domingo, 23 de febrero de 2014

Romance de la luna-ballena

La luna es una ballena,
blanca, blanca y serena.

La luna es una beluga
rechoncha y risueña
que nada por las noches
en un piélago de estrellas;
la luna es una beluga
oronda cual pandereta.
Su barriga es una rosa
blanca, blanca y abierta,
y con su fulgor marino
baña toda la tierra;
la luna nada en el cielo
y baila con los cometas
y en el suelo yo acompaño
a la sombra de sus aletas.
A la luna la oigo que canta
cuando aún estoy despierta:
una copla de mar oscuro,
nana de madre ballena.
La luna es una beluga
redonda como una perla
y vela mi sueño dormido
en las noches como ésta
donde miro y miro al cielo
y mi alma se da vueltas
pensando en la luna-beluga,
pensando en madre ballena.

La luna es una ballena,
blanca, blanca y serena.


Acababa de leer el Romancero Gitano de García Lorca, y las cosas pasaron. Poco a poco la rima va volviendo a mi vida.

domingo, 16 de febrero de 2014

Eloí Eloí (parte IV)

El sol y la luna corrieron y corrieron sobre el desierto varias veces, persiguiéndose y persiguiéndose en un baile sin fin. En la pila de piedra del patio, Mamá cantaba que la luna muy picarona se fue a visitar al sol, pero el sol sale de día y la luna no lo encontró. La Abuela se balanceaba en su mecedora, Papá y Carmelo cargaban a la mula y emprendían larguísimos viajes para comprar la misma lana y vender el mismo queso. Irene y Consuelo tejían y entretenían a Luisito y a Mateo contándoles cuentos, y el sol y la luna pegaban, pegaban, pegaban sobre el desierto, sobre los montes y sobre las arenas, sobre la azul cordillera a lo lejos, y eran el mismo sol y la misma luna de cada día desde la Creación del mundo, pero María los sentía aumentar, crecer, volverse blancos y furiosos como el metal en la fragua del señor Gonzalo el herrero. Y bajo sus pies la tierra y la arena se volvían también blancas e hirvientes, mondas, secas, muertas, como si el sol y la luna estuvieran quemándolas y disecándolas como harían con los huesos de un coyote abandonados sobre las dunas. A veces, cuando se quedaba quieta, como hipnotizada, sobre el sendero del patio, con la batea de ropa para lavar o la ristra de cebollas para colgar, la invadía la terrible certeza de que ese ardor estéril se le subía por las piernas, invadiéndole el cuerpo y el alma, volviéndoselos quebradizos como la arcilla reseca, y que pronto se quebraría y desmigajaría y sus pedacitos se los llevaría el viento lejos, lejos en el desierto, y que nadie lloraría su muerte, porque ¿qué se perdería con ella, salvo su obediencia y su silencio?
Seguía bajando con regularidad al sótano a recoger frijoles o ajos, y en las noches cuando no podía dormir, que cada vez eran más. Siempre hablaba con el demonio, dirigiéndole más que fuera un par de palabras, para que supiera que estaba ahí, sin saber la soledad de quién estaba intentando consolar. El demonio, por su parte, no volvió a suplicar por su libertad. De alguna manera, en la tristeza de su tono, María sentía que se había resignado a una existencia condenada dentro del pozo, muerto de frío y de pena. Aquello la soliviantaba, le daba ganas de volver a sacar el tema, de obligarlo a rogar de nuevo por su liberación; no soportaba la idea de olvidarlo. Pero ah, se decía a sí misma, humillada, tampoco soportaba pensar en hacerse responsable ya no sólo de la libertad de aquella criatura, si no de la suya propia. Cobarde, cobarde, se repetía entre dientes siempre, cuando volvía a enfilar las escaleras, hacia el mundo blanco y agostado de arriba.

Una noche María se despertó muerta de miedo, como si acabara de ver en sus sueños algo aterrador, aunque no conseguía recordar si así había sido. Tenía la espalda mojada de un sudor que se comunicaba al colchón de pancas de choclo, pero se moría de frío. La frazada de lana estaba en el suelo, y se moría de frío. Un frío húmedo, asfixiante como el del pozo. Sin saber por qué, se tentó el pecho y el cuello, buscándose el pulso, y no pudo encontrarlo. "¿Es que he muerto, acaso?" sollozó en la oscuridad. "¿Es que ya estoy muerta?"
Recuperó la frazada y se aovilló en la cama, llorando en silencio. Irene ni siquiera se movió.

