y la risa. Y la casa de mi abuela, vive dios, sigue oliendo a velas perfumadas, gelatina y perejil.
Y el olor del mar... ese olor de hembra brava, sigue siendo el mismo. El mar que ha recibido a mis ancestros y ha acunado mi sueño tantas noches con su susurro.
Sigue siendo el mismo. Todo sigue aquí.
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