There’s a man in this world who has never smiled.
You may know his tragedy, the later years, by heart.
In the beginning there was a mother, father and a child,
a troubled little silent boy whose life they were to destroy
known to us from this day on like his father, Caleb.
(Tony Kakko)
En una isla del mar del Norte, colgada sobre los acantilados de la costa oriental, existe una aldea cuyo nombre vulgar debería ser sustituido por Tristeza. La mitad del año la lluvia y la nieve se precipitan sobre los tejados, dejando a su paso un rastro de silencio; el resto un denso velo de niebla tapa eternamente el sol. Lejos del círculo de casas, sobre la última lengua de roca que cae abruptamente en el mar helado, una cabaña solitaria de maderas grises de salitre parece darle la espalda al mundo. Allí se crió un niño al que sus padres llamaron Caleb.
Caleb creció callado y ojeroso, sin jugar con los demás niños, que le daban la espalda por aburrido. Los adultos lo miraban con desconfianza, preguntándose qué le pasaba al pobre crío, ya que sus padres siempre habían sido gente normal, si se ignoraba el excéntrico emplazamiento de su vivienda. El padre, elegante, recto, severo pero caballeroso, la madre carismática, conversadora, de trato fácil. Nadie sabía de dónde había salido un niño fantasma. Salvo Caleb.
Sólo él oía por las noches los gritos, los vasos rotos, los muebles patinando por el suelo y estrellándose contra la pared, las palabras de odio. Ah, esas palabras de odio. Durante años Caleb las llevaría ardiendo en los oídos. Cada noche se acurrucaba en la cama, sin atreverse a apagar el velador y abrazándose las rodillas, rezando lo poco que sabía por que todo acabara pronto. Cada noche, invariablemente, la madre entraba en su habitación con los ojos duros y los puños apretados, y se sentaba en la cama con él. Sus brazos se cernían en torno a los hombros y la cabeza del niño, apretándolo posesivamente contra sí y meciéndolo, como si él hubiera estado llorando; en realidad, era ella la que quería llorar y jamás lo hizo.
-Tu padre es un hombre tan malo, tan malo, cariño… -decía, metiendo sus dedos entre el pelo de Caleb y mirando al vacío, lejos de él-. Se merece todas las desgracias del mundo. Mira cómo nos hace sufrir, a ti y a mí…
Caleb sólo deseaba que todo acabara; odiaba a su madre cuando se comportaba así, pero al mismo tiempo temía al significado de sus palabras, a la figura altiva y gélida de su padre. Su padre que nunca estaba, que casi nunca le hablaba, que apenas le miraba. Su padre que parecía querer más a los vecinos sin nombre del pueblo que a su propio hijo. Por eso Caleb, con un retortijón de asco y miedo en el estómago, se abandonaba a los abrazos manipuladores de su madre, buscando protección de algo que no sabía precisar. Se pasaba los grises días solo en la casa, temiendo que llegara la noche y todo volviera a empezar. Los meses de cielo encapotado los gritos nocturnos eran lo único que quebraba la monotonía de su vida, pero en los meses de frío llegaba la violinista.
Todos los años, indefectiblemente con el primer temporal de otoño, aparecía en el pueblo debajo de una espesa capa de piel y un sombrero encerado sobre cuyas alas chorreaba la lluvia, llamando a la puerta de la única taberna. Todos la estaban esperando. Al entrar se quitaba la capa para dejarla a secar junto al fuego, como un ritual, y revelaba el fardo a su espalda donde guardaba el violín y otros distintos tipos de maravillas, y su pelo blanco con destellos plateados, corto y despeinado como una nube de lluvia. Los aldeanos se alegraban de verla llegar para animar los días fríos; poco más había que hacer en esa época, salvo esperar.
Al día siguiente la violinista se echaba a la calle con un sombrero de copa negro sobre los cabellos blancos, tocando su instrumento mientras andaba, atrayendo a niños y demás paseantes. Daba vueltas por los diversos poblados de los alrededores, encantando a la gente con su música y produciendo de su fardo curiosos juguetes e ingenios con los que entretener, extendiendo el sombrero de copa para que los espectadores depositaran sus monedas. Nunca hablaba, sólo daba las gracias con una inclinación de cabeza. Nadie sabía dónde vivía el resto del año, o qué edad tenía su rostro atemporal. Tampoco les importaba mucho.
Caleb la seguía siempre a una distancia prudencial, sin atreverse a acercarse o a darle dinero, aunque le gustaban sus juegos. Los niños del pueblo le ignoraban y los adultos le tenían pena, y él había crecido solo con sus padres: era un hijo del miedo y se lo tenía a todo y a todos. Sin embargo, se alegraba cada primer día de otoño al despertar con las lluvias, sabiendo que ella llegaría. Sentía un levemente cálido agradecimiento hacia ella en su frío corazón; sin su música, la vida sería sencillamente un erial gris salpicado de hambrientas zarzas de angustia.
Los años de la infancia de Caleb se sucedieron uno detrás de otro, sin ningún cambio en el horizonte plagado de niebla. Y un día, el padre desapareció. Nada en el pueblo se movió y nadie le dijo nada; esa noche, después de los gritos se oyó un inusual portazo y luego llegó el silencio. La madre no vino a abrazarle esa noche. Esperó sentada en la mesa a que Caleb saliera de la habitación cuando el alba gris empezó a iluminar los tablones de la cabaña, y se arrojó sin un sonido a estrecharlo. Sus brazos eran más fríos y asfixiantes que nunca, y Caleb se sintió invadido por un inexplicable horror. Sus ojitos ojerosos se llenaron de lágrimas de miedo cuando oyó a la madre susurrar con voz gélida, acariciando, casi arañando sus cabellos.
-Se fue, el muy maldito se fue… nos ha dejado solos, mira cómo nos ha dejado. El muy maldito…
Caleb no llegó a entender por qué no sentía nada.
Cuento inspirado por la canción homónima de Sonata Arctica. Iré subiendo la continuación en los próximos días.