-Papá ha hecho bromas hoy, en la comida -le comentó a la criatura varias noches después-. Ha conocido a Mauro, el sobrino del señor Gonzalo, el herrero. Dice que es un buen hombre para mí. Para casarme. Dice que ya es tiempo.
-¿Qué tan en broma lo decía? -preguntó el demonio, su voz tan carente de inflexiones como la de María.
-Menos de lo que me gustaría -dijo ella, apretando fuerte su taza de chocolate, deseando que el calor se le pasara a los dedos-. Ya viene. Lo que tú decías. Ya ha empezado.
-Empezó mucho antes de que tú nacieras. Ya lo sabes.
-Ya lo sé.
Los dos callaron. El demonio estaba apoyado en el lado del pozo más próximo a María; ella no podía verlo, pero lo sentía allí. Cerca.
-Lo siento mucho -dijo el demonio al cabo.
-Yo más -susurró María, sorbiendo el chocolate, ansiando que estuviera demasiado amargo, demasiado dulce, que le quemara la lengua, lo que fuera. No ocurrió-. ¿Sabes? A veces siento que estoy como ardiendo, quemándome por adentro, pero al mismo tiempo tengo frío. Frío es todo lo que tengo.
-Te entiendo -dijo el demonio. Y María se dio cuenta, con una triste falta de sorpresa, que era la primera vez que alguien usaba esa frase con ella. Y le creyó con toda su alma.
Apuró el chocolate y agarró su taza para irse, con los dedos entumecidos. Cuando puso el pie en el primer escalón, la voz oscura la llamó desde el pozo.
-María.
-¿Sí?
María miraba a la sima, y tenía la certeza de que la criatura miraba hacia ella, a través de la tierra, a través de los barrotes. Apretó el pasamanos, deseando y temiendo a la vez que hablara, que le dijera algo, lo que fuera. Pero el silencio del demonio era el de una persona desconsolada que ha decidido que no tiene sentido hablar.
-María. María. Dulce María.
Y sus palabras le quemaron la lengua, la garganta, el estómago y el corazón.

Una mañana clara, despejada como casi todas en aquel desierto blanquecino, el ranchito de la familia de María se pegó fuego. No había nadie allí, aparte del demonio y de la propia María; la Abuela había amanecido muy enferma, con vómitos y convulsiones, y Papá la había montado en la mula para llevarla a casa del doctor Márquez sin perder tiempo enviando mensajeros. Consuelo los acompañó, a pie. Mamá había uncido a los dos bueyes a la carreta familiar, pues era día de mercado, escoltada por Carmelo e Irene. Les tocó llevarse a Luisito y a Mateo, porque tuvieron una pataleta. María se quedó en el porche, sola, envuelta en su ruana, viéndolos desaparecer en el horizonte y dándose cuenta por primera vez que en su familia raramente nadie iba solo a ninguna parte. Nadie había entendido por qué quería quedarse, les parecía peligroso, pero la urgencia de la Abuela enferma y el día de mercado pudieron más. Le dejaron encargado que limpiara, hilara y preparara la cena de aquella noche y las tortillas para el día siguiente, y que ordeñara a las cabras, y que desgranara la canasta de choclos que habían traído el día anterior. María asintió, tan servicial como siempre. 
Se sentó a la ventana de la cocina, tejiendo tranquilamente, mientras el sol ganaba las montañas y espantaba las sombras azules de la noche, imaginándose a su familia caminando, alejándose, pasando por el pozo de los viajeros, por la calavera de perro que había en la encrucijada,  y luego por la ermita a san Martín, que Papá y Mamá siempre tocaban con reverencia antes de santiguarse. Cuando el sol empezó a desplegar su fulgor por el cielo, bañando el desierto con su luz plateada, María se levantó, abandonando su labor sobre la silla, agarró una botella del aguardiente que destilaba Papá, encendió un cabo de vela en las brasas de la cocina y bajó paseando al patio. Sin apurarse, descorchó la botella, encajó el cabo de vela en la boca cuidando de no salpicarse de cera derretida, se detuvo a una distancia prudencial del muro oeste del ranchito y lanzó la botella con todas sus fuerzas contra los listones de madera de la pared. Una impresionante llamarada se apoderó del muro.
A toda prisa, antes de que se extendieran las llamas cortándole la salida, María bajó al sótano armada con un farol y un balde de agua. Allá abajo, en la cavernosa oscuridad, las crepitaciones de la madera y el adobe siendo lamidos por las llamas llegaban como roncos ecos de una realidad distinta.
-¿Qué has hecho? -susurró con incredulidad la criatura en el pozo. Se habría dicho que estaba asustada.
-Liberarte -espetó María. Ya le costaba bastante mantener a raya la culpabilidad por haberle dado salmuera caliente a la Abuela, y haberle prendido fuego a la casa, dejando a su familia sin nada, como para hablar de ello-. Liberarme -que los ayudaran el señor Gonzalo y su maravilloso hijo. Para eso estaban, ¿no era cierto?-. ¿No dijiste que tenías frío?
-Has incendiado la casa -jadeó la criatura.
-He acabado con todo. Ya está.
-¿Es que piensas morir aquí, entre las llamas?
-No -dijo María, sacándose la ruana para extenderla por el suelo. Siguió hablando mientras procedía a empaparla con el agua del balde-. No pienso morir. Ya les gustaría a ellos, pobre santita mártir, pobre virgencita María, inmolada como santa Bárbara en su torre. No pienso morir. Por eso he incendiado la casa. Me voy. Y tú también te vas.
El demonio guardó silencio durante un rato, tal vez ponderando sus nuevas posibilidades, tal vez sólo asombrado.
-Qué fiera te has vuelto -dijo al cabo, sencillamente.
-Si pateas y matas de hambre a un perro, al final te muerde -espetó María, poniéndose la ruana mojada sobre los hombros. Empezaba a oler a humo allá abajo. El ranchito gruñía y crepitaba. Pronto las llamas tomarían todo el perímetro de la casa, creciendo altas hacia el segundo piso y hacia el cielo. No le quedaba mucho tiempo-. Ve. Eres libre. Corre, vuela, lo que sea. Yo también me voy. Sólo he bajado para darte las gracias.
-Gracias ¿por qué?
-Por maldecirme. Embrujarme. Decirme la verdad -y por primera vez María le sonrió al pozo, sabiendo que de alguna manera el demonio percibiría su sonrisa-. Para el atardecer de hoy estaré lejos de aquí, rumbo a otro lugar. A otra vida.
-¿Y no tienes miedo? -preguntó la criatura, y María se acordó de una de sus primeras conversaciones, hacía muchas lunas y una vida entera.
-No -esta vez era completamente cierto-. No, ya no tengo miedo. Y eso todo gracias a ti.
Por un momento quiso decir más, quiso hablar de sentimientos para los que no tenía palabras, explicar sensaciones e ideas para las que nadie la había preparado. Pero el ranchito crujió desde arriba, lamido por las llamas, y María se echó la ruana empapada sobre la cabeza y subió las escaleras del sótano por última vez.
El fuego ya se había adueñado de todo el lado oeste de la casa. María atravesó la cocina y el recibidor apretándose la lana mojada de la ruana contra la boca y la nariz, casi a ciegas a través del humo, y se arrojó a través del porche al mundo exterior, bañado por la blancura cegadora del sol. Corrió por el patio hasta la leñera, donde había escondido su sombrero de ala ancha, ropa de repuesto y algunos víveres para el camino. Se colgó el equipaje a la espalda con un aguayo, se remetió la navaja con cacha de madera de Papá en el cinturón, comprobó que el dinero que había robado siguiera cosido dentro del forro, y se caló el sombrero sobre las trenzas. Caminó sin prisa hacia la tranquera de la valla que delimitaba la propiedad, como si todo aquello que había conocido en sus casi dieciséis años no ardiera furiosamente a sus espaldas. Cuando franqueó el perímetro del patio, se volvió y alzó la vista hacia su obra.
Pronto los habitantes de los ranchos y aldeas cercanos verían levantarse en el horizonte la inmensa columna de humo negro, un heraldo de la desgracia. Rió por la nariz. La familia más cercana, la del señor Gonzalo, vivía a media jornada de allí; para cuando llegaran, no quedaría nada en pie. Nada.
Una de las ventanas del piso superior explotó por el calor, un ruido cristalino que a María le sonó casi como música. Las llamas rugían con una voracidad atronadora, engulléndolo todo a su paso; ya el humo era tan denso y tan alto que ocultaba casi por completo el infierno en que se había convertido la casa donde María nació. Desde debajo del ala de su sombrero, María contempló intensamente el incendio, buscando en su interior algo, una brizna de tristeza, un atisbo de pérdida. Nada. Lamentaba haberle quemado la casa a su familia, pero eso no había detenido su mano antes, y no oprimía su corazón ahora. María suspiró. Probablemente al final iría al infierno de todas formas. No. No. El infierno estaba aquí, y ella acababa de prenderle fuego.
De repente un chillido aterrador perforó la mañana, una onda expansiva que reventó los restos del tejado y lanzó a María al suelo con las manos en las orejas, gritando a su vez. La carcasa incandescente del ranchito se derrumbó con estruendo; de sus entrañas surgieron dos alas, desplegándose como una flor que se abre en la mañana, y una criatura de fuego, negra y roja y dorada, se elevó contra el humo oscuro y el cielo pálido con un alarido de triunfo. María, derribada en el suelo y cubierta de carbonilla, se agarró el sombrero como quien aferra la vida, incapaz de apartar los ojos de aquel ser que parecía un hombre pero no lo era, con un corazón translúcido que ardía a través del pecho como un farol y unos ojos candentes como brasas que la miraron, sólo un instante, antes de alzar el vuelo. La miraron, y por el tiempo que dura un latido María lo supo todo, lo entendió todo, lo tuvo todo.
Mas después la criatura volvió la espalda, y con un solo aleteo se alejó de allí, aventando los rescoldos de la inmensa pira, como si todo hubiera sido un sueño. María permaneció un momento en el suelo, boquiabierta, sin darse cuenta de que había tragado una cantidad considerable de ceniza, con el corazón aún desbocado por la visión del demonio abriendo las alas y huyendo. María se levantó torpemente, recogiéndose la pollera negra de hollín, y corrió por un instante tras la estela de la criatura, olvidada de todo lo demás.
-¡Espera! -gritó al cielo, extendiendo los brazos-. ¡Espera!
Pronto se detuvo. Su corazón seguía pateándole el pecho; los latidos eran tan violentos que casi dolían. María se dobló en mitad del camino, las manos en las rodillas, y sintió en los ojos el picor de las lágrimas, cayendo negras sobre la arena. El corazón se le iba a salir. Su corazón latía. No estaba muerta. No estaba muerta.
-Gracias -susurró sin voz-. Nunca lo olvidaré.
Volvió a su punto de partida sin prisa. Se limpió la cara con una esquina de la ruana húmeda, y luego la extendió sobre el bulto del aguayo, donde el sol no tardaría en secarla. Después enfiló por el camino del desierto, sin pararse a pensar, sin una segunda mirada al charco de brasas que había sido su casa durante casi dieciséis años. Nunca volvería a mirar atrás. Nunca volvería a atisbar la inmensidad del desierto desde su ventana, la luna sobre el techo, preguntándose cómo era un mundo que jamás conocería. Hoy caminaba, y seguiría caminando mientras le dieran los pies. Era libre.
Y el demonio también. María sonrió bajo el sombrero, presa de una ternura desconocida para ella. ¿La recordaría él también? ¿La recordaría eternamente, en su vida sin final, guardaría siempre un rincón en su corazón incandescente para la persona que lo liberó? ¿La recordaría, como ella a él?
Sonaron unos pasos a su espalda en la arena, y oyó una voz oscura y dulce, que creyó que se había ido para siempre.

-María…

Y con esto hemos terminado, criaturas. No olvidéis comentarme lo que os ha parecido (que sé que estáis ahí. Sí, te estoy mirando a ti. No te escondas).

lunes, 3 de febrero de 2014

"A mí me gusta el humor negro, si a ti no te gusta no mires, pero no me censures".

Oh. Oh, cuánto lo siento. ¿Acaso te incomodé con mi exigencia de respeto? ¿Te molestan mis lágrimas y mi humillación? ¿Por ventura mi puto estrés post traumático ha perturbado en medida alguna tu sacrosanto derecho a echarte unas risas a costa de otros?

Mil perdones. Mil excusas. La próxima vez iré a sentirme como una mierda a otro rincón para que no tengas que recordar que eres una persona horrible, para que ni siquiera tengas que replantearte tu vida y tus privilegios; la próxima vez me callaré para que no sepas que no, no eres un un buen tío.

OH DIOS, TE VAS A IR A LA MIERDA. TE VAS A IR TANTO A LA MIERDA QUE VAS A TRASCENDER LA MIERDA Y VAS A CONOCER LOS MÁS RECÓNDITOS INTERSTICIOS DEL PROPIO CONCEPTO DE LA MIERDA. TE VAS A IR TANTO A LA PUTA MIERDA QUE ACABARÁS POR HACER LA VUELTA COMPLETA Y A DARTE CUENTA DE QUE LA MIERDA ERES TÚ.

Buenas noches, Valencia.

Serenata de invierno


Hay algunas cosas doradas en este mundo, que parecen pertenecer al mismo, misterioso campo semántico.

Las manzanas asadas, la canela, la mantequilla derretida, el caramelo, el té negro, el azúcar moreno, el clavo de olor, la sidra caliente, el ron.

En los días helados como éste, los sabores dorados que guarda la memoria son una cinta color ocaso que calienta el alma y las manos que sostienen al corazón.